Exploración
de la otra caverna…
Lo
hemos oído y dicho infinidad de veces: «eso son meras palabras huecas». A veces
añadimos «altisonantes», como condición adjunta de lo hueco: retumban con mayor
estrépito y, en ocasiones, hasta las calificamos como «estentóreas», en un
arranque de *homerismo desconocido para la mayoría de quienes usan el
calificativo. De tanto oírlo y decirlo, podríamos inferir que hay ya, en la
lengua, un repertorio de palabras huecas perfectamente definido; que los
hablantes conocemos, por el uso, la lista de esas voces de las que proclamar su
oquedad como rasgo definitorio, como sucede, por ejemplo, con las «palabras
malsonantes», el «lenguaje soez», los «tacos» o los «insultos», todas esas
voces que viven como pez en el agua en los bajos fondos de la vulgaridad.
Por
lo general, la oquedad de ciertas palabras suele estar en relación con un uso
grandilocuente de las mismas, un exceso de importancia o trascendencia que se
revela, sin embargo, vacío de significado, lo que, con el latinismo ad hoc,
solemos denominar flatus vocis; ello indica, pues, que no se trata de un
fenómeno contemporáneo, sino con larga tradición en la cultura occidental, y,
si escarbamos a conciencia, estoy seguro de que podríamos llegar incluso hasta
los sofistas, como maestros de ese lenguaje pretencioso, artificioso, afectado
y hueco.
El
uso de voces cavernarias suele darse en edades tempranas, cuando hay un
amplísimo trecho entre el vocabulario de un hablante y su experiencia vital. A
mayor número de palabras y menor número de experiencias existenciales, mayor es
el vacío de ese lenguaje que pretende sentar cátedra o impresionar a audiencias
que lo escuchan con la tolerancia de quien disculpa, por la edad, el desvarío
sonoro de los profanadores del más valioso don del lenguaje: la sencillez, la
ausencia de afectación. Suele ir asociado, ese uso, a los primeros pinitos como
poetas o como oradores con futuro tribunicio, y se pronuncian en un contexto
gesticulante que solo sirve para medir el nivel de ridiculez de la *megalolexia
propia de las edades tempranas.
Diríase
que la oquedad afecta, sobre todo, a los sustantivos abstractos, y sí, es
cierto que voces como Justicia, Dignidad, Destino, Porvenir, Amor, Triunfo,
Solidaridad, Nobleza, Entrega, Soledad, Pasión, Belleza, Candidez, Porfía, Esperanza,
Nostalgia…—todas ellas preceptivamente *mayusculadas— y unos cuantos cientos
más las oímos, en según qué circunstancias, como auténticas palabras huecas,
como mero marco de un abismo por donde se ha perdido cualquier atisbo de
significado relacionado con el uso enfático que de ellas se hace. Y aquí es
donde surge el pasmo de cualquiera que está acostumbrado a oír o leer esas «palabras
huecas» cuyos significantes se distorsionan, en el aire o sobre el papel, como
si estuvieran hechos de levísimo humo huidizo, y nos dejaran enfrentados al espeso
silencio de la insignificancia: ciegos, desasistidos de los peldaños que nos llevan,
dese la humildad de los significantes a la plenitud de los significados y, en
algunos casos, del arte. Pero ese fenómeno afecta a cualesquiera otras
palabras, incluso sustantivos concretos, verbos o adjetivos, y aun hasta me
atrevería a decir que adverbios e interjecciones no se escapan de esa oquedad
aniquiladora que, sin embargo, no logra enmudecer al hablante, sino transfigurarlo
en un torpe y empecinado emisor de
ausencias encadenadas a la altivez.
Desde
que nos atropellan por primera vez con el dicterio: «¡Bah, bah, no me vengas
con palabras huecas!», hasta que llegamos a ser conscientes de usarlas, hay un
largo trecho de combativa formación que no siempre se recorre con éxito, por lo
que el dicterio puede silenciarnos con un poder con tanta efectividad como
ningún otro es capaz de imponérsenos. El desquite, muy a menudo, consiste en
dedicarse a la política profesionalmente, porque ningún otro ecosistema social acoge las flatus
vocis con tanta naturalidad y descaro, como si hubieran nacido para darle
sentido a las pobres almas que se dedican a ese menester de la rapiña
institucionalizada y la alienación mediática. Si hay discursos vacíos, pero
horrísonos, esos son los propios de la agitación y la propaganda políticas o
cómo no decir nada con el mayor número de palabras. La sordera selectiva
tampoco es remedio eficaz, aunque es cierto que, repetidas ad nauseam,
ciertas voces ni siquiera adquieren la corporeidad sonora que nos permita identificarlas,
del mismo modo que, por escrito, saltamos sobre ellas camino de otras partes de
la oración menos alienables, porque las palabras huecas, además, se vuelven
invisibles, o casi.
A
modo de cencerros que nos avisan del peligro de tropezar con ellas, y de meter
el pie en el hoyo que, como antiguo socavón urbano, nos impiden seguir adelante
para intentar darle un sentido al recorrido gramatical de cualquier enunciado
lleno de ellas, las palabras huecas, leídas o escritas a topa tolondro, nos inmovilizan
con su necia presencia de altos vuelos gallináceos y nos obligan a esbozar la
mueca desgalichada de la indiferencia y, según su insistencia, del desprecio. Detengámonos
un momento, en la intensidad con que un mentiroso compulsivo, como quienes
defienden en política su poltrona aun a costa de su honorabilidad, suele tratar
de defender sus palabras huecas como el colmo de la densidad significativa,
intentando llenar de semas trascendentes una calabaza excavada, y fijémonos en
la expresión de los ojos que, con las cejas enarcadas, trata de convencer a sus
interlocutores de que no solo está recibiendo un mensaje, ¡sino un axioma! Cuanto
más acentuada es esa expresión de honestidad
fingida, la propia de quien te vende un caballo cojo, mayor es la
oquedad de las palabras con las que te engaratusa.
Lo
que resulta muy difícil de creer es que aún haya tantos hablantes incapaces de
detectar el sonido ampuloso del vacío de las palabras huecas, porque son algo así
como agujeros negros que no dejan escapar ni un átomo de luz significativa: una
vez enunciadas, aparece la noche del sentido y las espesas sombras de la
incomunicación se expanden como los sinuosos gases tóxicos que acompañan la
erupción de un volcán. Quienes las usan creen que se revisten de un manto de
dignidad, pero se cubren, en realidad, con la capa llena de campanillas del
bufón objeto de mofa y escarnio. Solo quienes las usan las reciben como perlas
de sabiduría, por algo se dice aquello tan manido del «entre tontos anda el
juego», porque solo quienes asiente ante tales usos están a la altura de
quienes con ellos lo comparten: un estrépito de grandilocuencia ridícula y prosopopéyica,
sólida enemiga de la verdadera comunicación.

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