Isócrates*:
El discurso como vida, como profesión, como razón de
ser y como Razón de Estado.
De
la destrucción de las humanidades que han llevado a cabo tanto los gobiernos
socialistas como los populares en sus antiplanes de enseñanza, con sospechosa
coincidencia, y del desmantelamiento de un seminario de griego cuyos fondos
bibliográficos ni siquiera en las bibliotecas municipales los querían albergar,
tuve yo la oportunidad de conservar algunas ediciones de autores que siempre
quise leer, Isócrates entre ellos. ¿Qué ha de buscar un intelector del siglo
XXI en un escritor del siglo V antes de Cristo? Tratándose de uno de los principales
artífices del discurso u oración, qué duda cabe que, sobre todas las cosas, el
placer de leer un texto construido con esmero, con un plan, con ingenio y, sobre
todo, con tiempo para meditar sobre lo que se quiere decir en él, es decir, la
antítesis de los mitineros gritos urgentes que nuestros endebles líderes
contemporáneos quieren hacer pasar por discurso sin que se les caiga la cara de
vergüenza; del mismo modo que quieren hacer pasar por tales las plúmbeas recitaciones
monótonas de listas numéricas en la tribuna del Congreso, cuando no la sucesión
vergonzosa de puyas en forma de latiguillos trasnochados, propios de asambleas
universitarias o de instituto.
Ese placer no solo deriva de los usos
retóricos, generosos en los textos de casi cualquier escritor griego, sino, en
primer lugar, de las ideas en ellos expuestas, máxime cuando tienen una
orientación política tan marcada como en el caso de Isócrates. Desde otra perspectiva,
Isócrates ha sido considerado, por Paul de Man, como el padre de la
autobiografía, pues en su discurso sobre la Antídosis
o Cambio de fortunas, escrito con 82 años, nos dejó un retrato fiel de su
vida y sus esfuerzos educativos en pro del amejoramiento de la sociedad ateniense
y de su república. Vivió mucho, Isócrates –llegó a centenario– y algunos de sus
mejores discursos los escribió a partir de los 76, cuando redactó el Areopagítico, como el discurso a A Filipo, escrito a los 90. Compárese,
malévolamente, con nuestro presente, en el que los candidatos políticos
ofrecen, sobre todo, como aval de sus posiciones políticas su extrema “juventud”,
es decir, casi la ausencia de experiencia y, en muchos casos, de reflexión, y en
no pocos incluso de formación. Esa comparación es, en parte, responsable de
haberme llevado a meterme gustosamente en una dislocación temporal que me aleje
de la algarabía del presente y me permita rescatar, de una distancia de 25
siglos, ideas que hasta para esos jóvenes serían auténtica novedad, al margen
de actuar como escuela oratoria en la que forjar, acaso, maneras de decir y de
formular de las que ahora, por lo general, carecen, más allá del agitprop constante que se quiere hacer
pasar hasta por ideología.
Isócrates fue un
profesional de la enseñanza de la oratoria, aunque todos sus discursos fueron
escritos para ser leídos, no para ser oídos, porque, por sus especiales características
físicas, especialmente por la ausencia
de una voz potente y suasoria, jamás se atrevió a hacerlo, lo cual lo convierte
en algo así como un precedente del género del ensayo, creado por Montaigne
veinte siglos después, sobre todo si tenemos en cuenta la perspectiva
confesional que hallamos en muchos de sus textos, en alguno de los cuales como
la Antídosis hay una deliberada
autobiografía escrita con la intención de defenderse de las acusaciones contra
su persona. Entre los filósofos y los sofistas, Isócrates ocupa un lugar muy
especial entre los cultivadores del logos: desdeña los estudios que no tienen
una aplicación útil y en su escuela de oratoria, fundada sobre la tradición de
las de los sofistas, aspira a que sus discípulos se conviertan en la generación
de atenienses que logren la mejor de las sociedades, la más justa y la más
democrática.
Entre los diez discursos suyos que he leído
(se conservan 21, aunque se discute la paternidad del titulado A Demónico, que es, sin embargo, el más
editado y leído del autor), y aceptando la sugerencia de un intelector de excepción como Rafael
Carreras, autor de un librito sobre el que en un futuro inmediato escribiré en
este Diario, he incluido el Elogio de
Helena, el A Filipo y el Areopagítico. El primero es una
reivindicación del valor absoluto de la belleza, en un género de discurso que
ha de vencer la dificultad de defender lo que se pueden considerar “causas
perdidas”. Helena es algo así, para la tradición griega como la Eva tentadora para
la cristiana, en ambos casos “la perdición de los hombres” que dice la copla
Adelfa (Adelfa llevo por nombre/y es mi
signo ser fatal; /la perdición de los hombres, /la perdición de los hombres /a
mí me van a llamar), y aun de los pueblos, a juzgar por la que se armó en
Troya. Llama la atención que, más allá de la reivindicación de la belleza,
Isócrates aproveche buena parte del discurso para plantear cuestiones retóricas
en una suerte de reflexión sobre el discurso propio de quien dedicó toda su
vida a la enseñanza de su dominio: Es de
mayor trabajo el decir con moderación que el zaherir; y el hablar con seriedad
que el manifestarse bufón y chocarrero. Si a eso le sumamos la
reivindicación de la importancia de los temas: Es mucho mejor discurrir mediamente sobre cosas útiles, que saber mucho
y con diligente esmero en las que no son de ningún provecho, tendremos una
visión aproximada de la trascendencia con que afrontaba la creación del
discurso Isócrates, quien reivindica así mismo la brevedad casi como una obligación:
Hablar con la mayor brevedad que sea
posible, para darles a ellos gusto, y dármelo a mí también, y no condescender
enteramente con los que de todo tienen envidia, y en cuanto se dice encuentran
qué tachar y reprender. La defensa de la belleza que plantea el autor
implica un sometimiento instantáneo a ella así que se la descubre, y en el caso
de Helena, a quien le cupo una gran parte
de belleza, que es la cosa más ilustre, más apreciable y más divina de cuantas
se conocen, es de justicia reconocérsela y alabársela, porque Júpiter, el mismo Júpiter, dueño y señor del
universo en todas las demás cosas hace ostentación de su poder; pero respecto
de la hermosura hácese humilde, y de este modo se digna abatirse a ella. El
autor refrenda su tesis al ponderar la elección de Paris en su famoso juicio,
cuando, ante la dignidad máxima del mundo: Ser emperador de Asia (Hera) o tener
la sabiduría y el poderío militar (Atenea) escogió el don de Afrodita: el amor
de la mujer más bella del mundo: Helena.
El discurso Areopagítico ha sido, de todo lo leído,
y ateniéndonos a nuestra situación actual, el que más me ha interesado por las
abundantes muestras de sindéresis que es posible hallar en él. Estamos ante un
verdadero tratado político que debería ser leído con suma atención por muchos
de nuestros políticos, poco aficionados, en términos generales, a la letra
impresa, más allá de los estrechos límites de sus disciplinas y el ingrato aruspiceo
visceral de las estadísticas en busca de manantiales vivos de votos. Las ideas
principales son las siguientes: la ley es impotente sin la ayuda de las
costumbres y de la educación; la constitución es el alma del Estado, por el
modo como la constitución inspira la conducta del Estado, de igual manera que
el espíritu o la mente inspira el comportamiento del hombre, y, finalmente, que
el pueblo ha de dirigir todas las cuestiones del Estado como un “tirano”, pero
sin dejar lugar a dudas sobre su talante democrático. Tomando como pretexto la “jugada”
llevada a cabo por dos ciudadanos que debían dinero a la ciudad y que sabían
que si el Consejo de Areopagitas los juzgaba, tendrían que devolver el dinero,
lograron convencer a los ciudadanos para disolverlo, lo que consiguieron.
Isócrates propone retomar la institución como un garante de la ética pública y
como un seguro para que la res publica vuelva al esplendor de que antes gozó,
cuando el pacto social entre las clases superiores y los desheredados de la
fortuna permitía una convivencia armoniosa en la urbe gracias a la
interdependencia entre ambas clases (y perdóneseme la extensión de la cita, por
mor de su importancia): De manera semejante regían también los asuntos
personales, porque no se avenían tan solo en los asuntos comunes, sino que en
la vida privada aplicaban los mismos miramientos que convienen a las personas
prudentes y a los que conviven en una misma patria: los ciudadanos más pobres
estaban tan lejos de envidiar a los que poseían más riquezas, que sentían por
las casa grandes la misma preocupación que por las suyas propias,, porque
pensaban que su prosperidad era para ellos una salvaguarda. Y los que poseían
riquezas no solo no despreciaban a los menos afortunados, sino que, como si pensasen
que la estrechez de sus conciudadanos les era propia, subvenían a sus
necesidades y ofrecían a unos tierras de cultivo un precio moderado, enviaban a otros a
centros comerciales extranjeros y proporcionaban a otros medios para todo tipo
de trabajos. I no temían que les sucediese ninguna de estas dos desgracias: o
perderlo todo o tener grandes problemas para recuperar parte de los préstamos
que habían hecho. Tenían, por el contrario, la misma confianza en los bienes
cedidos al exterior que en los que permanecían en la patria, porque veían que
los jueces de los contratos no se dejaban influir por la benignidad , sino que
se atenían a las leyes, y que tampoco se preparaban, en los juicios ajenos, la
posibilidad de cometer ellos mismos injusticias sino que se mostraban más
irritados en contra de los ladrones que los mismos perjudicados, y pensaban que
los que incumplían los contratos hacían más mal a los pobres que a los que
tenían muchas riquezas, pues si estos dejaban de hacer cesiones, perderían bien
pocos ingresos, mientras que los pobres, si les faltaba lo que subvenía a sus
necesidades, se verían reducidos a la miseria más extrema. Así pues, de acuerdo
con este criterio, nadie escondía su fortuna ni tenía miedo de dejar dineros,
sino que veían con mejores ojos a los acreedores que a los que retornaban el
préstamo, porque a ellos les sucedía lo que desearían todos los hombres
sensatos: ayudaban a sus conciudadanos y al tiempo volvían productivos los
bienes propios. Y lo que es capital para sus buenas relaciones: los bienes eran
seguros para los que los poseían en justicia, y su uso, común para todos los
ciudadanos que pasaran estrecheces. Isócrates está convencido de que el
alma del pueblo es la Constitución, pero no la abundancia de leyes, en lo que
ve un cierto fracaso de la organización social (lo que, permítaseme la
autocita, glosé, antes de haberlo leído, en un aforismo: La ley es el fracaso de la especie.): La abundancia y precisión de las leyes es señal de que la ciudad está
mal administrada. (…) El cometido de los buenos gobernantes no es llenar de
escritos los pórticos, sino mantener la justicia en las almas, porque no es con
decretos, sino con las costumbres como se gobiernan bien las ciudades, y cuando
los ciudadanos han sido mal dirigidos, se atreven a transgredir incluso las
leyes escritas con precisión, mientras que cuando han sido bien educados,
respetan de buena gana las leyes escritas también con sencillez; y de ahí
la importancia que concede el autor a la ética individual como fundamento de la
dedicación política: Era más difícil
hallar en aquellos tiempos ciudadanos que quisieran una magistratura que no
ahora ciudadanos que las rechazasen, y es que creían que la administración de
los bienes públicos no era un negocio, sino un servicio, y cuando accedían a
los puesto, no miraban desde el primer día si sus antecesores habían dejado de
sacar algún provecho, sino, antes al contrario, si habían descuidado algún
asunto que requiriera un cumplimiento inmediato. Desde esta perspectiva
ética que pone el acento en la responsabilidad de la acción individual para la
consecución del bien común no es de extrañar que Isócrates se decante por una
república que escoja una de las dos igualdades que nos presenta en dicotomía
fácil de disolver siguiendo su sensatez: Lo
que más contribuyó a la buena organización de la ciudad fue el hecho de que,
conociendo la existencia de dos igualdades, una que trata a todos con el mismo
rasero y otra que los trata según sus méritos, no ignoraban la más útil y, por
el contrario, rechazaban por injusta aquella que consideraba dignas de la misma
recompensa a los buenos y a los malos, y escogían la que honraba y castigaba a
cada cual según sus méritos, y con ella dirigían la ciudad, y no con el sorteo
de los magistrados entre todos los ciudadanos, sino con el nombramiento de los
más honrados y más preparados para cada tarea, porque tenían la esperanza que
los ciudadanos llegar a parecerse a aquellos que estuvieran al frente de los
asuntos públicos.
La preocupación política
de Isócrates fue una constante en sus escritos hasta el día de su muerte, como
prueba el discurso A Filipo para
invitarlo a convertirse en el rey de todos los griegos y en el conquistador del
imperio persa, a fin de dominar el orbe conocido. Reconocía a Filipo como rey
de un país bárbaro –para los no intelectores
conviene recordar que βάρβαροι son, literalmente, los ‘no griegos’, meramente–,
pero veía en él l predestinado por los dioses para realizar el ideal político
de la unión de todos los griegos y la posterior conquista del imperio persa. Es
importante destacar que el reconocimiento de la tiranía que implicaba el de
Filipo estaba atenuado por la importancia que Isócrates concede a la asunción
de la helenidad como impronta que deja en quienes, siendo βάρβαροι dejan de
serlo para asumir la condición de griegos por la asimilación de la mayor ofrenda
helénica a los pueblos del orbe: La
filosofía, que nos ha ayudado a descubrir y a organizar todo eso [el
sistema social y político griego], que
nos ha instruido para la acción y ha endulzado nuestras relaciones, que ha
distinguido las desgracias que comportan la ignorancia y las que provienen de
la necesidad, que nos ha enseñado a evitar aquellas y a aceptar serenamente
estas, también ha sido revelado por nuestra ciudad, como nos expone en el Panegírico, uno de sus primeros
discursos programáticos. Allí mismo incide en ese ideal filosófico, en la
vertiente del dominio del logos, como señal de identidad del helenismo por
encima de cualesquiera diferencias nacionales, como el máximo exponente de la
civilización: Los que hemos vivido desde
el comienzo en libertad no somos reconocidos ni por el valor ni por la riqueza
ni por otros bienes parecidos, sino que especialmente somos conocidos por
nuestras palabras, y eso se ha convertido en el símbolo más seguro de nuestra
educación; y los que saben usar con perfección el arte de la palabra, no
solamente son poderosos en su propio país, sino que también en los otros países
son bien considerados. Y nuestra ciudad ha aventajado tanto a los otros hombres
en el razonamiento y en la palabra, que sus discípulos se han convertido en
maestros de los otros y ha hecho que el nombre de griegos ya no parezca una
señal de nacimiento, sino de la inteligencia, y que los que participan de
nuestra educación se llamen griegos con más propiedad que los que pertenecen a
nuestra raza común. Para Isócrates, Filipo por fuerza había de ser
receptivo a su propuesta, dado que el rey no podía ignorar de qué manera gobiernan los dioses los asuntos humanos. No son ellos
quienes directamente provocan las cosas buenas o malas que eventualmente nos
acaecen, sino que inspiran en nosotros una suerte de estado de espíritu que
hace que se produzcan a raíz de nuestro mutuo comportamiento. Filipo no
hizo ni puñetero caso de los cantos de sirena del logógrafo ateniense, pero se
cree que fue su hijo Alejandro quien releyó tiempo después el discurso y sintió
la llamada que no había sentido el padre. No fue, pues, Filipo, sensible a los
elogios con que aderezó Isócrates su exposición: Es necesario que todas las personas que tienen sentimientos elevados y
un talante superior, no emprendan aquellas empresas que podrían llevar a cabo
cualesquiera personas, sino aquellas que solo pueden alcanzar personas
poseedoras de la misma naturaleza y fuerza que tú, ni al convencimiento con
que, acaso, sí fue capaz de persuadir después a Alejandro: Si nadie comparte mis ideas, una vez que se hayan llevado a cabo, no
habrá nadie que no acepte tomar parte en los beneficios.
Los intelectores más
amigos de los aforismos hallaran abundancia de ellos en los discursos dedicados
a Demónico, a Nicocle y al padre de éste, Evágoras, rey de Salamina. De hecho,
podemos advertir en todos ellos una suerte de Regimiento de Príncipes que, como
tal género aforístico, se impondrá a partir del siglo XVI. Un tratado de
educación humana y de formación del príncipe, pues, que se adelantan a su
tiempo, del mismo modo que, con el elogio fúnebre al rey Evágoras inició un
nuevo género, el llamado panegírico. Incluso los discursos mayores contienen
abundantes sentencias, nada extrañas en quien se ha dedicado toda su vida al
magisterio y en cuyos discursos el análisis de la naturaleza humana, la
individua y la social tan presente está. Recordemos algunas de ellas, que
forman parte, ya, de la tradición occidental, por lo que es discutible que
pueda adjudicársele a Isócrates la autoría, como la de la vieja advertencia: No des alas a la risa desmesurada ni
apruebes las palabras atrevidas, porque lo primero es propio de los faltos de
seso y lo último de locos o la tan conocida: No te apresures a hacer amigos, pero, cuando los hayas hecho, procura
conservarlos, porque si es vergonzoso no tener amigos, también lo es cambiarlos
a menudo, que parece una recreación de la atribuida a Pitágoras: Tarda en hacer una amistad, y más aún en
deshacerla. Propia de sus convicciones políticas y éticas es la sentencia
con que Isócrates impone un comportamiento del que en nuestros días hay
escasísimas muestras, sin duda: Deja los
cargos públicos no más rico, sino más apreciado, porque la aprobación del
pueblo es mejor que los dineros. Esa conciencia del procomún que alienta el
pensamiento de Isócrates e lo que, en definitiva, hace su lectura tan
recomendable para quienes emprender una carrera política que responda a la raíz
del nombre con que definimos tal menester: los asuntos de la polis; no los de
la billetera propia. Quedémonos, finalmente, con un elogio del discurso como
herramienta de formación que suscribo plenamente, y mucho más por la ausencia
deliberada de su enseñanza y práctica en a labor educativa: ha
determinado las cosas justas y las injustas, las cosas vergonzosas y las
nobles, pues sin estas distinciones no sería posible vivir en comunidad. Con
ella censuramos a los malvados y elogiamos a los buenos. Gracias a ella instruimos
a los ignorantes y probamos a los inteligentes, porque hablar como se debe es
la mejor demostración de prudencia, y la palabra verídica, correcta y justa es
imagen del alma noble y veraz.
¡Ojalá pudiéramos tener
políticos de quienes predicar la última frase!
* Todas las citas han sido extraídas de la edición de las obras de Isócrates de la Fundació Bernat Metge, 4 vols. (1971, 1980, 1991, 1999), traducidas por Joan Castellanos i Vila. [Las traducciones al castellano son mías.]
* Todas las citas han sido extraídas de la edición de las obras de Isócrates de la Fundació Bernat Metge, 4 vols. (1971, 1980, 1991, 1999), traducidas por Joan Castellanos i Vila. [Las traducciones al castellano son mías.]
Entre que no se puede bromear - hay que ser serios- solo hay que hablar de cosas útiles, con brevedad y tampoco permite reír aun cuando siempre intento decir verdad, no es suficiente, me ha tachado del mapa este maestro del discurso y la retórica ..y lo comprendo, jamás seré política, aunque en mi trabajo debo apañármelas en mis alegatos con la oratoria, te aseguro que a veces andamos a la par de los políticos, tampoco es que en los tribunales se premie esta habilidad... no obstante como tú creo que tiene una gran valor y por eso te agradezco que me hayas dado a conocer a uno bueno, me fío de tu gusto ;-)
ResponderEliminarUn placer leerte JUAN.
Hace poco, María, le oí en la SER a un fiscal este hermoso razonamiento: "Porque dos y dos son siempre cuatro, esto es, sota, caballo y rey", y se quedaría tan pancho. La verdad es que mi desencanto cada vez que oigo algunos fragmentos de alegatos en las salas de justicia es tremendo. Está uno tan acostumbrado a la viveza dialéctica de las películas de tribunales usamericanas que, después, cuando oigo a nuestros demóstenes patrios me pregunto si la oratoria forense ha sido parte de los planes de estudio o no. Me temo que no. Y el don de la palabra, si no se tiene, se puede adquirir, al menos lo suficiente para no quedar en ridículo. Estoy convencido de que no será tu caso, aunque solo sea por lo que escribes. El desprecio que, por norma, existe hacia quien se expresa con propiedad es solo comparable al papanatismo de quienes creen, por ejemplo, que Iglesias es el no va más de la oratoria política, en vez de un demagogo chavista de tres al cuarto. Pero es lo que hay. Y hay lo que no se trabaja con esmero y se fía a la ignorancia de la audiencia.
EliminarSiempre es grata tu presencia.
En el tiempo que escribió este pensador y pedagogo griego cuyo nombre es casi idéntico al otro Sócrates de la cicuta, el mundo parecía diáfano, la razón podía ejercerse como ejercicio de comprensión de la realidad en un contexto no ruidoso, sin imágenes que abrumaran la imaginación o el pensamiento, sin miles de estímulos por minuto que distrajeran y anegaran de banalidad la mente. El mundo clásico era puro y natural. La naturaleza no se había destruido, estaba prácticamente intacta. La velocidad de comunicación era extraordinariamente lenta. Las noticias tardaban semanas o meses en llegar. La edad media de vida eran treinta años y apenas una pequeña parte de la sociedad era alfabeta. Grecia, un prodigio junto al mar Mediterráneo. ofrecía por azar del destino un espacio propicio al raciocinio y la meditación así como para desarrollar el estilo y el discurso sólido y reposado.
ResponderEliminarSi por un imposible experimento, trajéramos a lSocrates a nuestra realidad, no podría soportarla y moriría sin duda. La distancia de su comprensión del mundo y el nuestro sería tal que probablemente fallecería por el estrés y la angustia al ser trasplantado a una realidad frenética y brutalmente cambiante sin asideros firmes para nada. El ser del siglo que estamos carece de raíces, no puede tenerlas y ha vivido veinticinco siglos de evolución desde aquellos discursos propios de un tiempo tal vez idílico. Ha tenido lugar Auschwitz, Sbrebenica, Rwanda, Camboya, existe internet y los teléfonos móviles, hoy hablaba la prensa de una ley que aprueba el parlamento británico para que puedan concebirse hijos de tres padres diferentes y una madre biológica que no genética. Un adolescente hoy día ha visto más imágenes que las que vio este pensador en veinte vidas si las hubiera vivido. El ser humano de nuestro tiempo difícilmente puede ser profundo. No hay tiempo ni ocasión para cultivar la profundidad: hay demasiado movimiento y demasiado estrés y el nivel de incertidumbre roza la barrera de lo imposible. Trasplantar un discurso de otra realidad puede ser un motivo de interesante reflexión para el intelector, claro que sí, y, seguramente pone en evidencia nuestra mediocridad y banalidad, seguro que sí, y tal vez Pericles diera diez mil vueltas a Pablo Iglesias y al líder griego Alexis Tsipras que vive en el mismo contexto que Lsocrates. Pero ¿puede ser un modelo para ahora lo que dijo sino como ejercicio de estilo y de filología para un tiempo que no tiene NADA que ver con aquel a pesar de que medite con inteligencia sobre la condición humana y política? Seguro que sí y la prueba es tu elocuente trabajo. Pero la Grecia actual no es la Hélade clásica y los discursos de Tsipras han llegado a la mayoría de la población porque no habla como Lsocrates y habla con el estilo de un líder que conoce el siglo XXI, el nuestro, para nuestra suerte y para nuestra desolación al comparar nuestra liviandad con la solidez de aquel tiempo.
La visión idílica de la Hélade se opone a la verdad de los hechos, Joselu. La cierto es que vivían en permanente estado de zozobra: atacando o defendiéndose de las ciudades próximas y aun de las lejanas. Su historia está jalonada de derrotas, de victorias, de la tentación de la tiranía y de la defensa de la democracia, y con unas diferencias sociales sangrantes. Con todo, lo que Isócrates defendía era lo que hoy reconocemos como distinción genial de aquel pueblo: la creación del cultivo del logos, sea como sabiduría presocrática, sea como filosofía, sea como retórica sofista, y, como señalo, para él decir griego es decir amante de la sabiduría y de la expresión que persuade con razones, aunque las que él use tenga mucho que ver con la mitología, por supuesto, pero en otras ocasiones sus sindicaciones sobre la organización social resultan, para mí al menos, hasta novedosas, como esa armónica comunidad real que surge de la inversión de los ricos para promover planes individuales de subsistencia de los pobres en forma de subvención a proyectos laborales, que incluyen, por ejemplo, la salida al exterior, a las colonias griegas en Italia, por ejemplo, algo, como se advierte, muy actual. La razón, por lo tanto, surge en medio de agudos conflictos de intereses y de luchas intestinas y "extentinas". No creo, de verdad que aquella época no tenga Nada, absolutamente nada que ver con la nuestra. Si así fuera, ¿quién perdería el tiempo leyendo a los clásicos? NI siquiera existiría ese concepto, clásico. Muchos de los cambios que indicas no son sino proyecciones de un ser humano que poco o nada ha cambiado desde entonces. Acabo de leer que el Ejército Islámico ha redescubierto la inquisición cristiana y la quema en vida de herejes/enemigos...
EliminarQue de todos se aprende es verdad de barquero, pero lo que se aprende es a desconfiar de todos. Como La era del recelo, definió Sarraute la época de la creación del nouveau roman, y el título viene que ni pintado para describir mi posición: recelar de la celada que se nos tiende con eslóganes en vez de con ideas, con promesas de difícil cumplimiento, en vez de con verdades de tomo y lomo. Lo cierto, y en eso te doy la razón, es nuestra pequeñez o estrechez de miras en comparación con las mentes lúcidas a las que no han guiado el partidismo sectario o el fanatismo -incluso el bien intencionado- a la hora de razonar. No ignoro esas distancias entre el ayer y el hoy, pero la lectura atenta te permite establecer -¡quiero creerlo!- esa línea continua de nuestra acción como especie en este planeta.
Qué blog tan interesante, qué suerte la mía al encontrarlo. Gracias, pasaré por aquí más veces.
ResponderEliminarLa suerte de los intelectores es, no puede ser de otro modo, la propia del Artista Desencajado. En todo caso, que no te asuste la incompetencia que halles ni que te deslumbre el falso oropel de la pirotecnia verbal.Al cabo, cada uno es hijo de sus obras.
EliminarHemos dejado pasar tantas cosas que cuando nos paramos a pensarlo solo nos quedan ganas de llorar calladito y en silencio.
ResponderEliminarGran entrada, gracias por ella
Valery Larbaud hablaba de la lectura como de un vicio impune. El vicio tiene mucho que ver con la intimidad, y cada cual construye la suya, ¡o la deconstruye!, con insobornable individualidad. El contacto entre intelectores lo que nos descubre es la variedad polimórfica de ese vicio. Gracias por leerme, Pilar.
EliminarProust, en la Búsqueda del tiempo perdido, se refiere a Sócrates con términos elogiosos. Tal vez sea insignificante para los agitados de la época pero no para este humilde lector que lo considera un juicio crítico de primer orden.
ResponderEliminarA Joselu. "El mundo clásico era puro y natural. La naturaleza no se había destruido, estaba prácticamente intacta". No sé lo que significa "puro y natural". Deseo recordad que Tucídides refiere en su Historia los efectos de un tsunami en ese espacio "propicio al raciocinio y la meditación". Y es famosa su detallada descripción de la peste.
"En un contexto no ruidoso". Comprendo las palabras, pero es interesante recordar que, según el relato del historiador, los atenienses fueron derrotados en Sicilia en parte por una confusión entre himnos patrióticos.
Una reseña que me invita a releer a Isócrates, cosa que haré tan pronto me sea posible. Gracias, Juan Poz.
Al acabar los estudios formales en la universidad, en la que tan poco aprendí, me propuse no dejar pasar año en que no cayera un clásico, recordado u olvidado. Mas adelante añadí un clásico grecolatino, en idénticas condiciones. Son dislocaciones temporales que le permiten al intelector oxigenar la mirada y afinar su estimativa. Me alegra, como siempre, haber sido útil. Ninguna recompensa mejor para un estudiantón voluntarioso...
EliminarExcelente entrada, reflexiva, completa y (al menos para mí) didáctica.
ResponderEliminarUn abrazo.
HD
Quedo colmado. Satisfecho (hecho grasa-derretida-). Gracias.
EliminarAyer leí en Gadamer acerca de la ambigüedad de Platón sobre Isócrates, gracias por ocuparte de una figura tan poco recordada.
ResponderEliminarPara animarse en las horas bajas nada mejor que recordar que Sócrates o Platón vivieron en una época tan difícil, siempre en guerra con los vecinos, siempre con miedo. Muchas gracias, D. Juan
Está ahí, en ese terreno a medio camino entre la paideia, la sofística y la política. Su negativa, al parecer por razones fisiológicas dignas de ser atendidas, a hacer carrera de orador lo marcan como una suerte de orador "en diferido", como en el caso del A Filipo, que solo hizo efecto en su heredero, el ambicioso Alejandro. A mí me llevo a él Paul de Man, acaso uno de los grandes críticos literarios de todos los tiempos.
Eliminar