miércoles, 16 de diciembre de 2020

«El misántropo», de Menandro y «El misántropo» de Molière: dos aproximaciones distintas y un mismo «error» verdadero.

 


El difícil rechazo de la propia especie: la misantropía o el hartazgo de la sociabilidad reptiliana: verdad y caricatura de una caracterología. 

         Grande ha sido mi decepción. Tan grande como grandes son los autores a lo que revisito llevado por la emoción de confirmar lo que yace en el inconsciente colectivo: que ambos textos habían fijado «de una vez por todas» un carácter tan particular y reconocible como el del «misántropo».  Vivía con esa idea, pero la relectura de ambas obras me ha convencido de que las dos apenas se quedan en la superficie más tópica del retrato de ese carácter más extendido de lo que se cree y menos conocido de lo que se piensa. De hecho, ¿quién no se ha reconocido como misántropo alguna vez, superado por las exigencias de la vida en sociedad o por los compromisos familiares, de amistad y de  mera solidaridad, tan frecuente en nuestra sociedad? ¿Quién hay que no haya llegado a la conclusión de Alcestes, al final de la obra de Molière?: Traicionado por todas partes, abrumado por mil injusticias, voy a huir del abismo en que triunfan los vicios y a buscar en la tierra un lugar retirado donde pueda permitirme la libertad de ser un hombre de honor. Es decir, que a lo largo de la obra, el temible misántropo cultiva su carácter casi como un disfraz que le ahorra ciertas inconveniencias de la vida social, y le permite sustraerse a compromisos que juzga indeseables, siempre, eso sí, que esa careta con que pone freno a la relación con los demás no le impida conseguir el amor de a quien desea con fervor, lo cual ya nos permite dudar de la «seriedad», digámoslo así, de su misantropía. Ese «lugar retirado» es en el que vive el misántropo de Menandro, cuidándose de sí y conviviendo con una hija, pero rehuyendo todo otro trato con sus iguales, incluso con su propia mujer, de la que vive separado. Cnemón está orgulloso de su manera de ser, y le parece propiamente un ideal, tal y como le revela a su hijo: No es propio de un hombre hablar más de lo debido. Sin embargo, tienes que saber algo, hijo, pues quiero decirte unas pocas cosas sobre mí y mi carácter. Si todos fueran como yo, no habría tribunales, ni los hombres llevarían a la cárcel a sus semejantes, ni habría guerra, cada uno se contentaría con tener lo justo. Pero quizá os agraden más las cosas como son. El enredo de la obra, que incluye un romance y exige un final feliz, implica que Cnemón caiga en un pozo y que sea rescatado por su criado, razón por la cual entra él en la razón de no impedir que se acerquen a su hija con la intención de desposarse con ella. En la Comedia Nueva, la propia de Menandro, había un propósito moralizador que no lo hay ya en el teatro de Molière, aunque en este el carácter del personaje se define de forma más exhaustiva y Alcestes se declara por extenso e intenso sobre -y en eso coincide con Cnemón- lo contento que está con su propia manera de ser: Nada aborrezco tanto como las contorsiones de todos esos grandes hacedores de protesta, esos afables donantes de frívolos abrazos, esos obligados voceros de inútiles palabras que con todos realizan alardes de cortesía y tratan de igual modo al honrado que al fatuo.  […] La estimación tiene como base alguna preferencia, y estimar a todo el mundo es no estimar a nadie. […] Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que no hace del mérito ninguna diferencia; quiero que se me distinga, y hablándoos con franqueza, ser amigo del género humano no me cuadra en absoluto. […] Quiero que el hombre sea hombre, y que en cualquier momento se revele el fondo de nuestro corazón en nuestras palabras. […] Me hiere y me disgusta mortalmente ver la complacencia que se tiene para el vicio; y a veces siento impulsos repentinos de huir a un desierto, del trato de los hombres. Tan es así, que uno de sus interlocutores ha de recordarle la necesidad que tenemos de sociabilidad, razón por la cual hemos de practicar la tolerancia para con los demás, alejándonos del rigor del juicio severo que nos aísla: Hay que apenarse un poco menos por las costumbres de la época y disculpar un poco más la naturaleza humana. […] En el mundo, es preciso saber ser tratable; a fuerza de cordura, podemos hacernos insufribles. Alcestes, al final, es víctima de ese severo  carácter suyo insufrible que no acepta los términos medios de una discreta mentira en aras de la convivencia. Pagado de sí mismo, reconoce, sin embargo, que su propia tranquilidad espiritual depende de ser amado por quien en modo alguno está dispuesta a transigir con esa endemoniada y altiva manera de ser que mira a todo el mundo por encima del hombro, como cuando desprecia al poeta que busca la alabanza y solo recibe la destemplanza: ORONTE: ¿No podría saber lo que os parece mi soneto? ALCESTE: Francamente, es como para guardarlo en un bargueño. En estos enredos sociales de menor interés se desenvuelve la obra como un fresco social en el que la misantropía no acaba de perfilarse adecuadamente, sino como un rechazo al trato que proviene delo que podría ser una justificada esquivez de la trivialidad, la banalidad y la superficialidad, a juzgar por cómo se describen otros personajes de esa sociedad de la que el misántropo quiere alejarse, como este en boca de Celimena: Es un hombre todo misterio, de pies a cabeza, que os lanza al paso miradas enfebrecidas, y que sin tarea alguna que se conozca, anda siempre atareado. Os habla siempre con abundancia de gestos, y, a fuerza de cumplidos, fatiga a todo el mundo; dispone siempre de un secreto, que comunica en voz baja […] y ese secreto luego resulta que no es nada […], y lo dice todo al oído, inclusive los buenos días.

         Bien se advierte, pues, que tenemos, en la literatura, un cierto problema con la misantropía que no raye en lo delictuoso de Unabomber, ni en la psicopatología, al estilo del personaje cinematográfico de Mejor…imposible, de James L. Brooks o de un personaje real como el autor de El guardián entre el centeno, J.D.Salinger, cuya aversión, más que a sus semejantes, lo era contra los media. En cualquier caso, lo que está claro es que la misantropía tiene más de tópico caracterológico que de realidad explorada psicológicamente hasta sus últimas consecuencias, acaso como lo intento Herman Hesse en El lobo estepario, una obra que no admite una relectura pasados los preceptivos veinte años de la primera; pero eso les ocurre a muchas novelas de las que solemos calificar como “de ideas”, que envejecen muy mal.

         A mi modesto entender de persona usualmente cordial, de fácil trato y dispuesto a pegar la hebra con el mismísimo Mefistófeles, si se tercia, la misantropía tiene más de reacción pasajera y defensiva que propiamente de una personalidad cuajada e inmodificable que nos acompaña a lo largo de la existencia. Es cierto que hay personas incompatibles con la vida y que escogen, a la que pueden, el camino de desparecer de este mundo, y todos mis respetos para ellas. Otros son huraños, esquivos, malhumorados y de trato prácticamente imposible, lo cual no implica que ello afecte a cualquier semejante, sino solo a algunos en particular y por razones que a esas mismas personas se les escapan. El mal genio, que sería la máxima atenuación de la misantropía, está tan extendido que, si por ello juzgáramos a las personas, poca sociedad cordial iba a quedársenos. Ebenezer Scrooge es una simplificación ternurista del misántropo, y me parece más apropiada la inteligente plasmación de ese carácter que nos encontramos en La piedra lunar, de Wilkie Collins, en la persona del mayordomo Betteredge, lector ferviente, por cierto, de las aventuras de un hombre «reducido» a la soledad por causa de fuerza mayor, lo que equivale a una suerte de misantropía obligada que solo se atenúa con el descubrimiento y la evangelización de Viernes.

         A todos en un momento u otro nos molestan nuestros semejantes y todos hemos deseado, como Alcestes, retirarnos a una isla desierta donde no nos importune la presencia de los demás, con sus expectativas o sus exigencias respecto de nosotros. Son muchas las personas cuyo ideal de vida consiste en colgarse de la frente la percha de cartón de los hoteles que nos asegura un descanso más largo del habitual: Please Do not Disturb…, y hay no pocas personas que con su frialdad polar marcan unas distancias que hacen imposible siquiera el acercamiento de la cortesía mínima que garantiza la convivencia. Pero tengo para mí que lo que demasiado alegremente llamamos misantropía, es decir, en toda su crudeza: «odio a nuestros semejantes», solo puede darse si media una de esas perturbaciones mentales graves que he señalado con anterioridad. Creo que estamos determinados genéticamente, como especie sociable que somos, a la colaboración con nuestros semejantes, y que solo a través de esa cooperación forjamos, incluso, nuestra personalidad individual. De ahí, por lo tanto, la dificultad intrínseca para perfilar el «tipo» literario del misántropo, cuyas personificaciones siempre acaban pareciéndonos «acartonadas», «envaradas», ajustadas a un patrón fácilmente reconocible, pálidos reflejos, en definitiva,  de lo que el terrible concepto contenido en el calificativo, «odio»,  suele provocar. No es menos relevante, a los efectos de estas consideraciones, que tanto Menandro como Molière nos hablen del misántropo en dos comedias con las que nos quieren hacer reír, porque, para ellos, como para la mayoría de nosotros, la misantropía, peca más de ridícula que de peligrosa para la paz social.

 

 

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