domingo, 10 de diciembre de 2023

«El arte de tener razón», según Aristóteles y Schopenhauer.



Una reflexión intempestiva sobre la práctica del diálogo.

 

          Dada mi irregular formación académica, he leído muchísimos «diálogos», desde el del amor de León Hebreo hasta el de la lengua, de Juan de Valdés o el de Mercurio y Carón, de su hermano Alfonso, pasando por los misceláneos de Pedro Mejía, porque, al margen de la filosofía, el diálogo es un género renacentista que triunfó en obra tan dispares como, Diálogo de la dignidad del hombre,  El viaje a TurquíaEl Crotalón o De los nombres de Cristo, y en todos ellos debe de haberse formado mi querencia por el razonamiento y el debate.

Gustavo Bueno, en una revista filosófica, con nombre de bestiario medieval, El Catoblepas, publicó un artículo al que remito siempre que necesitamos un baño de humildad sobre los límites del diálogo como fuente de iluminación para hallar la razón que podamos compartir porque su evidencia lógica se nos impone irrefragablemente. Este: https://www.nodulo.org/ec/2004/n024p02.htm

En él desarrolla un análisis del diálogo que aconsejo fervientemente para darnos cuenta de que, a menudo, el «diálogo», venerado como un tótem por las mentes simples o populistas, no pasa de ser otro de los adoquines que empiedran el infierno, según el conocido  aforismo, atribuido a no pocos.

Mi inveterada afición a los debates parlamentarios, hasta que el nivel ha bajado a las cloacas, momento que coincidió con la moción de censura destructiva que nos ha traído el caos ideológico que ya tuvieron los españoles la desgracia de vivir, entonces trágicamente, durante la Segunda República, y que nosotros vivimos como un sainete que «no es de reír», de acuerdo con El 18 Brumario; dada mi afición, decía, a oír argumentar, a usar y abusar de pretendidos razonamientos, mentiras, embaucamientos, falsas verdades, primo hermanas certezas, discursos apodícticos —y no pocos de ellos apocalípticos, sin nada sicalíptico con que amenizarlos…—, me he tomado el placer, que no la molestia…, de leer el famoso librito de Schopenhauer, El arte de tener razón, cuya premisa es demoledora: La dialéctica erística es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente. A título anecdótico, mi hija, en cuanto me vio con el exiguo volumen en las manos y comprobó en la portada qué leía, exclamó: «¡Papá, pero cómo se te ocurre leer algo así! ¡Lo único que te faltaba!», expresión que reconocía, intimidada, el tesón con que me aplico a los debates, sean cuales sean. Reconozco, no obstante, que desapruebo el cinismo del «ilícitamente» de don Arturo, aunque en la vida social y política sea lo que predomina.

Después de leer, escribir y ver cine, dialogar debe de ser, en el orden de mis intereses vitales aquello a lo que recurro con mayor frecuencia. He tenido la infinita suerte, además,  de tener en mi Conjunta la más correosa contrincante que imaginarse pueda, y gracias a ella reconozco que he afinado yo mi método de razonamiento y ella me ha hecho descubrir las sólidas carencias contra las que lucho diariamente, porque el razonar no es algo que se dé de una pieza, sino una conquista que se va abriendo paso con cada enfrentamiento dialéctico: no hay debate o discusión de la que no se salga con una enseñanza que mejore nuestras herramientas dialécticas; de lo contrario, habrá sido una experiencia baldía y propia de lo que llamamos «hablar en tonto», que dos personas se den la razón mutuamente.

El modo como interpreta Schopenhauer la dialéctica es el de una lucha en la que ni tan siquiera han de faltar las «malas artes»: Quien queda como vencedor en una discusión tiene que agradecérselo por lo general no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis como a la astucia y habilidad con que la defendió, porque «astucia y habilidad» no remiten tanto a la claridad, cuanto a los procedimientos que los antiguos despreciaron bajo el nombre de sofística, la propia de la razón aplicada, no del pensamiento que busca la verdad incontestable, o dicho en las palabras de don Arturo: Hay que distinguir claramente la búsqueda de la verdad objetiva del arte de conseguir que lo que se ha enunciado pase por verdadero; aquella es asunto de una pragmateia [‘disciplina’] bien distinta, es la obra de la capacidad de juzgar, del discurrir, de la experiencia, y para ella no existe artificio alguno; la segunda es el objeto de la dialéctica. El autor se ciñe punto por punto a los Tópicos, de Aristóteles, obra en la que el estagirita pormenoriza loas procedimientos dialécticos, indicando también la doble vertiente señalada por Schopenhauer entre el razonamiento aplicado al saber puro y el que busca tener razón con fines prácticos. Aristóteles lo dice más oscuramente, aunque Schopenhauer se ajusta a los requisitos del razonamiento que aquel establece: Toda discusión tiene una tesis o un problema (estos difieren simplemente en la forma), y luego axiomas que deben servir para resolverlo. Se trata siempre de la relación de unos conceptos con otros. Estas relaciones son, inicialmente, cuatro: o 1) su definición, o 2) su género, o 3) su característica particular, su marca esencial, propriumidion o 4) su accidens, es decir, una cualidad cualquiera, sin importar si es peculiar y exclusiva o no; en suma, un predicado. […] Esta es la base de toda dialéctica. Aristóteles distingue entre demostración  y razonamiento dialéctico; el primero pertenece al ámbito filosófico de las verdades, el otro al de lo plausible: Hay demostración cuando el razonamiento parte de cosas verdaderas y primordiales, o de cosas cuyo conocimiento se origina a través de cosas primordiales y verdaderas; en cambio, es dialéctico el razonamiento  construido a partir de cosas plausibles. Ahora bien, son verdaderas y primordiales las cosas que tienen credibilidad, no por otras, sino por sí mismas (en efecto, en los principios cognoscitivos no hay que inquirir el porqué, sino que cada principio ha de ser digno de crédito en sí mismo); en cambio, son cosas plausibles las que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados.

Schopenhauer contempla la dialéctica como una «esgrima intelectual», cuya manifestación más corriente la podemos observar en las sesiones parlamentarias, a pesar de la seria limitación de tiempo que afecta a unos u otros intervinientes. De los primeros tiempos de nuestra democracia siempre recordaré aquel pugilato en que una intervención parlamentaria parecía dejar sobre la lona al adversario, hasta que este intervenía y se invertían las posiciones  de los contendientes en el cuadrilátero. O, para que se entienda mejor, el ágora del diálogo en aquellos años  no era, en realidad, el Parlamento, sino un programa de televisión que congregaba muchísima más audiencia que los debates parlamentarios: La clave, de José Luis Balbín. Aquello sí que fue una academia del diálogo, del razonamiento, y de sus métodos, porque la variedad y la categoría intelectual de los invitados convertía aquellos debates en un festín del razonar, se hablara de lo que se hablara. El contraste, hoy, es el Sálvame histérico de la política que ofrece habitualmente La Sexta, donde tienen nido todas las miserias intelectuales que han degradado un arte que está en el fundamento del desarrollo cultural de Occidente desde la eclosión de los presocráticos. Señalaba lo de la esgrima ut supra, pero también admite la comparación, el debatir, con el boxeo, y muy especialmente con los sucios «golpes bajos, a los que tan afectos son los pugilistas marrulleros, cuyo equivalente correspondería a lo que señala que habría de hacer quien va perdiendo el combate dialéctico: primero, desconcertar y aturdir al adversario con absurda y excesiva locuacidad; segundo, cuando advertimos que el adversario es superior y llevamos las de perder, procedemos de manera ofensiva, grosera y ultrajante; es decir, pasamos del tema de la discusión a la persona del adversario. Puede denominarse a este procedimiento argumentum ad personam, diferenciándolo así del argumentum ad hominem.[…] Hobbes: «Toda alegría del ánimo y todo contento residen en que haya alguien con quien, al compararse, uno pueda tener un alto sentimiento de sí mismo» […], donde introduce una distinción en la que no suelen reparar, si no la confunden, los politólogos (mil impostores, por uno bueno…) ni los razonadores comunes: los ataques ad hominem y los ad personam. ¡Menos mal que, al menos, nos da una salida ingeniosa para oponerse a los últimos: Frente a los ataques ad personam la defensa es la de Temístocles contra Euribíades que recogió Plutarco; «Pégame, pero escúchame». De hecho, y aunque no sea una argumentación ad personam, Schopenhauer nos recomienda, para cuando nos vemos en inferioridad de condiciones respecto al adversario, una táctica que en nuestro barrizal español conocemos sobradamente, porque sustituye habitualmente a lo que en otras latitudes, Francia, por ejemplo, suele considerarse un «debate»: Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella, no estará en condiciones apropiadas de juzgar rectamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incordiándole y, en general, comportándose con insolencia. Y de ahí que nos sugiera, como también lo hace Aristóteles, que no se discuta con cualquiera, porque, como bien vio Goethe:  No dejes en ningún caso / que te arrastren a un debate; / cae en la necedad el sabio / cuando con necios combate. Es este un principio, buscarse un igual con quien debatir, que ahorraría muchos pesares a los habituales de la plataforma social X, porque no ya a quien no observa las reglas gramaticales, sino tampoco a quienes no exhiban unos mínimos de educación cívica que implica la condición de ciudadanía debería dársele vela en el entierro de la barbarie que es la dialéctica bien entendida. En palabras que por ser de Aristóteles son el fundamento de una impecable argumentación ad verecundiamAhora bien, no hay que discutir con todo el mundo, ni hay que ejercitarse frente a un individuo cualquiera. Pues, frente a algunos, los argumentos se tornan necesariamente viciados: en efecto, contra el que intenta lo por todos los medios parecer que evita el encuentro, es justo intentar por todos los medios probar algo por razonamiento, pero no es elegante. Por ello precisamente no hay que disputar de buenas a primeras con cualesquiera individuos: pues necesariamente resultará una mala conversación; y, en efecto, los que se ejercitan así son incapaces de evitar el discutir contenciosamente.

Lo habitual en el terreno del combate dialéctico es que los interlocutores se defiendan más a sí mismos que una tesis cualquiera, porque, por una terrible e incívica concepción de la política, nunca se busca la verdad —cuya existencia implícitamente suele ser indiferente—, sino d3escalificar y aplastar al contrario, lo que acaba envenenando la vida social hasta el extremo de fomentar el sectarismo totalitario y unas primera fase de la «violencia» que, en no pocos casos, como la Historia nos enseña, acaba convirtiéndose en violencia física. La descalificación radical del adversario que supone convertirlo en enemigo es la más dañina de las tácticas dialécticas, y, para nuestra desgracia, es hoy método entronizado por cualesquiera fuerzas políticas que, en democracia, deberían dar ejemplo de todo lo contrario, esto es, de la serena aceptación de la discrepancia y lo que ella supone para el enriquecimiento de cualquier debate. Como aquel chiste, creo que de Máximo, en los albores de la democracia, aunque bien pudiera ser de Chumy Chúmez, ¿y por qué forman un partido si todos piensan lo mismo?...

Dialogar es un acto de civilización, pero, como todo lo relacionado con la acción cultural humana, precisa de unas «formalidades» que, en circunstancias normales, deberían «heredarse» y, generación tras generación, haber ido perfeccionándose, pero mucho me temo que en España ha habido demasiadas interrupciones en la labor civilizadora, ¡y ahí tenemos el tremendísimo siglo XIX de los «pronunciamientos», las represiones, los exilios y los odios campando a sus anchas, para darnos cuenta de lo que, para algunos, significó la ahora tan vilipendiada Transición y la Constitución del 78 que, desde el PODER quiere dinamitarse con pseudoargumentos falaces de la peor especie como que se hace «por el bien de España», la mentira más indigna en boca de un gobernante, después de la de las «armas de destrucción masiva» que he oído en todo el actual periodo democrático; menos mal que Su Excelencia pdr snchz ha tenido el detalle de no pedirles a los periodistas que lo miren a los ojos mientras la escupía.

Como se advierte, estamos casi indefensos ante la degradación de las condiciones del debate, porque, a pesar del aviso de Aristóteles, renovado por Schopenhauer, a la sociedad española en su conjunto no le queda más remedio que debatir con medios de comunicación y políticos que hacen de la mentira interesada el criterio de verdad de su actuación.

No sé cómo, pero espero que podamos salir de esta y no buscar un pasado mejor, sino un futuro mejor, aunque cierto es que los resultados de la evaluación educativa PISA no abonan la esperanza, sino la ciénaga del determinismo.

Me acojo a Aristóteles para darle al lector hipotético de estas líneas un método para separar el grano de la paja en cuanto acaba de leer: Hablando en general, es superfluo todo lo que, una vez suprimido, no impide que lo que queda haga evidente lo definido.

 

 

 

 

 

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