jueves, 13 de abril de 2017

El dandy en la oscura provincia: “Las ninfas”, de Francisco Umbral.


Autorretrato del artista adolescente como aspirante a lo sublime y ejerciente de lo carnal o un exquisito entre ninfas de barriada y los simulacros provincianos de la gran cultura: Las ninfas, de Umbral.

La circunstancia:
Querido Jose(lu), hace unos días me persuadías e la imposibilidad de cumplir con mi compromiso adquirido en Gorjeolandia: leer los Episodios Nacionales durante el tiempo de mi *convalescencia (ignoro por qué la RAE nos impide usar un cultismo tan hermoso) de la artroscopia de menisco a la que he de someterme dentro de un par de meses, si las listas de espera no me deparan mayor adversa espera de la inicialmente prevista. Estos días de camping en casa de mi madre -dormimos en un colchón en el suelo de un salón tan abigarrado como un retablo barroco en el que destacamos como la sorpresa de Haydn-, con dos golpes de insomnio que tan familiares me son, he comprobado que acaso no ande yo desatinado respecto de mi inicial previsión de acabar el ciclo histórico de Galdós en el transcurso de ese mes de reposo obligado, ya que en dos tandas insomnes de tres horas cada día me he zampado con entusiasta provecho un libro autobiográfico, Las ninfas, de Francisco Umbral, que, salvando la distancia temporal, de finales de los 40 a los 60, y menos la espacial, de Valladolid a Zaragoza, bien me ha parecido que podrías haberlo escrito tú, de lo que deduzco, pura virtualidad, que acaso su lectura pudiera resultarte grata. En extrema circunstancia exótica, de pie, desnudo, apoyado contra la puerta que no cierra de una cocina de cinco metros cuadrados para no despertar a mi campista preferida, cambiando cada 20 páginas de apoyo básico en una u otra de las dañadas columnas perniles, en el silencio del menaje, solo roto  por el ronroneo intermitente de la heladera, leía, de 3 a 6 de la madrugada con insólita concentración una historia autobiográfica abarrotada de conocidos ecos literarios que me ofrecía una visión de la España de provincias, recurrente en la novelística de posguerra y con una tradición que bien podemos remontar a los realistas del XIX y, especialmente, a su obra cumbre, La Regenta, de Clarín. Siempre se lee en soledad. Pero no siempre en un zulo, desnudo donde más impúdica la desnudez parece -exceptuando El cartero siempre llama dos veces, acaso (versión Lange)-, por incongruente. Lo hacía como si leyese a escondidas, algo que nunca hice, porque comencé a leer a los quince años, granado  de ignorancia, huérfano de voces y tan apto para la expresión(cualquiera, común y especializada) como un espeso torrezno sin veta. Contagiado por el fino análisis psicológico que de la adolescencia hace el autor desde el inicio de su autobiografía con formas de novela pero con indudable vocación testimonial, he retrocedido muchos años por el pedregoso camino del recuerdo para verme, idealizado, como el compulsivo lector que no fui y como el observador atento al que solo de forma anárquica y en exceso superficial quiero creer que me acerqué muy de vez en cuando.
La estancia:

Las ninfas es una obra testimonial en la que la primera persona del narrador y autor domina el relato de forma total y casi avasalladora, y el lector agradece que se reduzca el foco de la contemplación a dicho personaje (y persona) que va descubriéndose como escritor y como persona en una simbiosis que se marca desde el epígrafe baudelairiano que abre la obra: Hay que ser sublime sin interrupción. El texto, así pues, nos revela la vida heroica de un joven de provincias, de Valladolid, como es sabido, que va dejando atrás la adolescencia pajillera para convertirse en artista y en hombre, sexualmente completo, esto es, acompañado, y ahí es donde intervienen las tres ninfas del relato, la suya y la de dos amigos que marcan la adolescencia del poeta en cierne y del memorialista confeso, porque la obra se escribe a partir de las notas de un diario íntimo -ignoro si real o meramente ficticio, no he investigado hasta ese punto en la vida y la obra de un autor que, no siéndome especialmente afín, voy descubriendo con moderada admiración, y ahí está la estupendísima La leyenda del César visionario, ya criticada en este Diario, para confirmarlo- que el narrador dice que utiliza para redactar su memoria de un tiempo mediocre, mohoso, turbio, ceniciento, lleno de días que hacen biografía y días que pasan en blanco. La aventura sexual del joven y el descubrimiento del simulacro de lo que a él, que no ha pisado la universidad porque se ha tenido que poner a trabajar por necesidad familiar, le parece lo más parecido a la auténtica cultura, marcará el contraste estremecedor entre la aspiración ideal y la circunstancia concreta. La determinación tempoespacial e ideológica que acabará desvelando el mediocre, el mezquino destino que angustia a nuestro joven dandy en el momento en que ha de decidir si atiende la poderosa voz de la conformidad con esa realidad disminuida, trivial, grosera, banal y chata o bien atiende el imperioso reto cegador del desafío, de la búsqueda de la gloria incierta, fiado de una promesa frágil como el lustre de los viejos guantes amarillos que ostenta como signo identificador de su singularidad en la provincia oscura. A través de los contactos que va estableciendo con los representantes de lo que al adolescente inquieto le parecen las figuras más próximas a la cultura, al margen de su formación libresca, sobre todo modernista -de ahí el eco azulado de Rubén y la prosa decadente del Valle Inclán primero, el de las sonatas, como apreciaremos más tarde, en la descripción del rapado de la novicia Tati, una de las ninfas que aparecen en la escena con un ímpetu tan liberador y atrevido, sexualmente, que incluso cuesta trabajo hacerse a la idea de su liberada existencia en aquellos años en que la virtud de mujer se cifraba en lo tan estrechamente que eran capaces de juntar los muslos para no abrirle ni la más mínima rendija a la oportunidad del pecado. Que, además, dos de ellas tuvieran sus más de lesbianas desinhibidas sin asomo de culpa roza añade aún más la incredulidad sobre unos hechos que, sin embargo, se nos presentan como acaecidos más acá de los predios de la ficción. Sea como sea, bien está que el autor hubiera tenido aquella suerte. Aunque tenga ese fuerte componente testimonial, Las ninfas es, ante todo, la construcción de un personaje, la del propio autor, que va buscándose tanto en lo cultural como en lo amoroso, como el adolescente que quiere dejar de lado las carencias propias de su condición para afirmarse en un proyecto de vida que, en realidad, va a acabar teniendo más de ficción incógnita que de presente cierto, porque, frente a los dos consejos liberadores, el del pobre Empedócles, un violinista sin suerte, y el de la bailarina Carmencita María, y la agorera constatación de su abandonada novia, María Antonieta, el protagonista escoge la aventura, la partida, la ida a la capital donde aspirar a consagrarse como lo que, desde las primeras líneas del libro, reitera hasta la saciedad que es: un escritor nato, un talento montaraz y autodidacto que va recogiendo la vida que vive en un diario de adolescente porque sabe que con él, algún día, recuperará ese tiempo de presidio provinciano en el que se fue forjando hasta dejar atrás la adolescencia y asumir su vida adulta independiente. La obra puede leerse como un tratado sobre la adolescencia en su fase agónica, esa adolescencia que define Umbral como el estar maduro por un costado y verde por el otro. A lo largo de las primeras cuarenta páginas son frecuentes los brochazos descriptivos de ese estado que el autor se complace en entregar a los lectores, acaso porque, como dice al final cuando habla del diario, su última fiebre creadora es una fiebre psicológica, y, antes de volcarla en el análisis de los otros personajes, se centra en sí mismo, en s desgarbada y altiricona figura de poeta romántico de rubia melena, faz indómita, ingenuidad relativa y dueño de unos guantes amarillos con los que se identifica como con la melena verde de Baudelaire o el paraguas rojo de Azorín. Umbral se describe en contacto despegado, pero no superficial, con una realidad chata y castradora por la que pasea como un ingenuo sentimental, un lírico prudente y un avispado observador al que no le cuesta detectar ya los simulacros, ya la decadencia, ya la pose insincera, ya la mediocridad de unos intelectuales de medio pelo y unas amistades diversas que son reflejo, sin embargo, de ese mundo pequeño, alicorto, de un barrio venido a menos, fronterizo con el de la prostitución, y en el que el protagonista no halla ni acomodo ni las recompensas suficientes como para incorporarse a él y acabar llevando una vida tan poco atractiva como la que él despellejará a lo largo de la obra con auténtica maestría estilística. Choca mucho al lector la radical ausencia de la madre, una ausencia totalmente congruente, sin embargo, con su biografía real. Es evidente que los límites entre la ficción y la realidad en Las ninfas solo pueden determinarse a partir de un estudio tan concienzudo como el llevado a cabo por Anna Caballé para la biografía (no autorizada) del autor, pero la conclusión de la biógrafa es que nadie en España ha escrito tanto sobre sí mismo eludiendo dar datos reales sobre su persona. Así pues, a pesar de la decidida voluntad testimonial del autor, todo parece indicar que esa parte de ficción tenga un peso específico notable en Las ninfas. En cualquier caso, el retrato realista, con prosa modernista, de aquella vida de provincias, con las glorias locales, los fracasados estridentes, los curas controladores -alguno de ellos lejano remedo del Magitral Fermín de Pas- , las aristócratas orgullosas y venidas a menos, así como los adolescentes de todo pelaje como los que acompañan al autor en este tramo autobiográfico, nos acaba ofreciendo un fresco social lleno de interés, y en el que él sobresale no tanto por méritos propios sino por el propio desconcierto de quien ha de ir aquilatando cuanto ve para distinguir lo permanente de lo efímero, lo sólido de lo evanescente, el mérito de lo postizo y las añagazas de la sinceridad. Que el protagonista tiene de sí un alto concepto estético es indiscutible, y la merma que supone ser enviado al mercado a comprar unos víveres, la falta inmensa de decoro que supone pasear por la calle con un capacho lleno de esos víveres o ser enviado a comprar carbón para el brasero, le revuelve las tripas. Sin embargo, es en la carbonería, tras coincidir con uno de los escritores a su parecer consagrados, cuando el protagonista  comienza a acercarse a los representantes de lo que él entiende que puede ser la “cultura” en el yermo castellano en el que vive. Umbral tiene mucho de Cela en la descripción costumbrista de personajes y escenas, y así lo atestigua su léxico y su poder adjetivador, aunque, al menos en esta novela, predomine un enfoque mezclado de lirismo y decadentismo que son congruentes con el enfermizo dandismo del personaje, empeñado en vivir una vida de excepción en medio de la vulgaridad que lo rodea. El tono general del libro, el de la confidencia, mezclado con la introspección, nos ofrece algo así como un retrato de la adolescencia con el que, mutatis mutandis, bien podrían reconocerse no pocos adolescentes de nuestros días, sobre todo aquellos que albergan una aspiración artística y viven en sitios pequeños, sin la dimensión que, para l vida cultural plena y normalizada, tienen las grandes capitales, o casi hay que decir ya “la capital”, dado el provincialismo identitario que ha ido extendiéndose por todo el país al abrigo de nuestro sistema autonómico, tan bueno para unas cosas, tan deplorable para otras. Lo bueno de Las ninfas, lo que Umbral ha sabido realizar a las mil maravillas, es lo que tiene la novela memorial de paseo de la mano del protagonista, en quien los lectores entran con el placer de conocer a alguien cercano cuyas preocupaciones no están lejos en modo alguno de las del común de los lectores. NO hay duda de que el ejercicio de estilo constante que es la escritura de Umbral, también en Las ninfas, aparece con notable esplendor. Así, por ejemplo, y es deuda, ocurre en la escena del rapado de la novicia, en la que suenan los ecos del marqués de Bradomín: No sé si la ceremonia fue larga o corta, pero hubo ese momento de decapitación en que unas tijeras torpes y expeditivas al mismo tiempo, como de jardinero, fueron cortando el pelo rojo de Tati, podando la hermosa melena que caía en brasas sobre un paño blanco puesto en el suelo. Miré de reojo a María Antonieta, arrodillada a mi lado. Veía su ojo izquierdo, fijo en la escena, duro, sin parpadeo, pero sin lágrimas. Cantaban coros celestiales como de un cielo bajo y secundario, coros de vírgenes que parecían naufragar en las aguas crecientes de un órgano o un armónium viejo y poderoso. Tati tenía la cabeza muy caída y a medida que la iban dejando sin pelo se veía mejor la blancura de su nuca, el nacimiento puro y joven de su cuello, el sitio de los besos, y me puse a desear aquello lujuriosamente, con un deseo absurdo, precipitado y sacrílego que no sé si me excitaba o me divertía. En la medida en que Las ninfas tiene mucho de tratado psicológico sobre el mundo del adolescente con voluntad de artista, Umbral siembra el texto de leves observaciones de carácter sentencioso que van conformando un corpus de intuiciones, muchas de ellas profundas y trascendentales, no solo sobre el protagonista y su manera de enfrentarse al mundo que lo rodea, sino sobre la existencia y ese propio mundo chato que le toca vivir. Veamos algunas de esas muestras brillantes de la intuición del artista no académico- Entramos en la vieja Universidad, donde yo experimenté una vez más, como cada vez que entraba, el vacío abrumador de no ser hijo de aquella casa, de no ser universitario, beato todavía de estas cosas y fervoroso de aquel mundo que imaginaba como un culto minué de catedráticos y estudiantes, donde el saber pasaba de unos a otros delicadamente, como ese pañuelo que se pasaban los antiguos en los bailes versallescos-, del artista que se ha forjado en la brega con sus desemejantes, porque se reconoce un ser de excepción, como cuando comenta que  la hija de la pescadera, María Antonieta, “lo pasea”:  María Antonieta me estaba exhibiendo, me estaba paseando, porque el donjuán femenino necesita la exhibición como el donjuán masculino. (…) Y me decía a mí mismo: ella me luce como uno más sin saber que luce una joya;  del artista que no deja de reflexionar ni por un momento en lo que va viviendo, sea en los libros, sea en la realidad: Lo más importante que suele encontrar el adulto en los libros es la confirmación de sus intuiciones adolescentes. O la religión era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad, porque la acción alienante de la religión está presente a lo largo de la novela como uno de esos lastres de los que ha de liberarse el protagonista para poder remontar el vuelo y desaparecer de la estrecha comarca del secular odio a la libertad de acción y de pensamiento. Me importaba más la literatura que mi literatura, repite casi con unción, porque a su febril entender creativo: La literatura es el único reino donde nadie se muere nunca, donde Cervantes y Quevedo siguen vivos, donde Melibea y Madame Bovary seguirán pecando, adorables e inmortales, por los siglos de los siglos. De ahí que le pareciera un imperativo el hecho de tener que introducirse en los “círculos” literarios: Había, pues, que hacer vida literaria, y perder una tarde en visitar a otro joven poeta que estaba en el seminario de la Facultad de Letras haciendo sonetos anacreónticos, (…) la literatura, pues, era como una masonería, como una secta inocente, por más que no sacara en claro sino que la mediocridad del medio acaba contagiándose a quienes quieren huir de ella pero siguen viviendo en él, haciendo “concesiones”, como cuando, tras dejar a la novia pescadera -quizás no me vaya nunca. Soy cobarde. Pero, en todo caso, no quiero unirme a nada, a nadie. Ni siquiera a ti. Por lo menos, quiero estar libre para tener ilusión de que puedo irme en cualquier momento-, el plumífero consagrado acaba cortejándola y el protagonista entona el canto de la desolación final: No sufría por él, por ella ni por mí, sino por una abstracción cultural. Me había quedado sin modelo, sin amigo, sin profeta, Tampoco la cultura era verdad. La cultura podía ser el trámite hacia una pescadería. Son, ya digo, muy frecuentes las paradas reflexivas que ahondan el texto y le confieren ese aire de lección vital que el protagonista ha sabido extraer de su malhadada circunstancia: Cuanto más acrisolada es la virtud, más fastuosa es la tentación. El pecador mediocre solo tiene tentaciones mediocres, nos dice el dandy que se sentía obligado a interesarme por todo y a entender de todo (no había leído aún aquello de que mis límites son mi riqueza). De todo ello, en consecuencia, es lo más natural que el protagonista saque una conclusión que, sin embargo, no se corrobora en la lectura, ¡afortunadamente!: Empiezo a sentirme protagonista de una novela mala y provinciana, con frailes tontos, pescaderas enamoradas y artistas de pega. Habría que ser grande constantemente y uno solo consigue ser constantemente tonto. Lo que no deja de espolear al protagonista es la ansiedad por salir, por iniciar su propia vida por sus propios medios al margen de todo lo conocido, porque, como dice con notable perspicacia, el tiempo corre para los que buscan la gloria más que para los demás. Entre dos avisos, de Tiresias y Casandra, de que huya de allí, y una predicción castradora, por parte de Maria Antonieta, la pescadera que se queda huérfana -circunstancia que da pie a una de las escenas más poderosas del libro, la de la huida del velatorio hacia un pilón donde ambos jóvenes se bañan, para después hacer el amor por última vez antes de separarse definitivamente-, de que no se moverá de allí, el protagonista decide tomarles la palabra a los adivinos clásicos para culminar la narración ante las vías del tren: Toqué el cartoncito del billete ferroviario en el bolsillo, porque, a punto de partir, un billete de tren se toca ya como un talismán. Una vez que se ha deshecho del diario íntimo en el que había levantado acta, por así decirlo, de esa última crisis que lo lleva del final de la adolescencia a la madura juventud. Poco antes de ese final, y como si el autor quisiera dar a entender el brillante destino que le aguardaba en el mundo del periodismo, en el que brilló con luz intensa durante toda su vida, sobre todo cuando empezó a colaborar en El País, de lo cual este intelector tiene memoria viva, quiero rescatar, porque me parece antológico, el fragmento de la que podemos considerar en toda regla una oda en prosa a la rotativa: Olían aquellas máquinas a papel y a grasa. Olían como el periódico, pero de una manera más intensa y profunda. El olor del periódico, que desde la infancia me había turbado al llegar a casa por las mañanas, almidonado y crujiente de noticias, no era sino una brisa lejana se su origen; este olor reconcentrado y empedernido de los talleres. Aquí estaba el bosque y yo me había emocionado durante años con una brisa desprendida de este bosque, que llegaba hasta mi hogar con su temblor de actualidad. Y nunca se me había ocurrido ir yo al bosque, ya que el bosque venía a mí cada mañana.

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