martes, 1 de septiembre de 2020

«Historia de los muertos 4», de F. Javier García de Castro, una tetralogía admirable que apunta a pentalogía…


Una lectura renovada desde la perspectiva de la pandemia que nos asuela: El reencuentro con los viejos y sagaces supervivientes; el acicate lector del presente acezante; el desasosiego; el horror y la apología de la determinación…

Dar en preferir no hacer nada antes que hacer el bien constituye el estado más ínfimo de un espíritu degradado.
                                                                                                                                                          Samuel Johnson.     


Acabo de terminar de leer, ¡en una pura exhalación!, y con un placer acrecentado respecto de los tres excelentes volúmenes anteriores de la Historia de los muertos que lo preceden, el cuarto añadido que convierte el proyecto en tetralogía y que, a la vista de lo leído, no me extrañaría, con esa isla misteriosa al fondo…, ¡quién sabe si del Dr. Moreau…!, que el autor considere la posibilidad de una pentalogía a la que, si mi opinión tuviera algún valor, le empujaría de buen grado…
         Antes de iniciar la lectura del volumen, confieso que me preguntaba qué dopamina extraña incitaba a un autor a permanecer atado a una historia durante tantísimas páginas, y me preguntaba si sería capaz de ir más allá de ciertos clímax, ¡tan intensos!, creados en las tres anteriores. La clave me la dio el hecho automático de superponerse nuestra actual pandemia del covid19 a la lectura de ese mundo arrasado por otro virus que ha dejado la Tierra llena de hambrientos muertos vivientes y de reductos de supervivientes desconfiados y prisioneros de la escasa civilidad de sus instintos, salvo las excepciones de rigor, como la encarnada por el trío de supervivientes, Bea, Sara y Toni, que siguen juntos quince años después del final de la última etapa del viaje a ninguna parte en que se convirtió su existencia desde que estalló la pandemia. Hoy que comienza a señalarse a los jóvenes irresponsables y botellónfilos de la propagación del covid19, entendemos mejor la distopía hiperrealista de la tetralogía de F. Javier García de Castro, tan arraigada en nuestra realidad española cuya geografía, de norte a sur, pasando por los espectaculares capítulos madrileños, recorren los protagonistas en su búsqueda no desesperada de lo que pueda parecerse a un futuro distinto del apocalipsis en el que han de sobrevivir a duras penas. Remito en todo caso a mis críticas anteriores aquí, aquí y aquí para no repetir conceptos ya expresados, relativos no solo a los fundamentos artísticos de la trilogía, sino, sobre todo, a la visión crítica de la naturaleza humana, teñida de nihilismo y con un fondo irreductible de esperanza que alienta a los personajes con una tenacidad que, por ello mismo, los distingue de la vida-en-muerte unidireccional de los «deambulantes», pendientes exclusivamente de satisfacer un apetito que choca absolutamente con sus podridas y hediondas encarnaduras.
         Al lector de una trilogía, sorprendido por una continuación inesperada tras un tercer volumen que incluía la palabra «final» sin signos de interrogación -y aquí cabría hablar de la resurrección de Sherlock Holmes, por ejemplo...- le llama enseguida la atención, como dije al principio, la necesidad del autor de devolver a la vida a esos tres seres cuyos quince años se nos ahorran con una generosa elipsis cinematográfica -¡para cuándo una serie de televisión que, dentro de su género, tiene denotaciones españolas tan marcadas y que arrastraría a las audiencias temporada tras temporada!- y cuyas personas, ¡tan familiares!, se vuelven a adueñar de nuestra simpatía, nuestra solidaridad y nuestra admiración. Que la acción se haya traslado al sur de España en época de calores africanos y que aparezcan una minitribu de yonquis en apuros cristalinos y una comunidad estable en un hospital, gobernado con un régimen caudillista, acatado como única salida frente al horripilante «caos exterior», nos acerca también a nuestro presente y el autoritario «arresto domiciliario» que hemos sufrido -¡«por nuestro bien», se nos juraba y perjuraba!- durante unos meses de lo que hemos salido más en falso de lo que se mueven los personajes de Historia de los muertos 4 en esos espacios sin fronteras ocupados por los «deambulantes» y los supervivientes.
         Aún sigue admirándome la capacidad narrativa del autor, su dominio del registro exacto en que se mezclan, de forma pasmosa, el relato de acción y la reflexión moral sin caer en la banalidad de la acción por la acción, siempre tan insatisfactoria, o de la homilía, en el segundo caso. Imanta, la prosa de F. Javier García de Castro, y, a través de ella, seguimos conociendo y desconociendo a sus personajes, a los principales y a los secundarios, porque, en la medida en que son, la mayoría, personajes redondos, siempre es capaz de ofrecerles a los lectores rincones inéditos de sus psicologías. Da igual, realmente, las veces que hayamos leído los ataques de los «deambulantes» o los estragos que causan en los supervivientes sus hambres caninas, ¡o víricas!; así como los denodados esfuerzos de los protagonistas por librarse de su acoso a muy duras penas, como ocurre en esta entrega: los leemos de nuevo con el corazón encogido y los miedos cervales disparados: y animamos a silenciosa voz en grito a los protagonistas para escapar de lo que siempre parece su último suspiro como seres vivos y libres. En esta entrega, tan dominada por las mujeres, a las que se suma la dictadora del hospital, se nos ofrece un complejo juego de asedios y resistencias que no defraudará a los lectores de las tres entregas anteriores: ¡se sentirán «en casa»!, porque una tetralogía forzosamente ha de respetar unos códigos reconocibles por los lectores, los que los anclan al relato con una devoción hasta ahora jamás defraudada. Si Toni sucumbió, finalmente, para salvar a las dos mujeres y al niño; no queda claro si a Bea le pasa lo mismo o no en este cuarto volumen…, ni yo tampoco lo voy a revelar, por supuesto.
         Aunque en algún momento del relato hay una evocación del largo camino recorrido por los personajes -la aventura sigue y no puede convertirse el volumen en una memorabilia de los anteriores, está claro-, echo de menos que se «ilustre» al heredero de un héroe como Toni, ¡ya legendario!, con la remembranza de algunas de sus aventuras. No ignoro que el autor es fiel al presente continuo de la existencia de los protagonistas, al presente budista o gestáltico, podríamos decir, y que a ello deben su supervivencia: no viven en el presente, sino, realmente, en el segundo: cualquier movimiento en falso, cualquier descuido, cualquier relajación puede significar la muerte definitiva y su regreso como «deambulantes» que se sumaran al desolador panorama de un país derrotado por el virus letal que se ha apoderado de él.
Ese vivir en el momento, sin nostalgias ni futuro, salvo la anticipación de los posibles movimientos de sus adversarios, vivos o muertos, es uno de los grandes aciertos de esta tetralogía magnífica y necesaria en un panorama literario como el nuestro, en el que se «pica» tan alto, literariamente, que se ignoran o menosprecian obras de tanta envergadura como la presente, a la que su adscripción genérica -los «muertos vivientes», que aparecieron ya en la película El carnaval de las almas, de Herk Harvey, precursora indudable de La noche de los muertos vivientes de George A. Romero, no priva en modo alguno de una calidad indiscutible y de una trascendencia que va más allá de la anécdota, porque la perspectiva filosófica y ética que acompaña la acción es otra de las señales de identidad de este ciclo narrativo al que ignoro si este volumen pone punto final, pero mucho me complace pensar que no sea así…
        



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