No hay mayor placer que el del conocimiento ni bien más preciado que la sabiduría: un diálogo anímico y en parte antihedonista: Filebo o el saber como virtud máxima.
Diálogo de madurez, como Las leyes o de la legislación, el Filebo es un maravilloso ejemplo del
método dialéctico de Platón, y aun me atrevería a decir que el mejor en donde
hallar con meridiana claridad los excelentes recursos que hemos podido observar
a lo largo de las 1500 páginas biblia que contiene un pensamiento, si no
siempre sistematizado, como nos hubiera gustado a los perezosos, sí poderoso en
sus intuiciones, en sus demostraciones y en las garantías de un método que
alimentará toda la filosofía posterior a Platón, así como en las visiones y las
imágenes que han quedado en el acervo del saber occidental como momentos
prodigiosos de la imaginación y la reflexión. Platón va bastante más allá de la
Filosofía, y las preocupaciones de todo tipo que han aparecido en sus diálogos:
éticas, religiosas, económicas, legislativas, etc. nos deparan un conocimiento
bastante más rico que el de la estricta filosofía, aún necesitada de una labor
de sistematización que Aristóteles se encargaría de realizar. Hay, en efecto,
tanta literatura, y de la buena, como filosofía en la obra de Platón, y de eso
se beneficia tanto el lector curioso como el insensato -mi menda leyenda- que
se ha embarcado en una travesía que ahora llega a su fin. No sé que tiene el
calor que, desde hace muchos años, me ha incitado a leer clásicos grecolatinos,
acaso por el contacto con el mar mediterráneo -a cuyas orillas me lleva
forzado, como a los galeotes, la paz conyugal…-, ayer cuna del saber y hoy
tumba de las necesidades materiales. La reflexión de Platón sobre el
placer parte de un antagonismo entre él
y Filebo, si bien, como se empeña en recalcar enseguida por boca de Sócrates: La
meta, en efecto, de nuestra disputa no es, sin duda, que la tesis que yo
sostengo se lleve la victoria, o que se la lleve la tuya: ambos a dos hemos de
militar y estar al servicio de la verdad absoluta. Ese método es el que
permite iniciar el diálogo con la dicotomía de la que parten: Filebo afirma, pues, que para todo aquello
que vive es bueno el goce, el placer, el agrado y todas las afecciones
análogas, que entran dentro de este mismo género. Nosotros defendemos, por el
contrario, que esto no es así, y que la sabiduría, el entendimiento, la memoria
y todo lo que está relacionado con esto, la recta opinión y los razonamientos
verdaderos, son de más categoría y valor que el placer para todos aquellos
seres que son capaces de participar de ello y que, para todo aquel que sea
capaz de verse afectado por estas cosas, son, en el momento actual, tanto como
en el futuro, todo lo más ventajoso que existe. Así puestas las cosas,
habremos de esperar al final del diálogo para poder leer el anatema del placer
que va implícito en la postura de Sócrates, y aparece allí, al final, casi como
corolario de una postura que ha ido reduciendo el placer al ámbito humano, con
todas las limitaciones que la naturaleza implica: El placer es lo más jactancioso y falso que hay, y según suele decirse,
en los placeres del amor, que al parecer son los mayores, incluso el perjurio
está seguro de obtener el perdón de los dioses, cosa esta que demuestra que los placeres son como niños y no tiene ni la menor sombra
de razón. El entendimiento, por el contrario, o bien es idéntico a la
verdad, o bien es lo que más se le asemeja y lo que la contiene en mayor grado.
Con todo, Sócrates le reconoce a Protarco, su interlocutor, que, aun a pesar de
la preeminencia del conocimiento sobre el placer, lo propio es una actitud que
sepa mezclar ambos, el placer y el conocimiento, para poder obtener el bien que
está, asociado a la virtud, por encima de ellos: Según decía Filebo, el placer es el fin normal de todo lo que vive y es
aquello a lo que todos deben aspirar; de esta manera, él es el bien universal,
y estas dos expresiones, bueno, agradable, no se aplican con rectitud sino a
una sola y misma realidad. Sócrates, por el contrario, niega esta unidad y
pretende que, lo mismo que tienen dos nombres, el bien y el placer, tienen así
mismo dos naturalezas diferentes, y que la sabiduría tiene más parte en el bien
que no el placer. (…) Nosotros estamos ahí como escanciadores delante de las
fuentes: la del placer podría compararse a una fuente de miel, y la de la
sabiduría, sobria y sin huella alguna de vino, a una fuente de agua pura y
sana; y nos es preciso intentar mezclar esas dos fuentes lo mejor posible.
Como era previsible, Sócrates no tarda en remontarse al mundo ideal que ha de
convertirse en objeto de nuestro deseo, marginando los propios de la naturaleza
humana, afanada en la consecución de placeres que se agotan en sí mismos y que,
en vez de conocimiento, solo deparan melancolía. Protarco se lo sintetiza
admirablemente, en el curso del vivo diálogo: Si es
verdad que es bello que el sabio lo conozca todo, quizá también haya en él una
segunda belleza, la de no desconocerse a sí mismo. (…) Según tú, al parecer, el
bien que con justicia hay que declarar preferible al placer es el
entendimiento, la ciencia, el juicio, el arte y todos los dones de esta clase.
Tras reafirmarse en su posición: Todos
los sabios están de acuerdo en exaltarse en verdad a sí mismos, afirmando que
el entendimiento es el rey de nuestro universo y de nuestra Tierra,
Sócrates asocia el bien supremo a la ausencia de la necesidad y a la falta de
determinación de lo ideal. Así pues, lo bello que él concibe, asociado al
placer, dependerá del conocimiento de las ideas absolutas, no de la persona,
tan limitada. O sea, si damos por sentado, como defiende Sócrates, que ni en la vida de placer hay sabiduría ni
en la vida de sabiduría placer. Pues, si una de las dos es el bien, es
necesario que ella no tenga necesidad de nada que la complemente, solo
aquello que es absoluto, que no necesita ser complementado, podemos calificarlo
como bien, y, por ese camino, solo se llega al conocimiento, a la sabiduría, no
a los placeres ordinarios asociados a las “circunstancias” humanas. El único
bien ha de ser el bien ideal, más allá de lo real, y otorgado por los dioses,
los creadores de esa alma del mundo de la que los hombres participan. Platón
defiende que el goce es siempre real, pero no, necesariamente, lo han de ser
las cosas que lo deparan: Gozar es siempre
real, de cualquier manera y en cualquier medida en que se goce, con fundamento
o sin él, aun cuando a veces este hecho se centre en cosas que o son ni fueron
reales y también, a menudo, lo más a menudo posiblemente, sobre cosas que jamás
serán reales. Existen, pues, los
“placeres falsos”, porque, como defiende el filósofo: En la visión, el hecho de ver de cerca o de lejos suprime la verdadera
apreciación de las dimensiones y falsea el juicio, ¿y no va a ocurrir lo mismo
en la apreciación de los dolores o de los placeres? Sócrates defiende que
es la memoria la que empuja hacia los
objetos deseados, de donde se sigue que
el apetito, el deseo, el principio motor de todo animal son cosa que pertenecen
al alma. Por esa misma razón, y para mostrar la insuficiencia radical del
placer como bien, Sócrates aduce: ¿Y no crees tú que, mientras se conserva
esta esperanza de la satisfacción, se siente el placer de pensar en ella o
recordarla y que, al mismo tiempo, se sufre por sentirse uno vacío? Algo
que Protarco concede de inmediato: Necesariamente.
De esa mezcla no armónica de contrarios, experimentar el placer y el dolor al
mismo tiempo, deduce Sócrates la “impureza” del placer, la escasa propiedad con
que puede ser considera un bien absoluto e incluso el bien por antonomasia. El
placer, así pues, para Sócrates puede ser considerado, y así lo hacen, de
hecho, un estado vicioso del alma. A
su parecer: Los continentes o temperados tienen siempre como freno la máxima
tradicional, esta prohibición de que “nada en demasía” debe hacerse a la que
ellos obedecen. Por lo que respecta a los intemperantes y libertinos, la
violencia del placer los posee hasta el punto de volverlos locos y hacerlos
gritar como si fueran posesos. (…) Evidentemente, los mayores placeres, así como
los mayores dolores, nacen en un cierto estado vicioso del alma y del cuerpo, y
no en el estado de la virtud. ¿Cuáles son, entonces, los placeres absolutos,
para Platón? Pues aquellos que no se asocian a la naturaleza humana, sino a las
ideas a cuyo conocimiento ha de aspirar lo más humano que hay nosotros, el
alma. Él mismo se atreve a enunciarlos: Los que proceden de los colores que llamamos
bellos, de las formas, de la mayoría de los perfumes o de los sonidos, de todos
los goces cuya falta no es penosa ni sensible, mientras que su presencia nos
procura plenitudes de sentimientos agradables, libres de todo dolor. (…) Lo que
yo quiero decir no se entiende fácilmente a la primera. Lo que yo quiero
expresar por la belleza de las formas no es lo que comprendería el vulgo, la
belleza de los cuerpos vivos o de las pinturas; yo me refiero, y es en lo que
se apoya el argumento, a líneas rectas y a líneas circulares, a las superficies
o a los sólidos que proceden de ellas, hechos o bien con ayuda de tornos, de reglas
o de escuadras, si me comprendes bien. Esas formas así, en efecto, afirmo yo
que son bellas, no relativamente, como otras, sino que son bellas siempre, en
sí mismas, por naturaleza, y que ellas tienen sus propios placeres, en manera
alguna comparables a los de los pruritos o comezones; bellos son también los
colores de ese tipo y fuentes de placer. No ha de extrañarnos, pues, que el
placer del conocimiento está reservado a unos pocos, a aquellos que hacen de la
elevación del alma a su origen esclarecido un destino en la vida: Hemos
de decir que esos placeres del conocimiento no van mezclados con ningún dolor y
que, lejos de pertenecer a la masa de la humanidad, son la herencia de un
pequeño número de personas. De hecho, un
placer cualquiera, no importa cuál sea, incluso pequeño y raro, solo con la
condición que esté puro de toda mezcla de dolor, será más agradable, más
verdadero, más bello que otro placer mayor o repetido más veces.De lo que
se trata, sí pues, es de acceder a ese conocimiento que suma la virtud, el
bien, la belleza y el placer en un solo movimiento: El conocimiento del ser, de la
realidad verdadera y perpetuamente idéntica por naturaleza es, en efecto, la
que, según mi opinión, todos los espíritus un poco cultivados estiman con mucho
la más verdadera. ¿Cuál es la condición para poder acceder a ese “bien” que
es el norte de una vida?: la medida, la proporción: Vemos, pues, que la potencia del bien ha buscado refugio en la
naturaleza de lo bello, ya que la medida y la proporción realizan en todas
partes la belleza y la virtud. (…) Si no podemos captar o alcanzar el bien bajo
una sola característica, entendámoslo bajo tres caracteres: la belleza, la
proporción y la verdad. Sí, es cierto, hay en la posición de Platón un
cierto antihedonismo y una exaltación de la austeridad a que obliga la virtud y
la búsqueda del conocimiento, pero no es menos cierto, también, que muchos y
placenteros son los dones que se derivan de esa episteme platónica. Recordemos
algo que recogimos antes: los placeres
son como niños y no tiene ni la menor sombra de razón. Por ahí hemos de
reconocer la puerilidad que se ha enseñoreado de la sociedad occidental.
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