miércoles, 2 de junio de 2021

«Las cerezas del cementerio», de Gabriel Miró.



El deliquio estilístico y la visión naturalista de lo teratológico: Gabriel Miró o la hiperestesia frente a  la oscura provincia… 

         Gabriel Miro murió joven, pero dejó una obra exquisita y moderadamente abundante, lo que da para muchas buenas tardes de lectura. El obispo leproso y Nuestro Padre San Daniel son su obra cumbre, pero a mí me gustan especialmente los libros misceláneos, agenéricos,  de la trilogía de Sigüenza: El libro de Sigüenza, Del vivir y Años y leguas,  que tiene a dicho personaje y álter ego como  hilo conductor, y en cuyas andanzas y comentarios tan cómodo se sentía Miró, el mejor vehículo posible para su sobrado escepticismo y su afiligranado regodeo estético. Su obra, encuadrada en la generación novecentista, supone una superación del viejo realismo decimonónico, aunque, en su caso, esta se lleve a cabo a través de la narración lírica, porque el viejo mundo del caciquismo aún sigue presente en la realidad de la que hablan sus tramas novelescas.

         Las cerezas del cementerio es una exploración de la hiperestesia romántica y del mundo antiguo que se precipita hacia un final que no ha de demorarse. La división tan acentuada entre los amos y los criados, con la burla amable sobre el clero que navega a duras penas entre ambos, halla en estas andanzas de Félix Valdivia por tierras levantinas su perfecta representación. Es moneda de uso corriente reducir a Gabriel Miró al uso preciso y rico de un vocabulario que se ajusta a la perfección a aquello para lo que las palabras también sirven: nombrar la realidad, y él se encarga de que no haya realidad que no tenga “su” palabra, como puede deducirse del breve diccionario que obliga a  hacer al lector, tanto al amigo de los lexicones como, sobre todo, al hablante común, que suele ignorar siquiera la existencia de palabras como Lampión; Argadijo; Zancajera; Mazorral;  Alcarraza; Alhumajo; Alagadizo; Cachicán ; Piezgo; Dornajo; Bujeta; Bizaza; Roznar (Comer con ruido) o el insólito y primigenio sentido de latir» que vale ‘ladrar’, así como las voces desconocidas incluso para la RAE como «infiesto», que vale ‘tierra’ o «Bauvear» (Del Lat. Bauber. eris), que vale ‘quejarse los perros’. Insisto, más allá de esa riqueza léxica que caracteriza a los novecentistas, como antes caracterizó a los escritores de la Gneración del 98, quienes se lanzaron a los caminos de España, como curiosos folcloristas de la lexicografía,  para rescatar voces cuya desaparición estaba sentenciada si ellos no las recogían, Gabriel Miró es un consumado especialista en la creación de psicologías que tienden a la hiperestesia, por el lado romántico del amor exacerbado como el que aquí viven el joven Félix y Beatriz, su madrina, mujer malcasada y con una hija: Más tarde vino Félix a ella, siendo ya sabedora de la amarga ciencia del Bien y del Mal, y hundiéndose en las sombras grises del hastío. Félix vino a su alma envuelto por nieblas de romántico misterio; y esas nieblas que cegaban o embellecían la visión de lo vulgar, no se alzaban en la lejanía, sino que prorrumpían de la misma tierra que ella pisaba, a su lado, dormidas sobre lo magnifico y lo sencillo… La similitud entre Félix y un tío suyo, muerto en extrañas circunstancias, con el cortejo de una mujer casada de por medio,  acentúa el halo fatal de un destino que parece reencarnarse en el joven Félix, quien pasa unos días en las posesiones de la familia en el campo y entra en contacto con una realidad en la que no tardan en aparecer las penumbras de una degradación vital que choca con sus altos ideales apasionados, los cuales no excluyen, por supuesto, la realización práctica de los mismos o, como se dice en la novela: Extenuados y delirantes, se reclinaron sobre los amplios asientos de seda. Un rayo lunar los envolvía… Toda la honda y clara noche fue lámpara y estrado de su amor. Después, al levantarse, todavía abrazados, vieron una nuble blanca y resplandeciente de figura de ángel terrible como el que arrojó a Adán y Eva del Paraíso. Y los dos sollozaron. Por eso el personaje busca la soledad y la comunión con el paisaje, como modo de apaciguar su espíritu: Félix quiso la soledad de las altitudes, para apartarse y mitigarse de las inquietudes de sus ampres imprecisos, que iban perdiendo sus velos, quedando en las crudezas de todas las pasiones.

         Como un recordatorio constante de la paradoja alrededor de la cual se articula la novela: los amores prohibidos del joven delicuescente con su madrina, el título de la novela se explica en el transcurso de la visita del joven a sus heredades:

      […]Son cerezos, y dentro está el fosal, señor Félix. Las mejores cerezas del terreno, las más gustosas; ¡ya ve si pueden chupar de toda abundancia! ¿Qué le parece?

      No te espantes, que no las comerás —le avisó su primo—; aquí nadie las cata; las llevan a Argel y a las fábricas de jarabes, y si sobran de la cosecha las dan a los cerdos.

Es su primo, enamorado de la hija de la madrina de Félix, y quien tendrá una participación destacada en el desenlace de la novela, el encargado narrativamente de instruir a Félix sobre esa terrible maldición de los cerezos: es el mal absoluto de la muerte, la perdida de la vida, de los sentidos, y la corrupción de la materia el sustento de lo más dulce y sabroso. La novela va a transitar la delgada línea que une ambas realidades, y Miró es un maestro en la descripción de lo que podríamos entender como lo «teratológico», como el pastor que ataca a Beatriz: «Seguí yo sola; y junto a los setos que lo cercaban, de los macizos de lilas apareció un hombre que se me fue acercando muy despacio; sonreía ferozmente; sus mandíbulas y toda su cabeza parecía de un solo hueso azulado, brillante, grasiento. ¡Qué espanto y qué asco! Grité. Me socorrieron los de la casa , y el aparecido huyó.» Del mismo modo, la contemplación de una más que tosca campesina le provoca un escalofrío estético y humano difícil de soportar: ¡Joven aquella mujer tan dura, pomulosa, y cuyo recio esqueleto amenazaba agujerearle la piel grosera como de tierra de los barbechos!... ¡Y fue dotada de sensibilidad para las ternezas y el deleite de las mujeres blancas fermosas y exquisitas! Estas simples imaginaciones herían a Félix con agudo filo. De ahí que no tarde en hacerse una reflexión sobre una evidente falta de empatía humana que también lo hiere, como si su realidad nada tuviera que ver con esa otra realidad de la dura vida del campo con la que entra en contacto: ¿Señor, es que duerme siempre en nuestras entrañas una hez abyecta de crueldad? ¡Qué torcedura hizo de las raíces de toda su vida para extraer una gota de lástima, que resbalase y enterneciese su alma, para mover siquiera el retoñar del remordimiento! ¡Y nada! ¡Estaba seco y árido como hecho de cal! ¿Qué le importaba ya el compadecerse de la fingida víctima, si era piedad no destilada de su corazón, sino que la exprimía del árbol de la ética, duro y rígido como la encina? Creía que el Bien así logrado era otro quien lo realizaba, distinto de sí mismo.

         Gabriel Miró es, como Vázquez Rial lo recoge en el prólogo, un escritor sin «biografía»: «No tengo biografía, gracias a Dios y a mí mismo». Ello nos dice, en realidad, que no habremos de buscar en su obra ninguna correspondencia entre esta y su propia vida, porque toda su vida fue escribir sus obras. De la lectura de sus obras emerge, sin embargo, un retrato intelectual del autor cuyas «aventuras» bioliterarias lo llevan al cultivo de ciertos autores o disciplinas que luego esmaltan su obra con el prestigio de la referencia de campanillas o el dato inusual que prueba el amplio abanico de intereses intelectuales del autor, quien, con todo, murió demasiado joven como para haber acabado teniendo, nosotros, sus lectores,  muestras de una madurez que, a juzgar por lo dejado, acaso nos hubieran sorprendido y maravillado. No se trata ya de que Miró estuviese al día de la existencia de psicólogos como Binet, por ejemplo, para la constatación de un rasgo proustiano: Así como un guante, una cinta o listón, un pañuelo, o el perfume predilecto de la mujer amada nos presenta su imagen, según dijo Binet —y aunque no lo hubiese dicho— aquella colina de jugosa fruta y el verdor del cerezo dieron a Félix la visión regaladora del paisaje. Se le atropellaba la ansiedad de contemplarlo y gozarlo; sino de su devoción por autores tan distantes como Stendhal/Henry Bayle, de quien recoge dos frases: Stendhal: «Nada es tan doloroso como examinarse y dudar cuando se goza.» Henry Beyle: «A la bonne heure, suivez la route la plus agréable, ayez du plaisir; mais alors ne dogmatisez pas», y Santa Teresa de Jesús: [Belita] diminutivo usado por tía Lutgarda, y que ya hizo la santa madre Teresa de Jesús para nombrar a una predilecta novicia, todavía rapazuela muy graciosa, hermanita del padre Jerónimo Gracián. Bueno; pero esto no se dice que lo supiera doña Lutgarda.     

         Sí, la presencia del narrador omnisciente es casi un requisito para que Miró despliegue su narración con el dominio insultante de los registros que él escoge con mano segura de experimentado orfebre. En ningún momento la exaltación hiperestésica del protagonista es un impedimento para que advirtamos lo que tiene de castradora una institución familiar en la que las apariencias y la corrección social constituyen una barrera infranqueable. Sí, estamos ante un mundo en descomposición, pero, como ocurre con las cerezas del cementerio, ese mundo nos da psicologías refinadas que constituyen un bien que no está al alcance de todos. Que Miró conserva resabios de épocas como el realismo espiritualista en las que la descripción es un valor en sí mismo, uno de los instrumentos de los autores para «crear» la realidad, se advierte enseguida en la novela, poblada, toda ella, de fragmentos de los que, después, suelen aparecer en las crestomatías que los clásicos merecen: «Las mejores páginas de…» Desde esta perspectiva, el libro es una sucesión de bellezas expresivas difíciles de encontrar en nuestros días en las prosas usualmente anodinas, átonas y deslucidas con que se nos quiere dar el pego de la creación literaria. En un mundo, el actual, de series y películas, la descripción literaria es un arte desaparecido, pero a los buenos aficionados a la buena literatura nos parece casi un requisito indispensable para poder valorar a los autores. No se trata ya de extremos como el de Trajo el helado, que figuraba dos flores de fresas servidas en rizadas y finísimas valvas de primorosa orificia, sino de aprehensión es psicológicas notables, como esta: Los faros que son pedazos de humanidad desamparada dentro del silencio de los cielos  y de las aguas. De igual manera, los personajes nos son presentados con apenas unas breves pinceladas: Su sobrino Silvio, entonces pequeño y ya glotón y mazorral, siempre medroso bajo la cálida y poderosa ala de su madre, que lo empollaba grifándose ante el más leve peligro, como llueca fierísima.

         En fin, cualquier obra de Miró es siempre una buena ocasión para recordar que es el lenguaje el alma de las creaciones literarias, y que su uso determina en buena medida la originalidad y la valía de quienes lo usan con mejor o peor fortuna. Ser un estilista perfeccionista no te granjea la buena reputación literaria y la fama, sino la capacidad de crear mundos autónomos por los que los lectores nos movamos con la seguridad que nos da ir de la mano de narradores tan cercanos a nosotros como los que jalonan la obra de Gabriel Miró.  

Del lado de lo anecdótico cae que Juan Luis Iborra dirigiera, para televisión, una adaptación cinematográfica de esta novela; pero, conociendo bien el arte literario de Miró, dudo mucho de que las imágenes sean capaces de estar a la altura de las palabras de Miró. No, no siempre una imagen vale más que mil palabras. Y sí, hay novelas en las que una simple palabra vale más que mil imágenes. Yo, desde luego, no me voy a acercar a la pantalla a comprobarlo.

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