Las naciones ni nacen ni se hacen, ¡se inventan!…, pero no hay invención más poderosa ni determinante en la vida de la mayoría de la gente a través de la sucesión de generaciones.
El destino de España parece
haber sido, a lo largo de los siglos, interrogarse por sí misma, aunque, al
mismo tiempo, dada su historia de territorio sucesivamente ocupado por
diferentes civilizaciones, dándose por de contada. El presente libro de Henry Kamen,
que rastrea el proceso de formación de tan afortunada invención como a la que
llamamos España, es un desafío constante a las convicciones sólidamente
establecidas, porque, a veces a tientas, entra de lleno en el terreno lábil de
los mitos hispánicos que han contribuido, sin embargo, a perfilar esa invención
que obra como realidad, no como mito, en el devenir de la nación, en su
consolidación y en su reconocimiento por los otros, porque esta es, acaso, la
pieza clave del asunto: ser reconocidos por las otras naciones a las que, a su
vez, España reconoce como naciones en el concierto internacional. No todos los
pueblos se convierten en naciones y muchas naciones se han formado por la
unión, de grado o por fuerza, de los diversos pueblos que la conforman.
Kamen
realiza un recorrido cronológico para ir deslindando cuáles son las piedras con
las que se ha ido construyendo o inventando el edificio llamado España. En su
origen, y más allá de las colonias griegas, las fenicias y las tribus
indígenas, como los iberos, los lusitanos, etc., es, como indica Kamen, «a
partir del siglo II a. C.» cuando la Hispania romana se convierte en una zona
del Imperio que sobrevive unos seis siglos «hasta que los visigodos se
adueñaron del noreste de la península, aproximadamente en el año 475». Con todo,
y a pesar de la presencia romana, el territorio nunca fue conquistado del todo.
Para Menéndez Pidal, uno de los forjadores de la idea de España, el origen de
nuestro país ha de fijarse en esa invasión germánica que, sobre todo a partir
de la conversión de Recaredo al catolicismo, unifica políticamente la idea de
la Hispania heredada, a su vez, de los romanos. Entre estos y los godos, suman
novecientos años de dominio, un periodo más que suficiente para que se forje
una idea de nación. Los primeros acontecimientos con los que comienza a
identificarse el sentimiento de “lo español” son las feroces resistencias de
Sagunto y, sobre todo, Numancia, a los invasores cartagineses y romanos,
respectivamente. Con todo, y como dice Kamen: «Los brutales acontecimientos de
Sagunto y de Numancia —recordemos que de ninguno de los dos tenemos evidencias
fiables— no fueron en absoluto excepcionales en la historia del poder imperial.
[…] El cerco de Numancia, [fue] escrita catorce siglos después de los
supuestos hechos y representada por primera vez en Madrid en 1586. […]», de ahí
que «la inspiración de Numancia no
arraigó verdaderamente en España hasta el siglo XIX, cuando la ocupación francesa
se convirtió en el contexto ideal para ello». No diré que el despertar de ese
eco contradiga las tesis fundamentales que defiende el autor, que España nunca
se ha sentido a sí misma como auténtica nación y que, en correspondencia con
cierto plurinacionalismo campante en nuestras ideologías dominantes, seríamos
eso que algunos defienden: una nación de naciones. En descargo de Kamen cabe
reseñar que si España es una invención, nuestros nacionalismos patrios son una
sobreinvención que cae estentóreamente del lado no tanto de la invención cuanto
de la falsificación más pedestre, tesis que alivia no poco la desazón que
provoca la tesis fundamental de que España es un invento creado sin que los
españoles nos lo hayamos creído nunca.
Guiados por
esas tesis, el libro repasa la invasión musulmana de la Península, la fábula
del traidor don Julián y los amores trágicos de Don Rodrigo con Florinda, la
hija de don Julián, a quien habría violado [«ella dice que hubo fuerza, / él,
que gusto consentido», canta el romance…], de lo que se derivaría la venganza
de franquear el paso a las huestes árabes a través de Gibraltar. A pesar de la
invasión árabe, su dominio, como pasa con el de los romanos, no se extiende a
la totalidad del territorio, y en cuanto surge la resistencia asturiana a cargo
del personaje de ficción que fue Don Pelayo, al decir de Kamen, once años
después de la invasión, se puede decir que comienza la «Reconquista», un
periodo que solo desde cierta ideología se ha convertido en seña de identidad
de la, en aquel tiempo, inexistente «nación española», por más que en el «concilio
celebrado en Toledo en el año 646, hubo una aceptación general de que los
residentes de los reinos constituían una sola gens et patria Gothorum y
que la lengua que hablaban los godos acabó por convertirse en la de los
hispanorromanos». Recordemos que el reino de Asturias se considera heredero
directo de esos godos. De igual manera que «al parecer no hay ninguna prueba de
la existencia del conde don Julián ni de su hija. La historia de la seducción y
la traición no apareció en forma de relato hasta trescientos años después, en
una narración árabe del siglo XI que también incluía otras leyendas hispánicas»,
Kamen nos dice que «Pelayo es, en esencia, una ficción, porque no hay forma de
documentar con precisión su existencia ni sus hazañas. […] Es posible que la
falta de pruebas directas invalide todo intento de identificar a Pelayo con
Covadonga», no obstante, kamen introduce una reserva de cierto peso, porque no
descarta «la posibilidad de que se produjera en aquella región algún incidente
militar de cierta importancia que frenara el avance de los musulmanes». Es
cierto que Carlos Martel, el héroe de Poitiers que detuvo la invasión musulmana
de Europa es una figura ampliamente
documentada, pero ambas derrotas, la de Covadonga y la de Poitiers ponen límite
a la invasión y marcan el inicio del paulatino retroceso que se extenderá a lo
largo de siete siglos de desiguales relaciones entre musulmanes, cristianos y
judíos, porque el mito de la convivencia armónica de las tres culturas no deja
de ser también otro mito más que Américo Castro se encargó de propagar sin la
menor verosimilitud, como prueba la abundante documentación usada por Kamen: « Corresponde poner en duda la afirmación de que el islamismo introdujo
una cultura de la tolerancia de las tres religiones. […] En al-Ándalus no había
un régimen tolerante, sino innumerables barreras a la igualdad y al contacto
entre las distintas religiones. El contacto y el diálogo entre cristianos y
musulmanes estaba regulado por la ley de forma rigurosa: los musulmanes no
podían comer con los cristianos ni beber sus bebidas alcohólicas; los castigos
de los delitos correspondientes a cada religión favorecían a los musulmanes y
no se aceptaba el testimonio de cristianos ni de judíos en los casos
relacionados con musulmanes; estos no podían trabajar al se4rvicio de los
cristianos, y los cristianos no podían montar a caballo ni llevar armas ni
vestirse por encima de su posición ni sus casas podían ser más altas que las de
los musulmanes».
Apelando a
que el término «Reconquista» no se usa documentalmente hasta la aparición de la
obra de Martín F. Ríos Saloma, La Reconquista: una construcción historiográfica,
Kamen viene a sostener que ese proceso de «expulsión» de los árabes de España
es un «mito», que las batallas contra los musulmanes, al parecer, seguían otros
derroteros políticos distintos del que los Reyes Católicos consideraron el
mayor objetivo de su reinado, derrotar al Reino de Granada y acabar con el
poder árabe en la península. Se ve que las expulsiones de judíos y, posteriormente,
de los moriscos, no respondían a un «plan» de recuperar el catolicismo
peninsular tal y como lo había abrazado Recaredo en su momento. Al margen del
carácter legendario y propagandístico de la ficticia batalla de Clavijo, cuya
existencia no se conoce hasta tres siglos después, y en la que se forja la leyenda de Santiago “matamoros”
patrono de España, Kamen analiza la sí histórica batalla de Las Navas de Tolosa
y nos recuerda que «en la batalla no solo participaron cristianos de origen
castellano: de un ejército cristiano compuesto por alrededor de doce mil
soldados, es posible que unos seis mil no fueran españoles. (Hay dudas con
respecto a si todos participaron en la batalla, porque se sabe que muchos de
los franceses se negaron a combatir, porque hacía mucho calor)». No sé a otros,
pero a mí lo del «es posible» como método histórico no deja de parecerme bastante
pedestre. La tesis, sin embargo, vuelve a aparecer en el texto con cierta
reiteración, porque cuando se abordo el famoso Imperio español se viene a decir
que dado que quienes peleaban en nombre de España eran mercenarios, nunca hubo
ni siquiera tal Imperio o, al menos, tal y como la historiografía laudatoria
quiso concebirlo.
Uno tiene la
impresión, al leer este libro excelentemente documentado, que el autor se mueve
entre la Scila de la denuncia de una invención sin fundamento sólido y la Caribdis
de un reconocimiento admirativo hacia un país capaz de inventarse a sí mismo
con tanta firmeza, a pesar de que su fortaleza se haya basado en mitos, en
leyendas. De hecho, lo sustancial de su admiración radica en que, para bien y
para mal, han sido los propios españoles quienes más han contribuido, desde Las
Casas, a posibilitar la propaganda de la llamada «leyenda negra» sobre la
empresa americana española. No de otro modo ha de entenderse el puntillismo del
autor al evidenciar que la acusación a España de ser un país dominado por la Inquisición,
de acción más terrible y sanguinaria en otros lugares de Europa, haya sido
capaz de llegar incluso hasta nuestros días, en escritos sin ninguna base del intelectual
socialista Ignacio Sotelo, por ejemplo cuando este según Kamen, «concluye con
esta afirmación estrafalaria: «En tal ambiente social se comprende que en el
mundo hispánico no se desarrollase el hábito de la lectura ni floreciese la
industria editorial». Esto no es más que una tontería que se repitió sin cesar
durante los dos siglos posteriores, después de que los liberales la formularan
por primera vez», porque, según Kamen, «jamás existió ninguna ley que prohibiera
a los españoles estudiar en el extranjero», como han predicado muchos de Felipe
II: Mayans, Lafuente, etc. Y añade: «La visión de una España en la cual durante
doscientos años no se pensaba, no se escribía y no se leía, solo porque se
vivía con miedo a la Inquisición, resulta tan grotesca que lo asombroso es que
alguien la haya aceptado en serio. […] La Inquisición contaba con muy poco
personal: un grupo reducido de unas seis personas para atender a regiones como
Galicia o Cataluña. Nunca disponían del tiempo ni de la energía para patrullar
la zona. […] De los 2.000 casos de personas acusadas de protestantismo en
España en el siglo XVI, 1.700 eran extranjeras».
Pudiera ser
interesante extender más esta reseña, pero no se trata de sintetizar una obra
de tanta envergadura para ahorrar su lectura, sino de acercar al interés de los
intelectores esta reflexión historiográfica que nunca nos ha abandonada, porque
a ella pertenece incluso la preocupación por España de la generación del 98,
pongamos por caso a intelectuales ajenos al oficio de historiador. Al decir de
Kamen, y esta es una de las tesis cardinales de su obra, «en los más de dos
siglos que siguieron a la unión de las coronas de Isabel y de Fernando, no se
tomó ninguna medida para lograr la unión política de la Península, que,
unificada en apariencia, en la práctica siguió siendo una mezcolanza de
provincias que eran conscientes de su propia personalidad, pero no tenían la
menor conciencia de su españolidad. Después de 1580, España tuvo que pasar por
muchas otras convulsiones, desde los disturbios en Aragón en 1591 hasta la
revuelta de 1640 en Cataluña y en Portugal y la nueva revuelta catalana de
1705, antes de poder unificar el Estado bajo la dinastía de los Borbones. [...]
En enero de 1716 una Constitución nueva (Decretos de Nueva Planta) remodeló los
órganos públicos del principado e impuso las leyes públicas de Castilla y la
ocupación militar de Cataluña. Se hizo obligatorio el uso del castellano en los
tribunales de justicia y en la administración, aunque no se ejerció ninguna
presión contra el catalán, que se siguió usando con toda libertad en la vida
pública y en la iglesia». Parte de esa tradición de ausencia del concepto de «españolidad»,
que, por otra parte, dice que comienza a nacer como añoranza entre quienes
viajan a América, es la ambivalente relación del pueblo con la monarquía, una
tensión que aún hoy no solo subsiste, sino que amenaza con convertirse en
problema por la deriva ultraizquierdista de un socialismo que parece haber abandonado
la socialdemocracia que modernizó España para reivindicar una suerte de
victoria guerracivilista «en diferido» —que diría Cospedal— sobre el franquismo
que murió en la cama y fusilando. De hecho, Kamen recoge lo que alguna crónica
decía de la rebelión de los Comuneros: «Los cronistas de la revuelta de los
comuneros de 1520 afirmaban que algunos de sus líderes admiraban a los estados
republicanos italianos y querían establecer en España unas repúblicas
similares. […] Por extensión, los españoles nunca prestaron un apoyo
incondicional a la institución de la monarquía». El autor sugiere que el hecho
de que dinastías extranjeras como los Austrias y luego los Borbones han
favorecido siempre ese «distanciamiento», aunque choque, paradójicamente, con
el tristemente célebre «¡Vivan las caenas!».
Dados los tiempos
degradados que vivimos, por los esfuerzos anticonstitucionales del inquilino de
Moncloa que se resiste a abandonarla, a pesar de haber perdido las últimas
elecciones, pactando con condenados por la Justicia por hechos gravísimos
contra el resto de sus conciudadanos, no me resisto a transcribir el poco
respeto que le merecen a Kamen las reivindicaciones del supremacismo
catalanista: «El problema fundamental con respecto a lo que sabemos sobre los
años comprendidos entre 1705 y 1714 en Cataluña es la forma en que se ha
tergiversado la Historia. […] La leyenda que difunden estas afirmaciones
pretenden apoyar la aseveración de que se produjo un levantamiento popular
nacional, lo cual jamás ocurrió. […] «Vinimos a Cataluña, porque nos aseguraron
que contaríamos con el apoyo de todos —informó un comandante inglés—, pero al
llegar descubrimos que no nos apoyaba nadie». Tras un sitio de dos meses, en
octubre de 1705 los británicos finalmente lograron entrar en Barcelona y
proclamaron rey al archiduque Carlos de Habsburgo. [En ningún momento hubo un
apoyo unánime o ni siquiera mayoritario al archiduque en Cataluña] […] Cuando
finalmente Barcelona fue capturada por la armada inglesa en octubre de 1705,
seis mil catalanes que apoyaban a Felipe V se marcharon de la ciudad. […] Aún
más catalanes confirmaron su lealtad a Felipe V cuando, después de 1711, los
ejércitos francoespañoles demostraron tener más éxito». Es francamente divertida
la lectura de las mixtificaciones y tergiversaciones del nacionalismo militante
en pos de crear una historia que avale sus absurdas reivindicaciones, y
comparada con la cual la de la invención de España parece más propia de un
tratado de geometría descriptiva.
La invención
de España tiene, por consiguiente, nombres y apellidos, y el autor detalla la
evolución histórica de ese fenómeno al que se sumaron no pocos intelectuales en
cuatro momentos que resultan ser cinco:
1) Crónica de Jiménez de Rada; 2) Crónica de Alfonso X; 3) Historia de
Juan de Mariana; 4) Historia de Modesto Lafuente, y 5) Historia de Menéndez
Pidal. Junto a ellos, la interpretación del fundamento de España hecha por
autores como Sánchez Albornoz, Giménez Caballero, Ortega y Gasset y Ramiro de
Maeztu nos ponen en la pista de una interpretación de España que remite a las
tres influencias básicas: los romanos, los visigodos y los reyes cristianos. A
esa triada ha de añadirse el valor heroico de las tribus que se rebelaron
contra Roma y que alimentan la idiosincrasia española: Sagunto, Numancia, el «pastor
lusitano» Viriato, los ilergetes Indíbil y Mandonio o el mítico Pelayo cuya
victoria en Covadonga traza un impulso que culminan Isabel y Fernando en la
conquista de Granada.
Kamen destaca los esfuerzos del arte por contribuir a la fundación de esos ideales nacionales que determinan lo que acaba, con el tiempo, consolidándose no ya como una invención de España, sino como una historia compartida que lleva a los militares mandados por Prim a la guerra de África en el 68 a dar su vida por España tocados con la barretina catalana, por ejemplo, entre otros muchos. El mismo que, al llegar al Gobierno de la nación como regente, «derogó el decreto de expulsión de 1492 y permitió el regreso de los judíos y también el de los protestantes. Al final, el artículo 21 de la Constitución de 1869 establecía por primera vez la libertad de culto». No ha de entenderse, pues, que la tesis, la «invención» de España, sea algo peyorativo, porque, en mayor o menor medida, no hay país o nación que no haya hecho lo mismo. Las glorias nacionales, sean históricas o míticas, son importantes, como en la Pragmática lingüística, por lo que se hace con ellas, más que por su contenido objetivo. Y la impresión que un intelector saca de este volumen es de que la empresa ha merecido y valido la pena, a pesar de cuanto hemos sufrido como país, porque, como dijo el vate pesimista: «De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal». Confiemos, en los difíciles tiempos actuales, en torcer el vaticinio.
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