jueves, 2 de noviembre de 2023

«La invención de España. Leyendas e ilusiones que han construido la realidad española», de Henry Kamen o los recovecos de la identidad nacional.

 

Las naciones ni nacen ni se hacen, ¡se inventan!…, pero no hay invención más poderosa ni determinante en la vida de la mayoría de la gente a través de la sucesión de generaciones.

        

       El destino de España parece haber sido, a lo largo de los siglos, interrogarse por sí misma, aunque, al mismo tiempo, dada su historia de territorio sucesivamente ocupado por diferentes civilizaciones, dándose por de contada. El presente libro de Henry Kamen, que rastrea el proceso de formación de tan afortunada invención como a la que llamamos España, es un desafío constante a las convicciones sólidamente establecidas, porque, a veces a tientas, entra de lleno en el terreno lábil de los mitos hispánicos que han contribuido, sin embargo, a perfilar esa invención que obra como realidad, no como mito, en el devenir de la nación, en su consolidación y en su reconocimiento por los otros, porque esta es, acaso, la pieza clave del asunto: ser reconocidos por las otras naciones a las que, a su vez, España reconoce como naciones en el concierto internacional. No todos los pueblos se convierten en naciones y muchas naciones se han formado por la unión, de grado o por fuerza, de los diversos pueblos que la conforman.  

        Kamen realiza un recorrido cronológico para ir deslindando cuáles son las piedras con las que se ha ido construyendo o inventando el edificio llamado España. En su origen, y más allá de las colonias griegas, las fenicias y las tribus indígenas, como los iberos, los lusitanos, etc., es, como indica Kamen, «a partir del siglo II a. C.» cuando la Hispania romana se convierte en una zona del Imperio que sobrevive unos seis siglos «hasta que los visigodos se adueñaron del noreste de la península, aproximadamente en el año 475». Con todo, y a pesar de la presencia romana, el territorio nunca fue conquistado del todo. Para Menéndez Pidal, uno de los forjadores de la idea de España, el origen de nuestro país ha de fijarse en esa invasión germánica que, sobre todo a partir de la conversión de Recaredo al catolicismo, unifica políticamente la idea de la Hispania heredada, a su vez, de los romanos. Entre estos y los godos, suman novecientos años de dominio, un periodo más que suficiente para que se forje una idea de nación. Los primeros acontecimientos con los que comienza a identificarse el sentimiento de “lo español” son las feroces resistencias de Sagunto y, sobre todo, Numancia, a los invasores cartagineses y romanos, respectivamente. Con todo, y como dice Kamen: «Los brutales acontecimientos de Sagunto y de Numancia —recordemos que de ninguno de los dos tenemos evidencias fiables— no fueron en absoluto excepcionales en la historia del poder imperial. […] El cerco de Numancia, [fue] escrita catorce siglos después de los supuestos hechos y representada por primera vez en Madrid en 1586. […]», de ahí que  «la inspiración de Numancia no arraigó verdaderamente en España hasta el siglo XIX, cuando la ocupación francesa se convirtió en el contexto ideal para ello». No diré que el despertar de ese eco contradiga las tesis fundamentales que defiende el autor, que España nunca se ha sentido a sí misma como auténtica nación y que, en correspondencia con cierto plurinacionalismo campante en nuestras ideologías dominantes, seríamos eso que algunos defienden: una nación de naciones. En descargo de Kamen cabe reseñar que si España es una invención, nuestros nacionalismos patrios son una sobreinvención que cae estentóreamente del lado no tanto de la invención cuanto de la falsificación más pedestre, tesis que alivia no poco la desazón que provoca la tesis fundamental de que España es un invento creado sin que los españoles nos lo hayamos creído nunca.

        Guiados por esas tesis, el libro repasa la invasión musulmana de la Península, la fábula del traidor don Julián y los amores trágicos de Don Rodrigo con Florinda, la hija de don Julián, a quien habría violado [«ella dice que hubo fuerza, / él, que gusto consentido», canta el romance…], de lo que se derivaría la venganza de franquear el paso a las huestes árabes a través de Gibraltar. A pesar de la invasión árabe, su dominio, como pasa con el de los romanos, no se extiende a la totalidad del territorio, y en cuanto surge la resistencia asturiana a cargo del personaje de ficción que fue Don Pelayo, al decir de Kamen, once años después de la invasión, se puede decir que comienza la «Reconquista», un periodo que solo desde cierta ideología se ha convertido en seña de identidad de la, en aquel tiempo, inexistente «nación española», por más que en el «concilio celebrado en Toledo en el año 646, hubo una aceptación general de que los residentes de los reinos constituían una sola gens et patria Gothorum y que la lengua que hablaban los godos acabó por convertirse en la de los hispanorromanos». Recordemos que el reino de Asturias se considera heredero directo de esos godos. De igual manera que «al parecer no hay ninguna prueba de la existencia del conde don Julián ni de su hija. La historia de la seducción y la traición no apareció en forma de relato hasta trescientos años después, en una narración árabe del siglo XI que también incluía otras leyendas hispánicas», Kamen nos dice que «Pelayo es, en esencia, una ficción, porque no hay forma de documentar con precisión su existencia ni sus hazañas. […] Es posible que la falta de pruebas directas invalide todo intento de identificar a Pelayo con Covadonga», no obstante, kamen introduce una reserva de cierto peso, porque no descarta «la posibilidad de que se produjera en aquella región algún incidente militar de cierta importancia que frenara el avance de los musulmanes». Es cierto que Carlos Martel, el héroe de Poitiers que detuvo la invasión musulmana de  Europa es una figura ampliamente documentada, pero ambas derrotas, la de Covadonga y la de Poitiers ponen límite a la invasión y marcan el inicio del paulatino retroceso que se extenderá a lo largo de siete siglos de desiguales relaciones entre musulmanes, cristianos y judíos, porque el mito de la convivencia armónica de las tres culturas no deja de ser también otro mito más que Américo Castro se encargó de propagar sin la menor verosimilitud, como prueba la abundante documentación usada por Kamen: « Corresponde poner en duda la afirmación de que el islamismo introdujo una cultura de la tolerancia de las tres religiones. […] En al-Ándalus no había un régimen tolerante, sino innumerables barreras a la igualdad y al contacto entre las distintas religiones. El contacto y el diálogo entre cristianos y musulmanes estaba regulado por la ley de forma rigurosa: los musulmanes no podían comer con los cristianos ni beber sus bebidas alcohólicas; los castigos de los delitos correspondientes a cada religión favorecían a los musulmanes y no se aceptaba el testimonio de cristianos ni de judíos en los casos relacionados con musulmanes; estos no podían trabajar al se4rvicio de los cristianos, y los cristianos no podían montar a caballo ni llevar armas ni vestirse por encima de su posición ni sus casas podían ser más altas que las de los musulmanes».

        Apelando a que el término «Reconquista» no se usa documentalmente hasta la aparición de la obra de Martín F. Ríos Saloma, La Reconquista: una construcción historiográfica, Kamen viene a sostener que ese proceso de «expulsión» de los árabes de España es un «mito», que las batallas contra los musulmanes, al parecer, seguían otros derroteros políticos distintos del que los Reyes Católicos consideraron el mayor objetivo de su reinado, derrotar al Reino de Granada y acabar con el poder árabe en la península. Se ve que las expulsiones de judíos y, posteriormente, de los moriscos, no respondían a un «plan» de recuperar el catolicismo peninsular tal y como lo había abrazado Recaredo en su momento. Al margen del carácter legendario y propagandístico de la ficticia batalla de Clavijo, cuya existencia no se conoce hasta tres siglos después,  y en la que se forja la leyenda de Santiago “matamoros” patrono de España, Kamen analiza la sí histórica batalla de Las Navas de Tolosa y nos recuerda que «en la batalla no solo participaron cristianos de origen castellano: de un ejército cristiano compuesto por alrededor de doce mil soldados, es posible que unos seis mil no fueran españoles. (Hay dudas con respecto a si todos participaron en la batalla, porque se sabe que muchos de los franceses se negaron a combatir, porque hacía mucho calor)». No sé a otros, pero a mí lo del «es posible» como método histórico no deja de parecerme bastante pedestre. La tesis, sin embargo, vuelve a aparecer en el texto con cierta reiteración, porque cuando se abordo el famoso Imperio español se viene a decir que dado que quienes peleaban en nombre de España eran mercenarios, nunca hubo ni siquiera tal Imperio o, al menos, tal y como la historiografía laudatoria quiso concebirlo.

        Uno tiene la impresión, al leer este libro excelentemente documentado, que el autor se mueve entre la Scila de la denuncia de una invención sin fundamento sólido y la Caribdis de un reconocimiento admirativo hacia un país capaz de inventarse a sí mismo con tanta firmeza, a pesar de que su fortaleza se haya basado en mitos, en leyendas. De hecho, lo sustancial de su admiración radica en que, para bien y para mal, han sido los propios españoles quienes más han contribuido, desde Las Casas, a posibilitar la propaganda de la llamada «leyenda negra» sobre la empresa americana española. No de otro modo ha de entenderse el puntillismo del autor al evidenciar que la acusación a España de ser un país dominado por la Inquisición, de acción más terrible y sanguinaria en otros lugares de Europa, haya sido capaz de llegar incluso hasta nuestros días, en escritos sin ninguna base del intelectual socialista Ignacio Sotelo, por ejemplo cuando este según Kamen, «concluye con esta afirmación estrafalaria: «En tal ambiente social se comprende que en el mundo hispánico no se desarrollase el hábito de la lectura ni floreciese la industria editorial». Esto no es más que una tontería que se repitió sin cesar durante los dos siglos posteriores, después de que los liberales la formularan por primera vez», porque, según Kamen, «jamás existió ninguna ley que prohibiera a los españoles estudiar en el extranjero», como han predicado muchos de Felipe II: Mayans, Lafuente, etc. Y añade: «La visión de una España en la cual durante doscientos años no se pensaba, no se escribía y no se leía, solo porque se vivía con miedo a la Inquisición, resulta tan grotesca que lo asombroso es que alguien la haya aceptado en serio. […] La Inquisición contaba con muy poco personal: un grupo reducido de unas seis personas para atender a regiones como Galicia o Cataluña. Nunca disponían del tiempo ni de la energía para patrullar la zona. […] De los 2.000 casos de personas acusadas de protestantismo en España en el siglo XVI, 1.700 eran extranjeras».

        Pudiera ser interesante extender más esta reseña, pero no se trata de sintetizar una obra de tanta envergadura para ahorrar su lectura, sino de acercar al interés de los intelectores esta reflexión historiográfica que nunca nos ha abandonada, porque a ella pertenece incluso la preocupación por España de la generación del 98, pongamos por caso a intelectuales ajenos al oficio de historiador. Al decir de Kamen, y esta es una de las tesis cardinales de su obra, «en los más de dos siglos que siguieron a la unión de las coronas de Isabel y de Fernando, no se tomó ninguna medida para lograr la unión política de la Península, que, unificada en apariencia, en la práctica siguió siendo una mezcolanza de provincias que eran conscientes de su propia personalidad, pero no tenían la menor conciencia de su españolidad. Después de 1580, España tuvo que pasar por muchas otras convulsiones, desde los disturbios en Aragón en 1591 hasta la revuelta de 1640 en Cataluña y en Portugal y la nueva revuelta catalana de 1705, antes de poder unificar el Estado bajo la dinastía de los Borbones. [...] En enero de 1716 una Constitución nueva (Decretos de Nueva Planta) remodeló los órganos públicos del principado e impuso las leyes públicas de Castilla y la ocupación militar de Cataluña. Se hizo obligatorio el uso del castellano en los tribunales de justicia y en la administración, aunque no se ejerció ninguna presión contra el catalán, que se siguió usando con toda libertad en la vida pública y en la iglesia». Parte de esa tradición de ausencia del concepto de «españolidad», que, por otra parte, dice que comienza a nacer como añoranza entre quienes viajan a América, es la ambivalente relación del pueblo con la monarquía, una tensión que aún hoy no solo subsiste, sino que amenaza con convertirse en problema por la deriva ultraizquierdista de un socialismo que parece haber abandonado la socialdemocracia que modernizó España para reivindicar una suerte de victoria guerracivilista «en diferido» —que diría Cospedal— sobre el franquismo que murió en la cama y fusilando. De hecho, Kamen recoge lo que alguna crónica decía de la rebelión de los Comuneros: «Los cronistas de la revuelta de los comuneros de 1520 afirmaban que algunos de sus líderes admiraban a los estados republicanos italianos y querían establecer en España unas repúblicas similares. […] Por extensión, los españoles nunca prestaron un apoyo incondicional a la institución de la monarquía». El autor sugiere que el hecho de que dinastías extranjeras como los Austrias y luego los Borbones han favorecido siempre ese «distanciamiento», aunque choque, paradójicamente, con el tristemente célebre «¡Vivan las caenas!».

        Dados los tiempos degradados que vivimos, por los esfuerzos anticonstitucionales del inquilino de Moncloa que se resiste a abandonarla, a pesar de haber perdido las últimas elecciones, pactando con condenados por la Justicia por hechos gravísimos contra el resto de sus conciudadanos, no me resisto a transcribir el poco respeto que le merecen a Kamen las reivindicaciones del supremacismo catalanista: «El problema fundamental con respecto a lo que sabemos sobre los años comprendidos entre 1705 y 1714 en Cataluña es la forma en que se ha tergiversado la Historia. […] La leyenda que difunden estas afirmaciones pretenden apoyar la aseveración de que se produjo un levantamiento popular nacional, lo cual jamás ocurrió. […] «Vinimos a Cataluña, porque nos aseguraron que contaríamos con el apoyo de todos —informó un comandante inglés—, pero al llegar descubrimos que no nos apoyaba nadie». Tras un sitio de dos meses, en octubre de 1705 los británicos finalmente lograron entrar en Barcelona y proclamaron rey al archiduque Carlos de Habsburgo. [En ningún momento hubo un apoyo unánime o ni siquiera mayoritario al archiduque en Cataluña] […] Cuando finalmente Barcelona fue capturada por la armada inglesa en octubre de 1705, seis mil catalanes que apoyaban a Felipe V se marcharon de la ciudad. […] Aún más catalanes confirmaron su lealtad a Felipe V cuando, después de 1711, los ejércitos francoespañoles demostraron tener más éxito». Es francamente divertida la lectura de las mixtificaciones y tergiversaciones del nacionalismo militante en pos de crear una historia que avale sus absurdas reivindicaciones, y comparada con la cual la de la invención de España parece más propia de un tratado de geometría descriptiva.

        La invención de España tiene, por consiguiente, nombres y apellidos, y el autor detalla la evolución histórica de ese fenómeno al que se sumaron no pocos intelectuales en cuatro momentos que resultan ser cinco:  1) Crónica de Jiménez de Rada; 2) Crónica de Alfonso X; 3) Historia de Juan de Mariana; 4) Historia de Modesto Lafuente, y 5) Historia de Menéndez Pidal. Junto a ellos, la interpretación del fundamento de España hecha por autores como Sánchez Albornoz, Giménez Caballero, Ortega y Gasset y Ramiro de Maeztu nos ponen en la pista de una interpretación de España que remite a las tres influencias básicas: los romanos, los visigodos y los reyes cristianos. A esa triada ha de añadirse el valor heroico de las tribus que se rebelaron contra Roma y que alimentan la idiosincrasia española: Sagunto, Numancia, el «pastor lusitano» Viriato, los ilergetes Indíbil y Mandonio o el mítico Pelayo cuya victoria en Covadonga traza un impulso que culminan Isabel y Fernando en la conquista de Granada.

        Kamen destaca los esfuerzos del arte por contribuir a la fundación de esos ideales nacionales que determinan lo que acaba, con el tiempo, consolidándose no ya como una invención de España, sino como una historia compartida que lleva a los militares mandados por Prim a la guerra de África en el 68 a dar su vida por España tocados con la barretina catalana, por ejemplo, entre otros muchos. El mismo que, al llegar al Gobierno de la nación como regente, «derogó el decreto de expulsión de 1492 y permitió el regreso de los judíos y también el de los protestantes. Al final, el artículo 21 de la Constitución de 1869 establecía por primera vez la libertad de culto». No ha de entenderse, pues, que la tesis, la «invención» de España, sea algo peyorativo, porque, en mayor o menor medida, no hay país o nación que no haya hecho lo mismo. Las glorias nacionales, sean históricas o míticas, son importantes, como en la Pragmática lingüística, por lo que se hace con ellas, más que por su contenido objetivo. Y la impresión que un intelector saca de este volumen es de que la empresa ha merecido y valido la pena, a pesar de cuanto hemos sufrido como país, porque, como dijo el vate pesimista: «De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal». Confiemos, en los difíciles tiempos actuales, en torcer el vaticinio.    

 

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