domingo, 22 de mayo de 2022

«Nocturno de alarmas», de Sebastián Juan Arbó.



Una poderosa novela neorrealista y de ideas, ambientada en los días finales de la malhadada Segunda República.

        

         Gracias al desmantelamiento de la casa de verano de los padres de un amigo, este me dio a escoger entre los libros que por allí se almacenaban sin que nadie nunca los abriera los que me pudieran interesar, antes de deshacerse, vía contenedor de reciclado de papel, del resto. Mi primera sorpresa fue la existencia de una traducción al español tan temprana de la escritora usamericana Viña Delmar, Cincomujeres, ya reseñada en estas páginas. Entre otros varios que escogí, estaba este de Sebastián Juan Arbó, a quien conocía por su libro Tierras del Ebro, libro que, sin embargo, nunca me apeteció leer, porque me imaginaba, seguro que sin fundamento, que se inscribiría en esa veta regionalista de la literatura que, en su tiempo, encarnó Pereda. Leí, no obstante, por mi amor a la Picaresca, su Martín de Caretas, eso sí.

Nada más empezar a leer Nocturno de alarmas, publicado por Ediciones Éxito en 1957, me llevé una grata sorpresa, porque el autor fijaba la acción en los meses anteriores a la confirmación del golpe militar contra la República. Un poco con la mosca tras la oreja, porque, en mi memoria, Arbó se asociaba a la pléyade de escritores que se habían posicionado a favor del golpe militar, como Ridruejo y muchos otros, comencé a leer una obra que, para ser publicada en 1957, me parece no solo muy valiente, sino, ¡y ahí su enorme interés para los lectores de hoy!, con un contenido aún vigente, dada el estado actual de las cosas políticas en España.

La novela se presenta como una velada autoficción, porque el protagonista, Juan Antonio, es una encarnación del propio Arbó, si bien oportunamente velado por la ficción necesaria para no entregarnos unas memorias y sí un relato con personajes que, sin embargo, están sacados directamente de la realidad. Dado el periodo que viven los personajes, la condición de escritor del protagonista, las tertulias que frecuenta y la crónica neorrealista de la vida en los barrios populares de Barcelona, que, paradójicamente, tanto tiene de naturalista, o neorrealismo o incluso de «realismo socialista», dadas las inclinaciones políticas del protagonista, solo matizadas por su fervor religioso.

La crónica social, al hilo de los desórdenes sociales que se viven en la ciudad de Barcelona, con continuas huelgas, manifestaciones y violencias que no excluyen ni las armas de fuego ni los asesinatos, está planteada desde una crudeza que sorprende fuera «tolerada» por la censura que cualquier publicación había de pasar en aquellos años aun de plena dictadura. El abuso sexual de una criatura abandonada a su suerte, Cintia,  por parte de un ciego de quien ha huido su propia hija para escapar de la explotación que sufre,  y su posterior embarazo constituye una línea narrativa que se cruza con la vida de otros personajes, entre los que figura Mossén Antón, que jugará un papel trascendental en el capítulo más estremecedor del libro, cuando Cintia, a punto de parir se refugia en la iglesia y pide auxilio al mossén, quien, iracundo, solo atiende a que la encarnación del pecado está profanando el templo del Señor y ha de expulsarla como expulsó Jesús a los mercaderes, ajeno a las dos vidas que angustiosamente luchan por sobrevivir.

La novela es también una historia de amor, la del protagonista, con la hija de un pintor, Núria, salpicada de contratiempos y malentendidos. También una novela de amistad con diferentes amigos cuyas relaciones se ven afectadas por el drama que se cierne sobre las vidas de todos lo españoles. A este respecto, son numerosas las ocasiones en que la novela toma la deriva de la novela de ideas para reflexionar sobre lo que verdaderamente fue el último episodio de las guerras civiles que el país fue encadenando desde los pronunciamientos del XIX, a la idiosincrasia de los cuales perteneció la rebelión de los militares contra la República, por supuesto. ¡Y cómo lo hubimos de sufrir! El modo, decía, como afectaba la situación política  a las relaciones personales lo ilustra perfectamente el protagonista en esta reflexión: Nos enconamos y acabó llamándome fascista, como el insulto peor, No sabes cómo me entristeció, cómo me entristece esto. Veo que voy perdiendo esta amistad, veo que casi la he perdido, y las amistades no se renuevan ya en la vida, y sobre todo, una amistad como la que nos unía. […] Y yo me pregunto: «¿Por qué no hará como yo?» Yo no pienso como él, pero no me molesta que él piense de manera distinta, y aunque nos separaran diferencias todavía mayores, aunque fuese él todo lo que se puede ser de más opuesto a mis ideas, yo continuaría queriéndole, tratándole con la misma amistad, queriéndolo lo mismo.

Por esas palabras se intuye ya la naturaleza bondadosa y justa del personaje, un artista dedicado a su arte no para «triunfar», sino por inmanente necesidad espiritual:  Él sabía que muchas veces la consideración no depende del valor de uno, sino de su habilidad, y a veces, de cosas peores. Dócil a esta convicción, cedía a los otros aquellas ventajas. […] Él estudiaba por el gusto que le procuraba el estudio; escribía por el goce que hallaba en escribir, por el consuelo que sacaba y porque sentía una necesidad ineludible de escribir. Lo demás, no le importaba. Es curioso que, como toda información sobre su genealogía literaria, sepamos que sus autores preferidos eran «el otro Arcipreste», el de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo, el autor de El Corbacho y Josep Pla, porque Arbó se inició en las Letras en el catalán, y solo más tarde se pasó al castellano. Esta novela, de hecho, es la tercera y última de una trilogía sobre la ciudad formada  por Sobre las piedras grises (Premio Nadal en 1948) y María Molinari. Uno de los personajes de la primera, Pedro, anarquista que se ha exiliado a Argentina, desde donde vuelve de visita con su familia, protagoniza un reencuentro con los viejos pistoleros que fueron sus amigos, quienes, habiendo él renegado del pistolerismo tras salir de la cárcel, están dispuestos a ajustar cuentas con él. La persecución en taxi por el centro de Barcelona tiene, por cierto, todo el sabor de las películas de gánsters… Complementemos esta brevísima información biobibliográfica con lo que Arbó pensaba de esta novela, Nocturno de alarmas, y que he encontrado en la muy interesante tesis que le dedicó Marta Matas Roca, Sebastià Juan Arbó: de la realitat viscuda a la ficció narrativa. anàlisi d’un desarrelament en la literatura catalana: Arbó havia afirmat respecte de Nocturno de alarmas que, com a conseqüència d’haver construït un discurs en la línia de les preocupacions de l’època, «es  acaso la que más me complace». I encara afegia: «creo que es sin ninguna duda la más ambiciosa de mis novelas». Doy plena fe de que así es, porque no se trata solo de que en ella exprese su pensamiento político, en el que enseguida entraremos, sino su pensamiento «vivido», como parte importantísima que es de su vida. Recordemos que ele protagonista, además de escritor es periodista, y que, llegados los tiempos de las decisiones, mientras el padre de su novia, un reputado pintor, se desplaza a París para huir de la «quema», y pretende llevarse a su hija con él, Juan Antonio permanece en Barcelona.

Desde esa sólida posición creativa, y dada las simpatías iniciales que siente el protagonista por el comunismo, hasta que se desengaña de él (me sobra el odio, de que han hecho una bandera, y me falta la libertad, que han abolido. Con odio no puedo vivir, no puedo vivir tampoco sin libertad), es fácil concluir que la evolución de Juan Antonio lo va a llevar a militar en lo que él denomina la generación del «desengaño». Recordemos, porque viene a cuento, el éxito que tuvo, en su momento, la generación del «desencanto», a raíz de la película de Chávarri sobre la familia del poeta «oficial del Régimen», Leopoldo Panero. En un caso, la novela de Sebastián Juan Arbó, se describe la descomposición del régimen republicano; en el otro, la película de Chávarri, la del régimen franquista que la sustituyó. Todo acaba mal, podría ser el corolario.

Se multiplican de tal manera los juicios lúcidos contra lo que ocurre que me alargaría no pocas páginas aportándolos. Consciente de ese trasfondo autobiográfico, el novelista no ofrece datos que no respondan a la veracidad, aunque no siempre se ajusten, por días, a los hechos consignados, sino, antes bien, una perfecta crónica de la espiral de violencia desgarradora que partió en tres la sociedad española; el grueso de las descripciones de lo que fue una evidente degeneración democrática del régimen republicano es tan fiel como las que figuran en el libro de Payne que nadie debería dejar de leer y que yo reseñé en Provincia Mayor que el mundo eres: El camino al 18 de julio, que lleva por subtítulo lo que en esta novela se narra, con harto dolor: La erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936).

Porque de eso se trata en este libro, eso es lo que «viven» en primera persona sus protagonistas. Esa degradación en la que no faltan los pescadores en río revuelto: Pedro Santillán en estos días abrigaba ya secretas ambiciones con respecto a la política; su ambición oculta era lanzarse por aquel camino. Su falta de convicciones le facilitaba la tarea. Esto le libraba de ingresar en el partido de sus sentimientos: iría al partido de sus conveniencias. Pero es un compañero de Juan Antonio, Félix García, quien nos describe el  modelo de lo que hay anda tan necesitado nuestro país: el centro político: Toda la historia de España en los últimos decenios es una busca de este centro, busca a tientas, en la oscuridad, siempre entre tiros, en estas alternativas de marasmos y de violencias que constituye nuestra historia: o estamos muertos o nos peleamos. No teneos término medio. El centro que vamos buscando nadie lo encuentra. Hemos tenido Monarquía; ahora tenemos República; la hemos tenido de izquierdas; la hemos tenido de derechas. Con unos o con otros, hemos tenido solo violencias, desórdenes, tiros. Ya Larra rogaba a Dios, refiriéndose a España, que la salvase de sí misma. ¡Qué razón tenía! El peor enemigo de España está en ella misma y en ello vemos también cuán viejo es el mal. Para el lector está claro el carácter instrumental de estos personajes por cuya boca sigue expresándose el autor, una pluralidad de voces que impidan el mitín o el libro confesional o la desesperación de quien sufre por pensar y sentir eso: «Es verdaderamente cómico lo que me ocurre; los de la derecha me consideran de izquierda, un rojo, casi un anarquista; los de la izquierda, un fascista, un «cavernícola», como se dice ahora». Lo había descubierto con tristeza. «¿Cómo les diría que soy un desengañado, que tengo mi ideal, como uno de tantos anhelos imposibles, pero que los hombres me han asqueado?»

A lo largo del libro son frecuentes las escenas de tertulia —¡esa vieja institución del país que prácticamente ha desaparecido de nuestra vida cotidiana para ser substituida por los púlpitos de radios y televisiones!— en las que se hace el tradicional repaso a la situación política, ese inmortal desahogo de decenas  y decenas de generaciones en este país, tan dado al desahogo emocional y tan poco a la construcción de la polis: A mí me parece lógico (y lo aplaudo) que el Gobierno defienda a la República contra los que signifiquen contra ella un peligro, venga de la derecha o venga de la izquierda. Lo que no me lo parece tanto (y de esto nos quejamos todos) es que deje esta defensa en manos de particulares. Con un gobierno fuerte, ningún partido es peligroso; con un Gobierno débil como el que tenemos, todo se vuelven peligros, porque cada cual ataca y cada cual se defiende como puede, como sostiene Juan Antonio para, en otro momento, asentir al diagnóstico de su amigo Félix García: La historia de España, es cierto, es un reloj de repetición: se repiten las coplas, como los sucesos. Las sentencias resucitan a través del tiempo, y vuelven a cobrar valor. Es el momento de recordar que en otra ocasión se cantaba en las calles de Madrid, en los tiempos de la reina Isabel, en días tan calamitosos como los presentes; es hora de repetir aquella copla en que parecían anunciarse los excesos de julio, la revolución que se acercaba, y no quisiera ser profeta:

Cuando comenzó el diluvio,

                   Todos estaban alegres;

                   Unos a otros se decían:

                   ¡Qué buen año va a ser este!

 

En términos generales, la alternancia de los varios hilos narrativos que configuran a novela, en breves capítulos que se suceden sin otra indicación que el espacio en blanco entre ellos, permite la lectura ágil de una narración extensa: 316 páginas de letra más que reducida, y que merecería una reedición en mejores condiciones físicas. Tanto el desarrollo de los amores de Juan Antonio, como las vidas particulares y muy especialmente el terrible drama social del ciego y la chiquilla a la que acoge como lazarillo en su casa son muy interesantes y nos muestran una contemplación nada mojigata de la realidad que se vivía en aquella España en proceso de desmoronamiento del año 36 del pasado siglo. No es de extrañar, en consecuencia,  que, sobre todo en boca de Juan Antonio, que cifró en la fuerza de la República el ideal de todo lo bueno, suenen ecos tan desgarrados del gran problema que fue decisivo en la Generación del 98: España: Somos un país maldito, un país de locos, tiene razón Unamuno. La culpa no está en este o en aquel otro partido; la culpa está en España. […] Yo quiero a España, a pesar de todo, y cuanto más miserable la veo, cuanto más desgraciada, más la quiero. ¡Cómo la siento, Dios! Es como una madre que nos ha salido torcida, loca, extraña, pero que con todo no deja de ser nuestra madre.

Por eso la novela se cierra con un apóstrofe que resume a la perfección la postura de Juan Antonio, un hombre de centro en un país polarizado hasta el enfrentamiento sangriento:

Malditos sean! ¡Malditos sean! —murmuró. Con lágrimas en los ojos—, «¡Malditos sean!» Pero no sabía por quién lo decía. […] Entonces, en medio de la angustia creciente, en la desolación, en los disparos, quiso rezar. Quiso rezar, pero no pudo: tenía la lengua trabada, el alma trabada.

3 comentarios:

  1. Interesantísimo, lo volveré a leer en cuanto pueda.
    En uno de los últimos párrafos dice "No es de extrañar, en consecuencia, que, sobre todo en boca de José Antonio, que cifró en la fuerza de la República el ideal de todo lo bueno". ¿Ese Jose Antonio será un lapsus y debería decir Juan Antonio?

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    1. Muchas gracias por la lectura atenta. ¡Menudo lapsus antipsicológico!, pero promovido por la época, sin duda, en la que se oía y leía mucho más "José Antonio" que Juan Antonio, desde luego... Corregido queda y me alegra saber que haya sido de tu interés. A mí, salvando algunos usos retóricos narrativos excesivamente rudimentarios, y algunas carencias de estilo, me ha interesado mucho como documento esta novela, porque me parece de sorprendente y lastimosa actualidad.

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  2. Es de lastimosa actualidad la erosión de la democracia en la España actual. Que lo sea también en el resto del mundo no es precisamente consuelo, sino todo lo contrario: no hay a dónde escapar. Vamos a una "democracia" bastante distinta de la que hemos conocido, con mucha menos libertad, mucho más vigilada, con una censura que nos habría resultado impensable hace treinta años. Bueno, sí hay a dónde escapar: a la que siempre ha sido provincia de la libertad: a la gran literatura. Ese viaje no es escapismo, es escapar de la mediocridad (de la mía, la primera) y de la tiranía de lo inmediato, es entablar conversación con los más grandes de todas las épocas, o al menos escucharles, como es mi caso, con admiración, comprendiendo un poco, deseando aprender para ir entendiendo algo más. Muchas gracias por su ayuda, D. Juan.

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