El
origen del género de las utopías o la imposible planificación de la sociedad y
la naturaleza humanas: una lección de antropología fantástica y de política
ficción.
Salgo de la lectura de La
República notablemente
desconcertado, porque, en mi primer enfrentamiento directo con el texto, me he
encontrado, además de con los grandes relatos míticos, el anillo de Giges, la
caverna o el Juicio Final, sin duda lo mejor del diálogo, con una obra
deslavazada en la que uno no sabe ya si es más importante el diseño de la
estructura orgánica que permita funcionar a dicha república, las condiciones
para ser miembro de la casta dirigente, la de los guardianes, el análisis de
los caracteres humanos, puestos, eso sí, en relación preceptiva con el tipo de
sociedades a las que Platón otorga carta de naturaleza, a saber: la
aristocracia, la timocracia, la democracia y la tiranía, la reivindicación del
conocimiento como piedra angular de cualquier construcción política o las
preclaras invectivas contra la poesía mimética que cierran el volumen, entre
otros asuntos todos ellos de altísimo interés. El libro arranca a las mil
maravillas con una discusión entre Sócrates y Trasímaco sobre qué sea lo justo,
lo que le da pie a Platón para fijar dos posiciones diametralmente opuestas: la
de Trasímaco, que reivindica que lo justo es lo que le conviene al más fuerte y
la de Sócrates, que se opone a ella. Para Trasímaco, lo justo no es otra cosa que lo que
conviene al más fuerte. (…) Cada Gobierno establece las leyes según lo que a él
conviene: la democracia, de manera democrática; la tiranía, tiránicamente, y
así todos los demás. Una vez establecidas estas leyes, declaran que es justo
para los gobernados lo que solo a los que mandan conviene, y al que de esto se
aparte lo castigan como contraventor de las leyes y de la justicia. Lo que yo
digo, mi buen amigo, que es igualmente justo en todas las ciudades, es lo que
conviene para el que detenta el poder, o lo que es lo mismo, para el que manda;
de modo que para todo hombre que discurre rectamente, lo justo es siempre lo
mismo: lo que conviene para el más fuerte. (…) La injusticia, llevada a su
punto máximo, es más fuerte, más libre y más poderosa que la justicia, y, como
decía al principio, lo justo resulta ser lo que conviene al más fuerte y lo
injusto, en cambio, lo ventajoso y conveniente para uno mismo. La defensa
que de lo justo hace Sócrates pasa, necesariamente, por la creación de la ley,
que es la expresión del acuerdo social para instaurar la concordia y el respeto
en las sociedades humanas: Luego
que los hombres comenzaron a realizar y a sufrir injusticias, tanto como a
gustar de ambos actos, los que no podían librarse de ellos resolvieron que
sería mejor establecer acuerdos mutuos para no padecer ni cometer injusticias;
y, entonces, se dedicaron a promulgar leyes y convenciones y dieron en llamar
justo y legítimo al mandato de la ley; tal es la génesis y la esencia de la
justicia. (…) La justicia es querida no como un bien, sino como algo respetado por
incapacidad para cometer la injusticia. Y ahí es donde entre el hermoso
relato del anillo de Giges que ilustra la tendencia al mal congénita en todos
los miembros de la especie, porque, pudiendo hacerlo en provecho propio sin
sufrir el castigo correspondiente, ¿quién no lo haría? A eso es a lo que da
respuesta la narración de Glaucón que conviene recordar, en resumen: Habiendo sobrevenido en cierta
ocasión una gran tormenta acompañada de un terremoto, se abrió la tierra y se
produjo una sima en el lugar donde apacentaba sus rebaños. Ver esto y quedar
lleno de asombro fue una misma cosa, por lo cual bajó siguiendo la sima, en la
que admiró, además de otras cosas maravillosas que narra la fábula, un caballo
de bronce, hueco, que tenía unas puertas a través de las que podía entreverse
un cadáver, al parecer de talla mayor que la humana. En este no se advertía
otra cosa que una sortija de oro en la mano, de la que se apoderó el pastor,
retirándose con ella. Luego, reunidos los pastores en asamblea, según la costumbre,
a fin de informar al rey, como todos los meses, acerca de los rebaños, se
presentó también aquel con la sortija en la mano. Sentado como estaba entre los
demás, sucedió que, sin darse cuenta, volvió la piedra de la sortija hacia el
interior de la mano, quedando por esta acción oculto para todos los que lo
acompañaban, que procedieron a hablar de él como si estuviera ausente. Admirado
de lo que ocurría, de nuevo toco la sortija y volvió hacia fuera la piedra, con
lo cual se hizo visible. Su asombro lo llevó a repetir la prueba para
asegurarse del poder de la sortija, y otra vez se produjo el mismo hecho:
vuelta la piedra hacia dentro, se hacía invisible, y vuelta hacia fuera,
visible. Convencido ya de su poder, al punto procuró que le incluyeran entre
los enviados que habrían de informar al rey, y una vez allí sedujo a la reina y
se valió de ella para matar al rey y apoderarse del reino. Supongamos, pues,
que existiesen dos sortijas como esta, una de las cuales la disfrutase el justo
y la otra le injusto, no parece probable que hubiese nadie tan firme e sus
convicciones que permaneciese en la justicia y que se resistiese a hacer uso de
lo ajeno, pudiendo a su antojo apoderarse en el mercado de lo que quisiera o
introducirse en las casas de los demás para dar rienda suelta a sus instintos,
matar y liberar a su capricho, y realizar entre los hombres cosas que solo un
dios sería capaz de cumplir. (…) Con esto se probaría que nadie es justo por su
voluntad, sino por fuerza, de modo que no constituye un bien personal, ya
que si uno piensa que está a su alcance el cometer injusticias, realmente
las comete. (…) La más perfecta injusticia consiste en parecer ser justo sin
serlo. Es curiosa la coincidencia en un aspecto de las narraciones míticas
que aparecen en este diálogo republicano: en las tres aparecen, respectivamente
una sima, una cueva y el Tártaro, en las entrañas de la tierra, lo cual nos
permite trazar un eje vertical desde el subsuelo hasta el empíreo que responde
perfectamente al idealismo platónico, porque, encarnándonos en la tierra, las
almas no han de tener otra preocupación y ocupación que aspirar al conocimiento
del bien - muchas veces
habré repetido que la idea del bien es el conocimiento más importante, pues es
esa idea la que proporciona utilidad y positiva ventaja tanto a la justicia
como a las demás virtudes. (…) La idea del bien es la que procura la verdad a
los objetos de la ciencia y la facultad de conocer al que conoce-, de la
verdad y al establecimiento de lo justo a través de la ley -lo que interesa
a la ley es llevar el orden a los que viven en la ciudad, bien sea por el
convencimiento o por la fuerza-, algo que solo puede conseguirse a través
del estudio filosófico y con la herramienta preceptiva de la dialéctica,
como deja meridianamente claro en el texto, sobre todo cuando usa la imagen del
alma lastrada por el plomo de la concupiscencia frente a la liberada de
la contemplación filosófica: Si
ya desde la infancia se procediese a una poda radical de esas tendencias
innatas que, como bolas de plomo y empujadas por la glotonería y otros placeres
por el estilo, inclinan hacia abajo la visión del alma; si, liberada de ellas,
se volviese, en cambio, hacia la verdad, esa alma de esos mismos hombres la
vería con gran agudeza, no de otro modo que las cosas que ahora ve. (…) ¿No es
natural y se deduce necesariamente de todo lo dicho con anterioridad que ni los
faltos de educación y alejados de la verdad resultan adecuados en ninguna
ocasión para regentar la ciudad, ni tampoco los que emplean todo su tiempo en
el estudio? Los primeros, porque no tienen en su vida objetivo alguno que
regule todas las actividades que deben desarrollar tanto en sus relaciones
públicas como privadas; los segundos, porque no consentirán en ello
voluntariamente, creyendo que viven ya en las islas de los bienaventurados. Veníamos del camino hacia
abajo y hacia arriba, que, al decir de Heráclito, es uno y el mismo, una
topografía que ha hecho fortuna en todas las civilizaciones y que, en el
caso de Platón, se corresponde, dirección por dirección, con la teoría de las
ideas y de la reminiscencia, así como con la de la inmortalidad del alma, cuyas
líricas transmigraciones se nos describen al final del libro en la narración
que hace Er , ciudadano de Panfilia -atentos al guiño etimológico- de su visita
al reino de las sombras, y habríamos de recordar, por otro lado, que el templo
de Apolo en Delos, lugar del saber por excelencia en Grecia, se consideraba el
“ombligo del mundo”, algo así como el punto de intersección de todas las
realidades, visibles e invisibles. Más allá de la orografía, lo que establece
el diálogo es algo así como las condiciones ideales de vida y supervivencia de
una república que supere las formas de gobierno vigentes en su momento, de las
que Platón hace una acerada crítica. Sócrates, junto a sus interlocutores, va a
ir desgranando una por una las condiciones de esa república ideal, si bien lo
hace desde un punto de vista escéptico sobre el éxito de su misión creadora,
tal y como él mismo lo dice en un momento del desarrollo del diálogo: Me parece que yo mismo estoy
cayendo en el ridículo (…), pues que me he olvidado de que todo esto no es más
que un proyecto, y lo he tomado con mucho calor. No se trata tanto de que
caiga en el ridículo cuanto de que la dimensión ideal de que dota a su
organización política choca tanto con las costumbres vigentes en su época, a
las que les suenan demasiado extrañas ciertas prescripciones organizativas,
como con la posibilidad real de que lleguen a hacerse realidad. La buena
intención es evidente, pero incluso sus interlocutores le reprochan que se
“eleve” demasiado a un ideal de imposible cumplimiento. Eso no es óbice para
que Sócrates vaya encadenando condiciones de existencia de “su” República cuya
oportunidad programática está fuera de toda duda, como fuera de ella está,
igualmente, la imposibilidad de su cumplimiento, por supuesto. La
reivindicación de la educación y del conocimiento como requisito indispensable
para ejercer la vigilancia y control de la república por parte de las personas
destinadas a tan alta y responsable función es lo primero que debería llamar la
atención en nuestros días a quienes hacen de la política una oportunidad
profesional por la nula cualificación que requiere su pleno ejercicio más que
bien remunerado a ciertos niveles de representación. Del libro se deduce que
Platón ha soñado una república cuyo fundamento es la filosofía, además de la
gimnasia y la música, porque solo a través de la filosofía puede uno elevarse a
la visión de la idea del bien, individual y común, que está en la base del
sistema que propugna. De hecho, como recuerda Sócrates: Si existiera una ciudad de hombres
buenos, habría lucha para no gobernar como ahora la hay para gobernar, y
entonces se mostraría claramente que el verdadero gobernante no ejerce en
realidad el cargo para mirar por su propio bien, sino por el del gobernado,
de donde se deduce que no hay peor castigo que ser gobernado por el más indigno,
caso de que los buenos no quieran gobernar. La República no pretende ser,
si yo no la he leído mal, algo así como lo que hoy conocemos por constitución,
un corpus de leyes máximas que ordenan la convivencia, sino una suerte de
programa educativo para formar la clase dirigente de la misma, acompañado de un
repertorio de obligaciones que han regir su actuación privada y pública, entre
las que destacan, excepcionalmente, la suerte de vida comunista que plantea
Platón para esos guardianes, una visión tribal de los mismos que nada tiene que
envidiar a lo que no hará mucho nos sugirió la instalada dirigente antisistema
de la CUP catalana Anna Gabriel. Consciente de estar exponiendo un programa
totalmente “subversivo”, Platón establece que, en su república, los
“hermanos” de la ciudad se dividen en seres de oro, plata, bronce y hierro y cada cual ha de esforzarse por
tener hijos de su propia naturaleza, y si, por azar, entre los dos
últimos nacieran de los primeros, con mezcla de oro o plata, ha de ser educado
para guardián, y si entre los dos primeros naciera descendencia con bronce o
hierro, deberán relegar la descendencia a las tareas auxiliares del bronce y
del hierro: artesanos o labradores. El oráculo dice que la ciudad será
destruida cuando la vigile un guardián de hierro o de bronce. Luego
volveremos sobre la particular defensa de la eugenesia que plantea Platón casi
de un modo inmisericorde y que bien puede fijarse como lamentable precedente
intelectual de la que se vivió durante la época nazi en Alemania. Sigamos con
ese régimen comunista según el cual nadie
poseería hacienda propia, salvo caso de extrema necesidad. Nadie dispondrá
tampoco de habitación y despensa en donde no pueda entrar todo el que lo desea.
Respeto a los víveres se ordenará que reciban [los guardianes] del resto de los
ciudadanos una retribución adecuada y ni mayor ni menor que la que necesiten
para el año unos guerreros fuertes, sobrios y valerosos. Frecuentarán las
comidas en común, obrando siempre, en este sentido, como si estuviesen en
campaña. Y se les dirá, en cuanto al oro y la plata, que los dioses ya han
dotado a sus almas para siempre de porciones divinas de estos metales, por lo
que no tienen necesidad del oro y la plata terrestres, cuya adquisición
mancharía ese mismo don recibido. (…) Serán ellos los únicos a los que no se
permita manejar e incluso tocar el oro y la plata, ni penetrar en la casa donde
se guarden o beber en recipientes de estos metales. Así mismo, por lo que
hace a la descendencia, la posesión de las mujeres, los asuntos del
matrimonio y de la procreación de los hijos deben ser comunes entre amigos en
la mayor medida posible. Pero
va más allá, porque, a su
entender, las mujeres de estos
hombres serán comunes para todos ellos, y ninguna convivirá en privado con
ninguno de estos. Los hijos serán también comunes, y ni el padre conocerá a su
hijo ni el hijo a su padre, algo que a su interlocutor, Glaucón, descoloca por completo, intuyendo que Sócrates
roza, en su planteamiento político, la más abierta extravagancia: estimo que esa ley -le responde Glaucón- va
a provocar mucha más desconfianza que la precedente en cuanto a la posibilidad
de su aplicación y a la ventaja que ofrezca. En esa clasificación
humana de los capaces y los incapaces, tan extendida en el seno del capitalismo
neoliberal, por ejemplo, Sócrates no tiene empacho en declarar algo así como
que la prevalencia de la ley y la justicia pasa incluso por delante de la vida
humana: suplico a Adrastea, Glaucón, que no me tenga en cuenta lo que
voy a decir, esto es, que considero un crimen menor matar a uno
involuntariamente que hacerle víctima de engaño en lo referente a la belleza,
bondad y justicia de las leyes. Algo que se compadece perfectamente con la
frialdad con que Sócrates establece la selección natural humana que ha de
buscar lo mejor para su república: y
a los jóvenes que se distingan en la guerra o en otra actividad, habrá que
concederles entre otros premios una mayor facultad para cohabitar con las
mujeres, con lo cual se dará también ocasión a que nazcan de esos hombres el
mayor número de hijos. (…) que serán recogidos por personas competentes. (…);
en cambio, a los hijos de los peores o a cualquiera de los otros que nazca
lisiado, los mantendrán ocultos, como es natural, en un lugar secreto y
desconocido. Al final, lo que propone Platón es la creación de un cuerpo de élite que gobierne la república sin cortapisa alguna ni rendición de cuentas, dando por sentado que esos guardianes selectos son algo así como la aristocracia de la especie, el súmmum de la perfección y casi incapaz de equivocarse. Tan es así, que Platón no duda ni siquiera en otorgarles, como herramienta de gobierno, la capacidad de recurrir al uso de la mentira si bien siempre en beneficio de sus adninistrados, y ahí es donde me ha venido a la memoria el San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno: Quizás convenga que nuestros gobernantes usen muchas veces de la mentira y del engaño en favor de sus gobernados. Decíamos ya en alguna ocasión que la mentira puede resultar útil usada como medicina. Ahora bien, no se trata de un uso común de la mentira, sino de un uso restringido exclusivamente a los guardianes: Si a alguien es lícito faltar a la verdad será únicamente a los que gobiernan la ciudad, autorizados para hacerlo con respecto a sus enemigos y conciudadanos. Nadie más podrá hacerlo. De algún modo, pues, a Platón no se le escapaba esa necesidad de opacidad sobre las inevitables "cloacas del poder" que ningún modelo social puede obviar. Estos juicios tienen que ver, claro está, con el proyecto de hombre perfecto
que supone La República, que no es otro que aquel que ha de aspirar al
conocimiento de la verdadera naturaleza del ser, del alma de origen divino,
cuya existencia se justifica por el conocimiento de la idea del bien
supremo que todo lo engendra, que es la conclusión a la que llega a través de
la narración de la caverna: lo
último que se percibe, aunque difícilmente, en el mundo inteligible es la
idea del bien, idea que una vez percibida, da pie para afirmar que es la causa
de todo lo recto y hermoso que existe en todas las cosas. En el mundo visible
ha producido la luz y el astro señor de esta, y en el inteligible la verdad y
el puro conocimiento. El bien, así pues, es, para Platón, la causa directa
de la existencia del sol, en el plano material, y de la verdad y el
conocimiento en el plano espiritual, pero a ese descubrimiento solo se llega a
través de la práctica filosófica y mediante la dialéctica que, como bien
señala, solo poseen quienes
tienen la visión de conjunto de las cosas, un conocimiento que es el único que proporciona firmeza a
los que lo hayan adquirido. El diálogo pone el énfasis reiteradamente en
varios conceptos capitales en toda la obra de Platón: la virtud, el bien, la
justicia, la ley y el conocimiento. De ahí que todo su esfuerzo se concentre en
lograr la educación perfecta, primero a través de la gimnasia y la música y
después a través de la filosofía de los seres superiores que constituirán la
casta privilegiada de los guardianes, al servicio del bien común, eso también
conviene recordarlo, como ya se ha visto anteriormente cuando prescribía que
quienes son “de oro” por naturaleza no han de aspirar a la posesión del mismo.
No estamos, pues, ante un modo tiránico, timocrático o democrático de
organización, sino ante un nuevo experimento en que la labor de los guardianes
supera los regímenes conocidos, cuyas flaquezas y generosidades analiza Platón
en el diálogo poniendo en relación los diferentes caracteres humanos que los
han propiciado, porque, como le dice, no sin cierta sorna a Glaucón: ¿No sabes que existen por
fuerza tantos caracteres de hombres como regímenes políticos? ¿O piensas que
los regímenes nacen de alguna encina o de alguna piedra, y no de los caracteres
que se dan en las ciudades y que arrastran en su misma dirección a todo lo
demás? A la clasificación de
esas psicologías y a las modalidades de gobierno que emergen de ellas, les
dedica Platón no poco espacio en su República.
De hecho, él traza una línea causal desde la timocracia hasta la tiranía, pues
presenta los diferentes regímenes como una respuesta a los excesos del
anterior, dejando de lado la aristocracia, que es el “bueno y justo”. La
timocracia, o timarquía, de la que después habla como oligarquía, sería el
gobierno de los ambiciosos: Para
mí, la oligarquía es un régimen en el que decide la tasación de la fortuna y,
por tanto, en el que mandan los ricos, sin que los pobres tengan participación
en él. (…) Por consiguiente, cuanto más se honra en una ciudad a la riqueza y a
los hombres ricos, menos se estima la virtud y a los hombres buenos. (..) Uno
de los defectos primordiales de la oligarquía es que una ciudad como esa será
necesariamente no una, sino dos, la ciudad de los pobres y la ciudad de los
ricos, que conviven en el mismo lugar y se tienden asechanzas entre sí. De
esa división radical entre ricos y pobres se pasa, ¡y cómo no!, a la
instauración de la democracia, que se origina, según Platón, cuando los pobres, después de
vencer a los ricos, a unos les dan muerte, a otros les destierran y a los demás
les reservan equitativamente cargos de gobierno que, en este sistema, suelen
otorgarse por sorteo. (…) De esta manera se produce el restablecimiento de la
democracia; unas veces haciendo uso de las armas, otras por el temor que se
apodera de los demás y les obliga a retirarse. Glaucón, sin embargo, no
tarda en intuir los excesos de semejante régimen: ¿no contará el régimen con hombres
libres y no se verá inundada la ciudad de libertad y de abuso desmedido del
lenguaje, con licencia para que cada uno haga o que se le antoje? Sócrates constata que así parece que
sucede, pero entona, sin embargo, una loa del mismo que sorprende,
teniendo en cuenta los “abusos” del régimen que después describirá: es muy posible que sea también el
más hermoso de todos los regímenes. Pues así como resplandece hermosura un
manto artísticamente trabajado y adornado con toda clase de flores, no otra
cosa ocurre con un régimen en el que florecen toda clase de caracteres. (…) Se
trata de un régimen agradable, sin jefe, pero artificioso, que distribuye la
igualdad tanto a los iguales como a los que no lo son. (…) Se prodigan los honores a todo
aquel que pregona una sola cosa: su favorable disposición hacia la multitud.
Pero en ese régimen anida la semilla de su propia destrucción, como
bien advierte Platón en el desarrollo de esas libertades que acaban conduciendo
a la falta de ellas por el nulo respeto a la ley de quienes no aceptan, desde
el igualitarismo mal entendido, someterse a ellas: Oirás decir -sigue el filósofo- por doquier en una ciudad gobernada
democráticamente que la libertad es lo más hermoso y que solo en un régimen así
merecer vivir el hombre libre por naturaleza. Pero, ¿no es el deseo insaciable
de libertad y el abandono de todo lo demás lo que prepara el cambio de este
régimen hasta hacer necesaria la tiranía? ¿No resulta, pues, necesario, que en
una ciudad de esta naturaleza [democrática] la libertad lo domine todo? Pero en
tales condiciones la anarquía se adentrará en las familias y terminará incluso
por infundirse en las bestias. [Y
en lo que sigue, esa ‘revuelta de los animales’, ¿no se intuye un lejano
ascendente del Animal Farm de Orwell?] Difícilmente podrá creerse que los
animales domésticos son más libres en este gobierno que en ningún otro. Las
perras se hacen sencillamente como sus dueñas, e igualmente los caballos
y los asnos; incluso terminan por acostumbrarse a marchar libre y pomposamente,
lanzándose por los caminos contra todo aquel que les sale al encuentro, si
buenamente no les cede el paso. En todo lo demás reina también la misma
plenitud de libertad. (…) ¿No ves que se ablanda el alma de los ciudadanos, de
modo que a la menor muestra de esclavitud se irritan contra ella y no la
resisten? Ya, por fin, como sabes, dejan de interesarse por las leyes, escritas
o no, para no temer así de ningún modo a señor alguno. (…) Tal es el inicio,
por cierto, bien hermoso y juvenil, del que a, a mi parecer, proviene la
tiranía. (…) Todo exceso en la acción busca con ansia el exceso contrario, y no
otra cosa comprobamos en las estaciones, en las plantas y en los cuerpos, no
menos que en los regímenes políticos. Por tanto, parece que el exceso de
libertad no trae otra cosa que el exceso de esclavitud tanto en el terreno
particular como en el público. ¡El exceso de libertad!... En estos tiempos
nada virtuosos, menos prudentes y en los que los deberes ciudadanos poco menos
que van camino de extinguirse frente a la multiplicación ebria de los derechos,
este Platón republicano ¡cómo concitaría la enemiga de los pseudodemócratas de
pacotilla que hurtan a la visión publica sus profundas raíces autoritarias! No
es, para Platón, sin embargo, la tiranía, una solución a esos excesos, sino la
instauración de su particularísima república de guardianes filósofos escogidos
filogenéticamente y cultivados con mimo desde la niñez para tan alto servicio a
la comunidad. Una niñez, permítaseme el excurso, forjada a fuerza de
prohibiciones, como cuando sugiere la limitación de las fuentes de aprendizaje: ¿Permitiremos sin inconveniente
alguno que los niños escuchen al primero que encuentren las fábulas que quiera
contarles y que las reciban en sus almas, aun siendo contrarias con mucho a las
ideas que deseamos tengan en su mente cuando lleguen a la mayoría de edad? (…)
En primer lugar, por tanto, hemos de vigilar a los que inventan las fábulas,
aceptándoles tan solo las que se estimen convenientes y rechazando las otras.
(…) Desde luego, despreciaremos la mayor parte de las fábulas de nuestros días.
(…) Me refiero a todas aquellas fábulas que nos presentan a los dioses y a los
héroes no como realmente son, sino a la manera como los diseñaría un pintor que
no reflejase el parecido del modelo en sus obras. (…) Seguramente convenga
antes de nada que las primeras fábulas que oiga el niño sean también las más
adecuadas para conducirle a la virtud. A partir de ahí, Sócrates plantea
una severa crítica de las fábulas que han de oír los infantes de labios de sus
madres: La primera de
las leyes y de las reglas que concierne a los dioses y a la cual deberán
atenerse los que componen las fábulas será la siguiente: la divinidad no es
causa de todas las cosas, sino tan solo de las buenas. (…) Que las madres,
seducidas por estas patrañas, no llenen de temor a sus hijos diciéndoles
fábulas perniciosas en las que se habla de unos dioses que recorren el mundo
por la noche, disfrazados de extranjeros de los más diversos países, y eviten
en lo posible que blasfemen contra la divinidad y se vuelvan a la vez seres
medrosos. Conviene regresar, volviendo a la crítica a los regímenes
políticos y las naturalezas humanas que los han alumbrado, a la descripción que
hace Platón del tirano para situar en su justo término el sarcasmo con que
presente el régimen tiránico: Solo
queda tratar del régimen más hermoso y también del hombre más hermoso, esto es,
de la tiranía y del tirano. Recuérdese que Platón nos habla propiamente del
carácter tiránico como reflejo de la sociedad en la que el tirano halla el
caldo de cultivo propicio para imponerse; se trata, pues, de una visión
antropológica que explora el corazón del ser humano para dar razón de los
diferentes caracteres que nos definen, hechas todas las salvedades que se
quieran: nuestro
propósito era simplemente este: probar que hay en cada uno de nosotros, aun en
los de pasiones más moderadas, deseos verdaderamente temibles, salvajes y
contra toda ley. Y eso se evidencia claramente en los sueños. Con esa
premisa desalentadora, porque en otras partes del libro se insiste en la
visión deplorable de la mayoría de los miembros de la especie humana, no es de
extrañar que el retrato del ser tiránico sea como sigue: Cuando los demás deseos, zumbando y
llenos de perfumes, de bálsamos, de coronas, de bebidas y de todos los placeres
licenciosos que se originan en tales compañías, hacen crecer y alimentan al
zángano hasta un límite insospechado, armándolo a la vez del aguijón de la
ambición, entonces él mismo, como señor de su alma, se hace proteger por la
locura y deja en libertad su furor. Le sobran ya esas opiniones y deseos
vergonzosos y aprovechables que todavía anidaban en su alma, a los que da
muerte y expulsa de sí hasta eliminar su propia sensatez, que sustituye por una
extraña locura. (…) El hombre se vuelve rigurosamente tiránico cuando llevado
por su naturaleza o por sus hábitos o por ambas cosas a la vez se hace
borracho, enamoradizo y atrabiliario. (…) Pasan toda su vida sin prodigar su
amistad a nadie; muy al contrario, son déspotas en un caso o esclavos en otro,
ya que la naturaleza del tirano no puede gustar nunca de la verdadera libertad
y de la verdadera amistad. (…) Así pues, el hombre tiránico no es otra cosa que
un esclavo, sometido a las mayores lisonjas y bajezas, adulador de los hombres
más viciosos, insaciable en sus deseos, carente de casi todas las cosas y
ciertamente pobre si nos decidimos a mirar a la totalidad de su alma. Hombre,
además, dominado por el temor durante toda su vida, lleno de sobresaltos y de
dolores, si su vida se parece de verdad al régimen de la ciudad que él
gobierna. (…) Añádele a esto todo aquello que mencionábamos antes:
necesariamente tendrá que ser y aun volverse más envidioso, más desleal, más
injusto, más hostil, más impío, más propicio a coger y alimentar toda maldad,
con lo cual terminará por hacerse el hombre más desgraciado. Y con él se harán
también así los que están a su alrededor. Se entiende, entonces, a la perfección,
que Platón cifre en el poder de la educación el fundamento de su república,
porque o bien esta es una república de filósofos, educados en las ciencias y
ajenos a las “malas” artes de los poetas imitativos o no habrá un modo viable
de resolver los conflictos inevitables que supone la vida en común de
sociedades tan complejas como lo fuera la ateniense en su momento o las
democracias liberales en el nuestro. Se ha hablado mucho sobre la prohibición
de los poeta en la república platónica y la entronización de los filósofos,
pero no olvidemos que ello tiene su raíz en el afán pedagógico de quien quiere
enseñar desde la primera infancia a las criaturas los ejemplos más nobles que
los guíen por el camino de la sabiduría, en vez de engolfarlos en la experiencia
sentimental de las emociones que depara la imitación de las pasiones humanas de
las fábulas y del teatro, algo que, a su vez, está en relación con la visión de
la naturaleza humana que tan extensamente disemina en el diálogo Platón: hay una parte, decíamos, con la que
el hombre conoce; otra con la que se encoleriza y una tercera a la que, por su
variedad, no fue posible encontrar un nombre: esta última, en atención a lo más
importante y a lo más fuerte que había en ella, la denominamos la parte concupiscible.
Ese nombre respondía a la violencia de sus deseos, tanto al entregarse a la
comida y a la bebida como a los placeres eróticos y a todos los demás que de
estos se siguen. Y a esa parte concupiscible es a la que se dirigen las
obras poéticas “imitativas” - de
la imitación puede afirmarse que tiene relación y amistad con esa parte de
nosotros alejada de la razón y no dispuesta, por tanto, para ningún fin bueno y
verdadero- las mismas que, a decir del filósofo, parecen constituir un insulto a la
sensatez de los que las oyen cuando estos no poseen el antídoto conveniente
para ellas, esto es, el conocimiento de lo que en realidad son. (…) Diremos que el poeta no sabe más
que imitar, pero de una manera tal, que emplea colores de cada una de las
artes, con los nombres y expresiones adecuados, gasta el punto de que aquellos
otros que fían de las palabras estiman en mucho su disertación, ya se refiera
en metro, ritmo y armonía, al arte del zapatero, ya hable acerca de la
estrategia o de cualquier cosa. ¡Tan prodigioso encantamiento produce la
expresión poética! Porque pienso que no se te escapa a qué quedan reducidas las
palabras de los poetas cuando se las despoja de toda su musicalidad y su
colorido. Alguna vez lo habrás comprobado: ¿no se parecen a esos rostros en
sazón, pero no hermosos, en el momento en que pierden su flor juvenil? De todo ello deduce nuestro filósofo
que lo pernicioso de esas obras imitativas yace en la duda de si los buenos poetas saben lo que
dicen respecto a las cosas que tanto gustan a la multitud, a lo que él no
dudaría en responder que no, porque el único conocimiento cierto y veraz es el
de la filosofía, la vieja enemiga de la poesía, como Platón constata exhibiendo
las viejas opiniones que marcan dicho antagonismo: Añadamos, si acaso, para que la poesía
no nos acuse de dureza y de rusticidad, que ya viene de antiguo la disensión
entre la filosofía y la poesía. Pues ahí están los dichos de “la perra arisca
que ladra a su dueño” o del “hombre grande que grita en los círculos de los necios”
o de “la multitud de sabios que imperan sobre Zeus” o de “los solícitos y
sutiles por amor a su pobreza” y otras mil cosas por el estilo que atestiguan
esa vieja oposición. Puede advertirse, pues, que La República, a pesar de sus
hallazgos y de sus estupendas intenciones, es un intento fallido de
organización social, y la prueba de ello, al decir de los especialistas es que
Platón volviera sobre el tema con otro libro, Las
leyes, con el que, al parecer, satisfacer la necesidad de adaptación de su
teoría republicana a la vida concreta de los ciudadanos de su tiempo. Ya
llegaremos a él y podremos, entonces, con la memoria del actual, enjuiciarlo
comparativamente. Para acabar, y meramente como anécdota, quiero dejar dos
textos curiosos. El primero es un fragmento tan incomprensible y críptico que,
de haber escrito algunos más, le hubiera disputado a Heráclito el título de “El
oscuro” que el de Éfeso se ganó a pulso con sus poéticos fragmentos. El segundo
es el relato de la reencarnación de las almas después de pasar por el Juicio
Final, lleno de un encanto muy especial y que acredita a Platón como el
excelente literato que fue, de lo que es prueba innegable, además de este
relato, la perfección a que llevó el género del Diálogo que él estableció en su
forma definitiva para la tradición humanística occidental:
Platón heraclitizado:
Difícil resulta que en una ciudad así [de régimen timocrático] se
produzca una sedición. Pero como todo lo que nace no puede por menos de corromperse,
es evidente que ese régimen no perdurará eternamente, sino que también se
destruirá. Y su destrucción será esta: no solamente para las plantas que se dan
en la tierra, sino también para los animales que viven sobre ella, hay periodos
de fertilidad y de esterilidad que sobreviven a las almas y a los cuerpos
cuando los retornos alternativos anudan las circunferencias cíclicas de las
distintas especies, las cuales son cortas para los seres de breve tránsito y
largas para los seres de larga vida. En ll que respeto a vuestro linaje y a los
hombres que educasteis para el gobierno de la ciudad, aun siendo sabios, no
serán capaces de fijar, por más que usen del razonamiento y de los sentidos,
los periodos de fertilidad y de esterilidad, y así dejarán pasar la ocasión
para procrear y, en cambio, engendrarán hijos cuando no debieran hacerlo. Para
la generación divina contamos con un periodo de número perfecto; pero para la
humana con otro número en el que se reflejan primeramente los aumentos
predominantes y dominados, con tres intervalos y cuatro límites, tanto de lo
semejante como de lo que no es, o de lo que aumenta como de lo que disminuye.
Aquellos aumentos nos presentarán todas las cosas como concordes y ya
convenidas. Y a la vez, su base epitrita, uncida a la pentada y con triple
incremento, nos preocupará dos armonías: una, que será otras tantas veces
igual, con sus partes varias veces mayores que ciento; otra, igual de largo en
un sentido, pero oblonga, que comprende cien números de la porción convenida de
la péntada, cada uno de los cuales se reduce en una unidad, o de la porción no
acorde, reducidos en dos, y otros, cien cubos de la tríada. Este es el número
geométrico, señor de todo lo creado. Si por ignorarlo, vuestros guardianes
efectúan matrimonios inoportunos, los hijos de estas uniones no nacerán bien
dotados ni bajo buenos auspicios. Sus padres escogerán a los mejores de entre
ellos para que los sucedan; pero al ser indignos de los cargo que ocupan,
comenzarán por descuidar nuestra vigilancia y, en primer lugar, mostrarán menor
estimación de la debida a la música, luego a la gimnasia, y como resultado de
esto, vuestros jóvenes perderán todo su gusto. Entonces, la designación de los
gobernantes recaerá en personas no muy aptas para guardianes, de acuerdo con la
selección de linajes admitida por Hesíodo, pues se producirá entre vosotros la
raza de oro, la de plata, la de bronce y la de hierro. Al mezclarse la de
hierro con la de plata y la de bronce con la de oro, aparecerá una determinada
diferencia, traducida en una desigualdad inarmónica que, al realizarse, traerá
siempre consigo la secuela de las guerras y enemistades. He aquí la raza
productora de la discordia, dondequiera que esta surja.
La metempsicosis: El relato de Er, el Armenio, originario de
Panfilia:
Este hombre, muerto en la guerra, fue recogido a los diez días,
junto con los demás cadáveres ya corrompidos, pero estando él intacto.
Conducido a su casa para ser enterrado y dispuesto ya sobre la pira, volvió a
los doce días y dio a conocer a los presentes lo que había contemplado en el
otro mundo: “Después de abandonar el cuerpo dijo él-, su alma se había puesto a
caminar con otras muchas hasta llegar a un paraje verdaderamente maravilloso en
el que podían verse, en la tierra, dos aberturas relacionadas entre sí,
exactamente enfrente de otras dos situadas arriba en el cielo. En medio se
encontraban unos jueces que, luego de emitir su juicio, ordenaban a los justos
que se dirigiesen hacia el cielo por el camino de la derecha, con un letrero
colgado por delante en el que aparecía el fallo dictado; a los injustos, en
cambio, les obligaba a tomar el camino de la izquierda, hacia la tierra, y
provistos de otro letrero, colgado por detrás, en el que detallaban todas las
acciones que habían cometido. Cuando le vieron adelantarse, le dijeron que él
había de ser mensajero para los hombres de todas las cosas que allí
contemplase, en razón de lo cual le invitaron a que oyera y observara lo que
pasaba en aquel lugar. Y, en efecto, vio como por cada una de las aberturas
correspondientes del cielo y de la tierra emprendían las almas la marcha luego
de haber sido juzgadas, en tanto por la otra abertura de la tierra salían almas
llenas de suciedad y de polvo, y por la del cielo bajaban otras almas enteramente
puras. Todas daban la impresión, al llegar, de que provenían de un largo viaje,
y dirigiéndose con regusto a la pradera como si allí les esperase una grata
reunión, se saludaban unas a otras, cuantas eran viejas conocidas, y se
preguntaban mutuamente, las del cielo por las cosas de la tierra y las de la
tierra por las cosas del cielo. Unas, claro está, deploraban su suerte y
prorrumpían en llanto al recordar cuántas y cuán grandes cosas habían sufrido y
visto en su peregrinaje de un milenio por la tierra; otras, precisamente las
que venían del cielo, alababan su bienaventuranza y expresaban su contento por
las cosas hermosas e indescriptibles que habían contemplado. (…) Lo que nuestro
hombre refería como fundamental era lo siguiente: cada alma sufría el castigo
por las faltas cometidas, de tal modo que por cada una recibía una condena diez
veces mayor que aquella y con una duración de cien años, que es el tiempo
calculado para la vida humana; con ello, el castigo de su delito quedaba
multiplicado por diez, y los causantes de gran número de muertes o traidores a
las ciudades o a los ejércitos, que pudieran haber entregado a la esclavitud, o
cómplices de cualquier otra calamidad, esos hombres, digo, se veían
atormentados por unos sufrimientos diez veces mayores que los que habían
cometido; cosa que, en la misma proporción, se otorgaba a los que habían sido
justos y piadosos. En cuanto a los niños muertos al nacer y poco después de
haber nacido, decía también otras cosas que no vale la pena mencionar. Para los
acusados de impiedad, tanto hacia los dioses como hacia los padres, e
igualmente para los homicidas a mano armada, establecía unos castigos todavía
más severos. (…) Entonces, unos hombres salvajes y que aparecían envueltos en
fuego, presentes como estaban y oidores del mugido, apresaban a unos y
descendían con ellos, mientras a Ardieo [un tirano de Panfilia] y
a los demás les ataban los pies, las manos y la cabeza, los echaban por tierra
y los desollaban, y luego, llevándolos a la orilla del camino, los desgarraban
sobre retamas espinosas, declarando a la vez a cuantos pasaban por allí por qué
trataban de ese modo a aquellos hombres y se empeñaban en arrojarlos al
Tártaro. Y continuaba diciendo que entre los muchos y variados terrores que les
asediaban, superaba sin duda a todo el temor de que se reprodujera el mugido en
el momento de la subida; por eso. Se apoderaba de ellos un gran contento si
conseguían subir en silencio. Estos eran, pues, los castigos y las penas que se
ofrecían e igualmente las recompensas a que podían aspirar. Después de
descansar siete días en la pradera, cada una de las almas debía disponerse a
partir de allí al octavo día. Cuatro días más tardes arribaban a un lugar desde
donde podía contemplarse una luz que, cual una columna y semejante al arco
iris, pero todavía más brillante y más pura que este, se extendía por todo el
cielo y la tierra. Un día de marcha les permitía llegar a la luz y entonces
contemplaban en medio de ella, los extremos de las cadenas del cielo, porque
esta luz era su lazo de unión, que sujetaba toda la esfera celeste al modo como
lo hacen las ligaduras de los trirremes. Desde esos extremos percibían como
extendido el huso de la Necesidad, gracias al cual pueden girar todas las
esferas. La rueca y el gancho de aquel eran de acero y su tortera, en cambio,
comprendía una mezcla de acero y de otros materiales. (…) El huso mismo daba
vueltas entre las rodillas de la Necesidad, y sobre cada uno de los círculos se
mantenía una Sirena, que giraba con él e emitía una sola voz y de un solo tono;
las ocho veces de las ocho Sirenas formaban un conjunto armónico. A distancias
iguales y en derredor, se encontraban sentadas otras tres mujeres, cada una
ocupando su trono; no eran sino las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de
blanco y ceñidas sus cabezas con una especie de ínfulas; sus nombres: Láquesis,
Cloto y Atropo. Las tres acompañaban en su canto a las Sirenas: Láquesis,
recordando los hechos pasados; Cloto, refiriendo los presentes, y Atropo,
previendo los venideros. Una vez llegados allí hubieron de acercarse sin demora
al trono de Láquesis, donde un adivino procedía a la previa colocación de las
almas y, luego de haber tomado del regazo de Láquesis unos lotes y modelos de
vida, ascendía a una alta tribuna para proclamar: “He aquí lo que dice la
virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras, va a dar comienzo para
vosotras una nueva carrera mortal en un cuerpo también portador de la muerte.
No será ser divino el que elija vuestra suerte, sino que vosotras misma la elegiréis.
La primera en el orden de la suerte escogerá la primera esa nueva vida a la que
habrá de unirse irrevocablemente. Pero la virtud no tiene dueño; cada una la
poseerá, en mayor o menor grado, según la honra o el menosprecio que le
prodigue. La responsabilidad será toda de quien elija, porque la divinidad es
inocente.” Luego que hubo hablado, arrojó los lotes sobre la multitud de almas
y cada una de estas recogió la que había caído a su lado, salvo el alma de Er,
a la cual no fue permitido elegir. (…) Seguidamente el adivino arrojó a tierra
y delante de ellas modelos de vidas que superaban con mucho al de almas
presentes. Los había de todas clases; podía escogerse, pues, vidas de
cualesquiera de los animales y de los hombres. (…) En esa coyuntura, querido
Glaucón, el peligro, según parece, era grande para el hombre; de ahí que deba
cuidarse sumamente, por encima de cualesquiera otras enseñanzas, el que cada
uno de nosotros se dedique a la búsqueda y aprendizaje de todo aquello que le
procure poder y conocimiento para distinguir la vida útil de la miserable; solo
así podrá escoger siempre y en todas partes la mejor de las vidas posibles. (…)
Conviene, pues, llegar al Hades con esta opinión fortalecida, para no dejarse
dominar allí por el deseo de las riquezas y de los males y no caer también en
tiranías y otros muchos hechos semejantes, causa de irremediables daños e
incluso de sufrimientos todavía mayores. Habrá que elegir siempre una vida
intermedia entre las extremas, huyendo en lo posible, tanto en esta vida como
en la otra, de los excesos en uno u otro sentido. Por este camino puede llegar
el hombre, en efecto, a alcanzar la mayor felicidad. (…) Este era el
espectáculo digno de verse que nos refería Er, y en el que las almas,
individualmente, efectuaban la elección de sus vidas; espectáculo que, por
cierto, resultaba digno de compasión, a la vez que risible y admirable.
[Confirmada la elección por las Parcas] Desde allí, sin que les fuera posible
volver atrás, marchaba el alma hasta el trono de la Necesidad y bajo él pasaban
sucesivamente tanto el genio como el alma e, igualmente, todas las demás almas.
Y luego, todas ellas se dirigían a la llanura del Olvido, en medio de un calor
terrible y sofocante, porque en aquel campo no se veía un solo árbol ni nada de
lo que la tierra produce. Llegada la tarde, se reunían junto al río de la
Despreocupación, cuya agua no puede ser contenida en ningún recipiente. Todas
venían obligadas a beber una cierta cantidad e esta agua; pero había almas que
procedían imprudentemente y, al beber más de la cuenta, perdían en absoluto la
memoria. Y ocurrió después, cuando ya las almas se entregaban al sueño y era el
tiempo de medianoche que un trueno y un seísmo turbo la calma, llevando de
repente a cada una hacia un lugar distinto al de nacimiento y precipitándolas
como si fuesen estrellas, Pero a Er se le había impedido que bebiera del agua
y, no obstante, sin saber cómo había sido, encarnó de nuevo en su cuerpo y de
pronto, levantando los ojos a cielo, viose muy de mañana yacente sobre la pira.
Entonces despertó y refirió lo narrado.
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