miércoles, 12 de noviembre de 2025

«Troteras y danzaderas», de Ramon Pérez de Ayala o una prefiguración del esperpento de Valle-Inclán y el melodrama de ideas en los inicios del siglo xx.


       

Un estudio intelectual y patético, de tinte autobiográfico, de la España de la Restauración y el análisis psicológico e ideológico de la bohemia.

 

          La figura de Ramón Pérez de Ayala (1880-1962), a fuer de controvertida políticamente, ha sufrido un olvido que no se corresponde con la grandeza de su obra y el interés que, hoy mismo, puede despertar en cualquier lector que se acerque a ella como lo que es: un prodigio de inventiva, de estilo y de preocupación por la sociedad y la psicología, a tenor de las tres muestras, o mejor dos, porque Tigre Juan y El curandero de su honra, aunque publicadas en volúmenes independientes, constituyen una sola novela. La obra se publicó en 1926 y fue Premio Nacional de Literatura. Troteras y Danzaderas es el último volumen de una tetralogía centrada en un personaje, Alberto Díaz de Guzmán, del que se narra su vida como artista, desde el pesimismo de Tinieblas en las cumbres hasta la confirmación de sus aspiraciones artísticas en esta novela, una muestra evidente del género del Künstlerroman, cuyos orígenes se remontan al siglo xviii en Alemania. La «novela de artista», así pues, por fuerza ha de tener mucho de autobiográfico, y así sucede en este fresco social variopinto de un Madrid canalla, literario y político que debió de leer con muchísima atención Valle-Inclán, dadas las muchas afinidades que hay entre esta visión de la bohemia capitalina y el retrato que haría después de ella Valle en la inmortal Luces de bohemia. Lo apunto porque esa afinidad habría de servir para valorar esta obra de Pérez de Ayala no solo como un precedente, sino como una culminación novelística de una tetralogía en cuyo interior contamos con una novela tan importante como A.M.D.G. sobre la educación del protagonista/autor en los jesuitas.

          Pérez de Ayala, no entremos en competiciones, es uno de los máximos exponentes de la llamada Generación del 14 o Novecentismo, postergada críticamente en favor de la Generación del 27, pero cuyos fundamentos culturales son muchísimo más profundos que los de la Generación de la República —como prefería llamarla Bergamín—, y el legado de sus obras alcanza cotas de calidad iguales o superiores a las de la Generación del 27. Yo me formé académicamente en el entusiasmo hacia esta última, pero el tiempo y el estudio me han ayudado a ir descubriendo el interés esencial de la primera. Quizás obraba en mi favor que Juan Ramón Jiménez fuese mi primer descubrimiento poético, al que me he mantenido fiel toda mi vida o que el inclasificable Ramón Gómez de la Serna haya sido un ingenio deslumbrante que me mostró la capacidad seminal del lenguaje, como lo hizo otro de mis escritores preferidos, Gabriel Miro, cuyas obras, hoy preteridas, son faro potente que ha alumbrado siempre mis propios intentos narrativos. Más tarde, las figuras potentísimas del pensamiento, como Ortega y Gasset y Eugenio D’Ors, también en su «versión catalana», Eugeni D’Ors, me indicaron que la unión de esta generación con lo mejor de la anterior, Machado, Valle-Inclán, Azorín, Ganivet y Unamuno constituía algo así como la columna vertebral de la cultura española finisecular y del primer tercio del siglo xx, hasta que llegó el cainismo secular para destrozarlo todo. De hecho, tengo la conciencia de que esta presentación de las tres obras de Pérez de Ayala que he escogido tiene un mucho de reparación de unos escritores que ni siquiera son ya ¡ni mencionados! en los actuales planes de estudio, ni del bachillerato, ni casi me atrevería a decir que de la universidad. Eso sí, los neorrepresentantes de nuestro cainismo secular no dejan, cada día, de azotarnos con la entelequia sectaria de la «memoria histórica» de parte, de ahí la importancia de enfoques, llamémosles «liberales», que no se casen con la ideología, sino con las ideas y con la realidad de los hechos.

          Troteras y danzaderas es un título que proviene, al parecer, de Azorín, encarnado en este roman à clef por  un tal Halconete—diminutivo de halcón, como Azorín lo es de Azor, según descubrió el estudioso Andrés Amorós—. Lo suyo es que la adaptación del referente de donde procede, el Libro de buen amor, hubiera dado «danzarinas y troteras», pero la transformación la hizo, suponemos que por eufonía, Azorín y, de él, la tomó Pérez de Ayala. La novela, ubérrima, en la que nada se escatima: ni el retrato de los bohemios, ni el de los políticos, ni el de las pensiones —y recordemos la importancia de esa institución social en Tiempo de silencio—, ni el de los burdeles ni el de las funciones teatrales o de vodevil de la época o el de os intelectuales, es, en suma, un vívido retrato de las postrimerías de la España de la Restauración en el que destacan algunos personajes ficticios como el autor de teatro y pobre de casi solemnidad —depende de los pocos fondos siempre escasos que le envía su madre, quien regenta una pensión en Valladolid, después de que la abandonara su marido— Teófilo Pajares, trasunto de Francisco Villaespesa; el modelo de político de aquel Régimen, Sabas Sicilia, ministro y viejo amante de Rosina —a quien ama arrebatadoramente Pajares—, y quien le paga el piso en que la tiene instalada; o el protagonista Alberto Díaz de Guzmán, trasunto del propio autor, quien se deja llevar en ese ambiente acanallado hasta unir su vocación con su esfuerzo para convertirse en lo que estaba llamado a ser: escritor. Vamos a ver la vida que se nos narra a través de la visión privilegiada de Díaz de Guzmán, pero el narrador colabora indiscutiblemente con él a tenor de la crítica despiadada con que nos ofrece una realidad degradada y disparatada que solo Valle-Inclán será capaz de criticar más acerbamente al transformarla en esperpento, si bien ese «esperpento» aún no definido salta cada dos por tres de actitudes, situaciones y personajes de esta novela que me parece de lectura obligatoria para conocer una etapa de la vida española. Y ahora que lo pienso, no está lejos, mutatis mutandis, este empeño narrativo de lo que supuso Vida privada, de Josep Maria de Sagarra, para el periodo de la «Dictablanda» de Primo de Rivera.

Alberto de Guzmán, sin embargo, se nos presenta al final de su ciclo novelístico como una suerte de espejo en el que se refleja a realidad, sin que él quiera hacer nada para alterarla: Aspiraba a la mediocridad, en el sentido clásico de moderación y medida. El mucho amor y dolor de su juventud le habían desgastado el yo, nos dice el narrador. Ese «yo» vacío, a lo largo de la narración, es lo que le permite el contacto sin prejuicios con lo que lo rodea. De hecho, cuando ese yo y la voluntad han hecho migas suficientes como para convertirse en escritor, algo que sucede, prácticamente, al final de la novela, y Teófilo Pajares, que ha fracasado estrepitosamente como autor teatral, le pide consejo para «mejorar», Alberto le responde: —Yo qué sé, Teófilo. La mayor parte de las cosas en la vida son independientes del albedrio humano. Me pides consejos… soy enemigo de las frases genéricas y vanas. ¿Qué quieres que te aconseje? Que te adoctrines en la simplicidad de la naturaleza… Que escuches el rumor de árboles y ondas hablándose entre sí, sin decirse retruécanos, como hacemos los hombres… Tan piadosa recomendación telúrica pretende borrar, en parte, el desaire que supuso la crítica «honesta» con que respondió Alberto a la solicitud de impresiones que le había deparado la obra de Teófilo, a medio camino entre el viejo romanticismo medievalizante y los peor del modernismo tristemente sonoro: —Por supuesto que no se te puede echar a ti toda la culpa, antes bien, a la tradición poética española, la tradición del verso tónico, que unca ha sido verso, sino corrupción nacida de los cantos de la soldadesca, de la marinería y de las personas iletradas de Bajo Imperio, gente de áspero oído. ¿Qué será que los españoles no abren la boca sino para caer en el énfasis, la ampulosidad, la garrulería? Es cosa vieja y presumo que será eterna. Ya cicerón vituperaba en los latinistas españoles el aliquid pingue, un algo pingüedinoso, craso. A uno de los grandes predicadores españoles, San Damaso, se le llamaba Auriscalpius matronarum, cosquilleador de orejas femeninas.

          Como apunté antes que se trata de un roman à clef, está claro que en la descripción de la vida intelectual española de aquella época aparecen personajes bien conocidos hoy pero incipientes intelectuales en su momento, me refiero al profesor de filosofía, Antón Tejero, que promueve poco menos que la acción directa para acabar con el Régimen, en quien identificamos a Ortega y Gasset —¡y ya es curioso que otro intento de acción directa, en este caso la del infame Antonio Tejero, quisiera arrebatarnos la democracia antes de que esta cumpliera los diez añitos…— , y también a Valle-Inclán, aquí encarnado en Monte-Valdés, una de cuyas respuestas muestra bien a  las claras la naturaleza desafiante del escritor gallego:  Lo sé como lo sabe cualquiera que no sea mestizo de cretino e idiota; otros, anecdóticos, en el devenir de la trama, serían Sixto Diaz Torcaz, para identificar a Galdós, de quien se nos dice que estrenaba Electra; Luis Muro, alias de Luis de Tapia, poeta satírico y diputado republicano en el 31;  Enrique Muslera, alias del filósofo García Morente o Don Sabas Sicilia, trasunto del Amós Salvador, sin olvidar a Arsenio Bériz, alias de Federico García Sanchiz, creador de una profesión, «charlista», a quien el narrador se refiere como «mancebo levantino»:  Habiendo caído en el Ateneo y hecho en él algunas amistades con escritores, se había contagiado del virus literario y concebido grandes ambiciones, de manera que, dejando para siempre los libros de texto [estudiaba Filosofía y Letras], se pasaba la vida hojeando novelas y tomos de versos y ensayándose en el cultivo de todos los géneros literarios: crítica, novela, poesía, con gran despejo y desenvoltura. Si bien la estrella del «reparto» es el protagonista del melodrama que se narrará a lo largo de la obra: Teófilo Pajares, alias de Francisco Villaespesa, poeta modernista con cuyo nieto coincidí yo en el equipo de natación del Parque Móvil de Ministerios, quien, por aquel entonces, con quince años, poco o nada inclinado era a los «libracos del abuelo», así decía.

          La historia melodramática que articula el relato es el amor romántico que siente Teófilo Pajares por Rosina, la mantenida por el ministro Sabas Sicilia; un poeta que, a pesar de su reconocimiento en los ambientes literarios, no tiene ni dónde caerse muerto y que sospecha, noblemente, de su incapacidad creativa, lo cual forma parte del drama del personaje: Y pensó: «¿Qué soy todo yo sino un amasijo de palabras huecas?». Rosina —cuya vida se nos cuenta, en parte, en Tiniebla en las cumbres, como ella misma recuerda: Verás, conocí a ese muchacho [Díaz de Guzmán] el mismo día que me llevaron a aquella mala casa, en Pilares, ya sabes. […] Bueno, pues él me trató con mucho afecto, no como a una cosa, sino como a una persona ascenderá de amante del ministro Sicilia a gran estrella de las variedades, aunque eso sucederá en una vida distanciada de la mísera existencia de Pajares, si bien, andando el tiempo, el éxito de Pajares acercará de ambiguo modo a Rosina a la poliandría, porque tendrá dos enamorados a quienes trata de complacer, Fernando, una estrella de los malabares y el contorsionismo, y Teófilo, el afamado escritor de quien Alberto de Guzmán echa pestes en una crítica de su obra que supone uno de los capítulos magistrales de la obra, del mismo modo que lo será la lectura de Otelo que le hace Alberto a Verónica, otra prostituta que, sin embargo, destaca por su chispa de inteligencia, aunque vive dominada por un ambiente familiar de miseria que la condiciona. La particular lectura que hace el autor/personaje de Otelo tiene su paralelismo con la crítica pormenorizada y desfavorable que leeremos después de la obra cursi de Pajares, con la que triunfa. En esos tramos reflexivos es donde encontramos los momentos más inspirados de la obra, como cuando De Guzmán le rebate a Teófilo la posición anticultural de este:—Shakespeare está plagado de anacronismos. Ahora os ha dado a unos cuantos por machacarnos los oídos con la canturria de la cultura: cultura, cultura, ¡puaf!: una cosa que tienen o pueden tener todos los tontos y que es cuestión de posaderas. —Querido Teófilo, créeme que Pegaso es el rocín más rocín, tirando a asno, cuando el que lo cabalga no lleva  acicate y el acicate es la cultura.

          La novela nos ofrece una minuciosa descripción de diferentes tipos de vida en la capital, en sus calles, sus cafés, su Ateneo, sus burdeles, sus pensiones, etc. Nada escapa a la aguda observación de ese «yo vacío» que no se involucra en lo que observa, sino que actúa como el famoso espejo stendhaliano. En la medida en que las novelas de Pérez de Ayala pertenecen al mundo de las ideas, son propiamente novelas de marcado carácter «intelectual» y no ha de extrañarnos que salpique los diálogos con planteamientos que, sin duda, moverán a reflexión, leídas en 2025, algo más de un siglo después, por las interesantes cuestiones que somete a nuestra consideración, y, entre ellas, por supuesto, el famoso «problema de España», que ocupó buena parte de las reflexiones de la generación precedente, la del 98. En este sentido, bien puede hablarse de una continuidad histórica entre esta novela y los maestros de la generación anterior. Añádase a ello la descripción crítica de los usos y valores sociales de la época y tendremos una novela cuyo valor testimonial, al margen del estético, es muy poderoso. Si algo llama la atención novelísticamente, ello es el dominio expresivo del autor, capaz de descender al vivo lenguaje coloquial de los diferentes ambientes que se retratan en la novela [No me extraña que los hombres, cuando tropiezan con una gachí como esta [Rosina], se entreguen hasta dar la pez. (Esta expresión coloquial, hoy en casi total desuso, significa: «Llegar al último extremo de algo»)]  y de auparse a las más altas reflexiones, que dominan las fases más interesantes de lo que sin duda puede calificarse como novela de ideas. Pongamos por caso cuando la discusión deriva hacia la política, una realidad omnipresente en la novela, y el alter ego del autor, Alberto de Guzmán precisa: La política es el arte de conducir a los hombres. Ahora bien; se puede creer: primero, que el hombre es fundamentalmente malo y no tiene remedio; segundo, que es fundamentalmente bueno, y los malos son los tiempos o las leyes; tercero, que no es lo uno ni lo otro, sino un fantoche, o por mejor decir, que es tonto. Según se adopten uno de estos tres postulados, se es en política: primero, conservador; segundo, liberal, y tercero, arribista, como ahora se dice. Claro que en España la grey política se compone casi exclusivamente de arribistas, o sea hombres que juzgan tontos a los demás y no piensan sino en medrar, como quiera que sea. No puede extrañarnos que piense eso, porque el descrédito de la vida política de la Restauración queda patente, por ejemplo, en el cinismo del ministro  Sicilia en su diálogo con Rosina: ¿Trabajar? ¡Que inocente eres, Pitusa? ¿Tú crees que le hacen a uno ministro para trabajar? ¿Te figuras de veras que los ministros servimos para algo, que el Gobierno sirve para algo? ¿Sabes qué papel hace el Gobierno en una nación? El mismo que hace la corbata en el traje masculino. ¿Para qué sirve la corbata? ¿Qué fin cumple o que necesidad satisface? Y, sin embargo, no nos atrevemos a salir a la calle sin corbata. Esa es la España oficial que pretenden combatir los jóvenes intelectuales que luego formarán la Agrupación al servicio de la república, y entre quienes se encuentra Pérez de Ayala y el máximo representante del pensamiento libre en aquel momento, José Ortega y Gasset, aquí encarnado en la figura de Antón Tejero, joven profesor de filosofía y agitador político:  —Sí, un mitin. Los jóvenes tenemos el deber moral de hacer política activa, Alberto; de pensar en los destinos de la patria. Toda otra labor es estéril si no se ataca lo primero al problema de la ética política. La última crisis ha sido bochornosamente anticonstitucional y avergüenza pertenecer a una nación que tales farsas consiente.  Y luego, ¡qué Gabinete el nuevo! Las heces de la inmoralidad pública. Ese don Sabas Sicilia, un viejo cínico y corrupto, como todos saben, acusado de negocios impuros en connivencia con el erario del Estado… La podre de la podre. Y los demás del mismo jaez. ¡Ya es curioso que esas voces del pasado parezcan estar describiendo una situación de degradación moral y política como la del «Septenio Ominoso» del gobierno socialista aliado con las derechas tradicionalistas del nacionalismo ultramontano!

          El Ateneo de Madrid tiene una gran importancia en la novela, porque era un foco de actividad cultural de primer orden. Allí perora Raniero Mazorral, trasunto de Ramiro de Maeztu, cuya  conferencia, Los intelectuales y la política, de 1910, critica Teófilo, a la salida, con un ímpetu digno de mejores versos para su propia obra: Habláis mal de los tertulines (sic) de café, de la charlatanería y politiquería españolas. Pues yo que he asistido muchos años a esas tertulias, os digo que vosotros, los que os las dais de intelectuales, con vuestros énfasis, vuestras conferencias, vuestro redentorismo, no decís ni hacéis cosas más ni menos razonables o profundas que las que se dicen y hacen en los cafés. ¡Insensatos, insensatos! Queremos hacer pueblo y no sabemos hacernos hombres. Da por supuesto que España es la nación más fuerte y más culta. ¿Hubiera por ello sido Santonja más feliz o más infeliz? ¿Lo sería yo? Lo que yo quiero se es un hombre, ¿oyes?, un hombre. ¿No ves que lloro? Y es de rabia… Ya se advierte que el final de la intervención de Teófilo tiene un aire de Luces de Bohemia, concretamente de la escena con el anarquista catalán. De hecho, Teófilo se proclamará, retóricamente, próximo al anarquismo. Teófilo se conduele de esa manera porque fue él quien acabo convenciendo a Santonja —que es descrito así en la novela: Santonja se había repatriado hacía poco desde la Argentina. Estaba desviado de la espina dorsal y era cojo; la faz chata, simuladamente jocosa— de que para tirar bombas se había de tener mucho ombligo. Esa bomba de Santonja y su muerte forman parte de la estrechísima relación entre las ideas y la vida que vemos constantemente en esta novela. En ese ambiente prolifera también el secular escepticismo español respecto de la utilidad de la política y el conocimiento para transformar las miseras vidas de quienes buscan su lugar en el sol, como sentencia Luis Muro: En último término, ¿qué importa todo? La cuestión es pasar el rato. Toros, política y mujeres, esta es nuestra santísima trinidad. Ahora que parece que para los toros se requiere virilidad, para la política entusiasmo y para el amor el incentivo de la juventud, y aquí viene nuestra afición a lo paradójico: los toreros son estetas, los políticos viejos chochos, y las prostitutas viceversa de los políticos, como dijo Cánovas. Pero, en último término, la cuestión es pasar el rato.

          Se trata de una visión de España que, a pesar de la fecha de su publicación, no rehúye ningún tema escabroso, pongamos por caso la extendida práctica de la prostitución, tal y como se ve cuando llevan a la joven que se ha escapado de su casa de Pilares para «hacer carrera» en Madrid. Los protagonistas principales, menos Teófilo, la llevan a conocer el mundo de la prostitución, donde, pagando, las «niñas» hacen osturas lésbicas y otra porción de nauseabundas monstruosidades, dice el uritano narrador, para espanto de la joven Márgara, quien fiaba en su belleza esa posibilidad de «colocarse» en Madrid. Tras un recorrido infernal por los peores tugurios de la ciudad y tras conocer a prostitutas bellísimas y enfermas, Márgara decide volver a Pilares, pero como hace el camino con dos monjas, al final, en vez de a su casa, va directa al convento, donde profesa como hermana de la orden. Como resume el narrador: Madrid nocharniego es un merado o lonja al aire libre, en donde, aunque averiadas, las mercancías amorosas ostentan rara abundancia para todos los gustos y bolsillos.

          Otro tanto podría decirse del aborto, un tema prohibidísimo en nuestra literatura tras la Guerra Civil, pero no por ello, menos presente en la realidad, Guzmán presenta a Heinemann, un alemán con negocios en España, a Travesedo, a quien le piden consejo para poder abortar la mujer del alemán. Travesedo le facilita una dirección y se lava las manos. Después de una fúnebre conversación sobre las miserias de la existencia, Travesedo concluye:  —La vida es mala. No hay otro remedio sino el suicidio cósmico, que aconseja Hartmann.

          No falta tampoco una visión satírica de la actividad política en el Congreso de los Diputados, a través de un personaje como Angelón Ríos, quien, teniendo mujer e hijos en Pilares, trasunto de Oviedo, como es habitual en las novelas de Pérez de Ayala, vive en Madrid a la caza y captura de alguna importante regalía política para salir de su pobreza; pobreza en la que tratan de sobrevivir desde el mismo Alberto de Guzmán hasta Teófilo Pajares o las diferentes «heroínas» de la novela:  Sumergíase Angelón en el Congreso, y allí de corrillo en corrillo, voceando y riendo a carcajadas, que esta era su manera natural de producirse, discutía in vacuum, como siempre se hace en aquel lugar, acerca de naderías oratorias o burocráticas, o trabajaba con intrigas y conspiraciones por la vuelta al poder de su partido, y en habiendo conquistado es el Poder ponía sitio a Zancajo, el Presidente del Consejo, pidiéndole un alto cargo como justa recompensa a su lealtad política. […] Nunca se retiraba a casa sin una compañera con que aderezar el lecho y la noche. Angelón, íntimo de Guzmán, tiene abundante presencia en la novela, en la que una prostituta lo califica como el mayor miquero de Madrid y su extrarradio —Miquero quiere decir aquel que burla a las mujeres, dejándoles e satisfacer e debido estipendio. Sí, la nota léxica es del propio Autor en el texto de la narración, porque la preocupación de Pérez de Ayala por todo los registros el lenguaje es uno de los grandes alicientes de esta novela portentosa. De hecho, la dificultad de conciliar la actividad sexual con una profesión lucrativa que la permita da pie a una incisiva reflexión crítica y antisistema del autor: La actividad motriz de estos tiempos no era sino la rapiña del capital, como quiera que fuese; las demás actividades, solo rebabas, añadiduras, ejercicios suntuarios. En otras épocas, amor y belleza, las dos mitades de la vida, habían sido res nullius, cosas no estancadas, de libre disfrute para todos. Pero la edad capitalista había constituido el monopolio de la vida a modo de sociedad anónima por acciones y escindido al género humano en dos partes: los que tienen derecho a vivir y los que no pueden vivir. ¿Qué es el amor sino dulce plenitud y exuberancia de energías que por no perderse aspiran a perpetuarse, a reproducirse? ¿Y cómo pueden hacer amiganza el amor y la miseria física, el hambre y la fecundidad?

          Tampoco podemos olvidar, ¡y menos en estos tiempos en que el periodismo se ha corrompido por la polarización ideológica del actual gobierno autocrático del remedo de Su Excelencia, Pedro Sánchez!, la visión precisa y crítica, entomológica, que se nos ofrece de lo que, en aquellos tiempos, al menos, formaba parte del tablero político con una influencia que en nuestros días se ha perdido: «La «phylia» y la «callima», por ejemplo, son dos mariposas tan parecidas a una hoja, que cuando se posan en un árbol y se adhieren a una hoja de él, no se las puede diferenciar. Lo mismo hay periodistas tontos que se consustantivan con la hoja de un periódico, y, aun cuando no sirven para nada, allí se están años y más años, como si la vida misma del periódico dependiera de ellos. El mimetismo es una actividad irracional, instintiva, despreciable. Nada hay más fácil que simular talento. Por el contrario, la farsa es una cualidad específica de las grandes inteligencias, y en cierto modo puede considerarse como una de las más altas creaciones artísticas. Por eso se acostumbra a llamar pose. Recuérdese a Beaudelaire[sic], D’Aurevilly… […] Los españoles tenemos una fea tendencia al individualismo anárquico.

          Y como me pongo pesado y trato de abarcar lo inabarcable o sustituir un acto impostergable, leer de cabo a rabo esta rica descripción de la España y del Madrid de la segunda década del siglo xx, voy a limitarme a transcribir una muestra de la capacidad descriptiva del autor para criticar, aprovechando el famoso Pisuerga —Teófilo Pajares, por cierto, es natural e Valladolid—, la planicie narrativa de nuestros tiempos actuales (y no solo planetarios…): El sol, a rebalgas [«a horcajadas», es voz de la montaña, en Santander.] sobre los altos de la Moncloa, ponía un puyazo de lumbre cruel en los enjutos lomos de la urbe madrileña, de cuyo flanco se vertía, como un hilo de sangre pobre y corrupta, el río Manzanares.

 

[Nota para curiosos impenitentes. El autor salpica, aquí y allá, los inicios de algunos capítulos con citas de diferentes autores, conocidos o ignorados. Una de ellas es esta: Padre Malagrida: El don de la palabra ha sido otorgado al hombre para que pueda ocultar lo que piensa. Hecha la investigación pertinente, es muy probable que  Pérez de Ayala tomara la cita de Le rouge et le Noir, donde Stendhal la usa al comienzo del Capítulo XXII: «La palabra le ha sido dada al hombre para ocultar su pensamiento». Gabriel Malagrida, jesuita misionero en América, volvió a Portugal, después de su rica experiencia misionera con la mala fortuna de que el hombre fuerte del reino, el futuro Marqués de Pombal, lo encarcelara en los sótanos de la Torre de Belem, después de publicar un folleto en que, contra las razones científicas, defendía que era un castigo divino a los portugueses el reciente terremoto e Lisboa. Después, tras escribir dos libros con sus visiones: Tractatus de Vida, et Imperio Anti-Christ y La heroica y maravillosa vida de la gloriosa santa Ana, madre de la Virgen María, dictada por esa santa, asistida por y con la aprobación y ayuda de ese Augustísimo Soberano, su Santísimo Hijo, fue condenado por hereje y, a sus 72 años fue quemado en la hoguera y sus cenizas aventadas en el Tajo.]

 

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