El arduo camino hacia el conocimiento puro de lo Uno o
el intrincado camino de la dialéctica poco apto para mentes reblandecidas: De
la belleza hasta el ser o la tormentosa ascesis de la especulación.
Diríase, porque es el lugar común, que el Fedro platónico es el diálogo del amor
por excelencia en la obra platónica, aunque lleve por subtítulo “de la belleza”.
Sin embargo, como ocurre en otros que ya hemos visto, es tal el número de temas
que suele embutir, casi con calzador, Platón en ellos, que resulta difícil
decantarse por uno u otro en la cúspide de la jerarquía de lo tratado en el
diálogo. Llevaré el agua, sin dudarlo, hacia el molino de la teoría del
conocimiento y del saber que no solo tiene en este diálogo una presencia
determinante, sino en los tres que le siguen, de tal manera que bien pueden
considerarse los cuatro como una gnoseología nada encubierta, sino abierta y
generosa, porque, especialmente en el Parménides,
el nivel de abstracción a que lleva Platón la discusión sobre el Uno o el Ser,
concepto capital del filósofo de Elea, convierte la lectura en angustioso Gólgota,
al menos para este saco de ignorancias que no se amilana ante lo abstruso, pero
que reconoce sus parvos recursos intelectores ante el despliegue de distingos minimalistas de un
maestro de la orfebrería dialéctica como lo fue el defensor de esa suerte de
monadas anticipadas que fue el Uno o el Ser, así, con la mayúscula de lo
absoluto, defendido por Parménides no poco contra el sentido común. Pero ya
llegaremos a él. Antes, empezamos por el Fedro, un diálogo vibrante en el que
admiraremos algunos de los motivos platónicos más socorridos en quienes lo
tienen por referente del pensamiento, porque Platón, así lo piensa Gustavo
Bueno, va mucho más allá de sus propias teorías idealistas y es, para el
filósofo riojano/asturiano, algo mucho más trascendental: el creador de la dialéctica,
esto es, del método, de la tecné. Como el diálogo parte de un discurso de
Lisias acerca del amor, leído por Fedro en una suerte de locus amoenus que no
acaba de satisfacer a Sócrates, quien se confiesa urbanita de pro: Me gusta aprender, y el campo y los árboles
no quieren enseñarme nada, pero sí los hombres de la ciudad, no ha de extrañar
que del sumo bien y de la belleza derivemos hacia la naturaleza del alma y,
finalmente, a una crítica de la retórica y del papel trascendental que jugaba
la disertación en la vida ateniense, y de ahí el elogio último a Isócrates que
cierra el diálogo, de quien se nos dice que no tendría nada de asombroso que, con el
tiempo, en el mismo género de elocuencia de que ahora se ocupa, dejara atrás,
como a niños, a cuantos jamás se han dedicado a la elocuencia. (…) La mente de
ese hombre ama, por así decirlo, de un modo natural, la sabiduría, algo
sobre lo que ha ye escrito con anterioridad en este Diario. De las manifestaciones elementales del amor, entendido como
impulso y posesión, pasa Platón al elogio de las diferentes locuras que
justifican el ser por su origen divino, el mismo que el del alma. Hablan,
Sócrates y Fedro del amor como pasión del cuerpo y de los sentidos: Muchos de los enamorados hacen del cuerpo el
objeto de sus deseos antes de conocer el carácter y estar familiarizados con
las demás peculiaridades de sus amados, de suerte que no saben si aún querrán
persistir en su amistad una vez que cese su deseo. Hay en el eros platónico
una visión carnal insoslayable, un impulso irrefrenable y, sobre todo,
irracional, como se atestigua en una definición que bien la hubiera firmado
Lope de Vega: El deseo irrazonable que
domina a la opinión que tiende al bien, y que se endereza al placer producido
por la belleza, fuertemente reforzado además por otros deseos de su misma
naturaleza cuyo objeto es la belleza corporal, y cuyo impulso nos avasalla,
recibiendo su nombre de su propia fuerza (rhóme), se llamó Eros (amor). Y
de ahí se deduce que incluso las manifestaciones más enojosas de ese fenómeno,
como la adulación: El adulador es una
bestia horrible y un gran daño, pero en él, sin embargo, ha mezclado la
Naturaleza cierto placer no desprovisto de gracia -lo que en términos
vulgares casi podría entenderse como una defensa del piropo, palabra bien
griega, por cierto-, o el celo posesivo:
: La forzosidad es también
reconocida por todos y en todo como pesada, y esta constituye, con la
diferencia de edad, el mayor defecto del amante respecto del amado: en sus
relaciones con uno más joven, el de más edad no tolera que se le abandone ni de
día ni de noche, formen parte de esa condición animal que advierten los
interlocutores en el amor humano: La
amistad del enamorado no se origina en la benevolencia, sino que, como el deseo
de alimento, tiene por fin la saciedad: como el lobo ama al cordero, así
quieren los enamorados a los muchachos. No duda Sócrates a la hora de
considerar el amor como una forma de locura, concedida por los dioses, lo que
prestigia una manifestación que admite, como ya vimos en otros diálogos, las
más insolitas y ridículas manifestaciones públicas de esa locura. Poseído por
su daimón particular, no puede ni debe extrañarnos que Sócrates considera que es más hermosa la locura que procede de la
divinidad que la cordura que tiene su origen en los hombres, de donde se
sigue casi necesariamente que la poesía
de los locos eclipse a la de los sensatos, puesto que la poesía, como el
amor, es también otra locura divina. Aborda después Platón una teoría del alma que
llama poderosamente la atención por su dimensión poética. Divide Platón las
almas en dos clases, las que siguen la estela de Zeus, y que aspiran a la
contemplación de la plenitud que significa alcanzar la última morada de los
dioses, y las que siguen a Ares, a las que, pegadas a la tierra, les cuesta
horrores remontar el vuelo hacia aquella grandeza. En pocas páginas nos
describe Platón la mística cristiana que tantas cumbres literarias ha ofrecido
a la historia de la literatura europea. Esas almas, que son guiadas por la
inteligencia, han de ponerse en estricta relación con la teoría del
conocimiento, porque para acceder a esa realidad supraceleste, la realidad que verdaderamente es sin color,
sin forma, impalpable, que solo puede ser contemplada por la inteligencia,
piloto del alma, ocupa este lugar. (…) La razón de este gran celo por ver la
llanura de la Verdad es que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es
precisamente el de aquella pradera, y la naturaleza de las alas por las que el
alma adquiere su ligereza se nutre precisamente de él. Cuando Platón nos
habla de ese “echar el alma las alas”, de un modo tan natural, a este
intelector de ojo cosmológico se le han venido a la imaginación los planos
estremecedores del nacimiento de las alas de Odile en la película Cisne negro,
tan turbadora: la misma impresión que
tienen los que están echando los dientes cuando estos están a punto de romper,
esa picazón e irritación, tiene también el alma del que empieza a echar las
plumas; siente a la vez ebullición, irritación y cosquilleo mientras echa las
plumas. Por otro lado, no deja de parecerme irritante la contabilidad
platónica sobre las almas y sus reencarnaciones, ¡en miles de años!, una etern
aventura existencial que no deja de parecerme una insólita ingenuidad
maravillosa: Al mismo punto de donde cada
alma ha partido no vuelve a llegar hasta pasados diez mil años, porque no echa
alas antes de ese tiempo, de no ser el alma de alguno que haya filosofado
sinceramente o amado a los jóvenes con filosofía; estas, en la tercera
revolución milenaria, si han escogido tres veces consecutivas esa clase de
vida, recobran sus alas y parten al cumplirse el año tres mil. El proceso
de enamoramiento, asociado a esa locura divina, como cuarta forma de ella
[recordemos que para Platón son las siguientes: a Apolo la inspiración adivinatoria; a Dionisos la mística; a las
Musas la poética, y a Afrodita y a Eros la cuarta, y afirmamos que la locura
amorosa era la más excelente] establece una sutil relación entre la belleza
material y la aspiración a la contemplación de la belleza ideal, como nos
revela el filósofo: cuando alguien,
viendo la hermosura de este mundo y acordándose de la verdadera toma alas y,
una vez alado, deseando emprender el vuelo y no pudiendo, dirige sus miradas
hacia arriba, como un pájaro, y descuida las cosas de esta tierra, se le acusa
de estar loco; esta es, pues, de todas las formas de posesión divina, la mejor
y la constituida de mejores elementos, tanto para el que la tiene como para el
que se asocia a ella, y, por participar de esta locura, se dice del que ama las
cosas bellas que está loco de amor. Hay pues una evidente correspondencia
vertical entre ambas bellezas, la ideal y la percibida por los sentidos, de ahí
que el culto a la belleza lo tenga todo de culto religioso, lo que nos permite
entender lo que nos dice a continuación y, por supuesto, aquella inspirada
profanación de Calixto: Melibeo soy y a
Melibea adoro: El recién iniciado, el
que ha contemplado mucho aquellas realidades, cundo ve un rostro divino, que
imita bien la belleza verdadera, o un cuerpo igualmente hermoso, primero siente
un estremecimiento y le invaden parte de sus terrores de entonces; después,
dirigiendo sus miradas hacia él, lo venera como a una divinidad, y, si no temiera
pasar por un loco exaltado, ofrecería sacrificios, como a una imagen santa o a
una divinidad, a su amado. De esas consideraciones y casi sin darnos cuenta
de ello, pasa Sócrates a la crítica de la oratoria, porque, de igual manera que
el verdadero erotismo es la contemplación de la belleza absoluta, el verdadero
objetivo de la elocuencia debería ser mostrar
con exactitud el ser de la naturaleza de aquello a lo cual va a aplicar los
discursos. Y esto será sin duda el alma. (…) Puesto que la función propia de la
oratoria consiste precisamente en conducir las almas. Y por este camino
desembocamos, finalmente, en uno de los mitos platónicos por excelencia, el de
Toth -theuth en la traducción que uso-, cuyo recuerdo, aunque relativamente
largo, nunca está de más: He oído contar,
pues, que en Naucratis de Egipto vivió uno de los antiguos dioses de allá,
aquel cuya ave sagrada ees la que llaman ibis, y que el nombre del dios mismo
era Theuth. Este fue el primero que inventó los números y el cálculo, la
geometría y la astronomía, a más del juego de las damas y los dados, y también
los caracteres de la escritura.. Era entonces rey de todo el Egipto Thamus,
cuya corte estaba en la gran ciudad de la región alta que los griegos llaman
Tebas de Egipto y cuyo dios es Ammón. [Habiéndole pedido el rey explicación de
sus artes, que Theuth recomendaba que se enseñaran a todo el mundo, llegó a la
escritura y reflexionó así:] “Este conocimiento, ¡oh, rey! -dijo Theuth- hará
más sabios a los egipcios y vigorizará su memoria: es el elixir de la memoria y
de la sabiduría lo que con él se ha descubierto.” Pero el rey respondió: “Esto,
en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el
descuido de la memoria, ya que fiándose a la escritura, recordarán de un modo externo,
valiéndose de caracteres ajenos; no desde su propio interior y de por sí. No
es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has
encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a
tus alumnos; porque, una vez que hayas hecho de ellos eruditos sin verdadera
instrucción, parecerán jueces entendidos en muchas cosas no entendiendo nada en
la mayoría de los casos, y su compañía será difícil de soportar, porque se
habrán convertido en sabios en su propia opinión, en lugar de sabios. Se
trata de un pasaje platónico muy comentado por la defensa de la memoria que
lleva a cabo Platón en él, concibiéndola como la herramienta fundamental del
saber. De los comentarios sobre ese pasaje recuerdo, aún con agradecimiento, la
lectura de ese hermoso libro de Emilio Lledó que es El surco del tiempo (Meditaciones sobre el mito platónico de la
escritura y la memoria), que bien merecería una entrada propia en este Diario, desde luego, aunque solo sea
para recrearnos en la aventura que toma como pretexto el mito platónico: Ser es ser memoria; pero la memoria es
lenguaje, nos dice Lledó, para sacar después desoladoras conclusiones
actuales al respecto. En otra ocasión, tal vez. Ahora, aún tenemos Platón para
rato… Y el Teeteto es una ocasión perfecta para comprobar la atención que
Platon le dedico siempre a su propia herramienta: la dialéctica, como
fundamento del proceso reflexivo. En pocos diálogos encontramos una definición
tan sucinta e instrumental de què sea el arte de pensar para Platón: para mí el pensar es una especie de discurso
que desarrolla el alma en sí misma acerca de las cosas que examina. Y cuando ha
encontrado una explicación precisa, bien porque haya usado de un razonamiento
lento, bien porque haya procedido con toda rapidez, entonces mantiene tajante
su afirmación y aleja de sí la incertidumbre, alcanzando así lo que nosotros
llamamos opinión. El diálogo gira en torno al polémico axioma de
Protágoras, tal y como él mismo, revivido por Sócrates en un monólogo doctrinal
ajustadísimo, nos dice: El hombre es la
medida de todas las cosas; de las que son como medida de su ser y de las que no
son como medida de su no-ser, y sobre la afirmación de Teeteto respecto de
que la ciencia no es otra cosa que la sensación. La refutación de Sócrates
llevará a Teeteto al desengaño mediante argumentos sencillos pero eficaces,
como el de la propia ignorancia, de la que Sócrates hacía gala: ¿qué sabiduría cabe atribuir a Protágoras,
querido, y en virtud de qué mérito educativo podrá asignársele una fuerte
retribución, si nosotros mismos, que pasamos por los más ignorantes y nos
creemos necesitados de sus lecciones, somos realmente la medida de la propia
sabiduría? (…) Así concluye, necesariamente, la teoría del hombre como medida universal
de las cosas: Observa bien que cuando tú, siguiendo tu propio juicio, das a
conocer delante de mí alguna opinión sobre algo, es que no tendrás duda de su
veracidad, de acuerdo con la tesis de Protágoras. Mas ¿no nos corresponderá
también a nosotros el ser jueces de esa opinión? ¿Y tendremos que afirmar tal
vez que resulta siempre verdadera? ¿O no se cuentan por miles los que en cada
ocasión se lanzan contra ti, considerando falso lo que tu juzgas y lo que tú
piensas? De aquí se deriva algo así como una teoría de la construcción
social de la verdad, una teoría de la ciencia mediante el consenso universal
sobre la verdad de los postulados: La
opinión de la comunidad se tiene como verdadera en tanto así lo parezca y
durante el tiempo que lo parezca. En
ese camino de deconstrucción, Sócrates elabora una teoría del conocimiento que
tiene su origen en el asombro filosófico como motor de la reflexión: Muy propio del filósofo es el estado de tu
alma: la admiración. Porque la filosofía no conoce otro origen que este, y bien
dijo (pues era un entendido en genealogía)
el que habló de Iris como hija de Taumante. Recordemos que Taumante, del griego Thaúmas, “maravilla”, “milagro” relacionado
etimológicamente con la palabra thoûma “asombro”, fue hijo de Gea y Ponto y padre de Iris. Dado que
la tarea de Iris es la de llevar los mensajes de unos a otros dioses, Platón
relacionaba etimológicamente su nombre con eireín,
cuyo significado es «hablar». De ese modo, Iris personifica para él la dialéctica
y la filosofía. Frente a la filosofía de conveniencia que defiende Protágoras - yo llamo sabio, por el contrario a aquel
que puede hacer cambiar el sentido de las cosas, de manera que se le aparezcan
como buenas, siendo o pareciendo que son malas para nosotros-, Platón escoge
una dedicación ética al saber, lo que lo lleva a buscar, más allá de la
impureza social de la circunstancia humana concreta, el saber universal, puro,
no contaminado, el único saber posible y cierto: Es imposible acabar con los males. Siempre, necesariamente, habrá algo
contrario al bien; algo que, con todo, no sentará sus reales en la morada de
los dioses, sino que rondará de modo irremisible la naturaleza mortal y el
lugar donde ella habita. Ello nos prueba claramente que hay que elevarse de
este mundo hacia lo alto lo antes que se pueda. Esa huida de que hablamos no es
otra cosa que la asimilación de la naturaleza divina en cuanto a nosotros nos
sea posible; asimilación, sobre todo, si se alcanza la justicia y la santidad
con el ejercicio de la inteligencia. (…) Dios no es por ningún concepto, y de
ninguna manera, injusto, sino, por el contrario, el ser más justo que existe; y
solo tiene verdadera semejanza con él aquel de entre nosotros que se hace justo
en la medida de sus fuerzas. En esto se precisa con todo rigor la habilidad
humana, o la carencia total de ella, o incluso la falta de virilidad. El
conocimiento de todo ello constituye la sabiduría y la verdadera virtud, en
tanto su desconocimiento puede catalogarse de ignorancia y vicio manifiesto.
En este diálogo hallamos, por cierto, una teoría sobre las capacidades
cognitivas que, a su manera, recoge Huarte de San Juan en lo que podríamos
considerar el primer libro de psicología de la historia de Europa, Examen de ingenios para las ciencias, y
que, por su naturaleza poética bien puede contraponerse a las tan sesudas como
romas que presiden las corrientes pedagógicas actuales. Nos habla Platón de ese
corazón de cera que es el conocimiento de cada cual y establece una
clasificación de “ingenios” en función de la calidad de dicha cera. Antes
despacha la falsa creencia de Teeteto de que la ciencia son las sensaciones: Ciertamente, la ciencia no descansa en las
impresiones, sino en el razonamiento ejercido sobre ellas, y, después de
aprobar la nueva conclusión de su interlocutor: Se decía que la opinión verdadera acompañada de razón constituye la
ciencia, y que, así mismo, privada de razón, cae fuera de ella, añadiendo
la belleza o fealdad de la verdad y la mentira -es bella la opinión verdadera;
pero es vergonzosa la opinión falsa-, Sócrates elabora su teoría sobre la sede de la
facultad razonadora: Cuando la cera que
existe en un alma es profunda, abundante, lisa y en medida adecuada, todo
aquello que llega a ella procedente de las sensaciones se fija en este
“corazón” del alma, denominado así por Homero para mostrar su semejanza con la
cera, y produce en ellas señales puras y suficientemente profundas, que
alcanzan larga duración. Los que reciben tales huellas tienen, en primer lugar,
más facilidad para aprender, y en segundo lugar, más capacidad de retención;
por otra parte, no alejan las huelas de las sensaciones, sino que, por el
contrario, procuran una opinión verdadera. (…) Algunos, sin embargo, poseerán
un corazón velludo, como cantó nuestro gran poeta, y otros un corazón lleno de
suciedad y de cera impura., o acaso demasiado húmedo o demasiado seco. Los que
tengan el corazón húmedo, dispondrán de facilidad para aprender aunque también
olviden fácilmente; los que alimenten un corazón seco, reunirán cualidades
inversas. En aquellos de corazón velludo y áspero, semejante a una piedra,
debido a la mezcla de tierra y de suciedad que les llena, las huellas adolecen
de falta de claridad, circunstancias que también alcanzan a los corazones
secos, carentes de profundidad. Lo mismo diremos de los corazones húmedos, pues
en estos las huellas se confunden y se hacen oscuras rápidamente. Si, por otra
parte, se precipitan unas sobre otras a causa de la falta de espacio, sea, por
ejemplo, porque esta pequeña alma resulte efectivamente reducida, aún esas
huellas serán menos claras que cualesquiera otras. He aquí por tanto un esquema
de los hombres que pueden juzgar erróneamente. Cuando ven o escuchan o piensan
algo, no son capaces de atribuirle enseguida la señal que corresponde, y, al
contrario, se muestran lentos, verifican falsas aseveraciones y ven, escuchan y
consideran mal la mayoría de las cosas. De estos hombres se dice con razón que
forjan ideas falsas acerca de los seres y que son ignorantes. ¡Ah, el
“corazón velludo y áspero”! del conocimiento de algunos… Mi experiencia docente
me ha llevado a pensar que el verdadero maestro es aquel que sabe distinguir
todas esas cualidades del corazón del conocimiento de sus alumnos, y procura
darle a cada cual lo que está en condiciones de poder conseguir. Finalmente, y
antes de que Platón nos hable admirativamente de Parménides, a quien conoció de
muy joven, y en quien intuyó una profunda sabiduría, me gustaría recoger un
apunte “biográfico” que, no por conocido, deja de tener su interés, en sus
propias palabras: Vamos a ver, risible
muchacho, ¿no has oído decir que soy hijo de una comadrona llamada Fenareta,
bien noble e imponente? Teeteto: Sí lo he oído. Sócrates: ¿Y no te has
informado también de que yo ejerzo ese mismo arte? Teeteto: En modo alguno.
Sócrates: Pues quede constancia de ello, aunque no quisiera que me acuses ante
los demás. Bien ajenos están, querido, a mi dominio de ese arte, y ellos, que
realmente no saben nada, no dicen esto mismo de mí, sino que soy un hombre
extraño, que deja a los otros en la incertidumbre. (…) La divinidad me obliga a
este menester con mi prójimo, pero a mí me impide engendrar. Yo mismo, pues, no soy sabio en nada, ni
está en mi poder o en el del mi almo hacer descubrimiento alguno. Son
detalles que humanizan a aquel campeón de la ignorancia que tanto luchó contra
la sofística, entendida como perversión de la sabiduría, del conocimiento; del
mismo modo que en el Fedro lo hacía el que este le recordara que Sócrates
siempre solía ir descalzo. Nos ayudan a completar, estas noticias cotidianas,
una imagen del filósofo que, sin llegar a los extremos de Diógenes, lo
convertían, en su tiempo, ¡y más aún en el nuestro, si reviviera!, en un
campeón de la excentricidad. El Parménides es, hasta el momento actual de esta travesía
por las Obras completas de Platón, el diálogo más propiamente filosófico de
todos, porque, en él, y a través de la ficción del recuerdo plenamente
fonográfico que tiene Antifón del diálogo, recogido de Pytodoro, Platón le da
la voz a Parménides y deja que seste se explaye sobre su trabada doctrina del
Todo. Sócrates, en este diálogo, tiene
un papel de mero testigo en la
intervención monologal de Parménides, quien solo busca interlocutores fáticos,
que aseguren que la comunicación sigue activa, y poco más. Recuérdese que, en
el diálogo Parménides 65 años; Zenón, su discípulo, que también aparece en él,
45 y Sócrates apenas 20. Si en el diálogo anterior Sócrates se despide haciendo
el elogio de Parménides, en el diálogo que lleva su nombre advertimos el
respeto casi reverencial que le dispensa Platón al dejarle exponer su doctrina
de un modo tan detallado que, la verdad, incluso se hace difícil de seguir,
como dije al principio de esta entrada del Diario.
Parménides es
el representante por excelencia de los filósofos a quienes se llamaba
“partidarios del Todo”. Su obra, Sobre la
Naturaleza, es un poema de carácter alegórico que se conserva
fragmentariamente, si bien las tesis que en esos fragmentos se contienen se
desarrollan ampliamente en el diálogo de Platón, entendemos que ajustándose escrupulosamente
a la tradición oral que recogía las enseñanzas de Parménides, como la de su
discípulo Zenón, bien conocido por sus célebres aporías. Platón considera a
Parménides un filósofo profundo, pero también enigmático, porque los fragmentos
de su libro tienen un inequívoco sabor hermético que lo acerca al otra gran
presocrático: Heráclito. Como botón de muestra del nivel de reflexión del
diálogo he escogido un par de fragmentos en los que se advierte, primero, el
carácter fático de los interlocutores, y, segundo, el laberinto mental en el
que un lector no especialmente avezado, como este atrevido intelector, se
pierde con tanta facilidad como veces ha tenido que reemprender la lectura para
captar la esencia de la complejidad de ese Uno, Ser o Todo de tan extraña
naturaleza paradójica como lo concibió Parménides. Vayamos con el primero:
-El todo como
tal no está en las partes, ni en todas ni en ninguna de ellas; porque si
estuviese en todas, necesariamente estaría en una, y, caso de que no estuviese
en una, no podría ciertamente estar en todas. Si, pues, lo Uno es un número de
la totalidad, y si el todo no está ahí en una sola de las partes, ¿cómo podrá
aquel encontrarse en la misma totalidad?
-No podría
encontrarse en modo alguno.
-Ni se
encuentra, así mismo, en algunas de las partes, ya que si el todo se
encontrase, en efecto, en algunas de las partes, lo que es más estaría en lo
que es menos, lo cual resulta imposible.
-Imposible,
naturalmente.
-Puesto que el
todo no se encuentra ni en algunas, ni en una, ni en la totalidad de las
partes, ¿no se encontrará necesariamente en algo que no sea él o, en otro caso,
en ninguna parte?
-Necesariamente.
-Si o se
encuentra en ninguna parte, no sería realmente nada; mas, como es un todo, y no
se da en sí mismo, ¿no se encontrará en algo que no sea él?
-Muy cierto.
- Así pues, lo
Uno, como todo, se encuentra en algo que no es él; pero, como totalidad de las
partes, se encuentra realmente en sí. Y resulta de este modo que lo Uno se
encuentra necesariamente en sí y en algo que no es él.
-Necesariamente.
El segundo es algo así como el refinamiento del
primero:
-Por tanto, no
es posible atribuir el ser a lo Uno, si realmente no es. Pero nada impide, en
cambio, que participe en una pluralidad de cosas, y, muy al contrario, lo es de
todo punto necesario, dado que es uno que no es y no otro. Sin embargo, si no
es uno ni es aquello que se quiere que no sea, entonces es de otro de quien se
trata, por lo cual no conviene siquiera tomar la palabra. Y si se sospecha
ciertamente que es este Uno el que no es y no otro, necesariamente tendrá
participación en aquel y en todos los otros que constituyen una pluralidad.
-Indudablemente.
Dada la
complejidad del proceso abstracto de esa paradoja viviente que es y no es, que
es móvil e inmóvil, que está fuera del tiempo y, sin embargo, se ve afectado
por la sucesión temporal, me parece que nada mejor para captar la sutileza del
pensamiento de Parménides que la descripción, casi poética, o al menos lo es su
concepción, del “instante”, ese auténtico prodigio que le permite a Parménides
esquivar las serias objeciones que cabe ponerle a su extraño materialismo,
porque es Ser, Uno o Todo, contra lo que pudiera pensarse, en modo alguno es
ideal, sino material, concreto, existente:
- ¿No es,
pues, algo extraño ese momento en el que se produce el cambio?
- ¿Cuál?
- Ese momento
que llamamos el instante. Porque lo instantáneo es, según parece, esto: el
punto en que se pasa de un cambio a otro. Pues no es de l inmóvil aún inmóvil
de lo que surge el cambio, ni tampoco de lo que es movido y aún está en
movimiento, sino que, justamente, esta naturaleza extraña de lo instantáneo
viene a encontrarse situada entre el movimiento y lo inmóvil, fuera por
completo del tiempo, y es como el punto en que se pasa del movimiento a lo
inmóvil y de lo inmóvil al movimiento.
- Así parece
ser.
-Por tanto, lo
Uno, como ser inmóvil y en movimiento, deberá cambiar para pasar de uno a otro
estado (solo así podrá ciertamente realizar ambos), y este cambio lo llevará a
efecto en un instante; pero cuando cambie, no podrá encontrarse en ningún
tiempo, como tampoco podrá estar en movimiento o hallarse inmóvil.
-Desde luego.
- ¿Y no ocurrirá
lo mismo con los demás cambios? Por ejemplo, cuando pasa del ser al perecer o
del no-ser al ser, ¿se encuentra entonces entre el movimiento y lo inmóvil, y
en ese momento ni es ni no es, ni nace ni perece?
-Así parece.
Finalmente,
en este esforzado recorrido por la gnoseología y ontología platónicas, nos
queda enfrentarnos a El sofista, ese claro objeto de la animadversión platónica
y socrática. El diálogo continúa, sin embargo, el anterior, pero desde un punto
de vista revisionista que, por prudencia, Platón pone en boca del “extranjero”,
un personaje procedente de Elea y seguidor crítico de Parménides -más comedido que los fervorosos aficionados
a la erística-, quien, en vez de elegir a Sócrates como interlocutor, escoge
a Teeteto, por lo que, por segunda vez en los Diálogos, Sócrates aparece como un secundario de lujo, casi como si
de un cameo se tratara, dicho en términos cinematográficos. El extranjero, bien formado -afirma haber oído tantas lecciones como se
necesitaban y no haberlas olvidado- acepta el reto de definir cómo han de
reconocerse a quienes filosofan, si como sofistas, políticos o filósofos, dado
que por alguna de esas condiciones pueden ser tenidos. El extranjero pretexta una
enorme dificultad -no es asunto de poca
monta ni un quehacer fácil-, pero acepta. Se inicia, entonces una elucidación
de qué sean los sofistas y cómo pueden ser identificados, a resultas de lo cual
se establecen sus seis características básicas, como se resume bien adelantado
el Diálogo: 1º) es
un cazador interesado de jóvenes ricos; 2º) un negociante al por mayor en las ciencias que sirven para el uso del
alma (…) esta parte de la adquisición, del cambio, del cambio comercial, del
negocio, del negocio espiritual, que trafica con razonamientos y con enseñanzas
relacionados con la virtud, esto es, en su segundo aspecto la sofística;
3º) un vendedor al por menor de esas
ciencias; 4º) fabricante de esas
ciencias; 5º) un atleta del
razonamiento, campeón de la erística, y 6º) purificador del alma de las opiniones que suponen un obstáculo para
esas ciencias. ¿Cuál es la esencia del sofista, el denominador común de sus
características? Pues el arte de la contradicción.
Todo ello lleva al Extranjero a una conclusión ya anticipada por Platón en no
pocos diálogos anteriores: Producen en
sus discípulos el efecto de ser omniscientes; [pero] vemos que esto es un falso semblante de ciencia universal, una
semejanza que en manera alguna es la realidad lo que el sofista posee. El
extranjero pone de relieve la técnica persuasiva seguida por los sofistas como
una habilidad tan lucrativa como ominosa: ¿No
es acaso necesario que atendamos a que también la palabra connota una técnica,
con la ayuda de la cual será posible verter por los oídos de los jóvenes, a
quienes separa aún una larga distancia de la verdad de las cosas, las palabras
embrujadas y portadoras de embrujos, presentar ficciones hablados de todas las
cosas y producir así la impresión ilusoria de que lo que ellos oyen es
verdadero y de que el que está hablando sabe todas las cosas mucho mejor que
nadie? (..) ¿Queda desde ahora en claro que él es un mago, que no sabe sino
imitar las realidades, o conservamos aún alguna veleidad de creer que sobre
todas las cuestiones que él parece capaz de contradecir posee, de hecho y
realmente, la ciencia? A lo largo del razonamiento del Extranjero asistimos
también, al tiempo que a una denuncia de la sofística, a una crítica pormenorizada del Todo de
Parménides, ofreciendo, frente a sus incongruencias, la seguridad del método
dialéctico que acepta la división en partes y observa en la relación entre
ellas algo así como la “gramática de la vida”, puesto que el referente de la
gramática es el empleado por el protagonista del diálogo: los nombres aislados,
de cualquier categoría, no significan nada; enlazados mediante la sintaxis, sí.
Lo distinto, el rasgo diferencial identificador de las realidades, es lo
fundamental, no el Todo indistinto y compacto, un Ser tan insignificante, al
cabo, como su reverso, el no Ser: El
método del razonamiento (..)se esfuerza por descubrir sus parentescos o sus
desemejanzas, a fin de conseguir una adecuada penetración del espíritu. (…)
Cuando va a la búsqueda de sus semejanzas, ninguna, ninguna cosa le parece más
ridícula que la otra. Dividir las cosas de esta manera por géneros y no tomar
en manera alguna por otra una forma que es idéntica, ni tomar por idéntica una
forma que es distinta, ¿acaso no vamos a decir nosotros que es la obra
característica de la ciencia dialéctica? (…) Aquel que es capaz de dicha
ciencia tiene una mirada lo bastante penetrante como para advertir una forma
única desplegada y extendida en todas direcciones a través de una pluralidad de
formas que son recíprocamente distintas y a las que una forma única envuelve y
abraza exteriormente; una forma única dispersada y difundida a través de una
pluralidad de conjuntos, sin romper la unidad de los mismos. Oportunamente,
Platón vuelve a introducir el debate entre las cosas y las formas, entre el
modelo ideal y la realización concreta; entre las ideas y sus encarnaciones: las dos obras de la producción divina: por
una parte, la cosa misma; y, por otra, la imagen que acompaña a cada cosa;
de igual manera que remacha la idea de que no hay peor ignorancia de creer que
se sabe lo que en realidad no se sabe: Ignorar es precisamente lo que le ocurre a
un alma que se lanza hacia la verdad y que, en este mismo lanzarse hacia la razón,
se desvía: no es pues otra cosa que sinrazón. (…) [Hay] una forma especial de ignorancia tan grande
y tan rebelde que hace de contrapeso a todas las demás especies: (…) El no
creer ni saber de ninguna manera que uno no sabe; mucho me temo que ahí está la
causa de todos los errores a que está sometido el pensamiento de todos nosotros.
Ahí, al menos, sí que no me pillan a mí, preclaro ignaro de estas intrincadas
cuestiones que, a veces, me recuerdan el discurso de D. Quijote recordando las
razones y sinrazones esgrimidas por Feliciano de Silva… En todo caso, quede
esta entrada en lo que son todas las que llevo hasta la fecha: una invitación entusiasta
a adentrarse en los Diálogos, porque de ningún otro modo puede llegar a
entenderse la deslumbrante psicagogia que, en última instancia, constituye la
totalidad de los mismos.
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