Un estudio intelectual y patético, de tinte autobiográfico, de la España de la Restauración y el análisis psicológico e ideológico de la bohemia.
La figura de
Ramón Pérez de Ayala (1880-1962), a fuer de controvertida políticamente, ha
sufrido un olvido que no se corresponde con la grandeza de su obra y el interés
que, hoy mismo, puede despertar en cualquier lector que se acerque a ella como
lo que es: un prodigio de inventiva, de estilo y de preocupación por la
sociedad y la psicología, a tenor de las tres muestras, o mejor dos, porque Tigre
Juan y El curandero de su honra, aunque publicadas en volúmenes
independientes, constituyen una sola novela. La obra se publicó en 1926 y fue
Premio Nacional de Literatura. Troteras y Danzaderas es el último
volumen de una tetralogía centrada en un personaje, Alberto Díaz de Guzmán, del
que se narra su vida como artista, desde el pesimismo de Tinieblas en las
cumbres hasta la confirmación de sus aspiraciones artísticas en esta
novela, una muestra evidente del género del Künstlerroman, cuyos
orígenes se remontan al siglo xviii
en Alemania. La «novela de artista», así pues, por fuerza ha de tener mucho de
autobiográfico, y así sucede en este fresco social variopinto de un Madrid
canalla, literario y político que debió de leer con muchísima atención
Valle-Inclán, dadas las muchas afinidades que hay entre esta visión de la
bohemia capitalina y el retrato que haría después de ella Valle en la inmortal Luces
de bohemia. Lo apunto porque esa afinidad habría de servir para valorar
esta obra de Pérez de Ayala no solo como un precedente, sino como una
culminación novelística de una tetralogía en cuyo interior contamos con una
novela tan importante como A.M.D.G. sobre la educación del
protagonista/autor en los jesuitas.
Pérez de
Ayala, no entremos en competiciones, es uno de los máximos exponentes de la
llamada Generación del 14 o Novecentismo, postergada críticamente en favor de
la Generación del 27, pero cuyos fundamentos culturales son muchísimo más
profundos que los de la Generación de la República —como prefería llamarla
Bergamín—, y el legado de sus obras alcanza cotas de calidad iguales o
superiores a las de la Generación del 27. Yo me formé académicamente en el
entusiasmo hacia esta última, pero el tiempo y el estudio me han ayudado a ir
descubriendo el interés esencial de la primera. Quizás obraba en mi favor que
Juan Ramón Jiménez fuese mi primer descubrimiento poético, al que me he
mantenido fiel toda mi vida o que el inclasificable Ramón Gómez de la Serna
haya sido un ingenio deslumbrante que me mostró la capacidad seminal del
lenguaje, como lo hizo otro de mis escritores preferidos, Gabriel Miro, cuyas
obras, hoy preteridas, son faro potente que ha alumbrado siempre mis propios
intentos narrativos. Más tarde, las figuras potentísimas del pensamiento, como
Ortega y Gasset y Eugenio D’Ors, también en su «versión catalana», Eugeni
D’Ors, me indicaron que la unión de esta generación con lo mejor de la
anterior, Machado, Valle-Inclán, Azorín, Ganivet y Unamuno constituía algo así
como la columna vertebral de la cultura española finisecular y del primer
tercio del siglo xx, hasta que
llegó el cainismo secular para destrozarlo todo. De hecho, tengo la conciencia
de que esta presentación de las tres obras de Pérez de Ayala que he escogido
tiene un mucho de reparación de unos escritores que ni siquiera son ya ¡ni
mencionados! en los actuales planes de estudio, ni del bachillerato, ni casi me
atrevería a decir que de la universidad. Eso sí, los neorrepresentantes de
nuestro cainismo secular no dejan, cada día, de azotarnos con la entelequia
sectaria de la «memoria histórica» de parte, de ahí la importancia de enfoques,
llamémosles «liberales», que no se casen con la ideología, sino con las ideas y
con la realidad de los hechos.
Troteras y
danzaderas es un título que proviene, al parecer, de Azorín, encarnado en
este roman à clef por un tal
Halconete—diminutivo de halcón, como Azorín lo es de Azor, según descubrió el
estudioso Andrés Amorós—. Lo suyo es que la adaptación del referente de donde
procede, el Libro de buen amor, hubiera dado «danzarinas y troteras»,
pero la transformación la hizo, suponemos que por eufonía, Azorín y, de él, la
tomó Pérez de Ayala. La novela, ubérrima, en la que nada se escatima: ni el
retrato de los bohemios, ni el de los políticos, ni el de las pensiones —y
recordemos la importancia de esa institución social en Tiempo de silencio—,
ni el de los burdeles ni el de las funciones teatrales o de vodevil de la época
o el de os intelectuales, es, en suma, un vívido retrato de las postrimerías de
la España de la Restauración en el que destacan algunos personajes ficticios
como el autor de teatro y pobre de casi solemnidad —depende de los pocos fondos
siempre escasos que le envía su madre, quien regenta una pensión en Valladolid,
después de que la abandonara su marido— Teófilo Pajares, trasunto de Francisco
Villaespesa; el modelo de político de aquel Régimen, Sabas Sicilia, ministro y
viejo amante de Rosina —a quien ama arrebatadoramente Pajares—, y quien le paga
el piso en que la tiene instalada; o el protagonista Alberto Díaz de Guzmán,
trasunto del propio autor, quien se deja llevar en ese ambiente acanallado
hasta unir su vocación con su esfuerzo para convertirse en lo que estaba
llamado a ser: escritor. Vamos a ver la vida que se nos narra a través de la
visión privilegiada de Díaz de Guzmán, pero el narrador colabora
indiscutiblemente con él a tenor de la crítica despiadada con que nos ofrece
una realidad degradada y disparatada que solo Valle-Inclán será capaz de
criticar más acerbamente al transformarla en esperpento, si bien ese
«esperpento» aún no definido salta cada dos por tres de actitudes, situaciones
y personajes de esta novela que me parece de lectura obligatoria para conocer
una etapa de la vida española. Y ahora que lo pienso, no está lejos, mutatis
mutandis, este empeño narrativo de lo que supuso Vida privada, de Josep
Maria de Sagarra, para el periodo de la «Dictablanda» de Primo de Rivera.
Alberto de Guzmán, sin embargo, se nos presenta al
final de su ciclo novelístico como una suerte de espejo en el que se refleja a
realidad, sin que él quiera hacer nada para alterarla: Aspiraba a la
mediocridad, en el sentido clásico de moderación y medida. El mucho amor y
dolor de su juventud le habían desgastado el yo, nos dice el narrador. Ese
«yo» vacío, a lo largo de la narración, es lo que le permite el contacto sin
prejuicios con lo que lo rodea. De hecho, cuando ese yo y la voluntad han hecho
migas suficientes como para convertirse en escritor, algo que sucede,
prácticamente, al final de la novela, y Teófilo Pajares, que ha fracasado
estrepitosamente como autor teatral, le pide consejo para «mejorar», Alberto le
responde: —Yo qué sé, Teófilo. La mayor parte de las cosas en la vida son
independientes del albedrio humano. Me pides consejos… soy enemigo de las
frases genéricas y vanas. ¿Qué quieres que te aconseje? Que te adoctrines en la
simplicidad de la naturaleza… Que escuches el rumor de árboles y ondas
hablándose entre sí, sin decirse retruécanos, como hacemos los hombres… Tan
piadosa recomendación telúrica pretende borrar, en parte, el desaire que supuso
la crítica «honesta» con que respondió Alberto a la solicitud de impresiones
que le había deparado la obra de Teófilo, a medio camino entre el viejo
romanticismo medievalizante y los peor del modernismo tristemente sonoro: —Por
supuesto que no se te puede echar a ti toda la culpa, antes bien, a la
tradición poética española, la tradición del verso tónico, que unca ha sido
verso, sino corrupción nacida de los cantos de la soldadesca, de la marinería y
de las personas iletradas de Bajo Imperio, gente de áspero oído. ¿Qué será que
los españoles no abren la boca sino para caer en el énfasis, la ampulosidad, la
garrulería? Es cosa vieja y presumo que será eterna. Ya cicerón vituperaba en
los latinistas españoles el aliquid pingue, un algo pingüedinoso, craso.
A uno de los grandes predicadores españoles, San Damaso, se le llamaba Auriscalpius
matronarum, cosquilleador de orejas femeninas.
Como apunté
antes que se trata de un roman à clef, está claro que en la descripción
de la vida intelectual española de aquella época aparecen personajes bien
conocidos hoy pero incipientes intelectuales en su momento, me refiero al
profesor de filosofía, Antón Tejero, que promueve poco menos que la acción
directa para acabar con el Régimen, en quien identificamos a Ortega y Gasset
—¡y ya es curioso que otro intento de acción directa, en este caso la del
infame Antonio Tejero, quisiera arrebatarnos la democracia antes de que esta
cumpliera los diez añitos…— , y también a Valle-Inclán, aquí encarnado en Monte-Valdés,
una de cuyas respuestas muestra bien a
las claras la naturaleza desafiante del escritor gallego: Lo sé como lo sabe cualquiera que no sea
mestizo de cretino e idiota; otros, anecdóticos, en el devenir de la trama,
serían Sixto Diaz Torcaz, para identificar a Galdós, de quien se nos dice que
estrenaba Electra; Luis Muro, alias de Luis de Tapia, poeta satírico y
diputado republicano en el 31; Enrique
Muslera, alias del filósofo García Morente o Don Sabas Sicilia, trasunto del
Amós Salvador, sin olvidar a Arsenio Bériz, alias de Federico García Sanchiz,
creador de una profesión, «charlista», a quien el narrador se refiere como «mancebo
levantino»: Habiendo caído en el
Ateneo y hecho en él algunas amistades con escritores, se había contagiado del
virus literario y concebido grandes ambiciones, de manera que, dejando para
siempre los libros de texto [estudiaba Filosofía y Letras], se pasaba la vida hojeando
novelas y tomos de versos y ensayándose en el cultivo de todos los géneros
literarios: crítica, novela, poesía, con gran despejo y desenvoltura. Si
bien la estrella del «reparto» es el protagonista del melodrama que se narrará
a lo largo de la obra: Teófilo Pajares, alias de Francisco Villaespesa, poeta
modernista con cuyo nieto coincidí yo en el equipo de natación del Parque Móvil
de Ministerios, quien, por aquel entonces, con quince años, poco o nada
inclinado era a los «libracos del abuelo», así decía.
La historia
melodramática que articula el relato es el amor romántico que siente Teófilo
Pajares por Rosina, la mantenida por el ministro Sabas Sicilia; un poeta que, a
pesar de su reconocimiento en los ambientes literarios, no tiene ni dónde
caerse muerto y que sospecha, noblemente, de su incapacidad creativa, lo cual
forma parte del drama del personaje: Y pensó: «¿Qué soy todo yo sino un
amasijo de palabras huecas?». Rosina —cuya vida se nos cuenta, en parte, en
Tiniebla en las cumbres, como ella misma recuerda: Verás, conocí a
ese muchacho [Díaz de Guzmán] el mismo día que me llevaron a aquella
mala casa, en Pilares, ya sabes. […] Bueno, pues él me trató con mucho
afecto, no como a una cosa, sino como a una persona— ascenderá de amante del ministro Sicilia a
gran estrella de las variedades, aunque eso sucederá en una vida distanciada de
la mísera existencia de Pajares, si bien, andando el tiempo, el éxito de
Pajares acercará de ambiguo modo a Rosina a la poliandría, porque tendrá dos
enamorados a quienes trata de complacer, Fernando, una estrella de los
malabares y el contorsionismo, y Teófilo, el afamado escritor de quien Alberto
de Guzmán echa pestes en una crítica de su obra que supone uno de los capítulos
magistrales de la obra, del mismo modo que lo será la lectura de Otelo que le
hace Alberto a Verónica, otra prostituta que, sin embargo, destaca por su
chispa de inteligencia, aunque vive dominada por un ambiente familiar de
miseria que la condiciona. La particular lectura que hace el autor/personaje de
Otelo tiene su paralelismo con la crítica pormenorizada y desfavorable que
leeremos después de la obra cursi de Pajares, con la que triunfa. En esos
tramos reflexivos es donde encontramos los momentos más inspirados de la obra,
como cuando De Guzmán le rebate a Teófilo la posición anticultural de este:—Shakespeare
está plagado de anacronismos. Ahora os ha dado a unos cuantos por machacarnos
los oídos con la canturria de la cultura: cultura, cultura, ¡puaf!: una cosa
que tienen o pueden tener todos los tontos y que es cuestión de posaderas.
—Querido Teófilo, créeme que Pegaso es el rocín más rocín, tirando a asno,
cuando el que lo cabalga no lleva
acicate y el acicate es la cultura.
La novela nos
ofrece una minuciosa descripción de diferentes tipos de vida en la capital, en
sus calles, sus cafés, su Ateneo, sus burdeles, sus pensiones, etc. Nada escapa
a la aguda observación de ese «yo vacío» que no se involucra en lo que observa,
sino que actúa como el famoso espejo stendhaliano. En la medida en que las
novelas de Pérez de Ayala pertenecen al mundo de las ideas, son propiamente
novelas de marcado carácter «intelectual» y no ha de extrañarnos que salpique
los diálogos con planteamientos que, sin duda, moverán a reflexión, leídas en
2025, algo más de un siglo después, por las interesantes cuestiones que somete
a nuestra consideración, y, entre ellas, por supuesto, el famoso «problema de
España», que ocupó buena parte de las reflexiones de la generación precedente,
la del 98. En este sentido, bien puede hablarse de una continuidad histórica
entre esta novela y los maestros de la generación anterior. Añádase a ello la
descripción crítica de los usos y valores sociales de la época y tendremos una
novela cuyo valor testimonial, al margen del estético, es muy poderoso. Si algo
llama la atención novelísticamente, ello es el dominio expresivo del autor,
capaz de descender al vivo lenguaje coloquial de los diferentes ambientes que
se retratan en la novela [No me extraña que los hombres, cuando tropiezan
con una gachí como esta [Rosina], se entreguen hasta dar la pez. (Esta
expresión coloquial, hoy en casi total desuso, significa: «Llegar al último
extremo de algo»)] y de auparse a las
más altas reflexiones, que dominan las fases más interesantes de lo que sin
duda puede calificarse como novela de ideas. Pongamos por caso cuando la
discusión deriva hacia la política, una realidad omnipresente en la novela, y
el alter ego del autor, Alberto de Guzmán precisa: La política es el arte de
conducir a los hombres. Ahora bien; se puede creer: primero, que el hombre es
fundamentalmente malo y no tiene remedio; segundo, que es fundamentalmente
bueno, y los malos son los tiempos o las leyes; tercero, que no es lo uno ni lo
otro, sino un fantoche, o por mejor decir, que es tonto. Según se adopten uno
de estos tres postulados, se es en política: primero, conservador; segundo,
liberal, y tercero, arribista, como ahora se dice. Claro que en España la grey
política se compone casi exclusivamente de arribistas, o sea hombres que juzgan
tontos a los demás y no piensan sino en medrar, como quiera que sea. No
puede extrañarnos que piense eso, porque el descrédito de la vida política de
la Restauración queda patente, por ejemplo, en el cinismo del ministro Sicilia en su diálogo con Rosina: ¿Trabajar?
¡Que inocente eres, Pitusa? ¿Tú crees que le hacen a uno ministro para
trabajar? ¿Te figuras de veras que los ministros servimos para algo, que el
Gobierno sirve para algo? ¿Sabes qué papel hace el Gobierno en una nación? El
mismo que hace la corbata en el traje masculino. ¿Para qué sirve la corbata?
¿Qué fin cumple o que necesidad satisface? Y, sin embargo, no nos atrevemos a
salir a la calle sin corbata. Esa es la España oficial que pretenden
combatir los jóvenes intelectuales que luego formarán la Agrupación al servicio
de la república, y entre quienes se encuentra Pérez de Ayala y el máximo
representante del pensamiento libre en aquel momento, José Ortega y Gasset,
aquí encarnado en la figura de Antón Tejero, joven profesor de filosofía y
agitador político: —Sí, un mitin. Los
jóvenes tenemos el deber moral de hacer política activa, Alberto; de pensar en
los destinos de la patria. Toda otra labor es estéril si no se ataca lo primero
al problema de la ética política. La última crisis ha sido bochornosamente anticonstitucional
y avergüenza pertenecer a una nación que tales farsas consiente. Y luego, ¡qué Gabinete el nuevo! Las heces de
la inmoralidad pública. Ese don Sabas Sicilia, un viejo cínico y corrupto, como
todos saben, acusado de negocios impuros en connivencia con el erario del
Estado… La podre de la podre. Y los demás del mismo jaez. ¡Ya es curioso
que esas voces del pasado parezcan estar describiendo una situación de
degradación moral y política como la del «Septenio Ominoso» del gobierno
socialista aliado con las derechas tradicionalistas del nacionalismo
ultramontano!
El Ateneo de
Madrid tiene una gran importancia en la novela, porque era un foco de actividad
cultural de primer orden. Allí perora Raniero Mazorral, trasunto de Ramiro de
Maeztu, cuya conferencia, Los intelectuales
y la política, de 1910, critica Teófilo, a la salida, con un ímpetu digno
de mejores versos para su propia obra: Habláis mal de los tertulines
(sic) de café, de la charlatanería y politiquería españolas. Pues yo que he
asistido muchos años a esas tertulias, os digo que vosotros, los que os las
dais de intelectuales, con vuestros énfasis, vuestras conferencias, vuestro
redentorismo, no decís ni hacéis cosas más ni menos razonables o profundas que
las que se dicen y hacen en los cafés. ¡Insensatos, insensatos! Queremos hacer
pueblo y no sabemos hacernos hombres. Da por supuesto que España es la nación
más fuerte y más culta. ¿Hubiera por ello sido Santonja más feliz o más
infeliz? ¿Lo sería yo? Lo que yo quiero se es un hombre, ¿oyes?, un hombre. ¿No
ves que lloro? Y es de rabia… Ya se advierte que el final de la
intervención de Teófilo tiene un aire de Luces de Bohemia, concretamente de la
escena con el anarquista catalán. De hecho, Teófilo se proclamará,
retóricamente, próximo al anarquismo. Teófilo se conduele de esa manera porque
fue él quien acabo convenciendo a Santonja —que es descrito así en la novela: Santonja
se había repatriado hacía poco desde la Argentina. Estaba desviado de la espina
dorsal y era cojo; la faz chata, simuladamente jocosa— de que para tirar
bombas se había de tener mucho ombligo. Esa bomba de Santonja y su muerte
forman parte de la estrechísima relación entre las ideas y la vida que vemos constantemente
en esta novela. En ese ambiente prolifera también el secular escepticismo
español respecto de la utilidad de la política y el conocimiento para
transformar las miseras vidas de quienes buscan su lugar en el sol, como
sentencia Luis Muro: En último término, ¿qué importa todo? La cuestión es
pasar el rato. Toros, política y mujeres, esta es nuestra santísima trinidad.
Ahora que parece que para los toros se requiere virilidad, para la política
entusiasmo y para el amor el incentivo de la juventud, y aquí viene nuestra
afición a lo paradójico: los toreros son estetas, los políticos viejos chochos,
y las prostitutas viceversa de los políticos, como dijo Cánovas. Pero, en
último término, la cuestión es pasar el rato.
Se trata de una visión de España que, a pesar de la fecha de su publicación, no rehúye ningún tema escabroso, pongamos por caso la extendida práctica de la prostitución, tal y como se ve cuando llevan a la joven que se ha escapado de su casa de Pilares para «hacer carrera» en Madrid. Los protagonistas principales, menos Teófilo, la llevan a conocer el mundo de la prostitución, donde, pagando, las «niñas» hacen osturas lésbicas y otra porción de nauseabundas monstruosidades, dice el uritano narrador, para espanto de la joven Márgara, quien fiaba en su belleza esa posibilidad de «colocarse» en Madrid. Tras un recorrido infernal por los peores tugurios de la ciudad y tras conocer a prostitutas bellísimas y enfermas, Márgara decide volver a Pilares, pero como hace el camino con dos monjas, al final, en vez de a su casa, va directa al convento, donde profesa como hermana de la orden. Como resume el narrador: Madrid nocharniego es un merado o lonja al aire libre, en donde, aunque averiadas, las mercancías amorosas ostentan rara abundancia para todos los gustos y bolsillos.
Otro tanto
podría decirse del aborto, un tema prohibidísimo en nuestra literatura tras la
Guerra Civil, pero no por ello, menos presente en la realidad, Guzmán presenta
a Heinemann, un alemán con negocios en España, a Travesedo, a quien le piden
consejo para poder abortar la mujer del alemán. Travesedo le facilita una
dirección y se lava las manos. Después de una fúnebre conversación sobre las
miserias de la existencia, Travesedo concluye: —La vida es mala. No hay otro remedio sino el
suicidio cósmico, que aconseja Hartmann.
No falta
tampoco una visión satírica de la actividad política en el Congreso de los
Diputados, a través de un personaje como Angelón Ríos, quien, teniendo mujer e
hijos en Pilares, trasunto de Oviedo, como es habitual en las novelas de Pérez de
Ayala, vive en Madrid a la caza y captura de alguna importante regalía política
para salir de su pobreza; pobreza en la que tratan de sobrevivir desde el mismo
Alberto de Guzmán hasta Teófilo Pajares o las diferentes «heroínas» de la
novela: Sumergíase Angelón en el
Congreso, y allí de corrillo en corrillo, voceando y riendo a carcajadas, que
esta era su manera natural de producirse, discutía in vacuum, como
siempre se hace en aquel lugar, acerca de naderías oratorias o burocráticas, o
trabajaba con intrigas y conspiraciones por la vuelta al poder de su partido, y
en habiendo conquistado es el Poder ponía sitio a Zancajo, el Presidente del
Consejo, pidiéndole un alto cargo como justa recompensa a su lealtad política.
[…] Nunca se retiraba a casa sin una compañera con que aderezar el lecho y
la noche. Angelón, íntimo de Guzmán, tiene abundante presencia en la novela,
en la que una prostituta lo califica como el mayor miquero de Madrid y su
extrarradio —Miquero quiere decir aquel que burla a las mujeres, dejándoles e
satisfacer e debido estipendio. Sí, la nota léxica es del propio Autor en
el texto de la narración, porque la preocupación de Pérez de Ayala por todo los
registros el lenguaje es uno de los grandes alicientes de esta novela portentosa.
De hecho, la dificultad de conciliar la actividad sexual con una profesión
lucrativa que la permita da pie a una incisiva reflexión crítica y antisistema
del autor: La actividad motriz de estos tiempos no era sino la rapiña del
capital, como quiera que fuese; las demás actividades, solo rebabas,
añadiduras, ejercicios suntuarios. En otras épocas, amor y belleza, las dos
mitades de la vida, habían sido res nullius, cosas no estancadas, de
libre disfrute para todos. Pero la edad capitalista había constituido el
monopolio de la vida a modo de sociedad anónima por acciones y escindido al
género humano en dos partes: los que tienen derecho a vivir y los que no pueden
vivir. ¿Qué es el amor sino dulce plenitud y exuberancia de energías que por no
perderse aspiran a perpetuarse, a reproducirse? ¿Y cómo pueden hacer amiganza
el amor y la miseria física, el hambre y la fecundidad?
Tampoco podemos olvidar, ¡y
menos en estos tiempos en que el periodismo se ha corrompido por la polarización
ideológica del actual gobierno autocrático del remedo de Su Excelencia, Pedro
Sánchez!, la visión precisa y crítica, entomológica, que se nos ofrece de lo
que, en aquellos tiempos, al menos, formaba parte del tablero político con una
influencia que en nuestros días se ha perdido: «La «phylia» y la «callima»,
por ejemplo, son dos mariposas tan parecidas a una hoja, que cuando se posan en
un árbol y se adhieren a una hoja de él, no se las puede diferenciar. Lo mismo
hay periodistas tontos que se consustantivan con la hoja de un periódico, y,
aun cuando no sirven para nada, allí se están años y más años, como si la vida
misma del periódico dependiera de ellos. El mimetismo es una actividad
irracional, instintiva, despreciable. Nada hay más fácil que simular talento.
Por el contrario, la farsa es una cualidad específica de las grandes
inteligencias, y en cierto modo puede considerarse como una de las más altas creaciones
artísticas. Por eso se acostumbra a llamar pose. Recuérdese a Beaudelaire[sic],
D’Aurevilly… […] Los españoles tenemos una fea tendencia al
individualismo anárquico.
Y como me
pongo pesado y trato de abarcar lo inabarcable o sustituir un acto
impostergable, leer de cabo a rabo esta rica descripción de la España y del
Madrid de la segunda década del siglo xx, voy a limitarme a transcribir una
muestra de la capacidad descriptiva del autor para criticar, aprovechando el
famoso Pisuerga —Teófilo Pajares, por cierto, es natural e Valladolid—, la
planicie narrativa de nuestros tiempos actuales (y no solo planetarios…): El
sol, a rebalgas [«a horcajadas», es voz de la montaña, en Santander.] sobre
los altos de la Moncloa, ponía un puyazo de lumbre cruel en los enjutos lomos
de la urbe madrileña, de cuyo flanco se vertía, como un hilo de sangre pobre y
corrupta, el río Manzanares.
[Nota para curiosos impenitentes. El autor salpica, aquí y allá, los
inicios de algunos capítulos con citas de diferentes autores, conocidos o
ignorados. Una de ellas es esta: Padre Malagrida: El don de la
palabra ha sido otorgado al hombre para que pueda ocultar lo que piensa. Hecha
la investigación pertinente, es muy probable que Pérez de Ayala tomara la cita de Le rouge
et le Noir, donde Stendhal la usa al comienzo del Capítulo XXII: «La
palabra le ha sido dada al hombre para ocultar su pensamiento». Gabriel
Malagrida, jesuita misionero en América, volvió a Portugal, después de su rica experiencia
misionera con la mala fortuna de que el hombre fuerte del reino, el futuro
Marqués de Pombal, lo encarcelara en los sótanos de la Torre de Belem, después
de publicar un folleto en que, contra las razones científicas, defendía que era
un castigo divino a los portugueses el reciente terremoto e Lisboa. Después,
tras escribir dos libros con sus visiones: Tractatus de Vida, et Imperio
Anti-Christ y La heroica y maravillosa vida de la gloriosa santa Ana,
madre de la Virgen María, dictada por esa santa, asistida por y con la
aprobación y ayuda de ese Augustísimo Soberano, su Santísimo Hijo, fue
condenado por hereje y, a sus 72 años fue quemado en la hoguera y sus cenizas
aventadas en el Tajo.]


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