La enaltecedora visión del idealismo estilístico alemán sobre la prodigiosa cultura española.
Somos tan poco
propagandistas de «lo nuestro» que bien podemos considerarnos afortunados, los
españoles, por la existencia de los «hispanistas», esa rara especie de
estudiosos que han logrado crear una tradición en los estudios históricos,
literarios y artísticos, en general, que
ha sabido descubrir, con rigor metódico y pasión hispanófila los inmensos
valores de cuanto nosotros, los depositarios de esa tradición, quizás no hemos
sabido defender y presentar ante el mundo con el enorme valor intrínseco que
tiene.
Karl Vossler,
el creador de la estilística como modo de aproximación hermenéutica a la
literatura, es uno de esos estudiosos a los que debemos una lúcida reflexión
sobre los valores de nuestra tradición y de nuestra literatura, en los que él
ha buceado con una comprensión llena de clarividencia, sin prejuicios y con el
afán de distinguir el grano de la paja. Son abundantes los libros dedicados a
España en su bibliografía, sobre todo artículos publicados en revistas
especializadas, pero en esta ocasión, he rescatado una aproximación a nuestra
cultura que mi amigo Paco Marín tuvo la amabilidad de regalarme en ese lento
proceso de dispersión del excedente de libros que solemos padecer quienes
tenemos tantas lecturas redondas, perfectas, para tan pocos metros cuadrados de
domicilio. Creí tenerlo, y resulto que no, por eso lo he leído durante mis breves
vacaciones en Ibiza con el entusiasmo de quien vuelve a sus orígenes
académicos: a las consultas permanentes de textos clásicos para los filólogos
como su Introducción a la literatura española del siglo de oro, del que
el presente recoge no pocas ideas fundamentales.
Para los
amantes de la tradición literaria española, no hay duda de la inmensa aportación
a la literatura universal que supone nuestra literatura particular, prácticamente ya desde uno de sus grandes
monumentos: el romancero viejo, un conjunto de tradiciones orales inigualable,
y en el que ya se definen no pocas de las virtudes que han nutrido los grandes
hitos de nuestra literatura: el Poema del Cid, el Libro del buen amor, la
Celestina , el Lazarillo, el Quijote, el teatro del siglo de oro, Lope,
Calderón… Y ello sin entrar en ese mundo singular del misticismo hispánico que
nos da una maestra de la autobiografía, como santa Teresa de Jesús, y la cima
lírica de la poesía europea de todos los tiempos: Juan de la Cruz.
Lo notable de este librito de Karl
Vossler, dedicado a un poeta, Hugo von Hofmansthal, tan amante de la cultura
española, y especialmente de la dramaturgia del XVII, es el intento del autor
por bucear en lo que, en boca de otro
viajero por España, Rudolf Lotahr, este denominó El alma de los españoles
(Seele Spaniens, publicado en 1923). Así, Vossler pretenderá buscar aquellas
particularidades que nos distinguen frente al resto del continente, pero
destacando lo que hay de aportación imprescindible a esa gran corriente de la cultura
europea antes que lo que nos separa de ella para reducirnos a nuestro espacio
geográfico y moral.
Quienes estén familiarizados con nuestra
literatura, disfrutarán lo suyo con los juicios exentos de subjetivismo a
ultranza de un autor que nos ve con la serenidad de quien está acostumbrado a percibir
lo bello y sus manifestaciones con total independencia de adscripciones políticas,
históricas, geográficas o lingüísticas.
Así, desde su visión de Rodrigo Díaz de Vivar: El Cid posee todas las
cualidades `propias e los que han de imponerse y triunfar: la fuerza del brazo
y del corazón, valor, prudencia, astucia e ingenio; en resumen, fortaleza
física y moral. […] La falta de honor es la muerte social, y el sentimiento del
honor, el principio moral del instinto de conservación, Vossler ya se
acerca a un concepto fundamental en la historia de España: el «honor», un concepto que representa el plano intermedio en el que se
encuentran los valores eternos y los valores temporales de la sociedad, y
de cuya importancia quedó registro en el conocido proverbio militar recorrido por
Loreno Franciosini en sus Diálogos apacibles: Por la honra pon la
vida, y pon las dos, honra y vida, por tu Dios.
Vossler parece complacerse especialmente
en la refutación de la idea del «aislamiento» de la cultura española respecto
de la europea. Y, en esa senda, llega a afirmaciones que, a buen seguro, y a
pesar de haber sido formuladas en 1927, año de edición de la presente obra, aún
chocará a no pocos, como, por ejemplo, el hecho de haber tenido nosotros una
Ilustración con seis siglos de antelación a la nacida en Inglaterra y Alemania:
Mucho antes de que tuviera lugar el movimiento de la Aufklärung del siglo
XVIII en Inglaterra, Francia y Alemania, hubo otra Aufklärung en el siglo XII
en el sur de España. Sería interesante e incluso instructivo el seguir la pista
a las ideas y a los libros que pasaron de aquella lejana Aufklärung al
enciclopedismo moderno. No hay duda de que Spinoza fue el gran intermediario entre
esas dos épocas. […] Hacia mediados del siglo XII escribió Bentofail de Guadix
una pequeña novelita titulada Philosophus autodidactus o El hombre natural o La
historia de Hay Ibn Jokdhán. Recordemos, a este respecto, y aunque Vossler
no lo recoja en su obra, que El filósofo autodidacto está en el origen
de la gran novela alegórica escrita por Baltasar Gracián: El Criticón, y
que Gracián mismo ha sido uno de los grandes escritores que han influido en
autores alemanes de tanta enjundia como Schopenhauer o Nietzsche, no solo por
su obra literario-filosófica, sino por sus aforismos —algo así como el reverso
de Maquiavelo— y también como teórico de la agudeza y del ingenio, sobre los
que escribió un tratado que figura entre lo mejorcito de su obra.
A medida que vamos leyendo, vemos aparecer ante nosotros
algunos de esos ejes fundamentales que nos definen frente a otras culturas
europeas. Así, nuestro Lazarillo tiene un punto de humanidad que lo aleja de
otras visiones de los desheredados que se producen en Europa: Se respira, a
través de toda la obra, un sentimiento de humanidad hacia los desheredados de
la fortuna, como afectuoso y cálido acompañamiento del conjunto, pero no a la
manera presuntuosa de un Rousseau, un Hugo o un Zola, pretendiendo excitar la
indignación intelectual o sentimental contra el orden social establecido. Los
que martirizan y explotan al pobre muchacho, ya sean pordioseros, clérigos o
caballeros, son también un poco sus bienhechores y sus maestros, y se
presentan, a su vez, ante nuestros ojos, como seres atribulados que necesitan
asimismo de indulgencia y de quienes solo se puede uno burlar con una ligera
ironía. Quizás debiéramos poner en relación con este «realismo español» lo
que entiende Vossler, más adelante, por realismo: Usualmente se suele, por aproximación,
denominar realista a aquel escritor que aspira a expresar de la manera más exacta
posible un fragmento o aspecto cualquiera de la realidad exterior. Esto podría
aceptarse dicho así, grosso modo, pero cuando se profundiza se pone de
manifiesto que todo escritor auténtico lo que expresa es algo interior y no
exterior, es decir, su propia intimidad, el mundo de sus sentimientos y anhelos
más personales, y que esa realidad exterior expresada en su obra es solo medio
y camino indirecto de su propia expresión.
Y de ese juicio
perspicaz podemos derivar otra de las características de nuestra literatura, aquella
que, al decir de Vossler, informa buena parte de nuestra producción antigua: Hay
un humanismo español, ciertamente, pero su explicación no es la misma que la
del humanismo europeo: no «nada humano me es extraño», sino «todo lo extraño me
humaniza». De este humanismo español que consideraba al hombre como un prodigio
incomprensible, y lo admiraba y reverenciaba como tal, salieron la gran poesía
y el gran arte del barroco, por un lado, y, por otro, el arte de tratar y
dominar al hombre. […] Con el principio de la Edad Moderna se despierta en
España, lo mismo que en el resto de Europa, el individualismo. El individuo
empieza a exigir su propia significación en el mundo. De esa concepción es
hijo el Lazarillo, por supuesto. Del mismo modo, nuestro «realismo» —que se
manifiesta en la épica de El Cid frente a la fantasiosa épica francesa, por
ejemplo— implica, a juicio de Vossler, otra de nuestras características fundamentales:
la autodestrucción de las ilusiones
humanas es una de las ideas favoritas de los españoles, una idea gracias a la
cual podían adoptar una actitud de amable desdén y de superioridad ante las
obra de la fantasía italiana, como el Orlando de Boiardo y de Ariosto, la
Arcadia, el Decamerón, etc.
A través del
análisis de la obra autobiográfica e Lope de Vega, La Dorotea,
sobre la que habla Vossler con un entusiasmo indescriptible, impulso que la
lleva a ponerla en relación de importancia incluso con la mismísima Madame
Bovary, de Flaubert, llega el autor alemán a la identificación de otra de nuestras
constantes: En la España de entonces se literaturizaba la vida y se vivía la
literatura. Si no, ¿cómo hubieran podido surgir Don Quijote y esta Dorotea?
Hay, por lo tanto, en nuestra literatura una suerte de desrealización, de orden
casi metafísico, que «clava» una manera de ser y de estar: Este ilusionismo
español se manifiesta en esas formas literarias como lo que realmente era, es
decir, como una locura que, a través de una evolución o fermento natural, tiene
hacia la razón, como mentira que aspira a la verdad, como ficción que espera
llegar a sabiduría y como goce de los sentidos que se destruye en sí mismo. La
naturaleza humana significa para el español una fuente de sueños, deseos, imágenes
y palabras, y donde esta falla aparece, como realidad, Dios, y formando su séquito,
la muerte y la Ultratumba.
No puede escapársele
a Vossler que nuestra determinación histórica configura, en gran parte, los
rasgos identitarios del pueblo español: Las vicisitudes por las que
atraviesa el país, el peligro africano, la lucha contra los árabes y el Islam,
que dura siete siglos, pueden explicar algo, y tiene que haber contribuido a
cambiar el tipo de vida urbano en otro tipo soldático, religioso y campesino.
Y, sin embargo, han persistido algunos rasgos, tales como el estoicismo de
Séneca y el gusto verbalista, que ya chocó a los romanos y fue llamado
«hispanismo» por ellos, pero incluso en la determinación de los mismos
establece Vossler una suerte de continuidad diacrónica, como ese «verbalismo»
al que los romanos denominaron «hispanismo» y que se manifiesta de forma tan
exuberante en los siglos XVI y XVII. La mismísima obra de Cervantes, Don
Quijote, es una clara muestra de esa tendencia, por más que chocará —o quizás
chocaba por eso mismo…— con la tradicional austeridad de Juan de Valdes, el
eminente autor filoprotestante de los Diálogos de la lengua, donde fijó
un precepto revolucionario para la expresión lingüística: Escribo como hablo.
Valdés era más amigo del laconismo propio de los aforismos, como buen y leal
Erasmista, y de los refranes, revalorizados por el polígrafo holandés.
El libro no rehúye
nuestros fracasos y nuestra reacción ultramontana frente al protestantismo. Y
en ese sentido se consignan las tres quiebras que sufriço el Imperio español en
el siglo XVI, y que tanto lastraron nuestro desarrollo. Pero el autor no deja
de reconocer que frente a los excesos e las Cruzadas, por ejemplo, no se
puede negar tampoco a los conquistadores de América el celo cristiano, su
devoción y su amor al prójimo, un juicio que combate de forma valiente la
extendida leyenda negra sobre la conquista de América, pero a ese efecto
conviene leer con detenimiento lo que Gregorio Luri ha escrito en su magnífica
obra El recogimiento, la aventura del yo, sobre la famosa «controversia
de Valladolid».
Finalmente, que
tampoco quiero chafarle al intelector el descubrimiento de esta visión de
España, un libro, a su manera, próximo al de Francisco Ayala, La idea de
España, y a Los españoles vistos por sí mismos, de José Luis Abellán,
todos ellos, nacidos de aquella aventura
romántica, que tanto tendía a la individualización de pueblos y gentes que
fueron Los españoles pintados por sí mismos, quisiera acabar este recorrido por las
magnificas intuiciones que pueden leerse en este libro con otra de las «constantes»
de nuestra idiosincrasia: La creencia
de que nada hay constante en los placeres y sufrimientos de la vida y de que no
existe ninguna felicidad pura constituyen el encanto íntimo del narrador y del
lector, Una especie de pesimismo alegre, una alegría con remordimientos, un
vagabundear, robar, pedigüeñear y caminar con un espíritu casi religioso de
peregrino es, aproximadamente, lo que viene a formar el tono general del Guzmán
de Alfarache. Está claro que la obra de Mateo Alemán es, para Vossler,
junto con las ya citadas en esta reseña, uno de los grandes clásicos de nuestra
literatura, por más que el tiempo y los planes de estudio hayan conseguido
cubrirla con el espeso manto del olvido. Permítaseme, en todo caso, recomendar
muy vivamente la lectura no solo del Guzmán, un prodigio de la novela
picaresca, sino muy especialmente la de La Dorotea, de Lope, una obra que tardó
cincuenta años en darla a la publicidad y donde el autor desnuda su alma con un
artificio sorprendente.
Vale.
Ave, D. Juan, muchas gracias por esta interesantísima entrada que espero poder leer con calma pronto.
ResponderEliminarMe ha parecido muy interesante, sobre todo, la idea de una "ilustración" española a partir de Abentofail y, literariamente, lo bien que pone en su sitio a un autor casi considerado "menor" como Lope, frente a Cervantes, Calderón y Quevedo.
EliminarEn La Montaña Mágica hay una mención a "la gola española" en la que tiene que fijarse cuando, pluguiera a Dios, enpoze esa obra.
ResponderEliminarTengo presente aquella alusión, como conserrvo la de los habanos "María Mancini", aunque las notas las tomé de los discursos de Settembrini. Cuando la releí quizás hubiera sido el momento de empozarla, pero por entonces no sé ni si existía yo mismo como Juan Poz... Quizás antes de palmarla me atreva de nuevo con ella, pero no lo puedo asegurar, teniendo tantas lagunas pendientes...
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