Una
lúcida reflexión sobre el alma, el ser, lo común, el valor y la virtud en
tiempos de reclusión frente a la «peste» moderna de los virus que nos recuerdan
nuestros límites y nuestra grandeza…
Una
de las tardes de la reclusión cívica forzada que no nos queda más remedio que observar
a todos los españoles, unas 500 personas de diferentes lugares del mundo nos
reunimos, cada cual ante su ordenador, para seguir la conferencia que Gregorio
Luri dictó sobre el alma con la habitual facilidad del autor para disertar
sobre lo humano y lo divino, allegando las fuentes más dispares y los hechos en
apariencia más inconexos, lo que siempre enriquece extraordinariamente sus divagaciones.
«¿Merece la pena tener alma?» rezaba la convocatoria de
la conferencia auspiciada por la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno, y
que yo tuve la suerte de ver anunciada en Gorjeolandia (aka Twitter),
razón por la cual pude sumarme a esa audiencia «masiva» -tratándose de un
asunto de índole filosófica-, la «inmensa minoría» del poeta andaluz universal.
El enunciado, desafiante, como le gustan a Luri, quien, al menos desde que yo
lo conozco, siempre ha tenido el sapere aude por divisa, nos interpelaba
de un modo íntimo, porque la propia concepción del «alma», concepto borroso
donde los haya, casi siempre ha estado asociada al fenómeno religioso, ámbito en
el que tiene un carácter axial.
Eso
es lo primero que me llamó la atención del abordaje del filósofo, la renuncia
expresa a ligar el concepto al campo de la antropología religiosa. Podríamos
decir que Luri pretendía indagar lo que de demasiado humano hay en el concepto
de alma para que todos pudiéramos usarlo desde una dimensión individual y
social que excluyera las creencias religiosas; un «alma», pues, muy atada a la «materia»,
pero sin dar el paso de reconocerla «hija» de esta, aunque el arranque del
discurso nos situó en la «somatización» de la misma a través del fenómeno de la
vergüenza. La autoconciencia de nosotros mismos y de la indignidad de nuestros
actos, cuando tal cosa ocurre, provoca la vergüenza y el enrojecimiento facial
que delata, precisamente, uno de los principales indicadores de la existencia
del alma en la persona: no haber sabido estar a «la altura» de nuestras propias
exigencias morales.
No es
baladí el uso de un concepto espacial, porque por nuestras raíces culturales
tendemos a situar la virtud en lo alto, de ahí que hablemos de tener la moral
subida o de que nos hallemos abatidos o que se nos caiga el alma a los pies en el
caso contrario. Luri conoce y domina el lenguaje coloquial con la penetración
psicológica de quien sabe que no se habla por hablar y de que las expresiones
que «fraguan» en las lenguas son la expresión de conocimientos sutiles que no
les pasan desapercibidos a quienes saben mirar de frente y sin prejuicios
cualesquiera manifestaciones del saber: por eso ligó el rubor de las mejillas,
producido por la vergüenza, con el famoso dicho de que la cara es el espejo del
alma.
De la
vergüenza pasó Luri -y perdóneseme si me salto fases de su discurso, pero no lo
oí para escribir estas líneas, sino para deleitarme en el sinuoso curso, lleno
de acentos afectivos, de su pensamiento, lleno de la humanidad a la que ahora
misma doy entrada…- a la Humanitas que, según él, traduce la paideia
griega. Y por ahí es por donde llegamos a 1550 en la ciudad de Valladolid, donde
Carlos I decide suspender todas las guerras que se libraban en “las Indias”
para aclarar, con los teólogos, un escrúpulo de conciencia determinante, para
Luri, de la primacía de la razón, del discurso moral, sobra las armas
-resolviendo antes de tiempo el noble discurso de don Quijote-.
Se trataba
de saber si la guerra a los indios menoscababa la dignidad del rey, al no estar
a la altura de la misma. Durante ocho meses, juristas y teólogos, a puerta
cerrada, discutieron sobre si el Rey disponía de un ‘justo título’ para proceder
con la conquista tal y como se estaba desarrollando, y sobre cuál era el status
jurídico de los indios: si seres sin alma («desalmados» salvajes), como sostuvieron
algunos, o entes racionales y libres que
habrían de gozar de su propia libertad, como sostuvieron otros, principalmente Las
Casas? No llegaron a un acuerdo, pero de
ahí arranca el reconocimiento del otro, del diferente, como el igual de uno
mismo, con la misma alma. Antes, en El villano del Danubio, de Antonio de
Guevara, Luri ya había descubierto las raíces de esa reflexión humanista: Quien
toma por fuerza lo ajeno, es justo que pierda por derecho lo propio.
El
dilema del Emperador es el de cualquier nación, en la medida en que, para Luri,
se trata de una institución moral que se ha de orientar por los claros y altos
ejemplos de la virtud. Está claro que tales aspiraciones «cenitales» por fuerza
provocan diferencias entre las personas, lo cual está mal visto en la época
actual del «igualitarismo» a ultranza. Tendemos a evaluarnos con un criterio
horizontal, no vertical. Y tendemos a ser más sensibles que racionales. No aspiramos,
siguió Luri con su visión crítica del presente, a la vida buena, sino a la vida
indolente. No domina la «emotividad», no el afán de trascendencia.
Ante
este panorama, Luri se atrevió a dar una definición de «alma» que proponía como
objeto de debate: El alma es una instancia en la cual lo mejor que podemos
llegar a ser se dirige a la inercia de lo que somos. De igual manera que el
existencialismo hablaba del ser-hacia-el-futuro, del proyecto de vida futura
que por el hecho de vivir todos ideamos y que condiciona nuestro presente, Luri defendió
algo así como el ser *futurizador, al que no podemos entender
sin las expectativas que proyecta sobre sí. La vida humana, así pues, y
coincide con Sartre, consiste en proyectar y en preferir, en elegir.
El
alma, en consecuencia, sería aquella interioridad a la que algo «alto»,
virtuoso, pues, nos reclama; porque lo específicamente humano, lo propio del
ser es, en realidad, la distancia entre lo que somos y lo que aspiramos a ser.
Por eso el lenguaje coloquial ha resuelto la tensión a través de una oposición
espacial: lo que somos, la humildad terrena de la que nacemos, y la altura de
la virtud, a veces inalcanzable. Le llamó la atención a Gregorio la comparación
que hacía un articulista anglosajón entre el recién nacido humano, que nada es
ni se vale por sí mismo, y los animales, capaces ya, desde el primer momento de
notable autonomía: los potros, los corderos, los elefantes… ¿Puede decirse del
recién nacido humano que tiene alma, tal y como se ha concebido hasta ese
momento en el desarrollo del tema, como la conquista de lo mejor de nosotros
mismos? Consciente del punto débil que suponía tal circunstancia en su
argumentación, Luri escogió el camino de la poesía: la mirada de la madre hacia
el recién nacido al que amamanta es como la ensoñación de lo más alto: la
mirada proyecta expectativas de superación. Lo más alto, así pues, ejerce un papel
trascendente en la medida en que nos trascendemos. Enseguida advertí que el nexo
carnal entre la madre y el hijo, el contacto físico que permite el
alumbramiento del alma, lo representaba el nacimiento de Adán en La Capilla
Sixtina, o el contacto de la mano del escultor animando, como Pigmalión, a su “criatura”,
a Galatea. Como nos recordó él.
Insistió
Luri, ya en el tiempo reservado a las preguntas, en la materialidad de su propuesta
de definición del «alma». Nada más carnal, más sensual, que el alma propuesta
por Luri. La conquista de uno mismo a través de la persecución de la felicidad,
esa voluptuosa dama esquiva, tal y como le pidió su criatura a Frankenstein: concédeme
la felicidad y seré virtuoso.
Concluyó
Luri recordándonos la diferencia entre la filosofía antigua y la moderna. La
antigua aspiraba a definir las cosas para hallar su ser. La moderna busca la
definición de definición para dejar que los seres fluyan ilimitadamente. Pero
lo cierto, según el ponente, es que nos define la pugna con nuestros límites.
El mundo antiguo sentía pánico ante la indefinición porque para ellos eso
representaba el caos.
Que
cada cual ha de ser, como quería Ganivet, el escultor de su alma, creo
que nos quedo claro a todos. Y la mejor manera de sacarla del bloque de granito
o de mármol era a través de los sentidos, a través de la caricia, del contacto
con los otros, porque esa relación es la que nos define como seres con alma,
frente a los «desalmados» que reniegan del cálido contacto con sus semejantes y
se inclinan hacia la agresión o el ultraje «inhumanos».
Nos
recordó el filósofo que del mismo modo que no hay comunidad ni persona que
sobrevivan sin ser portadores de algún valor, cada uno de nosotros necesitamos
que los demás nos reconozcan y confirmen el valor que atesoramos, a fuer de
haberlo descubierto en esa pugna con nuestros límites y en el equilibrio entre
lo que somos y a lo que aspiramos. Si la cara es el espejo del alma, el ojo es
ojo porque otro ojo te ve, diríamos con Machado o, como escogió Luri, platonista
ejemplar: el alma solo la vemos reflejada en los demás.
No
hablamos, sin embargo, de algo sencillo y que nos sea dado por el simple hecho
de desearlo. Conquistar el alma propia exige, como quería Ortega, nos recordó
Gregorio, que hagamos como Josué ante Jericó… La necesidad del otro para que se nos
reconozca el alma incluye en el planteamiento una dimensión social del alma que,
lejos de ser contradictoria con la conquista individual de la misma, podemos
entenderla como complementaria, y de ningún modo una excluye la otra: que nuestra
alma no sea alma verdadera hasta que los demás no nos la reconozcan como tal no
impide que el primer movimiento de «creación» virtuosa de la misma haya de
salir de nosotros. Y en él hemos de perseverar, porque, de hecho, la conquista
de nuestra alma es el argumento de nuestra vida, y es muy posible que lleguemos
a nuestras postrimerías sin tener el convencimiento de haberlo conseguido. Ya dirán
los demás, eso sí…la última palabra al respecto.
Espero
no haber sido demasiado infiel ni torpe en la reconstrucción casi de memoria de
un discurso que alimenta no pocas líneas de reflexión vitalmente apasionantes.
¡Gracias,
maestro!
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