La absoluta insensatez de
su afán se manifestaba, sobre todo, en la necesidad que tenía de imponerse -o
acaso simplemente de iniciarse- en cuantas más disciplinas mejor. En vez de que
nada humano le fuera ajeno, aspiraba el sujeto a que ningún conocimiento le
fuera ajeno. ¡Ay, demente! ¡Ay, infeliz! ¡Ay, confundido! ¡Ay, temerario! Ahí,
a su juicio, al poco que le ha quedado sano, se originó esa sombra del
desengaño que ha acabado por absorberle, hundiendo aquel afán en la espesa
tiniebla de la locura.
El ideal del hombre
renacentista, ducho en ciencias y letras, diestro en lanzas y pluma, fue un
espejo en que absurdamente se miraba de continuo. Al cabo, las imágenes que
ahora rescata son las de la impotencia y las vigilias esforzadas, amén de los
pulmones encharcados de alquitrán. ¿Qué orgullo nefando le llevó a creer que
uno, él, podría transitar con igual comodidad por la sociología de Weber, la
bioquímica de El azar y la necesidad o la física de los grandes números?
Lo peor, lo infinitamente
peor fue que, sin haberlo leído nunca -o mejor dicho, no habiendo querido
hacerlo- había acabado por convertirse en la tercera pata del taburete que
formaba con Bouvard y Pecuchet. De otro modo no se explica que su afán
compulsivo le hubiera llevado a interesarse por la Dactiloscopia, la cría del
canario, el Columela, la homilética, la antropometría oro-facial, la coprología
clínica, la filatelia, el espiritismo de Allan Kardec, la quiromancia o la
técnica del masaje..., si bien esto último ha contribuido lo suyo a la solidez
de su vida de pareja, dicho sea de paso.
Lo que quiere resaltar, y
eso lo comprenderán muy bien quienes hayan padecido el delirio que él padeció,
es que la carta de naturaleza de persona culta ha ido aumentando los requisitos
que permiten conseguirla a medida que la humanidad ha ido cumpliendo su
aventura en el mundo. Se le ha ocurrido que podría decir progresando, pero la
ingenuidad que está recobrando con su decisión no significa necesariamente
estupidez.
Hasta ayer, propiamente,
la lista de requisitos incluía disciplinas tan dispares y conocimientos tan
diversos, que supone algo más que un compromiso el poder siquiera iniciarse en
ellos para acreditar una pertenencia al club del que, sin poseerlos con conocimiento
de causa y vasta extensión, es uno puesto de patitas en la calle sin mayores
contemplaciones.
No solo se trata de que
uno haya de haberse impuesto en el enciclopédico mundo del toreo, desde el
popular Cossío hasta el selecto La música callada del toreo, de Bergamín; sino
que, igualmente, uno ha de dar por fuerza en gastrónomo y enólogo, casi con
condición de sumiller en este caso, y de artista nutroestético de los fogones
en el otro. Antes, no obstante, se ha de haber pasado por la antropología del
alimento en el imprescindible Harris y otros menos populares.
La imposibilidad de
dominar cuantas disciplinas le intitularían de culto si lograba acreditar tal
dominio ha contribuido no poco a su decisión. Al principio pensaba que se
trataba de una decisión vergonzante, y ahora, al final -este dilatado final de
su catártica, de su exculpadora reflexión- considera que se trata de una
decisión higiénica y, por supuesto, saludable.
Ello no quiere decir que
estas líneas se alumbren desde un ánimo despreciativo hacia cuanto constituyó
su vida y sabe que es la vida de buena parte de sus amistades y conocidos, por
más que ellos se le representan ahora como esforzados ilusos que intentan
sobrevolar la mediocridad en la que, no sin cierta inevitable prevención, ha
plantado él sus reales; o en donde quizás nunca había dejado de tener un pie
bien firme. Experimenta el sujeto una viva compasión por esos héroes esforzados
en mantenerse, asiéndose por sus propios cabellos, sin que la hediondez de lo
común les salpique, dos palmos por encima de la masa, unos, y varios
quilómetros otros, que muy distintos son los vuelos de cada cual en ese cielo
infinito en el que la condición de culto parece alejarse más cuanto mayor es el
esfuerzo por alcanzarla.
Le sucede, al mirar hacia
atrás, hacia aquel esfuerzo inverosímil, que los detentadores del estatuto de
cultos le parecen ya pobres almas extraviadas -cegadas por la lucidez-, ya
despóticos clasistas inmisericordes en cuya compañía le parece del todo
razonable que sea una insensatez -la insensatez- querer estar.
Se vislumbra en la
reflexión anterior una cuestión ética en la que, fiel a su decisión, se resiste
el sujeto a entrar; pues no deja de ser bien sabido que, en las postrimerías
del siglo, el cumplido dominio -teórico, por descontado- de la ética es uno de
esos signos distintivos del paradigma de lo culto.
En todo caso, entre la
compasión y el desprecio quizás lo único indicado sea la indiferencia, aunque
no responde el sujeto de cómo pueda respirar, la verdad, pues lo hace por la
herida; y no sería extraño que el rencor destilara algunas gotas de su ácido,
ni tampoco que el amor las intentara dulcificar. De su natural es el sujeto
fronterizo, como su decisión. Y esa doble cara de Jano -hoy más que nunca
mirando hacia el pasado y hacia el mañana- no puede dejar de sintetizar sus
miradas en la de este hoy enigmático y ambiguamente auroral.
En el Fausto, el idiota de Wagner alardea: “Me he entregado con ardor al estudio, y si bien es verdad que yo sé mucho, deseo, sin embargo, llegar a saberlo todo.” ... Este “Ensayo desaseado” clarifica bastante su silencio en esos años... Alonso Quijano, Bouvard, Pécuchet y tantos otros idiotas, como yo mismo, padecimos de esa insania... Salud
ResponderEliminarEse "ensayo" es un decidido elogio de la alta cultura a la que tantos amantes de ella poco dotados como yo pretendemos subir y nos quedamos a medias, en la mediocridad, que es exactamente su significado literal: a media montaña, a media escalada. ¡Admirable, su empeño, Juan Miguel! Pero insisto. Cualquier obra de las que me vea mencionar le serán infinitamente más grata que mis propios renglones.
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