El análisis psicológico e ideológico del donjuanismo y de «todo un carácter»: Tigre Juan: entre el naturalismo y la renovación formal e intelectual del género novelístico.
Premio Nacional
de Literatura en 1926, Tigre Juan y El curandero de su honra es
la novela sobre Don Juan y el donjuanismo que todo escritor, al decir de
Torrente Ballester, ha de escribir alguna vez en su vida, como él mismo lo
hizo, por supuesto. Los títulos parecen ubicarnos en una dimensión tradicional
que se condice con el personaje escogido, Tigre Juan, quien, desde el inicio de
la novela, se nos presenta más como un tipo que como una personalidad cuya
historia personal sea capaz de atraernos y fijarnos a la lectura con la
admiración con que, finalmente, lo hacemos. Tiene un puesto en la plaza del
mercado y sus destrezas figuran en el cartelón en el que se anuncian sus servicios:
Memorialista, amanuense y sangrador, esto es, una figura «popular», de
cuya mano parece que vayamos a entrar en algo así como la enésima versión de la
novela regionalista, al estilo, pongamos por caso, de la novelística de Pereda.
La descripción del personaje redunda en esta intuición: El rostro cuadrado,
obtuso, mongólico, con mejillas de juanete, ojos de gato montés y un mostacho
lustroso y compacto, como de ébano, que pendía buen trecho por entrambas
extremidades. [La faz, bárbara e ingenua de Tigre Juan guardaba cierta
semejanza con la de Atila. Recordemos que en 1922 se ha publicado Ulises,
de Joyce, y que, en 1926, todo en la cultura está atravesado por la revolución
de los «ismos», que diría Guillermo de Torre, y, a un paso, como quien dice, de
la eclosión «gongorina» de la Generación del 27. La tensión entre tradición y
renovación narrativa, así como en los planteamientos intelectuales que dan pie
a la novela, constituye uno de los grandes alicientes de la obra, porque lo que
comienza con ese aire tradicionalista no va a tardar en plantarnos ante una
obra en la que incluso se recoge la teoría de Gregorio Marañón sobre la
homosexualidad de Don Juan.
El retrato del
personaje incluye ya un motivo dinámico al que se irá atendiendo muy poco a
poco en el desarrollo de la novela, constituyendo un aliciente de primer orden
que, al ser revelado, acentúa aún más nuestro interés por la lectura y las
«complicaciones» posteriores, algunas de las cuales caen dentro del género del
melodrama sabiamente construido: Teníasele en reputación de rico y
avaricioso, si bien se le alababa el rasgo liberal de dar carrera a un sobrino
pobre. […] Con todo, inspiraba a los convecinos invencible y no oculto recelo,
quizás a causa de sus orígenes misteriosos, tal vez por su traza hosca y su
carácter insociable, que le había valido el alias de Tigre Juan. Su verdadera
filiación era Juan Guerra Madrigal. Esos «orígenes misteriosos» pertenecen
a la novela clásica del xix y, al
menos a mi entender, constituyen uno de los fragmentos más emotivos de la
novela, porque Pérez de Ayala ha sabido jugar con los hechos y las emociones de
tal modo que el clásico azar de los malentendidos trágicos se ceba en el
destino del protagonista, quien queda ya marcado como al comienzo del libro se
le retrata, aunque la evolución del personaje devendrá una de las bazas más
sólidas de la novela. Poco espacio hay aquí para los clásicos «tipos» de la
novela regionalista y sí un ancho espacio para la compleja psicología de los
personajes auténticamente vivos. Tengamos presente que hablamos de un
republicano: Cuando la Gloriosa, Juan y Nanchín habíanse hallado par a par
arrastrando por las calles de Pilares el busto tetierguido y pecaminso de doña
Isabel II, y amante de la reflexión, aun a pesar de su testarudez
insobornable: Había ido formando, para su uso particular, un sistema
político, el cual se reducía a una especie de dictadura ejercida sobre la leve
por los hombres más ilustrados y honestos. A este régimen de gobierno o
denomina él: «generalato de la mollera». La forma gráfica de declarar sus
principios es harto elocuente de lo que podríamos llamar su ideología, en
relación con ese «generalato»: Esta es mi Constitución, artículo primero y
único: un país , como una familia, gobiérnase con esto, con esto y con esto —y
se arreaba un manotazo sobre la frente, una puñada en el bíceps del brazo
derecho y otra en las costillas, del lado del corazón; con los cuales quería
sugerir la inteligencia, el trabajo y el sentimiento del honor, sinónimo para
él de bravura. Tal declaración nos retrotrae a otra declaración, antitética
de la presente, que formuló Ganivet en su Idearium español, también con
artículo único, como el ideal de cada español: Que todos llevasen en el
bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos
breves, claros y contundente: ‘Este español está autorizado para hacer lo que
le dé la gana’.
El tercer
apartado del artículo de la constitución de Tigre Juan, el sentimiento del
honor, tiene que ver, forzosamente, con el tupido desarrollo amoroso de la
trama, amén de con la pasión de Tigre Juan por el teatro y su participación en
un grupo de aficionados, La Talía Romántica, en el que representa, como no
podía ser de otro modo, El curandero de su honra, de Calderón: Tigre
Juan solía incorporar, por propia elección, el personaje de marido
calderoniano, que, solo a causa de una sombra, quizás vana y ligera, de
infidelidad, inflige motu proprio pena capital a la esposa, como en A
secreto agravio, secreta venganza y El médico de su honra, sus dos
obras predilectas. Nadie tema, a pesar de los estrechos vínculos
intelectuales entre Pérez de Ayala y Leopoldo Alas, Clarín, que sea Tigre Juan
un remedo del Víctor Quintanar de La Regenta, aunque coincida con él en su
admiración hacia Calderón. Hoy en día tendemos a hablar de estas coincidencias
en términos de «homenajes» de unos a otros autores. La distancia entre ambos es
abismal, porque Quintanar es algo así como un viejo exánime, mientras que Tigre
Juan, el apodo ya lo dice, es una fuerza de la naturaleza.
Próximo a su
tabuco del mercado vive una mujer, Iluminada de Góngora, ya viuda, que lo mira
con los ojos codiciosos de la mal maridada tradicional, porque, habiéndose
casado, llevó con su marido escrupulosa vida de insufrible castidad. Las
comparaciones entre el finado y Tigre Juan, entre lo poca cosa que era su
marido y el hombretón que es Tigre Juan son frecuentes y parecen llevarnos en
una dirección que, sin embargo, dista mucho del devenir real de la trama: No
podía por menos de parangonar y oponer en cotejo a su marido, todo linfa y
grosura, con Tigre Juan, todo nervio y tendón. […] De viuda fue
enamorándose más y más de Tigre Juan; amor de fantasía y sin esperanza, pero
amor absoluto, que le causaba, en los paladares del alma, un lenitivo de
anestesia o embriaguez, y en el rostro aquella expresión hierática de éxtasis.
No tardará esta dama en reconocer que Tigre Juan no tiene puesta en ella los
ojos, sino en la nieta de una mujer, la señora Marica, en cuya casa suele jugar
a las cartas con ella y con el cura Gamborena. Las complicaciones amorosas le
estallan a Tigre Juan no respecto de él, sino de su sobrino, pero hijo, al que
ha cuidado y dado carrera con una generosidad que hemos de poner en relación
con las salvajes costumbres montañesas que él mismo describe: Viven pastores
y zagalas amontonados, entreverados, sin rey ni roque, como gentiles. Pierden
las mozas la honestidad, no por enamoriscadas e inocentes, sino por industria y
de propósito, para luego bajar a la ciudad y hacer granjería de la crianza del
hijo ajeno, en casa rica, poniendo la ubre a rédito. Y en concluyendo de
amamantar a un señoritín, suben de prisa al risco y hácense de nuevo
embarazadas con el primero que topan. El dinero que ganan van guardándolo a
buen recaudo. El matrimonio legal aborrecen. Los hijos que paren abandónanlos
en breñas y brañas, a que los socorra una cabra, con más dulces entrañas que
ellas; o bien los tiran y hunden en el negro buraco del torno del Hospicio,
como el navegante que arroja al agua lastre inútil para prosperar más aína;
costumbres que nos recuerdan el viejo naturalismo de Pardo Bazán, por ejemplo,
pero que, en el marco de una novela ceñida a un territorio muy concreto,
adquieren una categoría de denuncia social imprescindible.
Colás, el sobrino/hijo
de Tigre Juan, se ha enamorado de Herminia, pero esta le ha dado calabazas y
Colás decide dejar la ciudad, la casa de su protector y alistarse en el
ejército, ante el estupor del tío/padre, porque, por esos azares de las
novelas, el hijo acabará reproduciendo el destino del padre, quien también fue
soldado en Filipinas y volvió a España con un secreto que lo atormenta hasta
que, andando el tiempo, acaba descubriendo su inocencia, pero todo llegará a su
tiempo.
La
discusión que tiene Colás con su tío acerca del donjuanismo y de don Juan se
nos presenta no solo con un nivel elevado, sino como parte consustancial del
desarrollo de la historia, dado que, abandonando el «terreno» Colás, Tigre
Juan, en parte impulsado por Iluminada va a ir convirtiéndose en el candidato a
la mano de Herminia, aunque a esta literalmente le repugne semejante candidato.
Iluminada, por su parte, ha decidido adoptar a la hija de una mujer que muere
de pura pobreza y llevarla a su casa, sin saber que cuando Colás vuelve de
cumplir el servicio militar, acabará seduciendo de muy extraña manera a
Carmina, la hija adoptada.
Sorprende en
los personajes de la novela, aunque Colás ha hecho carrera universitaria, que,
al hablar sobre Don Juan, a quien defiende Tigre Juan como si fuera un valedor
de la dignidad de los hombres: Jesucristo nos redimió del pecado de Eva;
pero D. Juan del pecado cometido por todas las mujeres, el adulterio: aunque
ellas cometen el pecado, el ridículo cae de plano sobre nosotros. Gracias a don
Juan, al cual nunca tributaremos as merecidas alabanzas el ridículo y la
irrisión revuelven sobre la mujer, de donde proceden, Colás tenga muy
presente las teorías de Marañón sobre el personaje, expuestas en un artículo en
la Revista de Occidente: Notas para la biología de don Juan, aparecido
dos años antes de la publicación de la novela, en 1924. De acuerdo con él Colás aduce la posible
homosexualidad del mítico personaje en el diálogo con su tío: —Un afeminado.
—¡Ja, ja, ja! No esperaba esa salida. Es lo que me queda por oír. Vamos, ¿un
mariquita? —Un periquito entre ellas, que viene a ser lo mismo. Y tras ese
intercambio, Colás se atreve a dar un paso que no sabe si será en falso o no,
porque aduce como ejemplo la ambigüedad de Vespasiano, uno de los pocos amigos
de su tío, un viajante de sedad y pasamanería, que llegaba a Pilares con su
muestrario y sus narraciones fantásticas dos o tres veces al año, y cada vez
demoraba una quincena —Pilares, el famoso trasunto de Oviedo en varias de
las novelas de Pérez de Ayala, del mismo modo que Vetusta lo fue del Oviedo de
Clarín—, y con quien Tigre Juan puede
dialogar libremente de todo: —A mí, al menos, con aquellos ojos lánguidos,
aquellos labios colorados y húmedos, aquellos pantalones ceñidos, aquellos
muslos gordos y aquel trasero saledizo, no puedo impedir que me parezca algo
amaricado —declaró Colás, que no había levantado los ojos a fin de
representarse mejor en la memoria sensitiva la corporeidad ausente del aludido
Vespasiano. Mucho más llama la atención del lector moderno la radical
oposición de Colás hacia quienes asesinan a mujeres, dado el relieve social que
la violencia contra la mujer ha adquirido en estos tiempos convulsos: A
todos los asesinos de mujeres agarrotaba yo en el acto. Apuesto que con no más
de media docena de lenguas fuera del gañote se acababa in eternum esta
ralea de españoles pundonorosos y valientes. El joven ignora, al pronunciar
esas palabras que tanto efecto causan en su tío, que este, llevado por celos
infundados, mató a su mujer, con quien se había casado en filipinas. ¡Ese era
el gran secreto de Tigre Juan!, a todos vedado con extremo celo. Lo sabremos
hacia el final de la primera novela, cuando la señora del capitán a quien
servía, Isabel, la «capitana Semprún», una mujer abierta al adulterio con los
otros oficiales del destacamento que dirigía su marido, vuelve a España y
pretende hacer creer a Tigre Juan que las dos hijas a las que explota,
prostituyéndolas, en Madrid, son hijas suyas.
Hecha la
revelación del secreto de ultratumba de Tigre Juan, un buen día en casa de la
señora Marica contempla la belleza de Herminia y sufre un choque tremendo: Tigre
Juan la contemplaba con ojos de desvarío: produjo un ronquido y se desplomó
exánime. Lo que Tigre Juan había visto o había creído ver, era que en el rostro
de Herminia, se reproducía el rostro de Engracia: el mismo fino ovalo, la misma
suave piel de cera, los mismos ojos de aceituna, opacos. Era Engracia en
persona. […] Y ya de allí adelante no fe él en sí mismo, sino que
Herminia fue del todo en él. Bien leído, nos parece estar viendo la
reacción de James Stewart en Vértigo, de Hitchcock. La superposición de
rostros desata una tormenta pasional en Tigre Juan que lo lleva a convertirse
en postulante de la mano de Herminia, algo que su abuela, a quien Tigre Juan
siempre presta dineros para cubrir sus necesidades, ve con los mejores ojos.
Colás le había insinuado que se casara con doña Iluminada, pero Tigre Juan, que
goza de una franca amistad con ella, en la que se han dado mutuamente carta
libre para decírselo todo, lo bueno y lo malo sin cortapisa ni censura ninguna,
rechaza la idea: —Viuda honrada, el
hoyo de la cabeza del marido siempre en la almohada.
A punto de
boda se cierra el primer volumen, muy complejo, y entramos en el segundo, si
bien sabemos del primero un dato que obrará narrativamente en este segundo:
Herminia está literalmente abducida por Vespasiano, el Don Juan de guardarropía
de la novela: El propio Vespasiano, en su facha, maneras y conducta, era
evasivo, resbaladizo, escurridizo, seductor, como una sierpe irisada. (A poseer
Herminia algún rudimento de latín, cosa que maldita la falta que le hacía y le
hubiera sentado como a un Santo Cristo un par de pistolas, en vez de aplicar a
Vespasiano estos cuatro calificativos, se hubiera servido de una palabra que
los resume todos: lúbrico.). Y aunque comienza El curandero de su honra
con el matrimonio concertado entre Tigre Juan y Herminia, esta no deja de
albergar durante mucho tiempo la salvífica idea de que Vespasiano la rapte y se
la lleve lejos del «ogro» hacia quien su abuela la ha empujado.
El regreso,
cojo, de Colás, va a llenar de amargura los días de Tigre Juan, porque el sobrino
que vuelve de su experiencia militar es muy otro del que se fue y se ha
acentuado en él una vena pesimista a fuerza de ver la realidad sin anteojeras
ideológicas o morales. El narrador lo describe así: Colás era un desilusionado, un huérfano de
emoción patriótica, después de la experiencia militar y guerrera. Por saberse
hijo de nadie y a causa, también, de su temperamento nostálgico de vagabundo,
Colás comprendía y sentía mejor la hermandad de todos los hombres que no las
escisiones y antagonismos de tantas patrias enemigas; máxime cuando, para
desencanto de su protector, Colás, dejando de lado cualquier oficio relacionado
con lo estudiado, huye de nuevo del lado de su tío para dedicarse al
espectáculo, no sin antes haberse enamorado con muchos reparos de Carmina, con
quien acaba marchando de Pilares de nuevo sin haberse casado previamente, lo
que motiva uno de los grandes diálogos de la novela y del que extraeré algunas
conclusiones para abrirles la boca a los curiosos intelectores que, acaso por
esta recensión entusiasta, se hagan un venturoso favor y lean una novela que
los sorprenderá incluso formalmente, porque tras la boda sin fundamento de
Tigre Juan y Herminia, llega un momento en que la joven no soporta más la
convivencia con su marido y se escapa en tren una noche, noche en la que
coincide con Vespasiano en el andén, quien, a pesar de los requerimientos
apasionados de Herminia, no se había atrevido a «raptársela» a su amigo Tigre
Juan, cuyos estallidos de cólera conocía sobradamente, así como su fuerza y su
veterano concepto del honor… Ella se acoge a Vespasiano como mero instrumento,
pero este la instala en un burdel, donde hace lo posible y lo imposible para
acceder a ella. Sucede que en la misma ciudad está actuando Colás, quien se ha
ido de Pilares con Carmina, la hija adoptiva de doña Iluminada, quien, para
radical sorpresa de Tigre Juan, adopta una posición liberal respecto de la
unión libre de los protegidos de ambos que hasta nos choca a los intelectores
de hoy, y supongo que mucho más a los de la fecha de su publicación, 1926. Así
rebate doña Iluminada a la necesidad del uso de los formalismos sociales por
parte de Tigre Juan: —Señora, vivimos en sociedad. —Pero no para la
sociedad. […] En lo atañedero a la felicidad del corazón, como quiera
que de la sociedad nunca nos puede venir, no hay razón para que consultemos a
la sociedad de qué manera exige ella que nosotros hayamos de ser felices.
Mientras no causemos daño a la sociedad, la sociedad no tiene por qué quejarse.
Técnicamente,
Pérez de Ayala intenta conseguir la simultaneidad de narraciones de Tigre Juan
y Herminia, tras la noche de la huida de ella, cuando sus vidas se separan, sin
que sepa si volverán a unirse de nuevo, y lo hace mediante una disposición
paralela, en columnas, de las dos líneas narrativas, lo que exige del lector
una capacidad lectora a la que no estamos acostumbrados, aunque, con un poco de
memoria, no resulta difícil hacerse a esa lectura «paralela». Así lo explica el
narrador: La vida de Tigre Juan y la vida de Herminia, confundidas y
disueltas en el remanso conyugal se bifurcaron de pronto, como el río que, ante
un obstáculo, se abre en dos brazos, con que lo rodea, no pudiendo saltar sobre
él. De aquí adelante, cada vida había de seguir su curso, misterioso para la
otra; pero las dos tenían ya que ser vidas paralelas. […] Ni Tigre Juan
ni Herminia, a partir de aquel punto, podrían entender el sentido de su propia
vida. Nadie pudiera tampoco, a no ser elevándose hasta una perspectiva ideal de
la imaginación, desde donde contemplar a la par el curso paralelo de las dos
vidas.
En ese tramo novelístico, que coincide con
la noche de San Juan, se producen dos descubrimiento: que Herminia está
embarazada y que Tigre Juan ha dejado de ser quien era y ya le da igual que lo
llamen Juan Cabrito, Juan Búfalo o Juan Carabao, porque lo único que quiere es
la vuelta de Herminia. El regreso de Herminia a Pilares y la sombra de la duda
en Tigre Juan llevan a este, acosado por el remordimiento de haber asesinado a
Engracia, a quitarse la vida con la lanceta de su oficio de sangrador.
Descubierto por su sobrino, es rescatado y, tras la reconciliación de los
esposos, Tigre Juan pone el broche apelando a que a partir de esa resurrección
Juan Cordero han de llamarlo y no Tigre Juan. La novela es, pues, en buena parte, la narración de la evolución ideológica
y psicológica de Tigre Juan desde una concepción del matrimonio y de la mujer
que se manifiesta en el brazalete de pedida, donde hace inscribir: Soy de
Tigre Juan, hasta una mentalidad abierta que acaba coincidiendo con la de
doña Iluminada y, en parte, con la de Colás.
Doña Iluminada es quien aporta al protagonista
una visión de la realidad muy distante de sus prejuicios machistas, porque
ella, que ha sabido lo que es un matrimonio célibe, sin pasión ni satisfacción sexual
ninguna, está a favor de la unión libre de Carmina y Colás. Por ello avala la
decisión de Carmina de irse del pueblo con Colás, hacia quien ella la ha
empujado con insólita mano izquierda: —Si
a ti en conciencia, no te parece disparate, deja que la gente lo llame como
quiera. Ahora, si tu conciencia te dice que es un disparate, la cosa varía,
porque en lugar de salirte con tu gusto te buscarás mortificaciones, tristezas
y arrepentimiento. El verdadero gusto consiste en aquello de que uno nunca se
arrepentirá, por mal que salga, y, a pesar de todo, tantas veces como hubiera
que hacerlo, haría uno lo mismo sin titubear. […] —Sé feliz, alma mía. Tu
felicidad será la mía. Un segundo de felicidad compensa toda una vida de dolor.
Muy curiosamente, es el clérigo Gamborena
quien aprecia las salidas «liberales» de la viuda de Góngora: —Bravo por la
viuda. Dispara sentencias hasta si estornuda, Ja Ja. Ja. Como Lepe* es de
lista. Ején. Ején.
[* Ojo, ese Lepe no es el Lepe onubense de
los actuales chistes, sino que hace referencia al obispo de Calahorra y
Calzada, don Pedro de Lepe y Dorantes, nacido en San Lucar de Barrameda y autor
de un popularísimo Catecismo cristiano; y de ahí lo de «ser tan listo
como Lepe»]
La acción se precipita, sobre todo tras la
representación de El curandero de su honra, en la que los espectadores
miran a Tigre Juan, quien interpreta al protagonista, Gutierre, y piensan
enseguida en Herminia, como destinataria de su ira a causa del adulterio que
aún está por demostrarse, pero no para el juicio de la murmuración, que condena
con solo las sospechas, y recordemos que en la obra de Calderón Gutierre manda
desangrar a Mencía, su mujer, y de ahí lo de «médico» de su honra. La
reconciliación de los esposos, sobre todo tras el intento de suicidio de Tigre
Juan, acelera la narración y nos acercamos a un final en el que se pone a
prueba el temple y la nueva persona que es tigre Juan en un episodio en el tren
que le dejo saborear al lector por primera vez.
Antes de entrar en el Parergon,
donde se plasma el debato ideológico entre tío y sobrino, quiero dejar
constancia de que la vena popular de esta larga novela dividida en dos
volúmenes presta mucha atención al lenguaje propio de Asturias, con un uso de
términos del bable que se adelantan, está claro, a cualquier reivindicación
actual, aunque se mezclan también con los vulgarismos propios de ciertos
personajes incultos. No es extraño, así pues, encontrarnos con voces como :: vieyura,
llombos, refuelgo, fanesias, modimanera, Bercebú,
babayo (que tanto recuerda al babau catalán, que vale «bobo», «tonto»),
reciella ( que vale «muchedumbre bulliciosa»), desfarrapa (que
significa «se desmorona»), entónenes, ínguele, güeyos (que
vale «ojos»), oreyes etc. Este uso está en relación con la tradición de los
cuadros locales que puso de moda la literatura del Romanticismo tardío, antes
de llegar al realismo, y que Pereda, por ejemplo, llevó a la perfección en Tipos
y costumbres y Esbozos y rasguños.
Y, sin más demora, quiero ofrecerle al paciente
intelector de esta presentación de una obra espléndida que amerita una lectura
urgente, dada la intrínseca satisfacción que le va a deparar a quien quiera que
a ello se apreste, un par de textos que enlazan esta obra y la comentada
previamente en este Diario: Troteras y danzaderas. Son dos
personajes muy distintos, el ministro Sabas Sicilia y el cómico Colás Guerra, sobrino/hijo
de Tigre Juan. Dice así el ministro: Yo digo que la vida sería inaguantable
si todos los hombres fuesen razonables. ¿Hay nada más tedioso que una
conversación razonable, que un libro razonable o un discurso razonable? […] Se
dice que aquello que diferencia al hombre del resto del Universo es la razón.
¿De dónde han sacado semejante desatino? Lo que le diferencia es la sinrazón.
En la naturaleza todo es razonable, no hay sorpresas, todo es aburrido; pero
salta este animalejo en dos pies que llaman hombre, y con él aparece la
sinrazón, lo absurdo, lo arbitrario, la sorpresa, lo cómico, lo solazante y
ameno. […] Lo bueno es lo inesperado, lo insólito de la sandez, lo
imprevisto del disparate. […] Trabajad… Es como decir «respirad». Decir
vida y decir trabajo es una cosa misma. De una manera u otra el hombre trabaja
siempre. […] El ideal es el mejor estimulante de la alta cultura. Un
pueblo sin ideal es un pueblo perezoso, y perezoso no quiere decir que no
trabaja, sino que trabaja sin perseverancia, método o disciplina y por cosas
inanes o de poco omento. Pero el ideal no se construye sino con la imaginación.
El pueblo español no tiene imaginación aún.
[…] La imaginación, me parece a mí, es la forma plástica de la
inteligencia y del sentimiento. Tiene su mecánica, sus leyes, su realidad,
realidad más alta que la misma realidad externa. En esto se diferencia de la
quimera, que es una aspiración confusa, caótica, mística. España ha sido un
pueblo de quimeras: nunca ha sabido lo que ha querido. […] Un español no
va a la política por vocación, sino por ambición. […] No nos damos por
satisfechos hasta que desde una gran altura no hemos visto muy pequeñitos a
nuestros semejantes. Los españoles a los cuarenta años estamos cansados de todo.
Y, contestándole indirectamente a él y
directamente a su tío, Tigre Juan, le explica Colás por qué él, que estaba en
contra del matrimonio, ha acabado casándose con Carmina: —¡Quiá! Si el
matrimonio fuera lo razonable, no me hubiera casado. Sigo juzgando el matrimonio
como el mayor disparate. Por eso me he casado. No puedo resistir el hechizo que
sobre mí ejerce todo lo irrazonable y disparatado. Un hombre estúpido se casa
creyendo realizar un acto razonable y natural, Cuando ya no hay remedio, se le
abren los ojos; y es un desesperado. Yo no soy de esos. Me place, me fascina lo
absurdo, y hacia ello voy, pero a sabiendas. La vida es un absurdo delicioso. Y
lo más absurdo de la vida consiste en que llevamos dentro de la cabeza un
aparato geométrico y lógico, la inteligencia, que no tiene otra función que la
de registrar y poner en evidencia ese absurdo radical de la vida. Sin ese aparato
registrador, viviríamos del todo como los irracionales, sintiéndonos vivir,
pero sin saber que vivimos lo cual no es vivir, ciertamente. Somos irracionales
y racionales a la vez. ¡Qué contradicción! ¡Qué absurdo! Irracionales, en
cuanto somos seres vivos, pues el vivir es una actividad irracional.
Racionales, en cuanto sabemos que vivimos y que no podemos por menos de vivir
irracionalmente. Razonamos sobre lo pasado, y aun sobre lo presente, bien
entendido que el presente vivo no existe sino como forma próxima y umbral del
pasado; pero no es posible razonar sobre el porvenir. Digo, los hombres
inteligentes. El porvenir es siempre irracional. Si no lo fuese, tampoco sería
porvenir, ni llegaría a cobrar vida. Dos y dos son cuatro. Lo han sido en el
pasado. Lo serán en el porvenir. Solo que esto de que dos y dos son cuatro nada
tiene que ver con la vida; pertenece a la razón y a la matemática. La razón
será lo permanente, si usté quiere. Y la vida es lo mudable; por eso es
irracional. La vida, lo que vive, no obedece en cada caso a otra razón que su
razón de ser; y esta razón de ser es en cada caso la razón de la sinrazón. Solo
el error es vida. El conocimiento es la muerte. Yo, por fortuna, he acertado a
distinguir entre la Razón, con mayúscula, que es simplemente la inteligencia, o
aparato registrador de la realidad el cual llevamos dentro de la cabeza; y, de
otra parte, la razón de ser de cada criatura viva y cada movimiento de la vida,
la razón de la sinrazón. La realidad tiene dos mitades: una, la que no vive;
otra, la que vive. Se conoce lo que no vive. Lo que es vivo se vive. Aplicada a
lo que no vive, la Razón propende a proclamarse soberana, y así se suele decir
que el hombre es el rey de la Naturaleza; porque, como quiera que lo que vive
no muda de condición, o si cambia es conforme a modificaciones regulares y
siempre idénticas, la Razón atenta echa de ver ciertas pautas o leyes fijas,
permanentes, cuyo conjunto se distribuyen las ciencias naturales, de donde se
deduce, con aturdimiento orgulloso y pueril, que la Razón del hombre señorea la
materia y es, en algún modo, árbitro del futuro de las cosas sin ida. Gran
simpleza. El hombre es un simio atacado de megalomanía.
Y ahí, con esa invitación a profundizar en
el despliegue intelectual que hace Pérez de Ayala en el capitulo titulado Parergon,
dejo al intelector con la avidez de saber y leer más. En todo caso, porque
algunos habrá, perezosos, que no se atrevan con la obra, colgaré el discurso
completo de Colás en el blog donde, de tanto en tanto, me convierto en algo así
como el defensor de la crestomatía:


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