jueves, 5 de mayo de 2022

«Contra el diagnóstico», de Marcos Obregón, un libro necesario.

 

La lucha contra el estigma del diagnóstico que margina a quienes, una vez «etiquetados», son arrojados extramuros de la indefinible «normalidad»… 

         Marcos Obregón ha escrito un libro inteligente, combativo, necesario lúcido e imaginativo que, teniendo un carácter testimonial y siendo de naturaleza autobiográfica, ha adoptado la estructura externa de una novela policiaca, lo que convierte su lectura en un auténtico desafío a cualquier lector, porque, en realidad fue un desafío para el propio Marcos, una auténtica aventura, en el más noble sentido del término. Ha sido publicado por Rosamerón, una nueva editorial dedicada al ensayo sobre temas de actualidad que nos permitan una adecuada comprensión de nuestro presente, y en ese loable propósito Contra el diagnóstico ocupa un lugar preferente por su valentía y su oportunidad.

Ingresado en una unidad psiquiátrica tras un brote psicótico que lo traslada a la dimensión desconocida de un «estado de consciencia alterado», en el que deja de reconocerse a sí mismo, el autor, Marcos Obregón,  es sometido a un tratamiento psiquiátrico y psicológico que acabará clasificando y etiquetando la enfermedad mental que padece, con la consiguiente prescripción farmacológica capaz de generar mayores y más graves alteraciones que el propio «trastorno» padecido: Uno cree ingenuamente que es el trastorno el que está generando desorden, pero lo que describen los informes son sobre todo secuelas de la sobremedicación a la que fui subordinado. Al poco tiempo de ese ingreso, muere su padre, de quien no puede despedirse, lo que, como revela su madre en su capítulo de confesiones, acaba provocándole un recaída aún más grave: «Murió tu padre. Estabas con el corto. […] Longo te subió la medicación para que no te deprimieras. Eso acabó de matarte. Te fue subiendo, te fue subiendo, hasta que explotaste. Explotó todo».

Se trata de un libro en el que se reivindica el abandono social del uso del diagnóstico, de la clasificación habitual de las enfermedades mentales, por su capacidad para generar un estigma y la consiguiente  marginación que en nada ayudan a los pacientes y en todo a segregarlos del complejo ámbito social de la llamada «normalidad»: La mirada clasificadora nos desmenuza como seres humanos y nos transforma en una ristra de síntomas a erradicar. Se plantea en él un serio cuestionamiento de ciertos conceptos que, como describe perfectamente la película Nido de víboras, de Anatole Litvak —en la que a una persona perfectamente sana se la ingresa por equivocación en un centro psiquiátrico y se la acaba incluso diagnosticando y reteniéndola en él contra toda lógica y, por supuesto, contra su voluntad—, condicionan la vida de una persona en el seno de nuestra sociedad de por vida, en según qué casos. Así, por ejemplo, el autor, frente a «enfermedad», nos dice: he acogido «trastorno»  con su resonancia etimológica como la más honesta. Trastorno denota la noción de «girar» y deslazarse a «otro lado». Representaría el termino que mejor define lo que me sucedió. Un vuelco en la percepción. O frente a «medicamento» nos recuerda la realidad de lo que estos son:  Los medicamentos no son una forma sofisticada de mejorar el funcionamiento o de restaurarlo. Son simplemente drogas. […] Pueden ser útiles, cuando alguien está sufriendo mucho, tal vez sea preferible estar en un estado inducido por el fármaco.

Decía que el libro adopta una estructura de novela detectivesca por una sencilla razón. El autor, ajeno a la memoria detallada de su proceso, de su origen y de buena parte de sus manifestaciones, decide investigar qué le ha pasado, reconstruir su historia a partir de los testimonios de quienes estuvieron cerca de él, de los familiares, de su mujer, entonces, de sus amigos, de los psiquiatras con quienes se trató, de los informes que se redactaron con motivo de sus ingresos clínicos, etc. Como recién llegado de otro país, Marcos Obregón inicia una indagación que lo lleva a conocer su propia historia en boca y escritos de «los otros», los únicos que se convierten en la fuente fiable de la reconstrucción de sus padecimientos y de lo que él, a su vez, hizo padecer a los demás. Poco a poco, pues, el protagonista accede a un conocimiento bastante detallado y desde muy distintas fuentes de su «caso» y de cómo, a pesar de su licenciatura en Filología Hispánica, de su trabajo como corrector en una editorial y de sus inclinaciones artísticas en el campo de la dirección cinematográfica y la interpretación escénica, comienza a sufrir una deriva mental que acaba en un brote psicótico, a los 31 años, que se resuelve en el primer internamiento hospitalario y, posteriormente, como él mismo dice: Pasé de corregir libros, dar clases de interpretación actoral y estar bien considerado en mis trabajos a ser bipolar, con vida de bipolar, con pensión de bipolar, si bien el primer diagnóstico fue un TOC (Trastorno obsesivo compulsivo) «de libro», como le diagnóstico el Dr. Longo: Las obsesiones me salvaban de la locura, el alcohol luego también.

         Si dije que se trata de un libro «necesario», ello se debe a algo tan esencial como a que quienes no tienen la experiencia, tan dolorosa como enriquecedora, de padecer en el seno familiar un proceso de trastorno mental de alguno de sus miembros, raramente pueden acceder a una vivencia sincera, directa y objetiva del mismo, algo que este libro suple con creces, de un modo tan entrañablemente humano que no solo nos permite empatizar profundamente con el autor, sino plantearnos sus miedos sus dudas, sus certezas y sus desconciertos, porque en el campo de la salud mental  no hay dos pacientes iguales, a pesar de lo que las etiquetas del diagnóstico nos quieren hacer creer, y eso es algo de lo que se queja amargamente el autor. Como dice Jon, a quien dedica el libro: Te llega el historial de una persona que tiene un diagnóstico tan largo y al final todo lo que tú hagas se va a asociar con eso. Todo lo que te pase, aunque sean cosas normales, aunque tengas rabia porque en la vida se tiene rabia, aunque estés más apático porque en la vida hay momentos que estamos apáticos y desesperanzados, todo eso se ligará al diagnóstico. ¡Y es tan pesada y onerosa la losa de ese determinismo médico!

         La lucha del autor para salir del miedo que guía buena parte de sus reacciones es la lucha por la asunción de su propia libertad como individuo frente a los métodos coercitivos de la psiquiatría oficial y por la comprensión de su propio trastorno, porque la deriva del trastorno hacia la enajenación requiere, como es el caso del autor, una extraordinaria voluntad de intelección de algo tan lábil como es la estabilidad mental, más allá de estados en los que solo los medicamentos o recursos más expeditivos, como la retención física o los electrochoques, incluso, son capaces de asegurarnos. Marcos Obregón insiste mucho en su obra en la inhumanidad de unos tratamientos que parecen no atender a las necesidades reales de los pacientes, sino a la exigencia social de combatir los síntomas que alejan al paciente de lo que reconocemos socialmente como el estándar de la «normalidad». Como revela una de sus compañeras en Radio Nikosia, Mariona: «Vi a una persona llorando desconsolada, se había intentado suicidar, y nadie le dio un abrazo, nadie le dijo; ‘Tú vales como persona’, que es lo que necesitaba oír, sino que le reprendieron y le dijeron que lo tendrían atado hasta que no se calmara». Hace tiempo se puso de moda un libro, Más Platón y menos Prozac, de Lou Marinoff, cuyo título vendría a sintetizar la defensa que hace el autor de un tratamiento que ponga al paciente, no a sus síntomas, en el centro del tratamiento: No creo demasiado en terapias fundamentadas en recomendaciones de lo que se debe o no se debe hacer ni pensar. Me interesa más alguien que te ayude a razonar, a formarte preguntas, a habilitarte conocimiento para que seas tú el que se recomiende. A lo largo del libro Marcos Obregón recoge citas de escritores que le permiten objetivar, de alguna manera, su relación con el trastorno. La más repetida, sin duda, es la de Antonin Artaud: Vivir no es otra cosa que arder en preguntas. Aunque la autora con quien mejor se identifica Obregón no puede ser otra que Alejandra Pizarnik, una de las cumbres de la poesía española de todos los tiempos. De ella recoge esa lúcida observación: Estoy muriendo porque alguien ha creado un silencio para mí. Ese silencio social es el temido «estigma» contra el que lucha este libro de lectura imprescindible.

El valor fundamental de este ejercicio de introspección tan valiente y honesto de Marcos Obregón radica en la dolorosa pero lúcida aceptación de una realidad adversa (detrás de un problema de salud mental se esconde sobre todo miedo. Mucho miedo) frente a la que, aun teniendo el apoyo incondicional de familiares y amigos, e incluso psiquiatras y psicólogos que se adecuan a la perspectiva antidiagnóstico que prioriza al sujeto frente a los síntomas,  el autor siempre se siente solo frente a su trastorno y frente a los demás, por mucho e intenso que sea el amor desde el que le ofrecen una ayuda que no siempre consigue sus objetivos: Los manicomios se construyen en el seno del individuo. La pastilla se perfila como guardián y confinador, concluye el autor con una lucidez sobresaliente que se acerca, mutatis mutandis,  a los planteamientos de Byung-Chul Han sobre la interiorización gozosa del mecanismo represivo del capitalismo que todos asumimos en esta sociedad de la información. ¿En qué se manifiesta socialmente esa adversidad? Pues en el tan temido como combatido «estigma», al que tanto temen quienes, como el autor, aceptan su «trastorno» y quieren reconstruirse a partir de él. El autor recuerda una entrevista que hicieron en TV3 a varios pacientes, en la que les preguntaron: «¿Qué es peor, el trastorno o el estigma?» Y todos, y atestiguo que formábamos un grupo más que considerable, sin excepción ni preconcebir, contestanos a la una «el estigma».

El combate contra la soledad, ¡tan peligrosa como, en fases depresivas, deseada!, lo lleva a cabo el autor gracias al asociacionismo de los pacientes, y de ahí que su relación con el proyecto Radio Nikosia adquiera una virtud trascendental, porque, y eso es un aprendizaje que ha de servirle de mucho a la sociedad, las enfermedades mentales no han de combatirse desde la individualidad del paciente, sino desde la socialización de las mismas. O como dice el autor:  La persona no existe de forma aislada, y, de hecho, no se la puede entender separada de sus relaciones, su comunidad y su cultura; el significado solo surge cuando se combinan los elementos sociales, culturales y biológicos; y las capacidades biológicas no se pueden separar del entorno social e interpersonal.

El libro se divide en capítulos que marcan los ejes de la investigación que lleva a cabo el autor para «conocer» exactamente qué le sucedió, aunque esas referencias externas a su proceso no acaben no solo ya de satisfacerlo, sino de aclarar suficientemente la índole de las transformaciones interiores que sufrió: La soledad de la pareja. Los amigos. La familia… Una mirada transversal en la que el autor recoge tantas manifestaciones de solidaridad como de miedo y de cobardía, porque, y eso es perfectamente comprensible, tras la lectura del libro, el trastorno tiene la maldita capacidad de alejar a los demás de quien lo sufre. Es su hermana, quien define perfectamente el enajenamiento que instala una distancia insalvable entre el paciente y quienes conviven con él: ¿Cómo identifico yo a una persona que sufra de una enfermedad mental o de un problema mental? Por la mirada. Es que se ve que estás en otro sitio diferente al que está una persona sana muy entre comillas. «Sana» quiere decir que está en esta dimensión y no en otra. Tengamos presente que lo propio de quienes conviven con un paciente así es la inexperiencia, el desconocimiento de cómo comportarse en esos casos, lo que lleva a actuaciones que, sin saberlo, acaban siendo contraproducentes. Su cuñado lo define perfectamente en su versión particular de la historia de Marcos: «El entorno es fundamental, para lo bueno y para lo malo. […] Y a veces, claro, quien mucho te quiere también te acaba jodiendo. La sobreprotección es una losa». ¡Si supiéramos a tiempo que nada «jode» más a quien está inmerso en una depresión profunda que le digan que se anime! Este libro de Marcos Obregón, visto desde esta perspectiva, es, también, un excelente manual de orientación para quienes tengan cerca un caso de esta naturaleza, porque la comprensión profunda que se extrae de él ayuda, aunque solo sea a eso, a no cometer errores de mucho bulto y a saber que con el miedo no se ayudo al miedo, por ejemplo, por más que, como revela su madre, eso sea ya un tic que acompaña a los familiares de por vida: No quería llorar. Es que me ha quedado el miedo en el cuerpo de si te vuelve a pasar. Es solo eso, te quedan secuelas.

Hay alguna ingenuidad, como la de la asignatura de gestión de las emociones, que más parece responder al tópico ilustrado de que la educación todo lo puede, como decía Virgilio del amor; pero ello contrasta con peticiones tan sensatas como la integración laboral de quienes padecen enfermedades mentales para sacudirse la segregación social, que afecta, con todo, a otros colectivos con discapacidades físicas, por ejemplo.

Entre la autobiografía, la confesión, las memorias y el documento social y antropológico, Contra el diagnóstico es un libro singular, escrito con sensibilidad y un magnífico uso del lenguaje que, a buen seguro, constituirá el descubrimiento, para muchos, de unos padecimientos sobre los que un diputado en el Congreso alertaba con no poca razón,  a raíz del confinamiento pandémico, porque la inversión del Estado en la prevención y tratamiento de estos trastornos no está a la altura del número de casos declarados. Es paradójica la atinada reflexión del autor: ¿Cómo puede ser que en un lugar de supuesta recuperación uno quede tan hastiado que quiera escapar? ¿Y cómo puede ser que no habiendo cometido ningún delito una persona esté dos meses sin permisos para salir, solo porque ha desvariado? Están en juego, de un lado, políticas sanitarias, y del otro, el inmenso poder represivo que la sociedad ha depositado en los psiquiatras a la hora de erigirse en severos guardianes de los estándares de la controvertida «normalidad», algo sobre lo que convendría reflexionar socialmente. Particularmente, por lo que se me alcanza del problema, me ha llamado mucho la atención la descripción surrealista que hace Obregón de la enfermedad mental: Si tuviera que diseñar el infierno dibujaría una sala llena de personas pintando mandalas a unas eternas 8.30 de la mañana, habiendo tomado una hora antes una montaña de fármacos con cualidades hipnóticas.

Leamos. Meditemos. Hablemos. Actuemos.

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