martes, 4 de septiembre de 2012

Ensayo desaseado VI


           Hoy no tengo el día culto, la verdad.


La decisión del sujeto no implica que, como penitencia, haya de volver sobre sus pasos para volver del revés sus juicios sobre buena parte de la experiencia de la realidad que le ha tocado vivir. Bastante hace, el sujeto, y hasta quizás en exceso, con reconocer algunos de sus errores y sacar provecho de ellos para acostumbrarse a su nuevo estado. Porque quizás podría haber tomado como pretexto su decisión para reconstruir su anodina biografía, ese museo de horrores disfrazados de letra impresa, fotograma, pincelada, melodía et alii; pero la dicha provocada por su liberación le hace ser compasivo consigo mismo, que es la caridad bien entendida, y también con aquellos a quienes quiere persuadir de que abandonen todos sus esfuerzos para conseguir lo que él no consiguió. Este desahogo, este desquite, este des-sujetarse del sujeto que lo estaba a su antigua atadura, esta liberación es, en ese fondo ahora transparente y sereno, una confesión valiente. Nada más.
Puede reprochársele al sujeto la escasa oportunidad de haber elegido el séptimo arte para ejemplificar esa distancia entre su afán del pasado y su descanso del presente, como si aquel arte no cayera dentro del microcosmos de lo culto, como si, por ser el séptimo, y tan reciente en la historia de las bellas artes, viera mermada su condición de arte y acrecentado su carácter de entretenimiento popular. Quizás lo expuesto líneas arriba sirva para combatir ese hipotético reproche.
Tampoco pretende el sujeto, y menos en territorio tan resbaladizo, a fuer de ultrasubjeti­vo, como el del gusto cinematográfico, establecer el canon que permita distinguir una película culta de otra que no lo es, para poder evitar en el futuro aquéllas; pero no es menos cierto que, al igual que entre La montaña mágica y Peñas arriba hay un cierto trecho -y no sólo orográfico, sin duda-, igualmente haya de haberlo entre las dos películas citadas como ejemplo.
Con todo, el sujeto está hoy aquí, en estas líneas, dispuesto a reconocer la incivilidad y el despotismo de esos trechos canónicos. Porque la persona culta, o la que aspira a serlo, a fuerza de distinguirse y distanciarse de los mortales que habitan extramuros de ese mundo exquisito y privativo, acaba instalándose en una suerte de autárquica soledad satisfecha desde la que escupe su indiferencia a la masa irrelevante, al vulgo informe y anodino contra el que se recorta su irrepetible singularidad.
Que enhebre ahora una retahíla de improperios contra los cultos -o quizás, en realidad, contra el culto que no llegó a ser - puede constituir un justificadísimo desahogo, y si el sujeto se inspirara en el Marchenoir de Bloy hasta podría acabar sentando cátedra de estilista del insulto o de cretinólogo; pero después del esputo avinagrado queda siempre una sequedad amarga en la boca que, en estos momentos de desconcierto, no se compadece con el dulzor de la expectante inquietud de su espíritu.
El sujeto no ha llegado hasta aquí para renegar de su pasado, sino, en todo caso, para comprenderlo y, a partir del reconocimiento de su extravío, entrar en ese otro mundo que hasta hoy rehuía, como en la Edad Media se rechazaba a los apestados y se evitaban sus lazaretos. El sujeto sabe, por mera cuestión de inercia, que le va a costar, y que incluso sentirá algún conato de pánico cuando admita como una realidad no desdeñable -e incluso deseable- la perspectiva de que pueda disfrutar, pongamos por caso, con un espectáculo de La Fura dels Baus, una novela de Pérez-Reverte o un recital de Ana Belén, en vez de con... ¡No! ¡No! ¡No más comparaciones odiosas y sustentadas en esos trechos de los altivos rebecos que triscan por las alturas tan ingratas del Zaratustra nietzscheano! ¡A chapuzarse en pueblo! ¡A sumergirse en la corriente viva de la historia! ¡De cabeza al río de lo común!

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