lunes, 12 de septiembre de 2022

«Algunos caracteres de la cultura española», de Karl Vossler.


La enaltecedora visión del idealismo estilístico alemán sobre la prodigiosa cultura española. 

         Somos tan poco propagandistas de «lo nuestro» que bien podemos considerarnos afortunados, los españoles, por la existencia de los «hispanistas», esa rara especie de estudiosos que han logrado crear una tradición en los estudios históricos, literarios  y artísticos, en general, que ha sabido descubrir, con rigor metódico y pasión hispanófila los inmensos valores de cuanto nosotros, los depositarios de esa tradición, quizás no hemos sabido defender y presentar ante el mundo con el enorme valor intrínseco que tiene.

         Karl Vossler, el creador de la estilística como modo de aproximación hermenéutica a la literatura, es uno de esos estudiosos a los que debemos una lúcida reflexión sobre los valores de nuestra tradición y de nuestra literatura, en los que él ha buceado con una comprensión llena de clarividencia, sin prejuicios y con el afán de distinguir el grano de la paja. Son abundantes los libros dedicados a España en su bibliografía, sobre todo artículos publicados en revistas especializadas, pero en esta ocasión, he rescatado una aproximación a nuestra cultura que mi amigo Paco Marín tuvo la amabilidad de regalarme en ese lento proceso de dispersión del excedente de libros que solemos padecer quienes tenemos tantas lecturas redondas, perfectas, para tan pocos metros cuadrados de domicilio. Creí tenerlo, y resulto que no,  por eso lo he leído durante mis breves vacaciones en Ibiza con el entusiasmo de quien vuelve a sus orígenes académicos: a las consultas permanentes de textos clásicos para los filólogos como su Introducción a la literatura española del siglo de oro, del que el presente recoge no pocas ideas fundamentales.

         Para los amantes de la tradición literaria española, no hay duda de la inmensa aportación a la literatura universal que supone nuestra literatura particular,  prácticamente ya desde uno de sus grandes monumentos: el romancero viejo, un conjunto de tradiciones orales inigualable, y en el que ya se definen no pocas de las virtudes que han nutrido los grandes hitos de nuestra literatura: el Poema del Cid, el Libro del buen amor, la Celestina , el Lazarillo, el Quijote, el teatro del siglo de oro, Lope, Calderón… Y ello sin entrar en ese mundo singular del misticismo hispánico que nos da una maestra de la autobiografía, como santa Teresa de Jesús, y la cima lírica de la poesía europea de todos los tiempos: Juan de la Cruz.

Lo notable de este librito de Karl Vossler, dedicado a un poeta, Hugo von Hofmansthal, tan amante de la cultura española, y especialmente de la dramaturgia del XVII, es el intento del autor por bucear en lo que, en  boca de otro viajero por España, Rudolf Lotahr, este denominó El alma de los españoles (Seele Spaniens, publicado en 1923). Así, Vossler pretenderá buscar aquellas particularidades que nos distinguen frente al resto del continente, pero destacando lo que hay de aportación imprescindible a esa gran corriente de la cultura europea antes que lo que nos separa de ella para reducirnos a nuestro espacio geográfico y moral.

Quienes estén familiarizados con nuestra literatura, disfrutarán lo suyo con los juicios exentos de subjetivismo a ultranza de un autor que nos ve con la serenidad de quien está acostumbrado a percibir lo bello y sus manifestaciones con total independencia de adscripciones políticas, históricas,  geográficas o lingüísticas. Así, desde su visión de Rodrigo Díaz de Vivar: El Cid posee todas las cualidades `propias e los que han de imponerse y triunfar: la fuerza del brazo y del corazón, valor, prudencia, astucia e ingenio; en resumen, fortaleza física y moral. […] La falta de honor es la muerte social, y el sentimiento del honor, el principio moral del instinto de conservación, Vossler ya se acerca a un concepto fundamental en la historia de España: el «honor», un  concepto que  representa el plano intermedio en el que se encuentran los valores eternos y los valores temporales de la sociedad, y de cuya importancia quedó registro en el conocido proverbio militar recorrido por Loreno Franciosini en sus Diálogos apacibles: Por la honra pon la vida, y pon las dos, honra y vida, por tu Dios.

Vossler parece complacerse especialmente en la refutación de la idea del «aislamiento» de la cultura española respecto de la europea. Y, en esa senda, llega a afirmaciones que, a buen seguro, y a pesar de haber sido formuladas en 1927, año de edición de la presente obra, aún chocará a no pocos, como, por ejemplo, el hecho de haber tenido nosotros una Ilustración con seis siglos de antelación a la nacida en Inglaterra y Alemania: Mucho antes de que tuviera lugar el movimiento de la Aufklärung del siglo XVIII en Inglaterra, Francia y Alemania, hubo otra Aufklärung en el siglo XII en el sur de España. Sería interesante e incluso instructivo el seguir la pista a las ideas y a los libros que pasaron de aquella lejana Aufklärung al enciclopedismo moderno. No hay duda de que Spinoza fue el gran intermediario entre esas dos épocas. […] Hacia mediados del siglo XII escribió Bentofail de Guadix una pequeña novelita titulada Philosophus autodidactus o El hombre natural o La historia de Hay Ibn Jokdhán. Recordemos, a este respecto, y aunque Vossler no lo recoja en su obra, que El filósofo autodidacto está en el origen de la gran novela alegórica escrita por Baltasar Gracián: El Criticón, y que Gracián mismo ha sido uno de los grandes escritores que han influido en autores alemanes de tanta enjundia como Schopenhauer o Nietzsche, no solo por su obra literario-filosófica, sino por sus aforismos —algo así como el reverso de Maquiavelo— y también como teórico de la agudeza y del ingenio, sobre los que escribió un tratado que figura entre lo mejorcito de su obra.

A medida que vamos leyendo, vemos aparecer ante nosotros algunos de esos ejes fundamentales que nos definen frente a otras culturas europeas. Así, nuestro Lazarillo tiene un punto de humanidad que lo aleja de otras visiones de los desheredados que se producen en Europa: Se respira, a través de toda la obra, un sentimiento de humanidad hacia los desheredados de la fortuna, como afectuoso y cálido acompañamiento del conjunto, pero no a la manera presuntuosa de un Rousseau, un Hugo o un Zola, pretendiendo excitar la indignación intelectual o sentimental contra el orden social establecido. Los que martirizan y explotan al pobre muchacho, ya sean pordioseros, clérigos o caballeros, son también un poco sus bienhechores y sus maestros, y se presentan, a su vez, ante nuestros ojos, como seres atribulados que necesitan asimismo de indulgencia y de quienes solo se puede uno burlar con una ligera ironía. Quizás debiéramos poner en relación con este «realismo español» lo que entiende Vossler, más adelante, por realismo: Usualmente se suele, por aproximación, denominar realista a aquel escritor que aspira a expresar de la manera más exacta posible un fragmento o aspecto cualquiera de la realidad exterior. Esto podría aceptarse dicho así, grosso modo, pero cuando se profundiza se pone de manifiesto que todo escritor auténtico lo que expresa es algo interior y no exterior, es decir, su propia intimidad, el mundo de sus sentimientos y anhelos más personales, y que esa realidad exterior expresada en su obra es solo medio y camino indirecto de su propia expresión.

         Y de ese juicio perspicaz podemos derivar otra de las características de nuestra literatura, aquella que, al decir de Vossler, informa buena parte de nuestra producción antigua: Hay un humanismo español, ciertamente, pero su explicación no es la misma que la del humanismo europeo: no «nada humano me es extraño», sino «todo lo extraño me humaniza». De este humanismo español que consideraba al hombre como un prodigio incomprensible, y lo admiraba y reverenciaba como tal, salieron la gran poesía y el gran arte del barroco, por un lado, y, por otro, el arte de tratar y dominar al hombre. […] Con el principio de la Edad Moderna se despierta en España, lo mismo que en el resto de Europa, el individualismo. El individuo empieza a exigir su propia significación en el mundo. De esa concepción es hijo el Lazarillo, por supuesto. Del mismo modo, nuestro «realismo» —que se manifiesta en la épica de El Cid frente a la fantasiosa épica francesa, por ejemplo— implica, a juicio de Vossler, otra de nuestras características fundamentales:  la autodestrucción de las ilusiones humanas es una de las ideas favoritas de los españoles, una idea gracias a la cual podían adoptar una actitud de amable desdén y de superioridad ante las obra de la fantasía italiana, como el Orlando de Boiardo y de Ariosto, la Arcadia, el Decamerón, etc.

         A través del análisis de la obra autobiográfica e Lope de Vega, La Dorotea, sobre la que habla Vossler con un entusiasmo indescriptible, impulso que la lleva a ponerla en relación de importancia incluso con la mismísima Madame Bovary, de Flaubert, llega el autor alemán a la identificación de otra de nuestras constantes: En la España de entonces se literaturizaba la vida y se vivía la literatura. Si no, ¿cómo hubieran podido surgir Don Quijote y esta Dorotea? Hay, por lo tanto, en nuestra literatura una suerte de desrealización, de orden casi metafísico, que «clava» una manera de ser y de estar: Este ilusionismo español se manifiesta en esas formas literarias como lo que realmente era, es decir, como una locura que, a través de una evolución o fermento natural, tiene hacia la razón, como mentira que aspira a la verdad, como ficción que espera llegar a sabiduría y como goce de los sentidos que se destruye en sí mismo. La naturaleza humana significa para el español una fuente de sueños, deseos, imágenes y palabras, y donde esta falla aparece, como realidad, Dios, y formando su séquito, la muerte y la Ultratumba.

         No puede escapársele a Vossler que nuestra determinación histórica configura, en gran parte, los rasgos identitarios del pueblo español: Las vicisitudes por las que atraviesa el país, el peligro africano, la lucha contra los árabes y el Islam, que dura siete siglos, pueden explicar algo, y tiene que haber contribuido a cambiar el tipo de vida urbano en otro tipo soldático, religioso y campesino. Y, sin embargo, han persistido algunos rasgos, tales como el estoicismo de Séneca y el gusto verbalista, que ya chocó a los romanos y fue llamado «hispanismo» por ellos, pero incluso en la determinación de los mismos establece Vossler una suerte de continuidad diacrónica, como ese «verbalismo» al que los romanos denominaron «hispanismo» y que se manifiesta de forma tan exuberante en los siglos XVI y XVII. La mismísima obra de Cervantes, Don Quijote, es una clara muestra de esa tendencia, por más que chocará —o quizás chocaba por eso mismo…— con la tradicional austeridad de Juan de Valdes, el eminente autor filoprotestante de los Diálogos de la lengua, donde fijó un precepto revolucionario para la expresión lingüística: Escribo como hablo. Valdés era más amigo del laconismo propio de los aforismos, como buen y leal Erasmista, y de los refranes, revalorizados por el polígrafo holandés.

         El libro no rehúye nuestros fracasos y nuestra reacción ultramontana frente al protestantismo. Y en ese sentido se consignan las tres quiebras que sufriço el Imperio español en el siglo XVI, y que tanto lastraron nuestro desarrollo. Pero el autor no deja de reconocer que frente a los excesos e las Cruzadas, por ejemplo, no se puede negar tampoco a los conquistadores de América el celo cristiano, su devoción y su amor al prójimo, un juicio que combate de forma valiente la extendida leyenda negra sobre la conquista de América, pero a ese efecto conviene leer con detenimiento lo que Gregorio Luri ha escrito en su magnífica obra El recogimiento, la aventura del yo, sobre la famosa «controversia de Valladolid».

         Finalmente, que tampoco quiero chafarle al intelector el descubrimiento de esta visión de España, un libro, a su manera, próximo al de Francisco Ayala, La idea de España, y a Los españoles vistos por sí mismos, de José Luis Abellán,  todos ellos, nacidos de aquella aventura romántica, que tanto tendía a la individualización de pueblos y gentes que fueron Los españoles pintados por sí mismos,  quisiera acabar este recorrido por las magnificas intuiciones que pueden leerse en este libro con otra de las «constantes» de nuestra idiosincrasia:  La creencia de que nada hay constante en los placeres y sufrimientos de la vida y de que no existe ninguna felicidad pura constituyen el encanto íntimo del narrador y del lector, Una especie de pesimismo alegre, una alegría con remordimientos, un vagabundear, robar, pedigüeñear y caminar con un espíritu casi religioso de peregrino es, aproximadamente, lo que viene a formar el tono general del Guzmán de Alfarache. Está claro que la obra de Mateo Alemán es, para Vossler, junto con las ya citadas en esta reseña, uno de los grandes clásicos de nuestra literatura, por más que el tiempo y los planes de estudio hayan conseguido cubrirla con el espeso manto del olvido. Permítaseme, en todo caso, recomendar muy vivamente la lectura no solo del Guzmán, un prodigio de la novela picaresca, sino muy especialmente la de La Dorotea, de Lope, una obra que tardó cincuenta años en darla a la publicidad y donde el autor desnuda su alma con un artificio sorprendente.

         Vale.

 

4 comentarios:

  1. Ave, D. Juan, muchas gracias por esta interesantísima entrada que espero poder leer con calma pronto.

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    1. Me ha parecido muy interesante, sobre todo, la idea de una "ilustración" española a partir de Abentofail y, literariamente, lo bien que pone en su sitio a un autor casi considerado "menor" como Lope, frente a Cervantes, Calderón y Quevedo.

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  2. En La Montaña Mágica hay una mención a "la gola española" en la que tiene que fijarse cuando, pluguiera a Dios, enpoze esa obra.

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    1. Tengo presente aquella alusión, como conserrvo la de los habanos "María Mancini", aunque las notas las tomé de los discursos de Settembrini. Cuando la releí quizás hubiera sido el momento de empozarla, pero por entonces no sé ni si existía yo mismo como Juan Poz... Quizás antes de palmarla me atreva de nuevo con ella, pero no lo puedo asegurar, teniendo tantas lagunas pendientes...

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