El inequívoco placer de leer a dos clásicos muy distintos: Pereda, en su chispeante faceta costumbrista y Valle-Inclán como exquisito estilista.
Que Valle y
Pereda son, cada uno a su manera, «clásicos» de nuestras letras, no creo que
admita excesiva censura, aunque se miré con sorna que se predique de don José
María, dadas sus limitaciones ideológicas tradicionalistas y su cultivo de un
casticismo heredado del viejo costumbrismo que, en Mesonero, y sobre todo en
Larra y, a su manera, en Cadalso, nos ha legado páginas inmortales. Hasta hoy,
y tras una poco grata, por muy prejuiciosa, lectura de algunos fragmentos de
sus obras más destacadas, la muestra suficiente en la que no hallé alicientes
para continuar, no había descubierto su veta estrictamente costumbrista, la de Tipos
y costumbres y Esbozos y rasguños, que tras la muestra editada por
Bravo-Villasante, leeré completos en un breve futuro, teniendo en cuenta el
excelentísimo humor de Pereda y su magnífico desempeño en el uso de la sátira
que he comprobado en esta antología, con la que tan buenos momentos de sano
humor he pasado. Ni imaginaba, dada la pomposa imagen de Pereda, que fuera
capaz de un sentido del humor tan estupendo. Fiel a los orígenes del costumbrismo,
Pereda se afana en ridiculizar tipos y situaciones con un estilo y una
capacidad de selección de los detalles que me ha parecido muy contemporánea del
humor de Jacques Tati, uno de los grandes autores cómicos de la Historia del
Cine.
Pereda usa mucho las cursivas como método para
destacar los tics de la supuesta modernidad de la época, si bien es en la reproducción
de los tipos donde se luce espléndidamente (y disculpen la redundancia). Santander,
y específicamente los veraneos de los madrileños en la costa cántabra, es el asunto
de casi todas las «estampas» contenidas en este chispeante volumen. El uso del
lenguaje coloquial y especialmente del deturpado: dúlceras, por ejemplo,
nos sitúa perfectamente en un ámbito creativo que será la base de los futuros
esperpentos del Valle de quien traigo a este artículo uno de sus libros
primerizos, Corte de amor. En la medida en que la composición de estos
cuadros sainetescos ha de apreciarse en su totalidad, que resulta difícil
extrapolar esta o aquella escena que pueda ofrecerse como muestra del buen
hacer del escritor, he optado por reproducir el más corto y, acaso, de mayor
actualidad, dado que se retrata un modo de hacer política que no dista excesivamente
del de nuestros días, mutatis mutandis. Así mismo, no quiero dejar de insistir
en la lectura, por si se hiciera aislada en la red, dado que no está sujeto a
los derechos de autor, del capítulo Un aprensivo que es la joya del
volumen. De momento, vaya por delante este En candelero, expresión que
la sátira radiofónica moderna convirtió en «en candelabro», en boca de una vip
anodina y olvidable.
En candelero
—Que va a Alicante; que prefiere a
Valencia; que acaso se decida por Barcelona-
—Que ya no va a Barcelona, ni a
Valencia, ni a Alicante, porque viene a Santander.
—Que ya no va a ninguna parte.
—Que le son indispensables los baños
de mar, y que tiene que tomarlos.
—Que se decide por la playa del
Sardinero.
—Que vendrá en julio; que acaso no
pueda venir hasta principios de agosto; que lo probable es que ya no venga
hasta muy cerca de septiembre.
—Que ya no viene n i en julio, ni en
agosto, ni en septiembre.
―Que, por fin, viene y se cree que
se hospedará en una fonda del Sardinero.
—Que es cosa resuelta que llegará el
tantos de julio, y que no se hospedará en el Sardinero, sino en la ciudad.
—Que no se sabe si le tendrá en su
casa el marqués de X, o el conde Z, o don Pedro, o don Juan, o don Diego.
—Que resueltamente se hospedará en
casa del señor de Tal.
Eso, y mucho más por el estilo,
cuentan, corrigen, desmienten, rectifican y aseguran todos los días estos
periódicos locales, con el testimonio de los de Madrid y algunas
correspondencias particulares, desde mayo a fin de julio, casi en cada año,
refiriéndose a alguno de los personajes que a la sazón se hallan en
candelero.
Un día vemos conducir a hombros, por
la calle, una lujosa sillería, un espejo raro, una mesa de noche muy
historiada… algo, en fin, que no se ve en público a todas horas; observamos que
las señoras indígenas transeúntes se quedan atónitas mitrando los muebles, y
hasta las oímos exclamar: «Son para el gabinete que le están poniendo.
El espejo es de Fulanita, la mesa de mengano y la sillería de Perengano».
Y llega el tantos de julio; y por la
tarde se ven fraques, levitas y tal cuál uniforme, camino de la Estación, y
además el carruaje que envía el señor de Tal, propio, si le tiene y si no,
prestado.
Poco después estallan en el aire,
hacia el extremo del andén, media docena de cohetes, y casi al mismo tiempo se
oye el silbido de la locomotora que entra en la Estación. Luego salen de ella
los viajeros vulgares, y pueden verse en el fondo, en frente de la puerta, un
grupo de personas apiñadas, confundiéndose en él el oro de los uniformes con el
negro paño de la media etiqueta; el cual grupo se cimbrea de medio arriba muy a
menudo, dejando ver, a tiempos, en su centro, una persona erguida e impasible,
como ídolo que recibe la incensada; después el del centro del grupo, con otros
tres de la circunferencia, toman asiento en el carruaje; sale éste al trote de
sus caballos, síguenle, echando los pulmones por la boca, dos docenas de
granujas impertinentes y una pareja de guardias municipales que llevan los
paraguas y los abrigos de algunos de los que van en el coche, y vuelven a verse
los mismos franques y galones de antes camino de la Dársena, pero dispersos y
en desorden.
Y andando, andando, el carruaje
llega al punto de su destino.
—¿Cuál de ellos es? —pregunta algún
curioso, al ver apearse a los del coche.
—Ése que va en medio…
—Pues no tiene la menor traza,
—replica el preguntante, con cierto desaliento, en la creencia, sin duda, de
que el hombre está obligado a embellecerse a medida que asciende en la escala
de los empleos.
Los que le acompañaron hasta su
misma casa, salen de ella al poco rato; y cuando anochece, comienzan a llenar
de ruido la barriada la charanga de la Caridad, y sucesivamente todas las
murgas que de la caridad pública viven.
Al día siguiente vuelven a verse por
la calle las libreas de la etiqueta. Son de los que tienen obligación de ir a
ofrecer sus respetos al recién venido, y de las comisiones de esto y de lo
otro. Recibe a cada grupo a hora distinta, y tiene para todos frases bastante
lisonjeras, ya que no muy variadas.
—Señores —suele decirles—, yo me
felicito de recibir el cordial saludo de… (aquí lo que sean los visitantes) tan
dignos y beneméritos. Estad seguros de que, si seguís prestándonos todo el
apoyo de vuestra importantísima adhesión y de vuestro celo e inteligencia en el
desempeño de vuestros respectivos cargos, el Gobierno se envanecerá de ello; y
el país, que tanto espera de nosotros, porque por nosotros está nadando en la
felicidad y en la abundancia, os lo recompensará con largueza. Yo, fiel
intérprete de sus deseos y aspiraciones, os lo prometo en su nombre.
Se dicen luego cuatro vaguedades
sobre la salud del visitado, sobre la virtud de los baños de ola, y sobre el
paisaje y el clima de la Montaña, y a otra cosa.
Al segundo día, aún se ven algunos
curiosos… y curiosas de copete, husmeando hacia la puerta de la calle, a las
horas probables en que él ha de salir.
Al tercero, nadie se acuerda ya del
personaje. Sólo la prensa local se ocupa, con un celo superior a todo elogio,
en decirnos si va o si viene, si le pintan los baños; si piensa darse
tantos o cuántos, y cuántos se ha dado ya; si prefiere el bonito a la merluza;
con quién comió y con quién comerá; a qué hora se acuesta; quiénes le hacen la
tertulia; de qué lado duerme y a qué hora se levanta.
Al octavo día, observa la gente que
por la Plaza Vieja sube un coche lleno de señores muy espetados.
—Ahí va —dicen algunos.
—A visitar el Instituto. Desde allí
irá a la Farola. Ahora viene del Cristo de la Catedral.
—Entones, ¿está ya para marcharse?
—Claro; ¡cuando le enseñan eso!...
Y así es, en efecto. Al cumplirse la
semana y media desde su llegada, vuelven a verse una mañana, camino de la
estación, los fraques, los galones, el coche, los granujas y los policías de la
otra vez; y en el andén, el mismo grupo dando sombreradas y apretones de manos
al propio personaje, que va poco a poco desapareciendo en un coche trese4rvadp
y muy majo; estalla en los aires otra m3edia docena de cohetes; vuelve a silbar
la locomotora, y parte el tren hacia la Peña del Cuervo, dejando atrás la
consabida crencha de humo vaporoso que ondula, se enrosca y serpentea, y al
cabo se pierde y desvanece en el espacio, como todas las vanidades de la
tierra.
Durante algunos días después, la
gente bien informada se las promete muy felices para los intereses del
común. Todos los proyectos que el Municipio tiene pendientes de superior
resolución, serán despachados como se pide; habrá subvenciones para esto y
parta lo otro y para lo de más allá; el puerto va a quedar como nuevo; los
barrancos que están a expensas del Estado a las inmediaciones de Santander,
volverán a ser anchas, firmes y cómodas carreteras… Él lo ha prometido, él lo
ha asegurado; él se lo ha ofrecido en confianza a Juan, a Pedro y a Diego… Va
muy satisfecho de nosotros, ¡contentísimo de la acogida que se le ha
hecho!
Claro es que ninguna de esas ofertas
se cumple, no sé si porque, en realidad, no se hicieron, o porque se olvidaron,
como tantas otras, pero, en cambio, un día del próximo otoño amanecen
Caballeros y Comendadores de tal y de cual, seis docenas de ciudadanos que se acostaron
simples mortales como yo. ¡Única estela que hoy dejan, a su paso por los
pueblos, los varios españoles que gozan del eventual y efímero privilegio de
ser recibidos con música y cohetes!
Posterior a Femeninas
(1895) y Epitalamio (1897), Corte de Amor es el primer libro del
siglo xx que publica Valle (1903), y lo hace muy ajustado aún, temática y estilísticamente
a un Modernismo que él defiende en un prólogo en el que habla de sí mismo a
través de un alias, M. Murguía, para destacar las virtudes del autor, no exento
de hipérboles: «El fruto de una inspiración, dueña ya de las condiciones
necesarias para alcanzar de golpe un primer puesto en la literatura del país». El
análisis no deja lugar a dudas sobre la complacencia de Valle con su nueva obra
y su propósito artístico: «De su tiempo tiene lo que llamamos modernismo, y la
nota de color viva, ardiente, sentida. En cambio, es suya la frase elegante,
armoniosa, llena de luz, que se desliza con gracia femenil, serpentina casi» y,
más adelante: «Romántico, aunque por modo novísimo, y femenino, puesto que no
nos habla de otra cosa que de los lances a que da lugar el amor de las mujeres
y de los afectos que inspiran».
Aunque he
escogido dos clásicos opuestos, un modo de habitar literariamente en el XIX y
otro de entrar en el XX, las narraciones de Valle tienen también algo de
cuadro, aunque no solo de costumbres, el mundo amatorio de la infidelidad,
sino, sobre todo, de una sutil psicologización, una indagación soberbia en el
mundo interior de los protagonistas, hombres y mujeres, pero sobre todo el de
ellas, que son las protagonistas cuyos nombres dan título a los relatos. El
majestuoso estilo decadentista de Valle asoma en todos los «cuadros», pero al buen
observador no le pasa desapercibida la irrupción de ciertas maneras satíricas
que no están lejos de sus futuros esperpentos, como se aprecia claramente en
esta escena de vodevil de Rosita:
«La bella Cardinal y la bella Otero, como
dos favoritas reales, se apeaban de sus carrozas doradas, luciendo el zapato de
tacón roja y la media de seda. Un lloro mexicano gritaba en el minarete del
palacio árabe, y una vieja enlutada, con todo el cabello blanco, acechaba tras
los cristales esperando al galán de su señora la princesa, para decirle, por
señas, que no podía subir. El enjambre de abejorros y tábanos zumbaba en torno
de los globos de luz eléctrica que iluminaba el pórtico del «Foreign Club» y
sobre la terraza de mármol blanco, colgada de enredaderas en flor, la orquesta
de zíngaros preludiaba en sus violines un viejo minué de Andrés Belino. El
Duquesito de Ordax quiso despedirse. La reina de Dalicam lo retuvo:
—Quédate,
niño. Quiero que intimes con mi marido».
Me ha llamado
la atención, en obra tan primeriza de Valle, el dominio estilístico pleno que se
manifestará como un arte total en la publicación de sus Sonatas, que
incluye no solo uno de los personajes de ficción más famosos de nuestras
letras, el marqués de Bradomín, sino la creación de un mundo que, gracias a la iniciativa
del rey Juan Carlos, traspasó la ficción para llegar a la realidad como titulo
nobiliario del que disfrutan sus descendientes. En estos retratos de mujeres
apasionadas, cínicas, discretas, amantes y hasta pudorosas, hay fragmentos tan
propios de Valle que permiten trazar una continuidad estilística entre esta
obra y sus hallazgos futuros, sea en la novela histórica, sea en el teatro, sea
incluso en la lírica caprichosa, ventolera, de La pipa de kif. Está
claro lo mucho que tienen de transgresión, en nuestros pacatos tiempos actuales
neopuritanos, retratos tan encarnados… —iba a escribir «descarnados», pero he
caído enseguida en el error— como el de Augusta: «Como el calor de un
vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente,
amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de
rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la
sensualidad sin domeñarla. […] Se negaba y resistía con ese instinto de las
hembras que quieren ser brutalizadas cada vez que son poseídas. Era una bacante
que adoraba el placer con la epopeya primitiva de la violación y de la fuerza».
Si tenemos en cuenta que va a casar a su hija con su amante, tenemos un retrato
«galante» de quien hoy, con nuestra legislación vigente, acabaría en la trena… O
sea, que de esteticismos melifluos ni por asomo…
Currita, sin embargo, la protagonista de La
Generala, enamorada literariamente del joven teniente Sandoval, sí se acerca
más a la estampa de prudencia de las malmaridadas de la época: «La Generala, sin
ser dueña de sí por más tiempo, empezó a sollozar con esa explosión de
cristales rotos que tienen las lágrimas en las mujeres nerviosas». Del mismo
modo que la matrona que quiere romper con el joven sin oficio ni beneficio que
tiene por amante, después de recuperar y quemar las cartas que la comprometían,
y tras oír de labios del joven despechado que su propia madre tenía amoríos y
la llamaban «La Canóniga», se aparta de su lado por la apariencia honrada del
matrimonio y de sus hijos de este modo inequívoco: «¡Y, sin embargo, la mirada
que ella le dirigió desde la puerta al alejarse para siempre, no fue de odio,
sino de amor…!».
Sorprende la
maestría con que Valle ha confeccionado estos retratos de psicologías de
mujeres enamoradas con matices tan variados, pero aún sorprende más el dominio
estilístico con que los hace. Es, por lo tanto, un placer inmenso sumergirse en
las páginas de esta Corte de amor de la magnífica Biblioteca Valle-Inclán del Círculo
de Lectores. A nadie decepcionará, del mismo modo que se divertirán lo suyo con
la lectura de la selección hecha por Bravo-Villasante para la colección El Carnaval
de las Letras, de la editorial Montena.
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