Hoy no tengo el día culto, la verdad.
La decisión del sujeto no
implica que, como penitencia, haya de volver sobre sus pasos para volver del
revés sus juicios sobre buena parte de la experiencia de la realidad que le ha
tocado vivir. Bastante hace, el sujeto, y hasta quizás en exceso, con reconocer
algunos de sus errores y sacar provecho de ellos para acostumbrarse a su nuevo
estado. Porque quizás podría haber tomado como pretexto su decisión para
reconstruir su anodina biografía, ese museo de horrores disfrazados de letra
impresa, fotograma, pincelada, melodía et alii; pero la dicha provocada por su
liberación le hace ser compasivo consigo mismo, que es la caridad bien
entendida, y también con aquellos a quienes quiere persuadir de que abandonen
todos sus esfuerzos para conseguir lo que él no consiguió. Este desahogo, este
desquite, este des-sujetarse del sujeto que lo estaba a su antigua atadura,
esta liberación es, en ese fondo ahora transparente y sereno, una confesión
valiente. Nada más.
Puede reprochársele al
sujeto la escasa oportunidad de haber elegido el séptimo arte para ejemplificar
esa distancia entre su afán del pasado y su descanso del presente, como si
aquel arte no cayera dentro del microcosmos de lo culto, como si, por ser el
séptimo, y tan reciente en la historia de las bellas artes, viera mermada su
condición de arte y acrecentado su carácter de entretenimiento popular. Quizás
lo expuesto líneas arriba sirva para combatir ese hipotético reproche.
Tampoco pretende el
sujeto, y menos en territorio tan resbaladizo, a fuer de ultrasubjetivo, como
el del gusto cinematográfico, establecer el canon que permita distinguir una película
culta de otra que no lo es, para poder evitar en el futuro aquéllas; pero no es
menos cierto que, al igual que entre La montaña mágica y Peñas arriba hay un
cierto trecho -y no sólo orográfico, sin duda-, igualmente haya de haberlo
entre las dos películas citadas como ejemplo.
Con todo, el sujeto está
hoy aquí, en estas líneas, dispuesto a reconocer la incivilidad y el despotismo
de esos trechos canónicos. Porque la persona culta, o la que aspira a serlo, a
fuerza de distinguirse y distanciarse de los mortales que habitan extramuros de
ese mundo exquisito y privativo, acaba instalándose en una suerte de autárquica
soledad satisfecha desde la que escupe su indiferencia a la masa irrelevante,
al vulgo informe y anodino contra el que se recorta su irrepetible
singularidad.
Que enhebre ahora una
retahíla de improperios contra los cultos -o quizás, en realidad, contra el
culto que no llegó a ser - puede constituir un justificadísimo desahogo, y si
el sujeto se inspirara en el Marchenoir de Bloy hasta podría acabar sentando
cátedra de estilista del insulto o de cretinólogo; pero después del esputo
avinagrado queda siempre una sequedad amarga en la boca que, en estos momentos
de desconcierto, no se compadece con el dulzor de la expectante inquietud de su
espíritu.
El sujeto no ha llegado
hasta aquí para renegar de su pasado, sino, en todo caso, para comprenderlo y,
a partir del reconocimiento de su extravío, entrar en ese otro mundo que hasta
hoy rehuía, como en la Edad Media se rechazaba a los apestados y se evitaban
sus lazaretos. El sujeto sabe, por mera cuestión de inercia, que le va a
costar, y que incluso sentirá algún conato de pánico cuando admita como una
realidad no desdeñable -e incluso deseable- la perspectiva de que pueda
disfrutar, pongamos por caso, con un espectáculo de La Fura dels Baus, una
novela de Pérez-Reverte o un recital de Ana Belén, en vez de con... ¡No! ¡No!
¡No más comparaciones odiosas y sustentadas en esos trechos de los altivos
rebecos que triscan por las alturas tan ingratas del Zaratustra nietzscheano!
¡A chapuzarse en pueblo! ¡A sumergirse en la corriente viva de la historia! ¡De
cabeza al río de lo común!
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