La lucha contra el estigma del diagnóstico que margina a quienes, una vez «etiquetados», son arrojados extramuros de la indefinible «normalidad»…
Marcos Obregón
ha escrito un libro inteligente, combativo, necesario lúcido e imaginativo que,
teniendo un carácter testimonial y siendo de naturaleza autobiográfica, ha
adoptado la estructura externa de una novela policiaca, lo que convierte su
lectura en un auténtico desafío a cualquier lector, porque, en realidad fue un
desafío para el propio Marcos, una auténtica aventura, en el más noble sentido
del término. Ha sido publicado por Rosamerón, una nueva editorial dedicada al
ensayo sobre temas de actualidad que nos permitan una adecuada comprensión de
nuestro presente, y en ese loable propósito Contra el diagnóstico ocupa
un lugar preferente por su valentía y su oportunidad.
Ingresado en una unidad psiquiátrica tras
un brote psicótico que lo traslada a la dimensión desconocida de un «estado de
consciencia alterado», en el que deja de reconocerse a sí mismo, el autor,
Marcos Obregón, es sometido a un
tratamiento psiquiátrico y psicológico que acabará clasificando y etiquetando
la enfermedad mental que padece, con la consiguiente prescripción farmacológica
capaz de generar mayores y más graves alteraciones que el propio «trastorno»
padecido: Uno cree ingenuamente que es el trastorno el que está generando
desorden, pero lo que describen los informes son sobre todo secuelas de la
sobremedicación a la que fui subordinado. Al poco tiempo de ese ingreso,
muere su padre, de quien no puede despedirse, lo que, como revela su madre en
su capítulo de confesiones, acaba provocándole un recaída aún más grave: «Murió
tu padre. Estabas con el corto. […] Longo te subió la medicación para
que no te deprimieras. Eso acabó de matarte. Te fue subiendo, te fue subiendo,
hasta que explotaste. Explotó todo».
Se trata de un libro en el que se
reivindica el abandono social del uso del diagnóstico, de la clasificación
habitual de las enfermedades mentales, por su capacidad para generar un estigma
y la consiguiente marginación que en
nada ayudan a los pacientes y en todo a segregarlos del complejo ámbito social de
la llamada «normalidad»: La mirada clasificadora nos desmenuza como seres
humanos y nos transforma en una ristra de síntomas a erradicar. Se plantea
en él un serio cuestionamiento de ciertos conceptos que, como describe
perfectamente la película Nido de víboras, de Anatole Litvak —en la que
a una persona perfectamente sana se la ingresa por equivocación en un centro
psiquiátrico y se la acaba incluso diagnosticando y reteniéndola en él contra
toda lógica y, por supuesto, contra su voluntad—, condicionan la vida de una
persona en el seno de nuestra sociedad de por vida, en según qué casos. Así,
por ejemplo, el autor, frente a «enfermedad», nos dice: he acogido
«trastorno» con su resonancia
etimológica como la más honesta. Trastorno denota la noción de «girar» y
deslazarse a «otro lado». Representaría el termino que mejor define lo que me
sucedió. Un vuelco en la percepción. O frente a «medicamento» nos recuerda
la realidad de lo que estos son: Los
medicamentos no son una forma sofisticada de mejorar el funcionamiento o de
restaurarlo. Son simplemente drogas. […] Pueden ser útiles, cuando
alguien está sufriendo mucho, tal vez sea preferible estar en un estado
inducido por el fármaco.
Decía que el libro adopta una estructura
de novela detectivesca por una sencilla razón. El autor, ajeno a la memoria
detallada de su proceso, de su origen y de buena parte de sus manifestaciones,
decide investigar qué le ha pasado, reconstruir su historia a partir de los
testimonios de quienes estuvieron cerca de él, de los familiares, de su mujer,
entonces, de sus amigos, de los psiquiatras con quienes se trató, de los
informes que se redactaron con motivo de sus ingresos clínicos, etc. Como
recién llegado de otro país, Marcos Obregón inicia una indagación que lo lleva
a conocer su propia historia en boca y escritos de «los otros», los únicos que
se convierten en la fuente fiable de la reconstrucción de sus padecimientos y
de lo que él, a su vez, hizo padecer a los demás. Poco a poco, pues, el
protagonista accede a un conocimiento bastante detallado y desde muy distintas
fuentes de su «caso» y de cómo, a pesar de su licenciatura en Filología Hispánica,
de su trabajo como corrector en una editorial y de sus inclinaciones artísticas
en el campo de la dirección cinematográfica y la interpretación escénica,
comienza a sufrir una deriva mental que acaba en un brote psicótico, a los 31
años, que se resuelve en el primer internamiento hospitalario y,
posteriormente, como él mismo dice: Pasé de corregir libros, dar clases de
interpretación actoral y estar bien considerado en mis trabajos a ser bipolar,
con vida de bipolar, con pensión de bipolar, si bien el primer diagnóstico
fue un TOC (Trastorno obsesivo compulsivo) «de libro», como le diagnóstico el
Dr. Longo: Las obsesiones me salvaban de la locura, el alcohol luego también.
Si dije que se
trata de un libro «necesario», ello se debe a algo tan esencial como a que
quienes no tienen la experiencia, tan dolorosa como enriquecedora, de padecer
en el seno familiar un proceso de trastorno mental de alguno de sus miembros,
raramente pueden acceder a una vivencia sincera, directa y objetiva del mismo,
algo que este libro suple con creces, de un modo tan entrañablemente humano que
no solo nos permite empatizar profundamente con el autor, sino plantearnos sus
miedos sus dudas, sus certezas y sus desconciertos, porque en el campo de la
salud mental no hay dos pacientes
iguales, a pesar de lo que las etiquetas del diagnóstico nos quieren hacer
creer, y eso es algo de lo que se queja amargamente el autor. Como dice Jon, a
quien dedica el libro: Te llega el historial de una persona que tiene un
diagnóstico tan largo y al final todo lo que tú hagas se va a asociar con eso.
Todo lo que te pase, aunque sean cosas normales, aunque tengas rabia porque en
la vida se tiene rabia, aunque estés más apático porque en la vida hay momentos
que estamos apáticos y desesperanzados, todo eso se ligará al diagnóstico.
¡Y es tan pesada y onerosa la losa de ese determinismo médico!
La lucha del
autor para salir del miedo que guía buena parte de sus reacciones es la lucha
por la asunción de su propia libertad como individuo frente a los métodos
coercitivos de la psiquiatría oficial y por la comprensión de su propio
trastorno, porque la deriva del trastorno hacia la enajenación requiere, como
es el caso del autor, una extraordinaria voluntad de intelección de algo tan
lábil como es la estabilidad mental, más allá de estados en los que solo los
medicamentos o recursos más expeditivos, como la retención física o los
electrochoques, incluso, son capaces de asegurarnos. Marcos Obregón insiste
mucho en su obra en la inhumanidad de unos tratamientos que parecen no atender
a las necesidades reales de los pacientes, sino a la exigencia social de
combatir los síntomas que alejan al paciente de lo que reconocemos socialmente
como el estándar de la «normalidad». Como revela una de sus compañeras en Radio
Nikosia, Mariona: «Vi a una persona llorando desconsolada, se había
intentado suicidar, y nadie le dio un abrazo, nadie le dijo; ‘Tú vales como
persona’, que es lo que necesitaba oír, sino que le reprendieron y le dijeron
que lo tendrían atado hasta que no se calmara». Hace tiempo se puso de moda
un libro, Más Platón y menos Prozac, de Lou Marinoff, cuyo título
vendría a sintetizar la defensa que hace el autor de un tratamiento que ponga
al paciente, no a sus síntomas, en el centro del tratamiento: No creo
demasiado en terapias fundamentadas en recomendaciones de lo que se debe o no
se debe hacer ni pensar. Me interesa más alguien que te ayude a razonar, a
formarte preguntas, a habilitarte conocimiento para que seas tú el que se recomiende.
A lo largo del libro Marcos Obregón recoge citas de escritores que le permiten
objetivar, de alguna manera, su relación con el trastorno. La más repetida, sin
duda, es la de Antonin Artaud: Vivir no es otra cosa que arder en preguntas.
Aunque la autora con quien mejor se identifica Obregón no puede ser otra que
Alejandra Pizarnik, una de las cumbres de la poesía española de todos los
tiempos. De ella recoge esa lúcida observación: Estoy muriendo porque
alguien ha creado un silencio para mí. Ese silencio social es el temido «estigma»
contra el que lucha este libro de lectura imprescindible.
El valor fundamental de este ejercicio de
introspección tan valiente y honesto de Marcos Obregón radica en la dolorosa
pero lúcida aceptación de una realidad adversa (detrás de un problema de
salud mental se esconde sobre todo miedo. Mucho miedo) frente a la que, aun
teniendo el apoyo incondicional de familiares y amigos, e incluso psiquiatras y
psicólogos que se adecuan a la perspectiva antidiagnóstico que prioriza al
sujeto frente a los síntomas, el autor
siempre se siente solo frente a su trastorno y frente a los demás, por mucho e
intenso que sea el amor desde el que le ofrecen una ayuda que no siempre
consigue sus objetivos: Los manicomios se construyen en el seno del
individuo. La pastilla se perfila como guardián y confinador, concluye el
autor con una lucidez sobresaliente que se acerca, mutatis mutandis, a los planteamientos de Byung-Chul Han sobre
la interiorización gozosa del mecanismo represivo del capitalismo que todos
asumimos en esta sociedad de la información. ¿En qué se manifiesta socialmente esa
adversidad? Pues en el tan temido como combatido «estigma», al que tanto temen
quienes, como el autor, aceptan su «trastorno» y quieren reconstruirse a partir
de él. El autor recuerda una entrevista que hicieron en TV3 a varios pacientes,
en la que les preguntaron: «¿Qué es peor, el trastorno o el estigma?»
Y todos, y atestiguo que formábamos un grupo más que considerable, sin
excepción ni preconcebir, contestanos a la una «el estigma».
El combate contra la soledad, ¡tan
peligrosa como, en fases depresivas, deseada!, lo lleva a cabo el autor gracias
al asociacionismo de los pacientes, y de ahí que su relación con el proyecto
Radio Nikosia adquiera una virtud trascendental, porque, y eso es un
aprendizaje que ha de servirle de mucho a la sociedad, las enfermedades
mentales no han de combatirse desde la individualidad del paciente, sino desde
la socialización de las mismas. O como dice el autor: La persona no existe de forma aislada, y,
de hecho, no se la puede entender separada de sus relaciones, su comunidad y su
cultura; el significado solo surge cuando se combinan los elementos sociales,
culturales y biológicos; y las capacidades biológicas no se pueden separar del
entorno social e interpersonal.
El libro se divide en capítulos que marcan
los ejes de la investigación que lleva a cabo el autor para «conocer»
exactamente qué le sucedió, aunque esas referencias externas a su proceso no
acaben no solo ya de satisfacerlo, sino de aclarar suficientemente la índole de
las transformaciones interiores que sufrió: La soledad de la pareja. Los
amigos. La familia… Una mirada transversal en la que el autor recoge tantas
manifestaciones de solidaridad como de miedo y de cobardía, porque, y eso es
perfectamente comprensible, tras la lectura del libro, el trastorno tiene la
maldita capacidad de alejar a los demás de quien lo sufre. Es su hermana, quien
define perfectamente el enajenamiento que instala una distancia insalvable
entre el paciente y quienes conviven con él: ¿Cómo identifico yo a una
persona que sufra de una enfermedad mental o de un problema mental? Por la
mirada. Es que se ve que estás en otro sitio diferente al que está una persona
sana muy entre comillas. «Sana» quiere decir que está en esta dimensión y no en
otra. Tengamos presente que lo propio de quienes conviven con un paciente
así es la inexperiencia, el desconocimiento de cómo comportarse en esos casos, lo
que lleva a actuaciones que, sin saberlo, acaban siendo contraproducentes. Su
cuñado lo define perfectamente en su versión particular de la historia de
Marcos: «El entorno es fundamental, para lo bueno y para lo malo. […] Y
a veces, claro, quien mucho te quiere también te acaba jodiendo. La
sobreprotección es una losa». ¡Si supiéramos a tiempo que nada «jode» más a
quien está inmerso en una depresión profunda que le digan que se anime! Este
libro de Marcos Obregón, visto desde esta perspectiva, es, también, un
excelente manual de orientación para quienes tengan cerca un caso de esta
naturaleza, porque la comprensión profunda que se extrae de él ayuda, aunque
solo sea a eso, a no cometer errores de mucho bulto y a saber que con el miedo
no se ayudo al miedo, por ejemplo, por más que, como revela su madre, eso sea
ya un tic que acompaña a los familiares de por vida: No quería llorar. Es
que me ha quedado el miedo en el cuerpo de si te vuelve a pasar. Es solo eso,
te quedan secuelas.
Hay alguna ingenuidad, como la de la
asignatura de gestión de las emociones, que más parece responder al tópico
ilustrado de que la educación todo lo puede, como decía Virgilio del amor; pero
ello contrasta con peticiones tan sensatas como la integración laboral de
quienes padecen enfermedades mentales para sacudirse la segregación social, que
afecta, con todo, a otros colectivos con discapacidades físicas, por ejemplo.
Entre la autobiografía, la confesión, las
memorias y el documento social y antropológico, Contra el diagnóstico es
un libro singular, escrito con sensibilidad y un magnífico uso del lenguaje
que, a buen seguro, constituirá el descubrimiento, para muchos, de unos
padecimientos sobre los que un diputado en el Congreso alertaba con no poca
razón, a raíz del confinamiento
pandémico, porque la inversión del Estado en la prevención y tratamiento de
estos trastornos no está a la altura del número de casos declarados. Es
paradójica la atinada reflexión del autor: ¿Cómo puede ser que en un lugar
de supuesta recuperación uno quede tan hastiado que quiera escapar? ¿Y cómo
puede ser que no habiendo cometido ningún delito una persona esté dos meses sin
permisos para salir, solo porque ha desvariado? Están en juego, de un lado,
políticas sanitarias, y del otro, el inmenso poder represivo que la sociedad ha
depositado en los psiquiatras a la hora de erigirse en severos guardianes de
los estándares de la controvertida «normalidad», algo sobre lo que convendría reflexionar
socialmente. Particularmente, por lo que se me alcanza del problema, me ha
llamado mucho la atención la descripción surrealista que hace Obregón de la
enfermedad mental: Si tuviera que diseñar el infierno dibujaría una sala
llena de personas pintando mandalas a unas eternas 8.30 de la mañana, habiendo
tomado una hora antes una montaña de fármacos con cualidades hipnóticas.
Leamos. Meditemos. Hablemos. Actuemos.
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