El difícil rechazo de la propia especie: la misantropía o el hartazgo de la sociabilidad reptiliana: verdad y caricatura de una caracterología.
Grande ha sido
mi decepción. Tan grande como grandes son los autores a lo que revisito llevado
por la emoción de confirmar lo que yace en el inconsciente colectivo: que ambos
textos habían fijado «de una vez por todas» un carácter tan particular y
reconocible como el del «misántropo». Vivía con esa idea, pero la relectura de ambas
obras me ha convencido de que las dos apenas se quedan en la superficie más tópica
del retrato de ese carácter más extendido de lo que se cree y menos conocido de
lo que se piensa. De hecho, ¿quién no se ha reconocido como misántropo alguna
vez, superado por las exigencias de la vida en sociedad o por los compromisos
familiares, de amistad y de mera
solidaridad, tan frecuente en nuestra sociedad? ¿Quién hay que no haya llegado
a la conclusión de Alcestes, al final de la obra de Molière?: Traicionado
por todas partes, abrumado por mil injusticias, voy a huir del abismo en que
triunfan los vicios y a buscar en la tierra un lugar retirado donde pueda
permitirme la libertad de ser un hombre de honor. Es decir, que a lo largo
de la obra, el temible misántropo cultiva su carácter casi como un disfraz que
le ahorra ciertas inconveniencias de la vida social, y le permite sustraerse a compromisos
que juzga indeseables, siempre, eso sí, que esa careta con que pone freno a la
relación con los demás no le impida conseguir el amor de a quien desea con
fervor, lo cual ya nos permite dudar de la «seriedad», digámoslo así, de su
misantropía. Ese «lugar retirado» es en el que vive el misántropo de Menandro,
cuidándose de sí y conviviendo con una hija, pero rehuyendo todo otro trato con
sus iguales, incluso con su propia mujer, de la que vive separado. Cnemón está
orgulloso de su manera de ser, y le parece propiamente un ideal, tal y como le
revela a su hijo: No es propio de un hombre hablar más de lo debido. Sin
embargo, tienes que saber algo, hijo, pues quiero decirte unas pocas cosas
sobre mí y mi carácter. Si todos fueran como yo, no habría tribunales, ni los
hombres llevarían a la cárcel a sus semejantes, ni habría guerra, cada uno se
contentaría con tener lo justo. Pero quizá os agraden más las cosas como son.
El enredo de la obra, que incluye un romance y exige un final feliz, implica
que Cnemón caiga en un pozo y que sea rescatado por su criado, razón por la
cual entra él en la razón de no impedir que se acerquen a su hija con la
intención de desposarse con ella. En la Comedia Nueva, la propia de
Menandro, había un propósito moralizador que no lo hay ya en el teatro de Molière,
aunque en este el carácter del personaje se define de forma más exhaustiva y
Alcestes se declara por extenso e intenso sobre -y en eso coincide con Cnemón-
lo contento que está con su propia manera de ser: Nada aborrezco tanto como
las contorsiones de todos esos grandes hacedores de protesta, esos afables
donantes de frívolos abrazos, esos obligados voceros de inútiles palabras que
con todos realizan alardes de cortesía y tratan de igual modo al honrado que al
fatuo. […] La estimación tiene
como base alguna preferencia, y estimar a todo el mundo es no estimar a nadie.
[…] Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que no hace del mérito
ninguna diferencia; quiero que se me distinga, y hablándoos con franqueza, ser
amigo del género humano no me cuadra en absoluto. […] Quiero que el
hombre sea hombre, y que en cualquier momento se revele el fondo de nuestro
corazón en nuestras palabras. […] Me hiere y me disgusta mortalmente ver
la complacencia que se tiene para el vicio; y a veces siento impulsos
repentinos de huir a un desierto, del trato de los hombres. Tan es así, que
uno de sus interlocutores ha de recordarle la necesidad que tenemos de sociabilidad,
razón por la cual hemos de practicar la tolerancia para con los demás, alejándonos
del rigor del juicio severo que nos aísla: Hay que apenarse un poco menos
por las costumbres de la época y disculpar un poco más la naturaleza humana.
[…] En el mundo, es preciso saber ser tratable; a fuerza de cordura, podemos
hacernos insufribles. Alcestes, al final, es víctima de ese severo carácter suyo insufrible que no acepta los
términos medios de una discreta mentira en aras de la convivencia. Pagado de sí
mismo, reconoce, sin embargo, que su propia tranquilidad espiritual depende de
ser amado por quien en modo alguno está dispuesta a transigir con esa
endemoniada y altiva manera de ser que mira a todo el mundo por encima del
hombro, como cuando desprecia al poeta que busca la alabanza y solo recibe la
destemplanza: ORONTE: ¿No podría saber lo que os parece mi soneto? ALCESTE:
Francamente, es como para guardarlo en un bargueño. En estos enredos
sociales de menor interés se desenvuelve la obra como un fresco social en el
que la misantropía no acaba de perfilarse adecuadamente, sino como un rechazo
al trato que proviene delo que podría ser una justificada esquivez de la
trivialidad, la banalidad y la superficialidad, a juzgar por cómo se describen
otros personajes de esa sociedad de la que el misántropo quiere alejarse, como
este en boca de Celimena: Es un hombre todo misterio, de pies a cabeza, que
os lanza al paso miradas enfebrecidas, y que sin tarea alguna que se conozca,
anda siempre atareado. Os habla siempre con abundancia de gestos, y, a fuerza
de cumplidos, fatiga a todo el mundo; dispone siempre de un secreto, que
comunica en voz baja […] y ese secreto luego resulta que no es nada
[…], y lo dice todo al oído, inclusive los buenos días.
Bien se
advierte, pues, que tenemos, en la literatura, un cierto problema con la misantropía
que no raye en lo delictuoso de Unabomber, ni en la psicopatología, al
estilo del personaje cinematográfico de Mejor…imposible, de James L.
Brooks o de un personaje real como el autor de El guardián entre el centeno,
J.D.Salinger, cuya aversión, más que a sus semejantes, lo era contra los media.
En cualquier caso, lo que está claro es que la misantropía tiene más de tópico caracterológico
que de realidad explorada psicológicamente hasta sus últimas consecuencias,
acaso como lo intento Herman Hesse en El lobo estepario, una obra que no
admite una relectura pasados los preceptivos veinte años de la primera; pero
eso les ocurre a muchas novelas de las que solemos calificar como “de ideas”,
que envejecen muy mal.
A mi modesto
entender de persona usualmente cordial, de fácil trato y dispuesto a pegar la
hebra con el mismísimo Mefistófeles, si se tercia, la misantropía tiene más de reacción
pasajera y defensiva que propiamente de una personalidad cuajada e
inmodificable que nos acompaña a lo largo de la existencia. Es cierto que hay personas
incompatibles con la vida y que escogen, a la que pueden, el camino de
desparecer de este mundo, y todos mis respetos para ellas. Otros son huraños,
esquivos, malhumorados y de trato prácticamente imposible, lo cual no implica
que ello afecte a cualquier semejante, sino solo a algunos en particular y por
razones que a esas mismas personas se les escapan. El mal genio, que sería la
máxima atenuación de la misantropía, está tan extendido que, si por ello
juzgáramos a las personas, poca sociedad cordial iba a quedársenos. Ebenezer
Scrooge es una simplificación ternurista del misántropo, y me parece más
apropiada la inteligente plasmación de ese carácter que nos encontramos en La
piedra lunar, de Wilkie Collins, en la persona del mayordomo Betteredge,
lector ferviente, por cierto, de las aventuras de un hombre «reducido» a la
soledad por causa de fuerza mayor, lo que equivale a una suerte de misantropía
obligada que solo se atenúa con el descubrimiento y la evangelización de
Viernes.
A todos en un
momento u otro nos molestan nuestros semejantes y todos hemos deseado, como Alcestes,
retirarnos a una isla desierta donde no nos importune la presencia de los demás,
con sus expectativas o sus exigencias respecto de nosotros. Son muchas las
personas cuyo ideal de vida consiste en colgarse de la frente la percha de cartón
de los hoteles que nos asegura un descanso más largo del habitual: Please Do
not Disturb…, y hay no pocas personas que con su frialdad polar marcan unas
distancias que hacen imposible siquiera el acercamiento de la cortesía mínima que
garantiza la convivencia. Pero tengo para mí que lo que demasiado alegremente
llamamos misantropía, es decir, en toda su crudeza: «odio a nuestros semejantes»,
solo puede darse si media una de esas perturbaciones mentales graves que he
señalado con anterioridad. Creo que estamos determinados genéticamente, como
especie sociable que somos, a la colaboración con nuestros semejantes, y que
solo a través de esa cooperación forjamos, incluso, nuestra personalidad
individual. De ahí, por lo tanto, la dificultad intrínseca para perfilar el «tipo»
literario del misántropo, cuyas personificaciones siempre acaban pareciéndonos «acartonadas»,
«envaradas», ajustadas a un patrón fácilmente reconocible, pálidos reflejos, en
definitiva, de lo que el terrible
concepto contenido en el calificativo, «odio», suele provocar. No es menos relevante, a los
efectos de estas consideraciones, que tanto Menandro como Molière nos hablen
del misántropo en dos comedias con las que nos quieren hacer reír, porque, para
ellos, como para la mayoría de nosotros, la misantropía, peca más de ridícula
que de peligrosa para la paz social.
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