Obra de madurez, La mujer rota recoge tres nouvelles excepcionales de la más
acreditada analista del feminismo en el siglo XX: Simone de Beauvoir.
La mujer rota, de Simone
de Beauvoir, que acabo de leer en catalán, La
dona trencada, en magnífica traducción de Marta Pessarrodona, es una obra
de ficción en la que Simone de Beauvoir narra los fracasos de tres mujeres muy
distintas pero a las que une íntimamente, a pesar de sus dispares
personalidades, una misma perplejidad: la insospechada dificultad de
reconocerse a sí mismas en una identidad fiable y consoladora en el duro trance
vital que afronta cada una de ellas: la jubilación laboral y el desapego de un
hijo en quien se han puesto poderosas expectativas; la locura de una madre a
quien hacen responsable de la muerte de su hija y la privan de ver a su otro
hijo mediante una separación que la excluye de la patria potestad y, finalmente,
el drama de una mujer que se ve incapaz
de retener a su marido, enamorado de otra, cuando ya ambas hijas del matrimonio
se han emancipado. Como se advierte estamos ante una potente materia literaria,
en ningún caso ensayística, que Beauvoir elabora desde la perspectiva de la
narración psicológica y con recursos narrativos
como el diálogo y el monólogo interior que no solo domina a la
perfección, sino que devienen herramientas de suma importancia para conseguir
trazar los tres retratos con una verosimilitud absoluta, junto con el uso del
diario como estrategia narrativa que obliga a la relectura reflexiva
autocrítica. Como suele decirse, asistimos a una imitación de “la vida misma”
sin artificios retóricos ni finalidades argumentativas: son tres heridas en
carne viva que ninguna de las tres mujeres consigue cerrar, ni mucho menos
cicatrizar. La vida de pareja, en la que Beauvoir era una consumada
especialista por experiencia propia, tras la tormentosa que vivió con Jean Paul
Sartre, y que la llevó a escribir uno de los libros más tristes que he leído
nunca -junto con La Bastarda, de su
“protegida” Violette Leduc_: La ceremonia
del adiós: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá”, se lee en él, a
modo de epílogo; esa vida de pareja, digo,
ocupa un lugar fundamental en esta colección de relatos, porque buena
parte del sufrimiento de esas tres mujeres está muy unido a la insatisfactoria
relación con tres hombres, no necesariamente “culpables” exclusivos de sus
profundas heridas. Es evidente que las tres protagonistas escogidas por
Beauvoir son hijas de unas circunstancias sociales muy concretas, algo que se
aprecia en las marcadas diferencias que surgen en dos de los relatos, La edad de la discreción y La mujer rota, entre los hijos e hijas y
las madres correspondientes. Y ello independientemente de la condición de
intelectual de la primera o de la dedicación a sus labores de la segunda. Cualquier
lector algo avezado advertirá enseguida en las palabras de las tres mujeres
muchos rastros autobiográficos perfectamente enmascarados en las bien definidas
psicologías de cada una de las mujeres, pero es inevitable que ciertas reflexiones
sobre la existencia o sobre el propio destino de las protagonistas sean eco,
inevitable, de la obra ensayística de la autora, aunque es cierto que el nivel
de elocución de las tres mujeres nunca se aparta de lo que podríamos considerar
el nivel adecuado a situaciones perfectamente corrientes de la vida cotidiana.
La autora, que no pierde de vista que está escribiendo literatura, prestará una
minuciosa atención a parcelas de la existencia de esas mujeres que tienen más
que ver con afanes y preocupaciones de cualquier mujer que con planteamientos
exquisitos propios, acaso, de una élite, sea intelectual o económica. La lucha
contra el tiempo, la vivencia de la decadencia del propio físico o del
atractivo, ya sexual, ya caracteriológico, la responsabilidad propia en los sucesos adversos que les toca
vivir o la resistencia a aceptar que sus vidas han sido el resultado de
decisiones equivocadas de las que tanto es inútil lamentarse como imposible enmendarlas.
Deliberadamente, predomina en las tres narraciones un tono confidencial que
busca, en parte, la compasión o el consuelo de los otros, y que,
estratégicamente, busca convertirse en espejo de tantas y tantas mujeres como leerán estas
narraciones asintiendo lúcidamente ante la dimensión de las tragedias que se le
ofrecen y reconociendo lo que les afecta de ellas, porque La mujer rota busca conectar con la vivencia del fracaso interior
inexplicable, ese frente al cual acabamos estando siempre solos. Lo notable,
sin embargo, más allá del protagonismo de la mujer en todos los relatos, es la
facilidad con que un hombre los lee y es capaz de identificarse con las
protagonistas, empatizar con ellas y percibir nítidamente la frágil valla de
separación que hay entre ambos sexos a la hora de enfrentarse al fracaso existencial,
maternal y parental o al amoroso, o lo común que nos es a ambos, madres y
padres, la difícil relación con los descendientes y cómo acusamos el
desconcierto, y aun el dolor, de las equivocaciones constantes en que consiste
la crianza de los hijos. Es cierto que los modelos de mujer que nos ofrece
Beauvoir acentúan comportamientos femeninos no del todo superados en nuestros
días, como esa dependencia de la protagonista del último relato, Monique, en La mujer rota, cuya vida ha girado
exclusivamente en torno a la seguridad que
le deparaba un matrimonio que, sin embargo, se ha ido degradando sin que
ella advirtiera nada alarmante hasta que se consuma el distanciamiento y ella
ha de hacer frente a la traición, al semiabandono -porque “comparte” a su marido
con la amante “oficial”, por así decirlo-, y a la soledad, de lo que se
derivará una crisis personal que rozará patéticamente el suicidio, algo que,
sin embargo, está muy presente, y con notable dramatismo, exento, con todo, de
cualquier atisbo de vulgar patetismo, en el relato titulado Monólogo, una interpelación desesperada
a quien le ha robado la posibilidad de buscar una salida a su
desesperación en el cuidado del hijo
superviviente, tras el suicidio, sin explicación alguna, de la hija adolescente.
Convertirse, incluso a ojos de su propia
madre, en la responsable del suicidio de la hija, otorga a la protagonista una
dimensión de auténtica tragedia con un pathos mantenido, en un auténtico tour
de forcé estilístico a lo largo de todo el monologo, si bien el suicidio de la
hija, sugerido entre líneas con anterioridad, se guarda casi como sorpresa
final que intensifica todo lo ya vivido en los largos prolegómenos del monólogo
antes de llegar a la tragedia esencial que martiriza a la protagonista. Quizás la mujer más
cercana a Simone de Beauvoir sea la protagonista del primer relato, La edad de la discreción, en parte
porque es profesora y ensayista y en parte porque cuando escribió los relatos
ya había cumplido los 60, una edad propia de la jubilación. Las reflexiones que
va dejando caer la señora “de armas ideológicas tomar” tienen un nivel
intelectual al que difícilmente llegan las otras dos protagonistas, pero lo que
sorprende en la narración, sin embargo, es el estrecho empecinamiento moral en el
rechazo a lo que ella solo entiende como “deserción” de su mimado vástago,
quien abandona la expectativa de brillante inserción en el mundo universitario que
su madre iba construyendo para él por un empleo al servicio de la
Administración reaccionaria, lo que la madre entiende como un “pasarse al
enemigo con armas y bagajes”. Sorprende, ya digo, ese temperamento
intransigente, ese sectarismo monolítico en el que el hijo se ve incapaz de
abrir ni la más mínima grieta de flexibilidad emocional que fuerce a su madre a
reconsiderar su postura de no querer verle ni oírle ni hablarle, y es
reconfortante verla achacar a la “perniciosa influencia” de su nuera el cambio
de orientación vital del hijo. El marido, impotente ante el sufrimiento y la
pose victimista de su mujer, asiste como espectador mudo al numantinismo trasnochado
de su mujer, una suerte de mentalidad integrista en nada distinta de la del
otro espectro del arco ideológico. Y mientras que la madre decepcionada
sentencia que un adulto es una criatura
inflada de edad, su marido opta por un es
cierto que la historia de la humanidad es hermosa. Es una pena que la de los
humanos sea tan triste. Y este es el otro nexo de unión entre las tres
historias, el de la tristeza que afecta a las tres, en diferentes grados de
intensidad. Porque, más allá, ya digo, de condicionantes sociales o culturales,
lo que une a las tres mujeres es su condición de víctimas, en primer lugar, de
sí mismas, y, en segundo lugar, de unos valores sociales que las definen
incluso contra sus propias inclinaciones. La vivencia de la maternidad
-Beauvoir nunca engendró hijos, aunque fue madre adoptiva- adquiere en las tres
historias una dimensión que parece chocar frontalmente con quien siempre vivió
al margen de los convencionalismos burgueses y jamás formó una “familia”, según
el uso común del término, como lo demuestra su libertad sentimental y sexual,
establecida por acuerdo formal con quien siempre, hasta su muerte, fue su única
pareja reconocida, por decirlo así, “oficialmente”, Jean-Paul Sartre. Por ello
mismo es más meritorio el ejercicio de creación literaria de esos tres seres rotos
cuya incapacidad para asumir el fracaso de la relación con los hijos marca las
tres narraciones. El bloque de las tres historias constituye un valiente retrato
de la psicología femenina en un tiempo concreto, y a buen seguro encandilará, a
pesar de la tristeza y el desencanto que habita en ellas, a cualesquiera
lectores que tengan, porque, a pesar de lo mucho que se habla sobre la
literatura femenina, hecha por la mujer y destinada casi exclusivamente a
ellas, La mujer rota en modo alguno
me ha parecido que pueda encuadrarse en esa tendencia que marca una frontera en
la ficción tan escandalosa como el propio muro de Trump, decorado o no con las
siempre agresivas concertinas. Mientras uno lee, en ningún momento repara en
que sea una autora o un autor quien “levanta” esas realidades humanas que nos
interpelan sobre la crisis existencial que hay en cada una de ellas. Más tarde,
en el reposo de la lectura, qué duda cabe de que la personalidad de la autora
nos permite explicarnos muchas cosas, sobre todo de la perspectiva del yo
narrativo que domina en los tres relatos. Las tres mujeres tienen brillantes
momentos de lucidez, y, en el caso de Monique, protagonista de La mujer rota, hay también un serio
ejercicio de reinvención de sí misma que aporta la única esperanza convincente.
La técnica del diario es lo que tiene, permite la relectura, el análisis, la
templanza y la elección de lo justo o, al menos, lo menos gravoso en términos
de la existencia cotidiana en la que hay que hacer frente a tantos
contratiempos, y el primero de ellos el propio tiempo.
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