martes, 19 de mayo de 2020

El sexto sueño…



¡Soñemos, alma, soñemos…!1

         Volvía de las castigadas tierras británicas, la unión indestructible de naciones que se odian y mantienen enconadas relaciones, donde la epidemia había sido particularmente generosa y no daba crédito a las noticias que iba conociendo de la volteada España a la que, como al sudado y tópico calcetín, le habían dado la vuelta por completo para desconocerla de raíz. Luchaban en mí, sin claro vencedor, el testimonio de mis sentidos y el de mi memoria. ¿Dónde estaba? ¿Era esta mi nación, donde el cainismo imperaba con aguerrido empeño y hediondo verbo *imprecador? ¿Qué paradójica ventura nos había traído una epidemia que reventaba los fuelles del cuerpo y nos sacaba el corazón por la boca? Los tapabocas y los embozos nos habían hecho más bulto y menos persona, pero aun así se agradecía lo mucho que había mejorado a tantos una presencia con tanta ausencia. Como todos corrimos a nuestras insalubres madrigueras, salvo las de los pudientes, los *grantenientes, diríase que, ahora, a fuerza de interponer distancias, hemos perdido aquel baboseo, *abraceo y besuqueo que solo subsistirán, imagino, en las honradas casas de lenocinio, donde las vestales del himeneo profano agasajarán como se debe a quienes pagan, ¡siempre parva, la recompensa!, con dineros arrancados al sudor honrado. A quien regresa del extranjero, que debería ser lo propio nuestro, no podía dejar de llamarle la atención la extraña armonía y sutil concierto que había en el trato con cualesquiera personas, de alta o baja condición. Los buenos modales, la singular etiqueta, diríase, que obliga al recién llegado a corresponder con creces, convertía la calle, el comercio y los espacios de recreo en viejos salones palatinos por los que Felipe II paseaba sus escrúpulos de conciencia. Entereme por la prensa de que un gobierno de todos y para todos gobernaba una Administración escasa desde la más austera composición imaginable del mismo. Como por ensalmo habían desaparecido los capigorrones que medraban a su amparo con sinecuras que ofendían los más elementales principios de la igualdad de oportunidades. Se habían desvanecido, igualmente, las instancias que mediaban entre las deudas y las necesidades, de modo que era el Estado, con sus brazos como tentáculos, largos, y ahora acogedores, los que combatían la pobreza, la miseria y el infortunio de a quienes desfavoreció Fortuna y, en no pocos casos, a quienes labraron su adversidad con el lastre de los vicios valetudinarios que nos acompañan a la especie desde que dimos el salto del árbol y la liana a la bipedestación y al crecimiento cerebral. Las «patrias chicas» habían recuperado su prístina condición de tales y nadie prestaba atención a los chamanes de las tribus que sembraban la cizaña del odio para dividir a los españoles, como si todos ellos ignoraran la divisa común que debería de haber figurado en todos los escudos y banderas que, a lo largo de nuestra asendereada Historia, hemos tenido: «Nadie es más que nadie». Fuime cuando sonaban los pífanos afónicos de la discordia, y aun del odio, en medio de la feroz epidemia, y por eso ahora maravilla, más que sorprende, que se acate, con crítica, pero sin rebeldía, un austero gobierno que rija el procomún, teniendo como norte el bien de todos en vez del bien de los propios y allegados. Como corresponde a una nación moderna que aspira a ser reconocida por algo más, ¡sin menoscabar su capital importancia!, que los matrimonios homosexuales, el repatriado ha observado, complacido, que los ciudadanos son ahora, merced a su desembolso económico, los principales artífices de la más rica vida cultural, que ha resurgido de las cenizas de la epidemia con un vigor inédito, insólito e incógnito en nuestros predios. ¿De cuando acá cabría imaginar que no iba a sobrevivir más cultura que aquella que los ciudadanos permitieran, gracias al mecenazgo de su favor? ¡Se ha acabado con los pedigüeños y la limosnería! Reconozco que a veces tengo la tentación de pensar en la epidemia como en la ósmosis inversa, por señalar el más benéfico de los inventos, potabilizar el agua del mar, que vale tanto como peinar los vientos o arrancarles, a las nubes, el agua a discreción. Pasó por nuestra nación y ha conseguido hacer aflorar en nosotros lo mejor que teníamos, tan oculto como el oro en la mina…¡Bien podríamos hablar de una nueva Pascua! Pasó la epidemia por nuestros hogares despojándonos de la sombra de la caína y del acibarado rencor, y vistiéndonos con las luces de la razón… Sea como haya sido, lo cierto es que son pocos o ninguno los que aporrean en las puertas del favor gubernamental para vivir del arte del cuento de ser seres escogidos por las inquilinas del Helicón para hacernos más grato y complejo nuestro afiligranado camino hacia la muerte. Hube de hacerme las cruces en las que no creo cuando supe que, acaso a imitación de la que fuera la pérfida Albión y primera democracia europea, los trabajadores satisfacían sus cuotas sindicales, lo que permitía que sus líderes, sin el ostentoso lujo preepidémico de su sindicalismo vertical, viviesen austeramente al servicio de sus afiliados, aligerando la sangría que las arcas públicas sufrían por tal motivo, ¡que jamás «razón»! ¡Qué había sucedido, en tan pocos meses, para que hasta hubieran desaparecido los vocingleros programas de la telebasura, fueran «del corazón», fueran «políticos», que tanto habían envenenado a las gentes! La quiebra de los media públicos, una vez que los gobiernos solo atienden a lo esencial, ha mejorado de tal manera las arcas públicas que han permitido una reconstrucción muy mejorada de un sistema de salud gracias al cual no habrá, de ahora en adelante, epidemia que nos pille por sorpresa, con el gobierno cambiado, para mal, como ha ocurrido con la recién pasada. Cualquier español que no hubiera estado lejos de España, físicamente, porque la vinculación emocional es imposible perderla, y que ahora recapacitara sobre el país que «ha salido» de la epidemia, creería que esa epidemia ha sido, en realidad, un potente narcótico que nos ha inducido un sueño tan profundo a todos los ciudadanos, que ahora el despertar a cuanto vengo describiendo no le quedaría más remedio que reputarlo de sueño idílico o quimera de la razón o bendición muda de la pítima… Temí que una España de la que hubiera desaparecido la picaresca, las malas artes, los chanchullos, el amiguismo, el nepotismo, la arbitrariedad, el despotismo asnal, el saqueo institucional, en definitiva, el clásico «ande yo caliente…», bien pudiera pasar desapercibida, como tal, en el concurso de las naciones. Acometiome la extravagancia imaginativa de pensar que habría desaparecido como nación, que, de pura exquisitez sociocutural, nos habríamos evaporado, y que ahora el estrecho de Gibraltar se extendería entre las costas de Marruecos y los Pirineos franceses, los cuales descenderían abruptamente hasta el mar, formando singulares acantilados inexpugnables… Pellizcarse es recurso más antiguo que persignarse ante lo desconocido, lo pavoroso o el mal, tan contundente como desmadejadas son sus representaciones; de ahí que lo prioritario era arrancarse un quejido y un escozor punzante para dar crédito a la revolución española pendiente e independiente de cualquier previsión o amenaza ideológica. Pues sí, que cada cual viva honradamente de su propio trabajo, creado o conseguido en buena lid emprendedora o subordinada, seguía siendo, después del fiero pellizco, una realidad irrefragable. ¡Cómo sería esta España de distinta, que ya nadie celebraba «hazañas» como la del Dioni o la de Paesa, ni parecía que se viera con buenos ojos la existencia de parásitos que, antes de la epidemia, eran una plaga infinitamente más nociva que los deletéreos efectos de la pandemia que nos ha diezmado, sobre todo a los diosos apartados por las familias a los modernos lazaretos de las «prisiones para mayores»! Sí, sí, es injusto convertir moralmente la epidemia en una plaga bíblica que nos castiga por haber segregado del cuerpo social a quienes, antes de ser considerados «un estorbo», lo fueron todo para todos. Ahora, como si de hecho esa lectura del mal fuera la que todos hemos hecho, los hogares vuelven a contar entre sus miembros con quienes, en su mayoría, cuidaron, con anterioridad, de quienes los expulsaron, después, de la compañía de los carentes de tiempo, de afecto y de virtud. La propia vida comunitaria se ha despojado de las puntiagudas aristas que, en unos lugares más que en otros, la hacían o imposible o tan difícil como mantener el decoro sin caer en nuestras antiguas baladronadas, desplantes y desaires, por no mencionar las rufianadas y los matonismos de cloaca… No, no nos recreamos en unas relaciones versallescas, porque lo propio nuestro es la llaneza sin afectación, que estipulara Cervantes en la novela menos leída en España; pero es lo cierto que en la nueva nación «liberada»  es un placer observar la fiebre del civismo que sufren todos los ciudadanos y que, sin duda, pronto me afectará a mí también, porque, bien practicada, es tan contagiosa como la propia epidemia vencida, la barbarie o el sectarismo faccioso que ha sido, hasta hace nada, una de nuestras inconfundibles señas de identidad. Hasta me pregunto si, dadas las nuevas costumbres, los benéficos hábitos no recuperarán de aquí a nada el uso generalizado del sombrero, no ya porque, como publicitaba el franquismo, «los rojos no lo usaran», sino porque alzarlo cortésmente al paso de nuestros conocidos o llevarse, more western, dos dedos al ala del mismo para saludar a los mismos ahorra otras gesticulaciones que la distancia proxémica (valga la contradicto in adiecto) postepidémica nos ha impuesto. Sí, reconozco que tiene difícil explicación que una nación consumidora de basura mediática y con la casta política más mediocre del continente europeo haya sufrido tal transformación, semejante metamorfosis, y que esto lo haya sido «para bien», en vez de habernos despertado convertidos en escarabajos; pero en ningún tratado o manual, de resistencia o de clarividencia…, está escrito que  lo peor no pueda mutar en lo mejor o , como es el caso, en lo correcto, esto es, en lo justo y lo necesario. ¡Soñemos, alma, soñemos! 
1.     ¿Es esto soñar? ¡Desgraciado el pueblo que no tiene algún ensueño constitutivo y crónico, norma para la realidad, jalón plantado en las lejanías de su camino!
             (Benito Pérez Galdós. Alma Española. Año 1, número 1)

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