jueves, 2 de julio de 2020

«Parlamentarismo Español», de Azorín o el aticismo con retranca levantina.





Las crónicas parlamentarias de un estilista sujeto a los crudos vaivenes de la realidad política en la que luego se vería inmerso…  

Pocos después de haber acabado Confesiones de un pequeño filósofo, que culmina la trilogía iniciada por La voluntad y continuada por Antonio Azorín, de donde sacó su pseudónimo de por vida, Azorín dedicó no pocos años de su vida a la crónica parlamentaria, justo antes de convertirse él mismo en diputado conservador y ofrecernos la visión «desde dentro» de lo que él había criticado desde fuera, primero de forma anónima en El Globo, en 1902 y luego, ya con  su firma en los diarios España y ABC. Las sesenta y tres crónicas recogidas en Parlamentarismo español, el libro que queremos dar a conocer, porque devendrá para el lector un placer extraordinario la lectura del mismo, no recogen el total de las que escribió Azorín a lo largo de su vida, pues en el volumen se recogen las correspondientes a 1904, 1905 y 1916, pero deja fuera muchas otras de años posteriores. Aun así, y a la espera de la edición definitiva de todos sus textos de naturaleza parlamentaria, bien está esta vieja edición de Bruguera para abrir boca de lo que puede ser la magna edición completa de unos textos que adquieren, con la restauración de la democracia en España, su definitivo sentido. Por imperfectos que fueran nuestros Congresos del primer tercio del siglo XX eran, en comparación con las cortes franquistas, un prodigio de libertad y usos democráticos que solo podemos apreciar cabalmente desde nuestro presente, en el que esos usos han vuelto a sentarse en nuestras vidas con una calidad infinitamente mayor que la de los Congresos que nutrieron las crónicas de Azorín. Hay, de hecho, algo así como un punto de arqueología en sus crónicas, lo que les confieren una perspectiva histórica indispensable para acercarnos a unas maneras de entender el parlamentarismo que a veces nos parecen entrañables, otras deleznables, algunas veces envidiables y la mayoría de las veces muy divertidas. Como Azorín se ciñe a la diacronía, caen del lado final del volumen unas crónicas que, en rigor, deberían de haber abierto el volumen, porque nos describen el espacio físico en el que va a tener lugar la «acción» del vodevil…Sí, sí, no me retracto. A medida que vamos leyendo las crónicas, emerge de ellas una visión cómica de la institución que se impone a cualesquiera otras visiones, y a ello colabora en no poca medida la fina ironía levantina con que Azorín, que también se incluye a sí mismo en la chacota, nos retrata una vida parlamentaria con suficientes alicientes como para no abandonar la lectura del volumen en ningún momento.
         ¿A cuento de qué ha venido resucitar ahora esta obra parlamentaria de Azorín? Salió en la conversación confinada que mantuve con Emilio Pascual y le aseguré que se trataba de una obra desternillante, con un capítulo especialmente brillante que debería aparecer en todas las crestomatías de las mejores páginas de nuestra literatura. Se trata de El confort de la cámara, que he transcrito para los intelectores que deseen leerlo cómodamente en mi blog Provincia Mayor, pues aquí lo añadiré a modo de apéndice documental en letra reducida.. De otra naturaleza más objetiva es la descripción que añade Azorín en las últimas crónicas del libro. En la crónica Biología del Congreso, Azorín nos sitúa en el relativamente «viejo caserón», porque el edificio del Congreso se construyó a mitad del siglo pasado. El arquitecto constructor se ingenió de tal modo, que ninguna de las dependencias en que se mueven los diputados tiene ventanas a la calle. No las tiene ni el salón de sesiones, ni el de conferencias, ni los pasillos, ni los escritorios, ni lo que ahora es botillería o cafetín. […] Únicamente en este edificio, entre las dependencias destinadas a los diputados, tiene ventanas a la calle la biblioteca. No sabemos si el arquitecto supuso, con harto pesimismo, que en esta estancia no sería probable defenestrar a ningún representante del país, puesto que serían pocos los que pusieran sus pies en este ámbito. La chufla final está emparentada muy directamente con Un jornalero, cuento de Clarín sobre el que también me he explayado en este blog.
         Digamos que Azorín supo captar lo que de ridículo y grande había en el parlamentarismo de principios de siglo, y él mismo sabe meterse, ¡con su singular paraguas rojo incluido!, en aquella danza de prima donnas, de figurones, de currutacos políticos y fieros defensores «del obrero» y de la «República» que nos traen ecos de asuntos de los que nunca se acaban de zanjar ni en el nuestro ni en ningún otro Parlamento: Yo paseo por los anchos pasillos lentamente, reposadamente, como un viejo senador. Yo tengo en mi mano derecha mi paraguas de seda roja, y en el bolsillo de mi levita mi diminuta tabaquera de plata. […] U diputado es un hombre loco, absurdo, que tiene encima de su mesa un número de El Imparcial, otro de El Liberal, y un tomo de Maucci (o, si se trata del señor Villanueva, un ejemplar de Le Temps); un senador es un hombre discreto, mesurado, parco, que lee, antes de almorzar, un tomo de tarifas arancelaras, una monografía sobre la acuñación de la plata o un discurso que Cánovas pronunció el año 1883 ante las cortes con motivo de algo trascendental. Los diputados gritan, gesticulan, van, vienen, entran y salen rápidamente en el salón […]; los senadores marchan lentos, miran con recelo las puertas -estas puertas por las que se cuelan los aires sutiles-, apoyan con cuidado su bastón en el suelo, inclinan lentamente la cabeza para saludaros, os hablan con palabras tranquilas y finas, sonríen con sonrisas discretas y vagas. —¡Caramba, Azorín! -oigo exclamar de pronto a mis espaldas- ¿Trae usted hoy su famoso paraguas encarnado? Y mi paraguas rojo es izado en un grupo y corre a lo largo de los pasillos, causando una profunda estupefacción. Todos en el Congreso son amigos queridos del pequeño filósofo; todos le zarandean y quieren hablar con él. Y yo digo, como don Mariano Rementería: «Estos amigos queridos, a quienes jamás he conocido, debían, a lo menos, no tener tanta familiaridad». Y de forma tan natural, van apareciendo en las crónicas referencias literarias, aforismos, obras de sociología, filosofía, etc., que hacen las delicias de cualquier aficionado. Me apresuró a decir que ya me he descargado una copia de ese prometedor El hombre fino, de 1829, que leeré siquiera sea para celebrar íntimamente que mi primera lectura íntegra de un libro, tras salir del largo periodo de los tebeos y las ilustraciones de la Colección Historias, también de Bruguera, fue el manual Educación y Mundología, de Antonio Armenteros.
         Es curioso contrastar la visión que nos da Azorín de los parlamentarios desde el prologo y la que nos da casi en el epílogo: ¿A qué responden, exactamente, estas manifestaciones de integridad? Este político, a quien tanto se elogia, ¿no es una medianía? Y aquel otro, ¿no es un bribón? Y el de más allá, ¿no es un insoportable petulante? ¿Y en las manos de todos estos hombres está el porvenir de España? ¿Y estos son los hombres que monopolizan el Poder, mientras España se desquicia, se hunde con sus campos yermos, con sus multitudes hambrientas y sin escuelas?, nos los retrata apenas inicia su andadura de cronista. Pero, tras acabar apreciando los valores de tanto disparate como ha conocido, se atreve a decir lo siguiente: Queremos, sin embargo, hacer una declaración, y es que, por lo que se nos alcanza de lo que pasa en otras partes, en el Parlamento español hay más corrección, más mesura, más policía y más urbanidad que en algunos otros Parlamentos, lo que no significa, añado yo,  que haya más luces o ingenio o inteligencia práctica... De hecho, aún hoy es muy notoria la distancia entre nuestras broncas parlamentarias -y ya leeremos después cómo las transcribe Azorín- y las muy aguerridas y violentas que podemos ver en Parlamentos como el italiano, el japonés o cualesquiera otros…  Sobre ese punto, Azorín, tan fino analista siempre, nos recuerda algo que hace poco levantó no poca polémica en nuestro país, al ver un «aparte» parlamentario en el que Iván Espinosa de los Monteros, Pablo Manuel Iglesias e Inés Arrimadas confraternizaban como colegas a los que nada les separase, ni humana ni ideológicamente. Dice Azorín al respecto:  A nosotros nos parece bien que los más irreconciliables adversarios no traspasen en el debate los límites de la civilización y de la humanidad. Ahora, lo que encontramos inadmisible es que mientras el público de las tribunas cree, a juzgar por los gestos y voces de pasión, que aquellos oradores son realmente irreducibles en sus respectivas posiciones; luego estos señores, fuera del salón, a los dos minutos, se abracen en los pasillos y cambien chanzas regocijadas y cordiales.
Que el Parlamento tiene algo de pantomima es inevitable pensarlo una vez que se ha tenido el vicio arraigado de seguir, íntegras., sesiones parlamentarias inolvidables, y, con tantos medios de difusión como hay en la actualidad, a nadie se le escapa que hay mucho de «teatrillo», en el peor sentido de la palabra. Pero pongámoslo en las palabras de un diputado de entonces, Julio Burell, quien ya en pie, se lleva el fino pañuelo a la boca y tose; luego se inclina ante su asiento y toma un papel, de entre los variados apuntes que en él hay amontonados; al fin, con voz recia, dirigiendo la mano extendida hacia el banco del Gobierno: “¡La responsabilidad de la Prensa! -exclama- ¡Sí,  la prensa ha venido, con sus bellezas y extravagancias, a suceder a la antigua epopeya formada por el pueblo!
         A través de un apasionante ejercicio de observación, Azorín «peca» de sociólogo aficionado y elabora una suerte de teoría del parlamentarismo en el que trata de diseccionar el ejercicio del parlamentarismo a través de lo que él considera que es lo mejor que puede ofrecerles a los lectores: Lo fugaz, lo momentáneo, lo deleznable, aquello de que no se ocupan los historiadores, encontrará el lector aquí. Pero el intelector descubre mucho más y de lo mejorcito que un observador penetrante como Azorín es capaz de observar, porque hay un retrato del parlamentario y de su función tan impecable que bien pueden pasar las páginas de su Parlamentarismo español como una suerte de manual del perfecto parlamentario, a  contrario sensu de los ejemplos con que él va ilustrando la teoría. El «gesto» es uno de los pilares de la teoría, y ahí va un ejemplo: ¿Qué importa lo que el orador dice? Para un sicólogo y para un artista, lo importante es el gesto. Salmerón extiende sus manos hacia el banco ministerial, con un ademán de fuerza, mientras habla; luego las sube a la altura de su cabeza, con un grito apocalíptico; luego las baja lentamente, como con desconsuelo, al pensar que España no puede marchar hacia su felicidad con este régimen; y, por fin, mientras da dos pasos ante su escaño, cuelga la mano izquierda del bolsillo del chaleco y dirige una mirada de profundo desdén a los ministros… El gesto, no obstante, forma parte de las «maneras», estudiadas, dice el autor de forma harto exhaustiva por Francisco Giner, quien  en un bello, definitivo trabajo sobre el asunto, dice que «la voz, el gesto, el ademán, la actitud, el modo de andar y el de estar parado (la locomoción y la estación, que dicen los fisiólogos) caen bajo la jurisdicción de las manera, con todos los restantes órdenes análogos en donde se manifiesta la personalidad de un modo sensible.» Y debemos añadir que existe una tradición, una nacionalidad, en las maneras, y que estas cambian con las épocas, con los pueblos, con las clases sociales. Y a los componentes de esas «maneras» dedicará no pocas páginas el autor, con un grado de penetración psicológica que hace muy recomendable la lectura del volumen para todos aquellos que quieran iniciarse en el noble o deleznable arte del parlamentarismo…, porque, como recuerda con cita oportuna: No hay nada -decía La Bruyère-, no hay nada, por sencillo, por insignificante, por imperceptible que sea, donde no entre algo que descubra nuestro carácter. Un tonto no entra, ni sale, ni se sienta, ni se levanta, ni se calla, ni se está pie como un hombre inteligente; y de ahí que sus crónicas indaguen en tales diferencias para discriminar entre los usos parlamentarios aceptables y los deleznables. Sigue, el autor, la guía de los mejores clásicos para perfilar esos retratos, como cuando se acoge al clásico por excelencia de la oratoria: Cicerón precisa en su Diálogo del orador que «el más grande defecto en oratoria es hablar como los demás hablan». Y dicho se está que quedan condenados con esto los gritos, los manotazos excesivos, los golpes sobre el pupitre, el cruzar los brazos sobre pecho con arrogancia o el colgar los pulgares -horror de horrores- en las aberturas del chaleco… Azorín tiene un don especial para percibir esa sinfonía de gestos, entonaciones y actuaciones que le permiten perfilar la mediocridad de toda una generación de parlamentarios que siempre hacen buenos a los anteriores, como exige el tópico. Hay las excepciones de rigor, por supuesto, porque Azorín tiene también un «ojito derecho» que ve con complacencia ciertas manifestaciones parlamentarias exquisitas: El señor Maura domina uno de los más peligrosos, pero más necesarios, resortes de la oratoria: el énfasis; y el señor Maura sabe también hacer uso oportuno de otro recurso indispensable: el silencio, o sea las pequeñas pausas que en el curso de la oración es preciso ir distribuyendo cautamente, bien para dar solaz al ánimo del oyente o bien, a la inversa para encenderlo.
         Vamos entrando en materia y aún no hemos asistido a un rifirrafe parlamentario de los que definían aquellas cortes de nuestros bisabuelos, en los que ideologías tan polarizadas como la conservadora monárquica y la republicana libraban una batalla feroz para ganarse a la opinión pública. El libro esta abarrotado de intervenciones que harían interminable la lectura de esta recensión. Asomémonos al modo como se planteaban ciertas identificaciones políticas en aquellos momentos:  No le preguntemos al señor Vincenti si es individualista o socialista; él lo dice terminantemente: «No, no me lo preguntéis.» Y la razón es porque si antes estas cuestiones de socialismo e individualismo tenían razón de ser, hoy ya no la tienen. «Rousseau, Bastiat», dice el orador; pero no logramos averiguar para qué el señor Vincenti cita a Bastiat y a Rousseau. […] También el orador habla de la clase media y de los obreros, pero aquí ya logramos entender algo. Lo que quiere el señor Vincenti es que los obreros se eduquen, se instruyan. «Yo -afirma el orador- lo dijo en un mitin, al cual asistieron representantes del anarquismo: yo lo dije: Si vosotros queréis quitarme a mí el sitio tirándome un cartucho de dinamita, yo os tiraré a vosotros otro.» […] Antes había condenado las tendencias individuales del señor Romero Robledo; a su parecer, el socialismo era preferible; pero ahora el insidioso y terrible socialismo del Gobierno del señor Maura le parece igualmente condenable. […] «¡Antes -exclama el señor Vincenti- se decía el pan negro de la emigración; pero ahora tendremos que decir el pan duro de Maura!» «Yo -afirma el señor Dato- no soy socialista ni individualista; soy intervencionista.» Ya está lanzada la palabra; una palabra puede ser un partido. […] «He mantenido siempre, dentro de mi esfera modestísima, y con ayuda de mis pobres medios oratorios, que el Estado debe intervenir en el problema obrero en aquella medida que las circunstancias aconsejen y no más allá de los límites que marcan las funciones que le están encomendadas. […] Y por eso yo -añade el señor Dato- lamento sinceramente que no tenga representación aquí el elemento obrero, no encarnado en apóstoles y en mesías, sino en obreros genuinos, auténticos, apartados de los partidos, con callos en las manos.» Advertimos ecos de planteamientos que aún hoy es posible que se reproduzcan en términos similares en nuestro Congreso actual. Pero vayamos sin mas demora a esa minitrifulca para tener una idea clara de que parecía haber mucha más vida parlamentaria ciento diez años atrás que ahora: Y se aprueba el acta entre un barullo formidable; una voz, en la mayoría, imita el mugido terrible de un monstruo paleolítico; el señor Nougués salta de pronto en su asiento y grita: «¿Quién hace ese mu?» […] «¡Tiene la palabra el señor Nougués!», clama el presidente de la Cámara. «¡No, no; que conste mi protesta!», replica el señor Burell. «¡Que se lea el artículo ciento sesenta y nueve!», torna a gritar el señor Nougués. «¡Su señoría tiene la palabra para apoyar, y solo para apoyar su proposición ¡», vuelve a gritar el presidente. «¡Se la tomará para lo que él quiera!», se oye gritar con ira. «¡Se la quitaré yo si hace eso!», grita el señor Romero Robledo. Y entonces, como al decir eso el presidente el señor Nougués estuviese de espaldas, el señor Romero Robledo entra en un furor repentino y violento.  «¡Oiga el señor diputado, y no, y no me vuelva las espaldas!», grita. Y al señor Nougués le parece que estas palabras son «insidiosas», puesto que él es incapaz de faltar a la cortesía, y sobre esto, un agrio cambio y recambio de dimes y diretes raudo por los aires… […] Cuando el señor Nougués ha expuesto a la Cámara que los actuales políticos viven bien al amparo de las grandes compañías, mientras se intenta llevar a la cárcel a los republicanos porque han dicho «si estaba o no delgada determinada persona», los espectadores han podido ver que, al ser pronunciadas estas palabras, en el ánimo del señor Romero Robledo se producía un terrible conflicto, y que el señor presidente de la Cámara ha estado un momento confuso, anonadado por la incertidumbre, pensando en si debía tocar la campanilla o, por el contrario, dejarla inmóvil. Y su mano blanca y fina, ha revolado con un aleteo misterioso sobre la mesa durante un segundo. […] El señor Nougués ha acabado de hablar. ¿Quién habla ahora? ¿El señor Burell? ¿El señor Lombardero? ¿El señor Lerroux? Todos están en pie, erguidos, retadores, inflamados. […] El señor Lerroux, frenético, fuera de sí, blande con su mano derecha el diminuto reglamento de la Cámara: «¡Pido que se lea el articulo ciento cuarenta y dos!», exclama a grandes voces. Y un estruendo y retumbante clamoreo estalla en todo el ámbito. Parten de todos lados gritos de exasperación y de ira; resuenan golpes enormes; los brazos de los diputados republicanos se tienden, rígidos, amenazadores, como en una carga de lanza, hacia el presidente. «¡Pido que se lea el artículo ciento cuarenta y dos!», torna a gritar el señor Lerroux. Y redoblan los gritos, las imprecaciones, las protestas, los golpazos atronadores sobre los pupitres. […] Pero nadie oye a nadie; la minoría, en masa, está en pie; enfrente, los diputados conservadores les increpan a grandes voces; aporrea la mesa con la campanilla el presidente; corren lo ujieres; se extiende un largo y atronador murmullo por las tribunas. […] El señor Salmerón vuelve a tender sus brazos imperativos, y vocea con un grito desgarrador: «¡Señores diputados, que nos contempla el mundo!» Y un ¡oh! multiforme de exclamaciones irónicas ha partido de los escaños ministeriales y ha hecho nacer sonrisas y siseos, que apagan el fuego de la ira…
         En otras ocasiones, Azorín destaca los planteamientos versallescos de un parlamentarismo «antiguo», decimonónico, que nos retrotrae a los tiempos de la Restauración, o poco menos: «Pero -dice el señor Villaverde-; pero acompañando a estos créditos vienen otros que…» Hemos llegado al punto culminante de la expectación: los señores ministros están pendientes de este tremendo pero; todos están sentados de medio lado, de cara al orador, sorbiendo sílaba por silaba sus palabras aterradoras. ¿Y qué quiere decir, en definitiva, este pero espantable del señor Villaverde? Quiere decir que hemos retrocedido a los tiempos que siguieron inmediatamente a la Revolución francesa… ¿Sobre qué llama nuestra atención el señor Villaverde? Es cosa abstrusa y complicada; se trata del excedente, del sobrante y del contingente… Maura bosteza y se frota los ojos y las mejillas… […] No aconseja nada a sus amigos; habla por sí mismo. Y, desde luego, siente tener que hablar de su persona, «porque, como dijo Balzac, es de mal gusto hablar de sí tanto en público como en privado». Ya senté, al principio de esta crónica que el señor Villaverde era un conspicuo erudito; la cita es estupenda. Se trata de un escogido ramillete de intervenciones que tienen su clímax excepcional en la crónica del señor Morote, de la que el cronista ha tomado nota con particular atención y que nos presenta con un corolario que, al menos a quien esto redacta, le dejó con un dolor de abdomen total y absoluto y con muy pero que muy escaso aire que llevar mediante a la inhalación a los torturados pulmones. ¡un peligro, a según qué edad! Me trajo a la memoria la risa convulsa que me produjo el capítulo de El antropólogo inocente, de Barley Nigel, cuando decide ir al dentista por un serio problema… He aquí la crónica de ese día:
16 de diciembre de 1905.
¿Qué dijo ayer en el seno de la Representación nacional el señor Morote? No vamos a referirlo punto por punto; eso sería imposible. Nosotros, lápiz en mano, fuimos anotando escrupulosamente todos los temas que el señor Morote tocó en su oración parlamentaria; responda de nuestra veracidad el propio Diario de Sesiones. He aquí la lista:
Un preámbulo del señor Montero Ríos; los hombres que en el año 1837 expropiaron los bienes eclesiásticos; la personalidad jurídica de la Iglesia en los primeros tiempos del Cristianismo; el año 316; el emperador Galileo, misión del Cristianismo; si el Cristianismo ha logrado cumplir la misión que se propuso; la moral cristiana y sus relaciones con la moral de los estoicos y la helénica; Renán y su Vida de Jesús; diferencias entre la Vida de Jesús de Renán y la Vida de Jesús, de Strauss, lectura de un pasaje del libro de Renán; evolución del sentido del Cristianismo; los albigenses, la Saint-Barthélemy; las hogueras de la Inquisición; Felipe II; las luchas de la Edad Media; Tolstoi y el nuevo Cristianismo; el Cristianismo tal como es practicado por los cristianos ortodoxos; el Congreso de las religiones de Chicago; modo de entender en Alemania y en Inglaterra el espíritu religioso y modo de entenderlo en España; costumbre que tiene el novelista ruso autor de La muerte de los dioses de comenzar todos sus escritos diciendo: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»; lectura de un fragmento del libro de Macías Picavea El problema nacional; el presupuesto de 1871; lo que hizo el propio señor Morote en 1895 con motivo de la persecución de El Porvenir Vasco; lo que pasó el 19 de marzo de 1902 en la reunión celebrada en casa de Sagasta; lo que dijo el señor Moret la otra tarde; el sentido profundamente regalista del señor Cánovas del Castillo; la discusión ocurrida el año 1876 con motivo de la base segunda de la Constitución; Álvarez, Pidal, Toreno y el partido moderado; Beltrán de Lis; la dinastía merovingia y la Revolución francesa; papel de la Iglesia en la Edad Media; la Revolución norteamericana; Argüelles y su opinión sobre la propiedad de la Iglesia; Mendizábal y sus leyes; dos novelas de Jean Lombart, que son, aunque con apariencias de novelas, estudios sociales; los católicos de Estados Unidos; la congrua sustentación; las reglas del Concilio de Trento; la reforma del ministro señor González; lo que el día anterior decía el mismo señor Morote, hablando de Casandra: lectura de un fragmento del cuestionario para oposiciones a las escuelas normales, que dice: «Culto verdadero; su importancia; culto de Latría, hiperdulía y dulía. ¿Por qué el culto tributado a San José recibe el nombre de protulía?»; las reducciones que hizo Napoleón y las que se hicieron en Portugal; el clero catedral y el clero parroquial; la obra muerta y la obra viva del presupu4esto; el Papa y la guerra civil; los carlistas y la legalidad existente; el señor Mella, inventor de un carlismo científico; el señor Lloréns y su concepto atávico de la Patria; los muros de Granada sobre los que flotaba una bandera; el conflicto de 1898 con Estados Unidos; el general Boulanger y el movimiento político iniciado por el en Francia; los Pirineos como barrera de la civilización europea; el fardo latino que no podemos sacudirnos de encima: la ley universal que dice: o las naciones se civilizan ellas mismas, o son civilizadas a la fuerza; explicación del argumento de la novela de Anatole France Sur la Pierre blanche; invocación a los apóstoles modernos Tolstoi, France y Zola…De todo esto nos habló el señor Morote en la tarde de ayer; comenzó el señor Morote su discurso a las seis menos cuarto; lo terminó a las siete y media. El señor Morote se proponía con todo esto -es preciso decirlo- defender un voto particular relativo a un capítulo de los presupuestos generales del Estado. Esto sería algo equivalente a lo que estremeció de horror a Azorín: Cuando el señor Nougués llevaba tres cuartos de hora parlando, ha salido de sus labios la siguiente terrorífica frase: «Acabo de hacer el exordio, y voy a entrar en materia.» Esa periclitada retórica parlamentaria que Azorín trata con notable desprecio en sus crónicas, cometiendo, incluso, la irreverencia de dejar al orador con la palabra en la boca, como en este caso en que el orador discursea acerca de un rifirrafe sobre los tejemanejes electorales en distintas demarcaciones: Y en estas se pone en pie el señor marqués de Teverga. La Cámara guarda un profundo silencio. «Señores diputados -comienza diciendo el señor marqués de Teverga-: Yo me creo en el deber de decir a la Cámara y exponer ante vosotros, en breves y concluyentes palabras, los motivos que he tenido y que yo consideraba y considero fundamentados y razonables para formar, como lo he hecho, el dictamen que, unido a los demás individuos de la Comisión, he tenido el honor de firmar, y que ha originado el debate que ha presenciado la Cámara y en que me veo obligado a intervenir…» El señor marqués de Teverga se detiene un momento. «Sí -prosigue diciendo-, yo quiero que vosotros conozcáis estas razones». Todos esperamos las razones del señor marqués. «No, no he de ocultaros los motivos -agrega el señor marqués- que yo he tenido para firmar este dictamen». Nadie desea que el señor marqués le oculte sus motivos. «Os expondré los hechos tales como han sucedido -continúa el señor marqués-; os repetiré las palabras que yo he pronunciado en el seno de la Comisión». Todos ansiamos que el señor marqués nos repita las palabras que pronunció en el seno de la Comisión. «No os ocultaré -agrega el señor marqués- ni un átomo de la verdad». Todos creemos que el señor marqués no nos ocultará ni un átomo de la verdad. «Yo creo que vosotros -sigue el señor marqués- debéis saber las causas que me han movido a obrar». Nosotros queremos saber las causas que le han movido a obrar al señor marqués… Y el señor marqués, al cabo, cuando todo estamos rabiando de ansiedad, añade: «Pero antes permitidme que exponga tres cuestiones importantes, la primera de las cuales se refiere a la interpretación del párrafo primero del artículo cuarenta y cinco de la ley electoral…» Y comprenderás, lector, que no hemos esperado a que el señor marqués nos hiciera esta interpretación.
         Al lector actual le chocará la reiteración de algunos viejos «demonios» de nuestro país, que nunca acaban de morir de racionalidad: el «separatismo nacionalista», la «corrupción» y los pertinente suplicatorios, la definición identitaria de «patria» y otros tantos como estos:       
         «En nombre de esa minoría…», decía el señor López Puigcerver, aludiendo a la liberal. Y unas voces han partido de los bancos republicanos, que decían: «¡De todas, de todas!»; pero otra vez -la del señor Rusiñol, diputado por Barcelona- ha gritado: «En nombre de nosotros, no; que no queremos perder el tiempo.» Y otras voces, salidas también de la minoría republicana, han clamado: «¡Separatistas ¡Traidores! ¡Malos españoles!…»
         El señor Maura traza un balance de los suplicatorios […] para acabar, a la postre, revelçandonos que a la Asamblea actual han llegado nada menos que doscientos [suplicatorios], y que en tangto que antaño un señor iutadod tençia sobre su cabeza un solo suplicatorio, o a lo sumo dos, ahora hay representantes del país que llevan por delante cuarenta, cincuenta y cuatro y hasta sesenta… «¿Se puede esto tolerar», pregunta el insigne orador, al mismo tiempo que su mano derecha coge, sin mirarlo, el vaso repleto del áureo azucarillo. «No se trata, no, señores diputados -agrega el señor Maura con el vaso en la mano-; no se trata, no de la inmunidad parlamentaria; se trata de una degeneración de esa misma inmunidad.»
         ¿Qué es la patria? He aquí una pregunta que anda por nuestro cerebro desde hace días. ¿Qué es lo que entendemos por patria? Ante todo, si meditamos fríamente sobre el asunto, veremos que la patria es un sentimiento completamente moderno; podemos afirmar que los antiguos (es decir, los hombres anteriores al siglo XIX) no entendían ni sentían el patriotismo como nosotros lo entendemos y sentimos.
         Patria (es decir, lo mismo que en castellano), y patria es la terra Dove ciascheduno è nato; ahora veamos lo que el diccionario de la Academia dice en su última edición. Patria -dice el diccionario- «es el lugar, ciudad o país en que se ha nacido». Como ve el lector, las palabras con que se definía la patria en el siglo XVII son las mismas exactamente que aquellas con que se la define en el siglo X. Y esto causaría nuestro profundo asombro, nuestra más viva estupefacción, si no supiéramos de antemano que un diccionario de la legua es la cosa más conservadora, más tradicionalista, más reaccionaria que existe sobre la tierra. […] El diccionario de la lengua es descentralizador con toda franqueza, y -digámoslo claro- separatista, puesto que limita la patria al lugar donde hemos nacido, bien sea La Coruña, Cádiz, Guadalajara o Alicante (cuando no otras poblaciones más pequeñas, o simplemente villorrios o aldeas.) Debemos condenar, pues, el diccionario; debemos anatematizarlo; debemos quemarlo. Y nos encontramos con que al condenar el separatismo anatematizando y quemando el diccionario, cometemos el más monstruoso, el más grande de los atentados separatistas, ya que anatematizamos y quemamos el depositario secular y venerable de lo que hay de más hondo y más eficaz en una nacionalidad: el idioma. […] Esta es una cuestión que, indudablemente, habrá de tratarse en la Cámara popular; esta es una cuestión que entraña una inmensa gravedad; esta es una cuestión que debe ser llevada al debate actual, toda vez que el eludirla el no resolverla puede originar conflictos en lo futuro; y esta es, en fin, una cuestión en la que nosotros meditábamos en la tarde de ayer, en tanto que desde la tribuna parlamentaria escuchábamos la fervorosa apología de la patria hecha por el señor Rodríguez de la Borbolla.
         Me voy extendiendo mucho y el repertorio de bondades del libro aún está por agotar, porque son muchos y muy interesantes los apuntes de Azorín y las citas de postín con que ilustra su texto. El maestro noventayochesco se toma la bendita molestia de bucear en tres textos teatrales de naturaleza política: El collar de estrellas, de Benavente, Le deputé Leveau, de Jules Lemaitre y Clavijo, de Goethe. De ente los parlamentos de sus personajes, destacaré dos, uno de Lemaitre, con resonancias muy actuales:
Leveau:  «Esté usted tranquilo; esta no será para mí una lección perdida. Yo, señor marqués, soy un hombre plebeyo; soy hijo de la Revolución, demócrata, demagogo, ultrarradical, extrema izquierda, todo lo que usted quiera. Pero sí, es verdad, se siente uno atraído, a pesar de todo, por la distinción, por la elegancia, por los títulos… Y, sin embargo, entendedlo: lo poco que queda de la aristocracia de ustedes no subsiste sino por la sandez y la cobardía de los demócratas, que la detestan, pero que quisieran ser aristócratas, rozarse con la aristocracia y que desde el momento en que tienen dinero, le piden prestados, con sus maneras de vivir, la mitad de sus prejuicios.
Carlos: Ante ti se abre tu camino. Avanza por él, sin mirar a derecha ni a izquierda. ¡Que sepa tu alma engrandecerse! Y ten presente (¡e hinca en tu espíritu esta gran verdad!) que los hombres extraordinarios no son realmente extraordinarios sino porque sus deberes se separan de los deberes del común de los hombres.
Pero, complementando esas teorías de autores tan brillantes, quizás la experiencia de un modesto pero curtido parlamentario sea capaz de resumir, en tono confidencial, el verdadero «credo» del congresista: El señor Aparicio, discretísimo, correcto, murmura a mis oídos, con voz suave, estas palabras: «En política, como en amor, amigo Azorín, no hay nada de efectos tan deplorables, tan contraproducentes, como la impaciencia. Nada hay que paralice tanto nuestros planes como el que los demás adviertan nuestro deseo inmoderado de llegar.»
         Recojo, finalmente, para no abusar más de lo que ya abuso de la paciencia de los intelectores, una costumbre desaparecida y que le dio pie a Azorín a escribir una crónica titulada Lo absurdo, y en la que describe las sesiones plenarias ininterrumpidas, lo que provocaba un particular baile fantasmagórico de diputados en el Congreso:  He escrito las líneas que anteceden a las diez de la mañana del domingo, al regresar a casa. Dos horas después, a las doce, cuando me levanto de dormir, tengo una vaga y remotísima idea de todo lo ocurrido. ¿Existe el Congreso? ¿Existen los diputados? ¿Existe esa cosa que se llama la sesión permanente? Y experimento la sensación angustiosa de lo extraño, de lo indefinible, de lo quimérico, de lo absurdo. Y solo veo, en el caso confuso, contradictorio, encuadrada en el ancho chaleco del smoking,  la blanca, nítida, pechera del señor duque de Bivona, con quien he estado paseando durante una hora, lentamente, a lo largo de los pasillos. Sin embargo, yo paso la manga por mi pequeño sombrero de copa, me lo pongo y me voy -instintivamente- hacia el Congreso. Y cuando penetro en la Cámara popular, mis ideas cambian rápidamente; ya en este medio, entre estos muros, todo me parece lógico, natural; las palabras no tienen aquí el mismo valor que fuera, ni las cosas tienen la misma representación que fuera… […]El señor Alonso Castrillo, que desde ayer no ha abandonado la Cámara, cruza como un vano fantasma, como un personaje del Greco, con su barba gris, polvorienta, aguda, con sus ojos hundidos, exornados de sombras anchas. Y os timbres suenan, suenan, locos, afanosos, sin cesar… […] Y vosotros, en este ambiente de exasperación y de fatiga, entre estos seres extraños que a horas intempestivas gesticulan y gritan, tornáis a experimentar la sensación aguda, inquietadora de lo extraño, de lo quimérico, de lo absurdo, y pensáis cómo en el seno de una sociedad sensata, unos pocos hombres pueden entregarse a tan desatinadas fantasías. […] «¡Arreglo!, ¡arreglo!», se oye decir. Y el señor Lloréns surge en la puerta. «Quedan aquí los suplicatorios -dice el señor Lloréns-; pero se hará una ley, y conforme a ella juzgará el Tribunal Supremo.» Esta es la fórmula. […] Y así ha terminado la famosa sesión. El Parlamento español ha estado durante cuarenta horas discutiendo si se prorrogaría la sesión; cuando, por fin, se ha acordado esa prórroga, se ha visto que no hacía falta para nada. Y este es uno de los resultados del debate. Y el otro es este: dentro de cuatro días, los señores diputados recibirán un número del Diario de Sesiones con el relato de la sesión pasada; este número constará de cuatrocientas páginas; este número será una enciclopedia; en ella se hablará de la enseñanza, de la pesca, de los aranceles, del bacalao, del descanso dominical, del precio de los artículos de primera necesidad, de los mármoles, de las piedras de construcción de las máquinas de coser y de los puerco-espines…
Eso sí, no puedo dejar de recomendar una lectura muy atenta de una crónica, Cortes liberales de 1916. Andanzas de un candidato, que constituye un magnífico cuadro de costumbres en el que los próceres, a diferencia del Vuelva, usted, mañana de Larra, citan una y otra vez a los aspirantes a candidatos para alentarles en su perseverancia aun a riesgo de que la plaza vacante acabe siendo, como siempre pasa, para otro que se ha adelantado a sus pretensiones. Recordemos que Azorín fue también diputado «cunero» y de que habla con profundo conocimiento del tema…
         En fin, me gustaría ser ofreciendo extractos de un libro del que se pueden sacar por docenas, porque, insisto, el estilo irónico de Azorín ha encontrado en la materia parlamentaria un objeto hecho a la medida de sus magníficas dotes literarias. Le dije a Emilio Pascual que no lo encontraba en mi biblioteca, y, al final, lo descubrí en el último estante interior del apartado de clásicos, donde lo debí poner por las virtudes de una prosa que en modo alguno desmerece de sus compañeros de estante, esa con la que abre, magnificente los primeros compases del libro: Las toaletas ponen sus manchas rosas, blancas, azules, sobre la fosquedad del palco; en el antepecho destaca sobre el rolo peluche una fina mano enguantada de blanco,  es muy probable «toaletas» sea el catalanismo toaleta, : «Acció de rentar-se, pentinar-se, afaitar-se, abillar-se.» Es decir, en este caso,  los aseos de las damas que asisten a las sesiones


Apéndice documental: El «confort» de la Cámara.
Cuando penetramos en el recinto del templo de las leyes, lo primero que llama nuestra atención es la alfombra que pisan nuestros pies; a juzgar por esta alfombra no sabemos si nos hallamos en un edificio donde se alberga una de las más altas instituciones españolas, o en un viejo casino de provincias, donde el gobernador hace tiempo que no deja jugar. Nada más sucio, más lleno de polvo, más raído que esta alfombra. Y si tendemos nuestra vista por los parajes inmediatos a las puertas por donde se penetra en el salón de sesiones, entonces es posible, es seguro que sintamos la más viva vergüenza. Pero no nos avergoncemos tan aína; todavía nos queda algo que andar en la jornada de hoy. Acaso estando aquí, en la Cámara popular, se n os ocurra escribir una carta; nos dirigimos al escritorio. Si somo diputados, un ujier nos proporcionará papel con e membrete de nuestro distrito. Si no representamos a ningún pedazo de nuestra España, entonces nos acercaremos discretamente a este ujier, le pediremos papel en que escribir, y él, después de mirarnos atentamente, de arriba abajo, nos entregará con mucha lentitud, y como quien nos hace un gran favor, uno o a la sumo dos plieguecillos de cartas. El papel de estos plieguecillos es bastante inferior; pero podemos darnos por satisfechos, por muy satisfechos, si, al fin, lo hemos logrado.
Y ya hemos escrito nuestras cartas. ¿No podrá darse el caso, ahora, de que nosotros, aquí, en el Congreso, sintamos una necesidad inaplazable? Es posible; en este caso, nos encaminamos sin pérdida de momento en busca de una de las camarillas excusadas. Diremos, ante todo, que en el Congreso estas camarillas están situadas en dos departamentos; las tales camarillas tienen, es cierto, un a modo de respiradero o tapa de cristal en el techo; pero estos respiraderos están todos comprendidos bajo el techo común del departamento, y este departamento no tiene más aireación y ventilación que la que puede prestarle el pasillo que circunda la Cámara, y donde los diputados se reúnen.
Y dicho se está que hay días en que, desde el momento en que se penetra en el edificio, se tiene la prueba patente -que el olfato nos proporciona- de esta insoportable y absurda falta de aireación. Y debemos añadir, aunque corramos el riesgo de que no se nos crea, que, para agravar tamaño atentado contra la higiene, hay muchos señores (no sabemos si diputados o no) que se olvidan de tirar de una sutil cadena que existe en tales camarillas, y que no son pocos los días en que en los tan repetidos lugares es absoluta la falta de la indispensable agua corriente. Y sigamos con nuestras aventuras. Cuando hemos salido de los dichos departamentos, nos dirigimos, como es natural, en busca de un lavabo. Mas lavarse las manos es una empresa de las más arduas en el Congreso. Existen en la Cámara popular unos lavabos; pero estos lavabos están reservados exclusivamente a los diputados. Y como es mucha la gente que concurre al Congreso y que no representa al país, resulta que estos concurrentes a la Cámara popular se ven en el trance de no poder lavarse las manos; y resulta también que, como los sindicados lavabos están lejos de las camarillas, los diputados que salgan de estas para dirigirse a aquellos tienen que recorrer un gran trecho de camino, y se ven expuestos al riesgo de encontrarse en su carrera a amigos y conocidos que les tienen la mano con objeto de saludarlos.
¿Qué es lo que en esa situación deben hacer los diputados? Que conteste cada cual como quiera a esta pregunta. Nosotros, en honor de la verdad, hemos de consignar que en uno de los departamentos citados existe una diminuta palangana. Nuestra alegría al descubrirla ha sido inmensa. Pero pronto hemos comprobado que el hilo de agua que arroja el grifo situado sobre ella es tan sutil que hemos tenido que esperar para llenarla dos o tres minutos; hemos visto después que el jabón que se hallaba a su lado era un fragmento tan microscópico, que apenas podíamos cogerlo, y nos hemos dado cuenta, finalmente, de que la hazaleja o toalla en que nos enjugábamos las manos, mas que a blanco, tiraba a gris o a negro. Y tenga en cuenta el lector que esta hazaleja y este jabón podrá encontrarlos los díasen que hay sesión en la Cámara, pro no en aquellos festivos o en que la Asamblea no trabaja, puesto que, en ellos, jabón y toalla son cuidadosamente, celosamente, guardados.
¿Diremos que lo mismo pasa con la calefacción, es decir, que En el Congreso no hace frío oficialmente más que cuando los diputados deliberan? ¿Hablaremos ahora de la luz, o sea del esfuerzo gigantesco, enorme, que se hace para no iluminar la Cámara sino cuando ya las tinieblas impiden que nos veamos unos a otros las caras? Clásico se ha hecho en el salón de sesiones el grito de: «¡Luz, luz!» ¿Apuntaremos también, pasando a otro asunto, la falta de escupideras que se nota en algunos parajes de la casa? Una tan solo hemos visto en lugar tan frecuentado como el pasillo circular. Y aprovechamos la ocasión para dejar sentada la costumbre genera que hemos observado en el Congreso de escupir en la alfombra. Y después de esto tendríamos que hablar del servicio deficientísimo del cafetín o cantina; de la tosquedad de los vasos en que se sirve el agua (más propios de una tabernilla que del templo de las leyes); del estado lamentable del moblaje; de la falta de lavabos y departamentos particulares para las señoras que asisten a las tribunas; de la lenidad lamentable en conceder pases de entrada en la Cámara, etc., etc.
Nos contentamos con lo apuntado. ¿Qué idea formarán de la nación española un inglés, un alemán, un francés, un norteamericano, que vengan a España y visiten este edificio en que e alberga uno de los más altos poderes del Estado? La casa es el dato más seguro para juzgar al morador; por los minúsculos detalles de la vida diaria y prosaica, podemos colegir los gustos, las inclinaciones el estado de civilización, la sicología, en fin, de un pueblo. Un millón doscientas veinte mil ochocientas pesetas tenemos entendido que cuesta el entretenimiento anual del Congreso. Ellos bastan para lograr un poco de comodidad y de limpieza.
Ayer n o aconteció nada en la Cámara: hemos querido aprovechar esta tregua para hacer las expresadas observaciones.




2 comentarios:

  1. Es imposible dejarte un comentario Un blog no es un libro son pedazos pequeños del que escribe.Lo siento no pude leerte
    me quede en el camino
    saludos desde Miami

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    1. Me ocurre que hago recensiones de libros que, por lo general, me entusiasman, y de ahí la necesidad de que los lectores puedan tener la visión más amplia posible de las virtudes de los mismos... ¡Gracias por intentarlo, de todos modos!

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