Una invitación a la lectura.
Como advierto que la lectura de las Obras completas de Platón me impone un tempo que puede revelarse incompatible con mi primitiva intención de no intercalar en este Diario entradas entre las dedicadas a ese empeño megalómano en el que ando inmerso, me complace entretener a posibles intelectores, frecuentes y ocasionales, con algunas desviaciones que me permitan continuar con mi plan lector original, del que en breve ofreceré la segunda entrega. Engaño a propósito a los lectores del titular que no frecuenten este Diario, porque la intención no es otra, lo confieso paladinamente, sino que piquen, esto es, incitar a la compra del libro La España vulgar, no por necesidad, ¡loado sea Hermes!, sino por justificable afán divulgativo.
10.1. De
patriotas y patriotos
El libelista se resiste a la tentación de dejarlo todo y atreverse con
esa suprema manifestación de la vulgaridad que es la creación estadística de la
realidad, deidad inequívocamente sigloveintera
donde las haya, porque, más allá de las campañas electorales y otras
verbenas políticas señaladas, hay credos, como el nacionalista –en singular,
sí, porque todos son uno y el mismo, siempre y en todo lugar–, que merecen
todas las abominaciones posibles, puesto que ninguno como él suma a la
perfección la cima de la vulgaridad y el abismo de los bajos instintos para
encarnar el máximo exponente de la ranciedumbre moral más abyecta. Vale decir,
además, que ninguna fuerza política, por alejada que se proclame de ese
misoneísta –en buena lógica– barrizal emocional xenófobo y racista, se libra de la infección de ese virus
deletéreo, de las salpicaduras de viruela de la ciénaga. Por acción, porque se
lleva en la sangre, como alegan con orgullo los abanderados de esa peste, o por
reacción, para no dejarse birlar los votos con que llegar al PODER, todas las
débiles fuerzas políticas acaban sucumbiendo al irracionalismo salvaje que
propaga el virus nostratis.
Son muchas las manifestaciones exotéricas del nacionalismo, pero entre
ellas ninguna tan eximia como el trinitario
amor a “lo nuestro”, a “nuestra lengua” y a “nuestra patria”, el atávico
sentido de la propiedad del territorio, en definitiva. El sectarismo elevado a
los altares. Nada como el lema de los cuarteles de la Guardia Civil, Todo por la patria, para expresar de
forma inequívoca la devoción nacionalista que no admite contestación posible
salvo que se incurra en el delito de lesa traición. Una, grande y libre es lema que se extiende por la pell de brau con embelesados ardores
guerreros que devalúan, hasta reducirlo al silencio, el espíritu crítico que se
opone a la majadería constante del fanatismo patriotero. Y aquí en España
estamos harto servidos de furibundos patriotas, y sobre todo patriotos,
dispuestos a imponer sus patrias a papirotazo de estatutos con ínfulas de
constitución y a garrotazos de decretos-ley con ínfulas de dogmas.
No hay lengua como la nuestra; no hay
gastronomía como la nuestra; no hay paisajes como nuestros paisajes; no hay
costumbres como nuestras costumbres; no hay gracia como la nuestra; no hay
seriedad como la nuestra; no hay cultura como la nuestra; no hay espíritu
emprendedor como el nuestro; no hay vino como el nuestro; no hay costas como las
nuestras; no hay sierras como las nuestras; no hay tradiciones como las
nuestras; no hay ciudades como las nuestras; no hay artistas como los nuestros;
no hay saber estar como el nuestro; no hay cielo como el nuestro; no hay música
como la nuestra; no hay..., dice la larguísima y
monótona cantilena enfadosa y estomagante del, en lo alto de la sublimación,
encendido amor a la abstracción y a los
símbolos que deviene, como quintaesencia, la estatalidad, porque sin estado
donde estar no hay ser en que devenir; sin fronteras que marcar y expandir, sin
lengua que imponer, y sin carnet de buena ciudadanía, ¿qué queda del sueño de
la nación?
Todos los patriotas, en resumen, son propietarios celosos de esa
propiedad intangible e indefinible, y no sólo la defienden, sino que también la
definen, aunque difuminen la razón al hacerlo,
y establecen las fronteras y los dogmas que no se han de traspasar y se
han de creer respectivamente, como los viejos dogmas de fe de la niñería
católica. E incluso renuevan apolillados estatutos de sangre para establecer el
censo electoral y determinar quiénes pueden y no pueden votar independencias,
segregaciones, puertorriqueñerías o desacomplejado Estado Soberano, con las
mayúsculas iniciales emblemáticas.
Pongamos por caso, sin extraviarnos en las fantasías genealógicas, el
zarzuelero propósito del contrato a los inmigrantes, defendido por el
nacionalismo tradicionalista español y los nacionalismos periféricos,
especialmente por el catalán, parte de cuya esencia patria consiste en el
victimismo a ultranza y la atenta llamada al somatén! para organizar la defensa contra los invasores, como
clamaba en el desierto de la prensa comarcal la férrea Ferrusola: “nos
quedaremos sin iglesias, Cataluña será un paisaje de mezquitas”, al-armaba la dama de hierro. Hermanados,
pues, en los mismos presupuestos teórico-religioso-folclóricos, ambos
nacionalismos se empeñan, a toda costa, en definir en qué consiste ser catalán
o español, como si tuvieran la patente de tales invenciones, de tales ficciones,
como si sólo ellos tuvieran, no derecho, sino el derecho, a decidir quiénes pertenecen y quiénes no a la horda
escogida por Dios sobre la faz de la Tierra.
Rinde beneficios electorales espolear los sentimientos de pertenencia
a la horda, como no lo ignoran, como buenos imitadores de los machos alfa, los
dirigentes deportivos cuando calientan partidos de
la máxima, fuegos en los que a algunos les ha caído la pena máxima de
perder la vida, y a otros se les ha curado el fanatismo a partir de que les abrieran
el cráneo para que, ¡por fin!, les entraran las ideas que les permitieran
aborrecer el salvajismo de la bandería ciega.
Lo que le sorprende al libelista es que ese “amor a la patria”, denso,
profundo, irracional, no se lo tatúen
los patriotas en el bíceps o en el pecho como se tatúan –o al menos así
lo hacían tiempo ha– los legionarios el clásico “amor de madre”, porque apenas
hay diferencia entre ambos amantes. Entiende el libelista que no lo hagan en
las nalgas, y lo aplaude, aunque fue batalla patriótica, en el caso catalán,
por ejemplo, que apareciera el emblema del país, la C mayúscula, en el culo de
los coches, del mismo modo que sobre él tatúan, los más devotos, la borriquería
como moderna seña de identidad inequívoca.
En el país de las taifas, los motivos para poner lindes y menospreciar
a los vecinos salen de debajo de las piedras; del mismo modo que son infinitos
los agravios que se cultivan como flores de invernadero. El infatigable
esfuerzo por distinguirse consume generaciones híbridas en el regusto amargo de
la pureza imposible. La obtusa religión del nostratismo,
con sus ritos ortodoxos, heterodoxos y paradoxos, suele manifestarse a través
de complejos rituales iniciáticos que desbordan cualquier capacidad
imaginativa. Si infinitos son los caminos del Señor católico; infinitas son las
ordenanzas de la nostreidad
(cualquiera de ellas) sin las que no se halla gracia ante los definidores del
credo, ante los poseedores del protobién máximo, de la inefable fortuna del
plurilingüe y común: soy..............,
casi ná; Como si el revés del soy no fuera, como de hecho lo es, su
negación, la multiplicidad impropia y vital del yo...
En el país del sainete, género teatral de extendida fortuna, pues no
hay territorio donde no haya brotado con la fuerza ambigua de la crítica y la
complacencia, buena parte de la vida política –sobre todo el subgénero
específico de las tensiones
separatistas– tiende a verse en términos de tal, por más que quienes los
escriben e interpretan calcen coturnos y quieran presentarlos al gran público
como altisonantes y catárticas tragedias, todas ellas variantes deplorables y
patéticas del “ser o no ser”. Quizás la inclusión en el esperpento
valleinclanesco, como a menudo suele hacerse por parte de los ignorantes del
género teatral, dotara a esas piezas
mediocres de una calidad artística de la que, de todas todas, carecen, de ahí que el libelista se abstenga
de tomarlo como referencia; del mismo modo que nunca se le ocurriría hablar de charlotada o de quijotada para referirse a ellas, como ya escribió con
anterioridad, teniendo en cuenta la excelsitud de las referencias a las que
esos vocablos aluden, dignas de un aprecio humano y artístico que excede con
creces la simple compasión que levantan, en el avezado espectador, esos dimes y
diretes separatistas, esas trifulcas a pie de ley, esas sarracinas –tan
taifescas–, esas zurribandas dialécticas, esas zaragatas de payaso sin gracia,
esas zalagardas maliciosas, esas pelazgas vecinales, esas gazaperas
públicas..., como la protagonizada por los tarroesencialistas de Convergència
en su versión “doméstica” e institucional al arremeter, a calzón quitao, contra un M.H. –frío, frío, no es matrícula de
honor..– que llegó tarde a Pentecostés y apenas le calentó ni una brizna de
llama de la lengua impropia, y hacerlo además con los más prístinos modos
xenófobos y, ¡sin embargo!, con un impecable look atempranillado
de racial bandolero español de Sierra Morena.
El libelista lamenta tener que abandonar en este punto y aparte tan
fértil terreno para el humor como para el desconsuelo cual es el de las
pendencias politiqueras, tópico de barra de bar donde se mima el arte del
insulto y la descalificación, y donde cualquier matarife despelleja, entre
sorbo y sorbo de cañita tirada, con pontificales prejuicios apodícticos; pero ha de seguir levantando triste acta de
la vulgaridad extendida a diestro y siniestro por la geografía física y humana
de este país testucero.
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