Sócrates |
Decisiones inaplazables:
leer las Obras completas de Platón o
emplazar a Sócrates para que me saque de quicio y me oree, abierta la puerta de
par en par, el mohoso rincón en penumbra del pensamiento.
Hay decisiones en la vida
que se toman sin saber exactamente a qué nos comprometemos ni por qué lo
hacemos ni cómo vamos a acabar, si somos capaces de ser consecuentes y cumplir
al pie de la letra lo decidido. Leer las 1709 páginas de papel biblia de las
Obras completas de Platón es, sin duda, una de ellas. No se trata, y
discúlpeseme que lo aclare, de leer dichas obras como si fueran una novela de
intriga en la que se persigue descubrir con precisión y nitidez el bien, lo
bello, lo bueno, la virtud, el deber, la moralidad, la piedad, el logos o
cualesquiera otros conceptos que estén, como los citados, en la base de la
formación del pensamiento occidental; no, un empeño así, aunque pudiera tener
cierto aliciente, no deja de parecerme una puerilidad. Tampoco se trata de una
lectura con la que pretenda sentar cátedra como especialista en Platón, porque
ando muy lejos no solo de semejante pretensión, inaccesible para mis menguados
conocimientos filosóficos y de lenguas clásicas, sino, sobre todo, de la simple
idea de que esta lectura me haya de “servir” para algo. A pesar de que algún
libro reclame Más platón y menos Prozac,
o algo así, cito de memoria, lo cierto es que mi viaje a través de la obra de
Platón no pretende sino eso mismo: viajar, meterme en sus diálogos y dejarme
llevar por la corriente del verbo socrático y por el ejemplo de su actitud ante
el saber: retorciendo siempre cualquier afirmación para exprimir hasta la
última gota de la racionalidad posible en los enunciados. Lo digo cuanto antes,
porque si no reviento: Sócrates era un genio en tocar las pelotas y desquiciar
a sus rivales dialécticos: Tengo algún
habito en la presentación de objeciones, dice, con no poca mordacidad. Tenía,
además, la capacidad de atraer a los demás a su método de pregunta y respuesta,
sucediéndose casi a la velocidad de la luz, que aflojaba las defensas del más
aguerrido de los oponentes que tuvieran que lidiar con él y el método riguroso
de su mayéutica. Sócrates, esa es la primera impresión dominante que quiero
transmitir en esta primera noticia del filósofo en quien Platón encarnó el
concepto de filosofía, “amor a la verdad”, era, ante todo, un filósofo “de
calle”, un filósofo que no necesitaba ni aulas ni bibliotecas, sino interlocutores
que estuvieran en disposición de “perder” el tiempo hablando con él sobre lo
humano y lo divino, un hombre pobre -lo fue toda su vida- a quien le apasionaba
el enfrentamiento con quienes se ufanaban de detentar un conocimiento que él
jamás poseyó ni como bien ni como valor de cambio, porque ni creó escuela ni
dejó una línea escrita, y bien saben en su época que podría haberse ganado
espléndidamente la vida a poco que hubiera renunciado a esa actitud solo
aparentemente quisquillosa de poner en tela de juicio cualquier afirmación a
través de la cual se le quería dar el gato por liebre de un conocimiento
indiscutible cuya impostura él detectaba a la legua: Hipias, yo no discuto en absoluto que tú seas más sabio y hábil que yo.
Yo tengo la costumbre, cuando alguien me dice una cosa, de prestarle toda mi
atención, sobre todo cuando el que me habla me parece sabio; y, puesto que yo
deseo instruirme con lo que él me dice, le interrogo obstinadamente, y vuelvo
sobre sus palabras y las comparo, a fin de comprenderlas mejor. O, como dice más adelante, en una declaración
que sonrojaría a cualquier filósofo actual de los que se presentan como tales
en los medios de comunicación o en las aulas, pero nunca en las calles: Solamente
poseo una ventaja maravillosa -y esto es lo que me salva: a mí no me sonroja
hacerme instruir. Sigue siendo un
misterio, en la mayoría de los diálogos, qué pertenece a Sócrates y qué
pertenece a Platón, y supongo que ese será “el tema” para los especialistas en
el autor. Es tan vívido el retrato del filósofo peripatético y urbano que se
hace casi imposible discernir la paternidad de uno y otro en las ideas que
aparecen, y lo suyo debe de ser, sin duda, que maestro y discípulo coincidan en
la mayoría de ellas. El retrato de Sócrates se corresponde más con el de un
sabio, al estilo de los viejos presocráticos a cuya era, supuestamente, su
persona y su mensaje ponen fin, que con el sistemático, metódico, riguroso y
académico del propio Platón, de Aristóteles y cuantos vinieron tras ellos. A su
manera, Sócrates es también otro Diógenes, pero en vez de buscar un hombre con
el candil encendido en pleno día, Sócrates busca la verdad de todo, y ningún
tema filosófico le es ajeno, en todos mete baza, la suya, afilada y escéptica,
poco propensa a dejarse enredar en cuestiones nocionales y dispuesta a
reconocer que, en según qué asuntos, ni los otros ni él tienen aún “la última
palabra”. Quien no tiene ninguna, ni primera ni última, de valor, acerca de
estas Obras completas, soy yo, salvo que mi atrevimiento no conoce límites
-excepción hecha del de la página 1709 de este volumen que tanto me exige,
visualmente, y tantas alegrías me depara, intelectualmente- ni mi osadía
enemigo capaz de intimidarla. Me lanzo a la aventura dichosa de esta palabrería
inagotable con un espíritu tan abierto y lúdico como con el que el propio
Sócrates solía enfrentarse a vanidosos como los sofistas o a amantes compañeros
como Critón, cuyas ansias de liberarlo de la muerte inmediata dan lugar a un
diálogo Critón o del deber, que
habría de ser, junto con la Defensa
del propio Sócrates, una lección de espíritu cívico que ningún ciudadano de ninguna
democracia debería ignorar. Desconozco el criterio que se ha seguido para
ordenar los textos de Platón, pero es una suerte para el lector de esta
edición, la de Aguilar, de 1969, reedición de la de 1966, que, a poco de
comenzar, pueda uno encontrarse de frente con la Defensa de Sócrates, uno de los grandes textos de Platón. Y antes,
como aperitivo, nada menos que con Protágoras
o los sofistas, donde se despacha a gusto contra los “señoritos del logos”
que edificaban fortunas sobre cimientos tan inestables como él demostró que
eran, por más que Platón nunca le pierda el respeto a Protágoras, de quien se
dice que fue discípulo de Demócrito y quien, por cierto, también fue acusado de
impiedad, como el propio Sócrates. Es todo un espectáculo estimulante seguir el
debate de dos figuras prominentes como Protágoras y Séneca, y cómo el sofista
por excelencia -aún nos quedan algunos diálogos antes de llegar a Gorgias o de la retórica- se manifiesta
decidido partidario de los discursos largos, de esos que parecen una travesía
en barco o, como le reprocha Hipias, tratando de buscar un terreno intermedio
donde Protágoras y Sócrates puedan entenderse, que Protágoras con todos los aparejos a punto y todas las velas
desplegadas no huya a la alta mar de los razonamientos, ocultándose a la tierra
firme. Porque Sócrates enseguida se ha escudado en su conocido recurso de
la falta de memoria: Protágoras, yo tengo
poca memoria, y cuando alguien me hace un razonamiento largo, olvido de qué se
me está hablando. A lo que Protágoras le responde: Si hubiera hecho lo que tú me pides, es decir, hablar yo mismo según
los deseos de mi interlocutor, si me hubiera plegado a esta norma, no parecería
superior a nadie y la fama de Protágoras no llenaría toda Grecia. Hablan de
muchas cosas y entre ellas sobre si la virtud puede enseñarse, algo que a Sócrates,
por su experiencia, le parece imposible, a pesar de que esa es la especificidad
del saber que ofrece Protágoras a sus discípulos (adinerados, está claro): Mira, joven, si frecuentas mi trato, se te
dará esto: luego de un día pasado conmigo, volverás a tu casa mejor de lo que
eras, y lo mismo al otro día; y así cada uno de tus días registrará un progreso
hacia lo mejor. (…) El objeto de mi enseñanza es la prudencia que todos deben
tener para la administración de su casa y, en lo referente a las cosas de la
ciudad, la capacidad de llevarlas a la perfección por medio de las obras y las
palabras; pero el intelector atento a esta esgrima intelectual de primer
nivel, no solo repara en las opiniones de los autores sobre aspectos capitales
de la vida del individuo como la educación, por ejemplo, sino también, y acaso
especialmente, en el marco del debate que permite que este se verifique como
tal. Y así lo constata Sócrates, henchido de legítima satisfacción: Cuando son gentes cultivadas las que se
reúnen para beber, no se ven junto a ellas ni flautistas ni bailarinas ni
citaristas; se bastan ellas por sí misma para la conversación, sin ninguna
necesidad de añadir a su propia voz el refuerzo de esos cacareos sin sentido y,
aun bebiendo con largueza, saben hablar y escuchar ordenadamente con decoro y
dignidad. Quedan, como quedarán en muchos diálogos, las espadas en alto,
porque en ciertos asuntos sometidos a debate, no hay sino victorias parciales,
iluminaciones concretas, hallazgos sorprendentes, y es difícil ya convencer al
adversario, ya sentirse satisfecho totalmente de la propia posición. De hecho,
Sócrates encarna algo así como la insatisfacción crónica del pensamiento
respecto de la caza definitiva del concepto. Frente al aparatoso despliegue
retórico, argumental, de Protágoras, Sócrates reivindica el viejo laconismo: Estas eran efectivamente las características
de la antigua ciencia: una lacónica brevedad; Pitaco, en particular, era el
autor de un dicho muy frecuentemente repetido en privado y celebrado por los
sabios: “Es difícil ser virtuoso”. Recuérdese, en todo caso, que, para
Sócrates, como le recuerda a Hipias, también lo bello es difícil. Llamativa les resultará a muchos intelectores
la teoría socrática del poeta como mero instrumento de las Musas, ajeno por
completo a su creación y sin más mérito que ser habitado por ellas, a cuyo
dictado escribe, por más que sea conocida y que de ella se derive el famoso anatema
de Platón contra los poetas en La republica.
Aunque aún no aparezca, en el Ion o sobre
la Iliada, la teoría de las manías, y entre ellas el “furor poético”, la
figura de un tal Tinnico de Calcis le sirve a Sócrates para ilustrar su teoría:
Nunca ha escrito él ningún poema que se
pudiera juzgar digno de memoria, exceptuando el peán ese que anda en todas las
bocas, quizás el más bello de todos los poemas líricos un verdadero “hallazgo
de las Musas”, como él mismo dice. A través de este ejemplo, más que por ningún
otro, la divinidad, a mi ver, nos demuestra, a fin de acallar y prevenir
nuestras dudas, que estos bellos poemas no tienen un carácter humano y no son
obra de los hombres, sino que son divinos y provienen de los dioses, y que los
poetas no son otra cosa que los intérpretes de los dioses, estando cada uno de
ellos poseído por aquel de quien recibe la influencia. Para demostrar esto es
por lo que la divinidad ha hecho adrede que el más bello poema lírico fuera
cantado por la boca del poeta más mediocre. Y llegamos, en esta primera
entrega de hoy a una de las cumbres de la obra platónica, la Defensa de
Sócrates, la reproducción más o menos fiel del discurso con el que Sócrates se
defendió de las irrisorias acusaciones que lo llevaron ante el tribunal del
pueblo con el riesgo de ser condenado a muerte por impiedad. Que quede claro
que es un texto del que extraer alguna cita revela más importuna mutilación que
la admiración oportuna que suscita, porque no se trata de una pieza oratoria
forense más, tampoco cuadraría a un
hombre de mi edad el comparecer ante vosotros puliendo discursos como un adolescente,
sino de la confesión de un hombre que solo apelará a la verdad, podéis estar seguros de que os voy a decir
la pura verdad, su única posesión en vida y su única dedicación, a tenor de
la interpretación que hizo del conocido oráculo de Delfos que estableció que no
había nadie más sabio que Sócrates, lo cual él siempre interpretó como que la sabiduría humana es poco o nada lo que
vale. Tres son las acusaciones graves de las que se ha de defender
Sócrates: corrompe a los jóvenes; no
reconoce a los dioses de la ciudad, y, en cambio, tiene extrañas creencias
relacionadas con genios, según él mismo dice. La posición de Sócrates
frente a las acusaciones que pueden condenarlo a muerte son sabidas, pero no
está de más recordar cómo antepone lo justo a todo lo demás: Estás en un error, amigo mío, si crees que
un hombre que valga algo, por poco que sea, ha de pararse a considerar los
riesgos de muerte y no ha de considerar solamente, cuando obra, si lo que hace
es justo o no lo es y si es propio de un hombre bueno o de un hombre malo.
Desarma, en ese momento crucial de enfrentarse a la muerte, la simplicidad
humana del argumento socrático, y ello le confiere una grandeza inigualable. No
hay más que ver el empeño de cualquier persona, en nuestros días, para rehuir
un análisis semejante de la propia conducta ante un tribunal de justicia, por
ejemplo, donde la defensa solo atiende a las argucias, y nunca a solidos
argumentos. La loa de la virtud como norma áurea de la conducta humana conviene
releerla una y mil veces: no nace la
virtud de la fortuna y, en cambio, la fortuna y todo lo demás, tanto en el
orden privado como en el público, llegan a ser bienes para los hombres por la
virtud. Que Sócrates se considere un tábano que aguijonee a sus
conciudadanos a través de las censuras de su diálogo en cualquier parte de la
ciudad con ellos para educarlos en el bien y la virtud tiene que ver con esa
voz que, según él, comenzó a mostrárseme
en mi infancia, la cual siempre que se deja oír, trata de apartarme de aquello
que quiero hacer y nunca me incita hacia ello. Eso es lo que se opone a que yo
me dedique a la política, y me parece que con sobrada razón. Se trata de
una dedicación, la suya, que no solo justifica una vida, sino que, en el caso
de una terrible acusación sin fundamente, le permite sobrellevar una muerte
injusta, caso de ser condenado: el mayor
bien del hombre consiste en hablar día tras días acerca de la virtud y acerca
de las restantes cuestiones con relación a las cuales me oís discurrir y
examinarme a mí mismo y a los demás, y que, en cambio, la vida sin tal género
de examen no merece ser vivida. El final no admite discusión sobre el mejor
broche que puede tener un discurso: Yo he
de marchar a morir, y vosotros a vivir. ¿Sois vosotros o soy yo quien va a una situación
mejor? Eso es oscuro para cualquiera, salvo para la divinidad. El diálogo Critón o el deber, tiene tanto que ver
con la Defensa, que bien puede añadirse como la continuación lógica de la
escena del proceso, ya que Critón lo visita en la cárcel y quiere convencerlo
de que escape, de que lo tiene todo preparado a tal fin. ¿Qué poderoso
argumento usa Sócrates para convencer a Critón de que lo justo es morir, conforme
a la sentencia que así lo establece, después de un juicio justo? Nada más ni
nada menos que inventarse una personificación de las Leyes que se dirigen a él,
a Sócrates, reprochándole que, tras haberlo protegido desde que llegó al mundo,
quiera él ahora no cumplir con su inexorable mandato. El discurso de las Leyes,
que se dirigen a Sócrates de tú a tú, con la suma cordialidad de quienes se han
sentido bendecidas por el respeto del filósofo, adquiere una dimensión
emocional, tan lejana del carácter instrumental de su naturaleza jurídica, que
es un hallazgo narrativo de primerísima magnitud: jamás hiciste, como los demás ciudadanos, un viaje ni sentiste el deseo
de conocer otra ciudad y otras leyes, sino que nuestra ciudad y nosotras te
bastábamos: tal era la fuerza de tus preferencias por nosotras y hasta tal
punto estabas conforme con ser ciudadano según nuestras normas. (…) ¿A quién
puede gustar una ciudad si no le satisfacen también sus leyes? ¿Y ahora nos
sales con que no vas a ser fiel a lo convenido? ¡Ea!, Sócrtates, obedécenos y
evita el ridículo que harías saliendo de la ciudad. Quedo emplazado para la
segunda noticia, obviamente, aun a riesgo de que disminuyan proporcionalmente
los frecuentadores de este Diario a medida que me interne en este territorio
platónico donde algunos entrarían con miedo y yo, acaso, con no poca osadía,
pero en cuyos escenarios naturales halla, el desprejuiciado, ruegos apasionados
de las leyes como el presente. El viaje siempre tiene recompensas y penalidades,
incluso el que se hace alrededor del propio cuarto.
Leer a Platón sentado, da una cierta pereza...
ResponderEliminarPues mi primera impresión, Pilar,es la de haberme montado en un carrusel, ¡menuda animación argumental! Ando ahora metido en el Gorgias y no pienso sino en seguir esos meandros del discurso tan llenos de auténtica vida y jalonados por esa ironía corrosiva del sabio singular y excéntrico aun en tierra de ellos y en ciudad, como Atenas, nacida para el Logos y de él.
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