Autorretrato del artista adolescente como aspirante a
lo sublime y ejerciente de lo carnal o un exquisito entre ninfas de barriada y
los simulacros provincianos de la gran cultura: Las ninfas, de Umbral.
La circunstancia:
Querido Jose(lu), hace
unos días me persuadías e la imposibilidad de cumplir con mi compromiso
adquirido en Gorjeolandia: leer los Episodios
Nacionales durante el tiempo de mi *convalescencia (ignoro por qué la RAE
nos impide usar un cultismo tan hermoso) de la artroscopia de menisco a la que
he de someterme dentro de un par de meses, si las listas de espera no me
deparan mayor adversa espera de la inicialmente prevista. Estos días de camping
en casa de mi madre -dormimos en un colchón en el suelo de un salón tan
abigarrado como un retablo barroco en el que destacamos como la sorpresa de
Haydn-, con dos golpes de insomnio que tan familiares me son, he comprobado que
acaso no ande yo desatinado respecto de mi inicial previsión de acabar el ciclo
histórico de Galdós en el transcurso de ese mes de reposo obligado, ya que en
dos tandas insomnes de tres horas cada día me he zampado con entusiasta
provecho un libro autobiográfico, Las
ninfas, de Francisco Umbral, que, salvando la distancia temporal, de
finales de los 40 a los 60, y menos la espacial, de Valladolid a Zaragoza, bien
me ha parecido que podrías haberlo escrito tú, de lo que deduzco, pura
virtualidad, que acaso su lectura pudiera resultarte grata. En extrema circunstancia
exótica, de pie, desnudo, apoyado contra la puerta que no cierra de una cocina
de cinco metros cuadrados para no despertar a mi campista preferida, cambiando
cada 20 páginas de apoyo básico en una u otra de las dañadas columnas perniles,
en el silencio del menaje, solo roto por
el ronroneo intermitente de la heladera, leía, de 3 a 6 de la madrugada con
insólita concentración una historia autobiográfica abarrotada de conocidos ecos
literarios que me ofrecía una visión de la España de provincias, recurrente en
la novelística de posguerra y con una tradición que bien podemos remontar a los
realistas del XIX y, especialmente, a su obra cumbre, La Regenta, de Clarín.
Siempre se lee en soledad. Pero no siempre en un zulo, desnudo donde más
impúdica la desnudez parece -exceptuando El
cartero siempre llama dos veces, acaso (versión Lange)-, por incongruente.
Lo hacía como si leyese a escondidas, algo que nunca hice, porque comencé a
leer a los quince años, granado de
ignorancia, huérfano de voces y tan apto para la expresión(cualquiera, común y
especializada) como un espeso torrezno sin veta. Contagiado por el fino
análisis psicológico que de la adolescencia hace el autor desde el inicio de su
autobiografía con formas de novela pero con indudable vocación testimonial, he
retrocedido muchos años por el pedregoso camino del recuerdo para verme,
idealizado, como el compulsivo lector que no fui y como el observador atento al
que solo de forma anárquica y en exceso superficial quiero creer que me acerqué
muy de vez en cuando.
La estancia:
Las ninfas es una obra testimonial en la que la primera persona del
narrador y autor domina el relato de forma total y casi avasalladora, y el
lector agradece que se reduzca el foco de la contemplación a dicho personaje (y
persona) que va descubriéndose como escritor y como persona en una simbiosis
que se marca desde el epígrafe baudelairiano que abre la obra: Hay que ser sublime sin interrupción. El
texto, así pues, nos revela la vida heroica de un joven de provincias, de
Valladolid, como es sabido, que va dejando atrás la adolescencia pajillera para
convertirse en artista y en hombre, sexualmente completo, esto es, acompañado,
y ahí es donde intervienen las tres ninfas del relato, la suya y la de dos
amigos que marcan la adolescencia del poeta en cierne y del memorialista
confeso, porque la obra se escribe a partir de las notas de un diario íntimo
-ignoro si real o meramente ficticio, no he investigado hasta ese punto en la
vida y la obra de un autor que, no siéndome especialmente afín, voy
descubriendo con moderada admiración, y ahí está la estupendísima La leyenda del César visionario, ya
criticada en este Diario, para confirmarlo- que el narrador dice que utiliza
para redactar su memoria de un tiempo mediocre, mohoso, turbio, ceniciento,
lleno de días que hacen biografía y días
que pasan en blanco. La aventura sexual del joven y el descubrimiento del
simulacro de lo que a él, que no ha pisado la universidad porque se ha tenido
que poner a trabajar por necesidad familiar, le parece lo más parecido a la
auténtica cultura, marcará el contraste estremecedor entre la aspiración ideal
y la circunstancia concreta. La determinación tempoespacial e ideológica que
acabará desvelando el mediocre, el mezquino destino que angustia a nuestro
joven dandy en el momento en que ha de decidir si atiende la poderosa voz de la
conformidad con esa realidad disminuida, trivial, grosera, banal y chata o bien
atiende el imperioso reto cegador del desafío, de la búsqueda de la gloria
incierta, fiado de una promesa frágil como el lustre de los viejos guantes
amarillos que ostenta como signo identificador de su singularidad en la
provincia oscura. A través de los contactos que va estableciendo con los
representantes de lo que al adolescente inquieto le parecen las figuras más
próximas a la cultura, al margen de su formación libresca, sobre todo
modernista -de ahí el eco azulado de Rubén y la prosa decadente del Valle
Inclán primero, el de las sonatas, como apreciaremos más tarde, en la
descripción del rapado de la novicia Tati, una de las ninfas que aparecen en la
escena con un ímpetu tan liberador y atrevido, sexualmente, que incluso cuesta
trabajo hacerse a la idea de su liberada existencia en aquellos años en que la
virtud de mujer se cifraba en lo tan estrechamente que eran capaces de juntar
los muslos para no abrirle ni la más mínima rendija a la oportunidad del
pecado. Que, además, dos de ellas tuvieran sus más de lesbianas desinhibidas
sin asomo de culpa roza añade aún más la incredulidad sobre unos hechos que,
sin embargo, se nos presentan como acaecidos más acá de los predios de la
ficción. Sea como sea, bien está que el autor hubiera tenido aquella suerte.
Aunque tenga ese fuerte componente testimonial, Las ninfas es, ante todo, la
construcción de un personaje, la del propio autor, que va buscándose tanto en
lo cultural como en lo amoroso, como el adolescente que quiere dejar de lado
las carencias propias de su condición para afirmarse en un proyecto de vida
que, en realidad, va a acabar teniendo más de ficción incógnita que de presente
cierto, porque, frente a los dos consejos liberadores, el del pobre Empedócles,
un violinista sin suerte, y el de la bailarina Carmencita María, y la agorera
constatación de su abandonada novia, María Antonieta, el protagonista escoge la
aventura, la partida, la ida a la capital donde aspirar a consagrarse como lo
que, desde las primeras líneas del libro, reitera hasta la saciedad que es: un
escritor nato, un talento montaraz y autodidacto que va recogiendo la vida que
vive en un diario de adolescente porque sabe que con él, algún día, recuperará
ese tiempo de presidio provinciano en el que se fue forjando hasta dejar atrás
la adolescencia y asumir su vida adulta independiente. La obra puede leerse
como un tratado sobre la adolescencia en su fase agónica, esa adolescencia que
define Umbral como el estar maduro por un
costado y verde por el otro. A lo largo de las primeras cuarenta páginas
son frecuentes los brochazos descriptivos de ese estado que el autor se
complace en entregar a los lectores, acaso porque, como dice al final cuando
habla del diario, su última fiebre creadora es una fiebre psicológica, y, antes
de volcarla en el análisis de los otros personajes, se centra en sí mismo, en s
desgarbada y altiricona figura de poeta romántico de rubia melena, faz
indómita, ingenuidad relativa y dueño de unos guantes amarillos con los que se identifica
como con la melena verde de Baudelaire o
el paraguas rojo de Azorín. Umbral se describe en contacto despegado, pero
no superficial, con una realidad chata y castradora por la que pasea como un
ingenuo sentimental, un lírico prudente y un avispado observador al que no le
cuesta detectar ya los simulacros, ya la decadencia, ya la pose insincera, ya
la mediocridad de unos intelectuales de medio pelo y unas amistades diversas
que son reflejo, sin embargo, de ese mundo pequeño, alicorto, de un barrio
venido a menos, fronterizo con el de la prostitución, y en el que el
protagonista no halla ni acomodo ni las recompensas suficientes como para
incorporarse a él y acabar llevando una vida tan poco atractiva como la que él
despellejará a lo largo de la obra con auténtica maestría estilística. Choca
mucho al lector la radical ausencia de la madre, una ausencia totalmente congruente,
sin embargo, con su biografía real. Es evidente que los límites entre la
ficción y la realidad en Las ninfas
solo pueden determinarse a partir de un estudio tan concienzudo como el llevado
a cabo por Anna Caballé para la biografía (no autorizada) del autor, pero la
conclusión de la biógrafa es que nadie en España ha escrito tanto sobre sí
mismo eludiendo dar datos reales sobre su persona. Así pues, a pesar de la
decidida voluntad testimonial del autor, todo parece indicar que esa parte de
ficción tenga un peso específico notable en Las
ninfas. En cualquier caso, el retrato realista, con prosa modernista, de
aquella vida de provincias, con las glorias locales, los fracasados
estridentes, los curas controladores -alguno de ellos lejano remedo del
Magitral Fermín de Pas- , las aristócratas orgullosas y venidas a menos, así
como los adolescentes de todo pelaje como los que acompañan al autor en este tramo
autobiográfico, nos acaba ofreciendo un fresco social lleno de interés, y en el
que él sobresale no tanto por méritos propios sino por el propio desconcierto
de quien ha de ir aquilatando cuanto ve para distinguir lo permanente de lo
efímero, lo sólido de lo evanescente, el mérito de lo postizo y las añagazas de
la sinceridad. Que el protagonista tiene de sí un alto concepto estético es
indiscutible, y la merma que supone ser enviado al mercado a comprar unos
víveres, la falta inmensa de decoro que supone pasear por la calle con un
capacho lleno de esos víveres o ser enviado a comprar carbón para el brasero,
le revuelve las tripas. Sin embargo, es en la carbonería, tras coincidir con
uno de los escritores a su parecer consagrados, cuando el protagonista comienza a acercarse a los representantes de
lo que él entiende que puede ser la “cultura” en el yermo castellano en el que
vive. Umbral tiene mucho de Cela en la descripción costumbrista de personajes y
escenas, y así lo atestigua su léxico y su poder adjetivador, aunque, al menos
en esta novela, predomine un enfoque mezclado de lirismo y decadentismo que son
congruentes con el enfermizo dandismo del personaje, empeñado en vivir una vida
de excepción en medio de la vulgaridad que lo rodea. El tono general del libro,
el de la confidencia, mezclado con la introspección, nos ofrece algo así como
un retrato de la adolescencia con el que, mutatis mutandis, bien podrían reconocerse
no pocos adolescentes de nuestros días, sobre todo aquellos que albergan una
aspiración artística y viven en sitios pequeños, sin la dimensión que, para l
vida cultural plena y normalizada, tienen las grandes capitales, o casi hay que
decir ya “la capital”, dado el provincialismo identitario que ha ido extendiéndose
por todo el país al abrigo de nuestro sistema autonómico, tan bueno para unas
cosas, tan deplorable para otras. Lo bueno de Las ninfas, lo que Umbral ha sabido realizar a las mil maravillas,
es lo que tiene la novela memorial de paseo de la mano del protagonista, en
quien los lectores entran con el placer de conocer a alguien cercano cuyas
preocupaciones no están lejos en modo alguno de las del común de los lectores.
NO hay duda de que el ejercicio de estilo constante que es la escritura de
Umbral, también en Las ninfas, aparece con notable esplendor. Así, por ejemplo,
y es deuda, ocurre en la escena del rapado de la novicia, en la que suenan los
ecos del marqués de Bradomín: No sé si la
ceremonia fue larga o corta, pero hubo ese momento de decapitación en que unas
tijeras torpes y expeditivas al mismo tiempo, como de jardinero, fueron
cortando el pelo rojo de Tati, podando la hermosa melena que caía en brasas
sobre un paño blanco puesto en el suelo. Miré de reojo a María Antonieta,
arrodillada a mi lado. Veía su ojo izquierdo, fijo en la escena, duro, sin
parpadeo, pero sin lágrimas. Cantaban coros celestiales como de un cielo bajo y
secundario, coros de vírgenes que parecían naufragar en las aguas crecientes de
un órgano o un armónium viejo y poderoso. Tati tenía la cabeza muy caída y a
medida que la iban dejando sin pelo se veía mejor la blancura de su nuca, el
nacimiento puro y joven de su cuello, el sitio de los besos, y me puse a desear
aquello lujuriosamente, con un deseo absurdo, precipitado y sacrílego que no sé
si me excitaba o me divertía. En la medida en que Las ninfas tiene mucho de tratado psicológico sobre el mundo del
adolescente con voluntad de artista, Umbral siembra el texto de leves observaciones
de carácter sentencioso que van conformando un corpus de intuiciones, muchas de
ellas profundas y trascendentales, no solo sobre el protagonista y su manera de
enfrentarse al mundo que lo rodea, sino sobre la existencia y ese propio mundo
chato que le toca vivir. Veamos algunas de esas muestras brillantes de la
intuición del artista no académico- Entramos
en la vieja Universidad, donde yo experimenté una vez más, como cada vez que
entraba, el vacío abrumador de no ser hijo de aquella casa, de no ser
universitario, beato todavía de estas cosas y fervoroso de aquel mundo que imaginaba
como un culto minué de catedráticos y estudiantes, donde el saber pasaba de
unos a otros delicadamente, como ese pañuelo que se pasaban los antiguos en los
bailes versallescos-, del artista que se ha forjado en la brega con sus
desemejantes, porque se reconoce un ser de excepción, como cuando comenta que la hija de la pescadera, María Antonieta, “lo
pasea”: María Antonieta me estaba exhibiendo, me estaba paseando, porque el
donjuán femenino necesita la exhibición como el donjuán masculino. (…) Y me
decía a mí mismo: ella me luce como uno más sin saber que luce una joya; del artista que no deja de reflexionar ni por
un momento en lo que va viviendo, sea en los libros, sea en la realidad: Lo más importante que suele encontrar el
adulto en los libros es la confirmación de sus intuiciones adolescentes. O
la religión era eso: un quitarle el
peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en
realidad, porque la acción alienante de la religión está presente a lo
largo de la novela como uno de esos lastres de los que ha de liberarse el
protagonista para poder remontar el vuelo y desaparecer de la estrecha comarca
del secular odio a la libertad de acción y de pensamiento. Me importaba más la literatura que mi literatura, repite casi con
unción, porque a su febril entender creativo: La literatura es el único reino donde nadie se muere nunca, donde Cervantes
y Quevedo siguen vivos, donde Melibea y Madame Bovary seguirán pecando,
adorables e inmortales, por los siglos de los siglos. De ahí que le pareciera
un imperativo el hecho de tener que introducirse en los “círculos” literarios: Había, pues, que hacer vida literaria, y
perder una tarde en visitar a otro joven poeta que estaba en el seminario de la
Facultad de Letras haciendo sonetos anacreónticos, (…) la literatura, pues, era
como una masonería, como una secta inocente, por más que no sacara en claro
sino que la mediocridad del medio acaba contagiándose a quienes quieren huir de
ella pero siguen viviendo en él, haciendo “concesiones”, como cuando, tras
dejar a la novia pescadera -quizás no me
vaya nunca. Soy cobarde. Pero, en todo caso, no quiero unirme a nada, a nadie.
Ni siquiera a ti. Por lo menos, quiero estar libre para tener ilusión de que puedo
irme en cualquier momento-, el plumífero consagrado acaba cortejándola y el
protagonista entona el canto de la desolación final: No sufría por él, por ella ni por mí, sino por una abstracción
cultural. Me había quedado sin modelo, sin amigo, sin profeta, Tampoco la
cultura era verdad. La cultura podía ser el trámite hacia una pescadería.
Son, ya digo, muy frecuentes las paradas reflexivas que ahondan el texto y le
confieren ese aire de lección vital que el protagonista ha sabido extraer de su
malhadada circunstancia: Cuanto más
acrisolada es la virtud, más fastuosa es la tentación. El pecador mediocre solo
tiene tentaciones mediocres, nos dice el dandy que se sentía obligado a interesarme por todo y a entender de todo
(no había leído aún aquello de que mis límites son mi riqueza). De todo
ello, en consecuencia, es lo más natural que el protagonista saque una
conclusión que, sin embargo, no se corrobora en la lectura, ¡afortunadamente!: Empiezo a sentirme protagonista de una
novela mala y provinciana, con frailes tontos, pescaderas enamoradas y artistas
de pega. Habría que ser grande constantemente y uno solo consigue ser
constantemente tonto. Lo que no deja de espolear al protagonista es la
ansiedad por salir, por iniciar su propia vida por sus propios medios al margen
de todo lo conocido, porque, como dice con notable perspicacia, el tiempo corre para los que buscan la
gloria más que para los demás. Entre dos avisos, de Tiresias y Casandra, de
que huya de allí, y una predicción castradora, por parte de Maria Antonieta, la
pescadera que se queda huérfana -circunstancia que da pie a una de las escenas
más poderosas del libro, la de la huida del velatorio hacia un pilón donde
ambos jóvenes se bañan, para después hacer el amor por última vez antes de
separarse definitivamente-, de que no se moverá de allí, el protagonista decide
tomarles la palabra a los adivinos clásicos para culminar la narración ante las
vías del tren: Toqué el cartoncito del
billete ferroviario en el bolsillo, porque, a punto de partir, un billete de
tren se toca ya como un talismán. Una vez que se ha deshecho del diario
íntimo en el que había levantado acta, por así decirlo, de esa última crisis
que lo lleva del final de la adolescencia a la madura juventud. Poco antes de
ese final, y como si el autor quisiera dar a entender el brillante destino que
le aguardaba en el mundo del periodismo, en el que brilló con luz intensa
durante toda su vida, sobre todo cuando empezó a colaborar en El País, de lo
cual este intelector tiene memoria viva, quiero rescatar, porque me parece
antológico, el fragmento de la que podemos considerar en toda regla una oda en
prosa a la rotativa: Olían aquellas
máquinas a papel y a grasa. Olían como el periódico, pero de una manera más
intensa y profunda. El olor del periódico, que desde la infancia me había
turbado al llegar a casa por las mañanas, almidonado y crujiente de noticias,
no era sino una brisa lejana se su origen; este olor reconcentrado y
empedernido de los talleres. Aquí estaba el bosque y yo me había emocionado
durante años con una brisa desprendida de este bosque, que llegaba hasta mi
hogar con su temblor de actualidad. Y nunca se me había ocurrido ir yo al
bosque, ya que el bosque venía a mí cada mañana.
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