¿Generosidad o locura? El observador aséptico.
No hay escritor sin una
historia, demasiado cruel y lancinante, que le haya resultado imposible llevar
al papel, aun habiéndola desarrollado mentalmente hasta una perfección
argumental que bien podría decirse que lo más fácil hubiera sido escribirla,
casi como si de una actividad mecánica se tratase, casi como si de escribir,
propiamente, al dictado habláramos. Usualmente se trata de historias que
aparecen compactas ante el escritor, un bloque granítico, perfectamente
esculpido, al que poco o nada puede añadírsele salvo minúsculas cuestiones de
estilo. Los personajes están perfectamente delineados. Las situaciones están
marcadas. El progreso, establecido. El tono, inconfundible. Y los diálogos, de
haberlos, tan naturales como los fenómenos atmosféricos, o atmosfeéricos, podríamos
decir en este caso, porque, en esa novela mía terrible que nunca escribiré,
epítome del sufrimiento, del dolor demasiado humano, hay mucho de hada, es
decir, de fatalidad. El corazón de las personas es un caja fuerte de secretos
que, expuestos a la luz, pierden todo su valor, se deshacen como se desmoronan
los vampiros alcanzados por los rayos del sol. No hay decisiones sin motivos ni
motivos sin arbitrariedad. Y nuestros actos, que suelen ajustarse a
expectativas milenarias, plantillas sobre las que nos ajustamos recortando de
aquí y de allá la extravagancia y la sinrazón, nos definen con la seguridad de
los calendarios, los resortes del poder y los ritos de paso. Lo peor, sin
embargo, no es no haber escrito esa novelita, acaso un cuento largo, sino no
haber podido librarme de ella desde que me advino como tal: rotunda, agresiva,
malencarada e inexplicable, hiriente como el torno que se equívoca en el nervio
despierto de una muela rota… Como está tan asociada a la plaza triangular tan
próxima a mi domicilio, lugar de la terrible inacción, no hay ni un solo maldito
día de mi vida que pase por ella sin que deje de ver allí a ese personaje en
mala hora inventado y cuya realidad ficticia se me solapa como el plomo derretido
se ajusta a un cuerpo castigado por invención tan satánica como gratuita y no
poco disparatada… Confieso paladinamente que soy ajeno por completo a la ideación
que se apoderó de mí y en tres patadas, al hígado, al bazo y al esternón, me
dejó a los pies de una fiera que ha logrado despedazarme y hacerme sufrir como
el famoso cuervo a Prometeo, por más que ese ser greñudo, sucio, irreconocible,
miserable, no avanzara futuro alguno, sino un permanente presente de la
observación recóndita y sufriente, pero lúcida, no figuración demencial del
alcohol ignorado. Al lado de su carro de supermercado abarrotado de cachivaches
conseguidos en la exploración de las basuras de las manzanas aledañas a la
plaza, ese ser oculto física y mentalmente, destruido y en construcción, al
margen de la acción, que se prohíbe, ha consagrado su vida a la observación. La
figuración de un pacífico y amante padre de familia que un buen día desaparece
de la vida de su mujer y sus dos hijos, sin dejar rastro, una más de esas
desapariciones sin rastros de violencia, sin señales de venganza, sin signos de
secuestro, un simple y dramático “no estar” más, y que, al cabo de dos o tres
años, regresa a las cercanías familiares de su antigua vida y, ocioso en la
indigencia, superviviente baqueteado en los cajeros, amigo de plazas y objeto
de limosnas, se instala en un banco desde el que controla las entradas y
salidas de sus familiares, a quienes sigue visualmente con una intensidad rayana
en el deseo nunca albergado de acercarse. Los muertos solo se manifiestan inequívocamente
en la oscuridad de los sueños. La calidad de la observación va creciendo con el
tiempo, de modo que un golpe de vista le permite intuir estados de ánimo que
explican rictus, rictus que explican sentimientos y miradas, hacia él, de paso,
tropezadas fugazmente, que albergan cierta compasión, unas veces, indiferencia,
otras e invisibilidad las más. Como hasta por la calle entre madres e hijos la
tirantez puede acabar estallando, el hombre observa esa tensión y desea que la
mujer imponga su autoridad sobre el zagal crecido y desafiante. No puede moverse.
No pertenece a esas vidas. Salió de ellas. Ahora las observa. Las ve ir
evolucionando a medida que pasan los años, y, desde su mirador privilegiado, no
le sorprende que Emilia rehaga su vida, tampoco que a su hija le florezcan los
romeos de medio pelo o que a su hijo el acné furioso lo lleve por la calle de
la amargura. ¡Cuánto hace que salió de sus vidas! El mayor, Adriano, debe de
andar ya por los 18, lo que significa que han pasado 15 años de discreta
desaparición y diaria observación, y a lo largo de todos esos días, días ha
habido en que Emilia se ha quedado mirando hacia él, mientras estaba
espatarrado en la silla, abierto al sol del invierno, por ejemplo, y ha creído
que iba a acercarse a preguntarle algo, o a saludarlo. Más de una vez ha recibido limosna de ella,
por supuesto, pero ha farfullado las gracias atropelladamente, y solo una vez,
y a la pequeña no le gustó, se permitió besar en la mano a su hija cuando esta,
por indicación de la madre, le dio las monedas con que contribuir a aliviar la
necesidad de nuestros semejantes, o poco menos, que diría. ¡Cómo se la restregaba
la muy condenada contra la falda, como si la acabara de tocar el diablo!
¡Bendita Minerva, qué chiquilla tan graciosa! Sí, no hay día que no pase por la
esa plaza triangular y no me meta en la piel de ese observador que hizo de la desaparición
y la cercanía distante una vida de entrega al interés por los únicos tres seres
por los que hubiera dado la vida, y por quienes de hecho la dio, renunciando a
que su presencia condicionara, para bien o para mal, esas vidas que, ahora, no
le deben nada, que se han construido sin su interferencia, sin su ascendencia,
sin su irrelevancia, sin sus prejuicios, sin…, sí, también sin su amor, por más
que este no haya manera de hacerlo desaparecer, aunque no se manifieste, pero,
de algún modo, en infinitos pequeños detalles, a lo largo de estos quince años,
ha podido ir transmitiéndolo, respetuosamente, sin pretender lo que es imposible.
Él ha construido su vida sobre la renuncia, y no se arrepiente. La felicidad de
Emilia, de Adriano y de Minerva es la de los vivos que hace tiempo que han
olvidado, si alguna vez lo han recordado, al desaparecido, al huido, al
posiblemente muerto… Y de vez en cuando, pero no con frecuencia, se imagina que
Emilia hable de él con su nuevo amante o con su hermana Lucrecia o con su
cuñado Jorge y especulen si puede estar vivo en Sudamérica o en Tarragona o en
Écija, ¡váyase a saber!, llevando una nueva vida, bígamo, y acaso con otros
hijos, que no sería el primer caso ni el último… La especulación se cerraría
con una sonrisa desconsolada, una tristeza fugaz y un ¡así es la vida! que
tanto tiene, se imagina el hombre, de El
muerto al hoyo… Digo que jamás he sido capaz, a pesar de que ya se advierta
que la historia está prácticamente escrita, de ponerme a escribirla como ahora
hago con esta recreación de la misma, un esbozo que me sirve, en realidad, para
hablar de lo inefable que todo escritor, por alguna u otra razón, preserva en
el sancta sanctórum de sus imaginaciones, porque me meto tanto en la piel de
ese ser estrafalario que la sola imaginación de haberme perdido la vida con mi
Conjunta y con mis hijos, de haber querido perdérmela, me llena de un
desconsuelo tan atroz que lloraría con avenidas de realismo mágico que durarían
hasta que el fuego de la incineración mortuoria las detuviera en seco. ¡Día
tras día, año tras año, viéndolos pasar a mi lado como si fuera yo el pez en la
pecera de la plaza! ¡Imposible resistirlo! Ninguna otra imagen más convincente
y poderosa, de la muerte en vida, que la de ese personaje que observa el hueco
de sí mismo junto a quienes renunció a que fueran los suyos. De verdad que no
puedo, y nunca podré. Jamás escribiré la historia más triste de mi vida. No me
reprocho haberla imaginado; pero también es cierto que, cuando la ciencia consiga
borrar imaginaciones y recuerdos, seré el primero de la tanda que dé la vez al
segundo.
Fantástico y conmovedor relato. Y pensar que hay tantas personas que pueden ser protagonistas de esta historia.
ResponderEliminarpasaré a leer tu próxima entrada.
Un beso.
Gracias por la visita, Josefa. Me alegra saber que hay alguien al otro lado de las entradas de este Diario solitario. Me congratulo por haber contribuido a tu placer lector, aunque sea con tan dolorosa invención. Bienvenida.
Eliminar