Tras los vértigos y las
asfixias sufridas al ascender a las altas cimas filosóficas, quiso descender el
sujeto a la humilde carnicería de la materia que llevan a cabo los físicos,
aunque su ignorancia en esa disciplina corría pareja con el desparpajo de su juvenil atrevimiento.
Y la ciencia, siempre tan
agradecida, le proveyó de algunas claridades -la identificación entre materia y
energía- y no pocas complejidades y perplejidades, porque las cuatro fuerzas
que consideran (fuerte, electromagnética, débil y gravitatoria) las sintió de
repente como si al unísono se hubieran cebado en él y quisieran reproducir en
el interior de su propio cuerpo el Big Bang.
¡Qué entusiasmo el suyo
cuando iba cobrando piezas reconocibles: el protón, el neutrón, el electrón y
los quarks! ¡Qué desolación cuando en esos túneles carniceros con nombre de
complejo vitamínico se seguía descuartizando la res! En las muchas capas de la
cebolla de la realidad, el sujeto se detuvo cuando, preceptivamente arrasados
los ojos en lágrimas, leyó:
De la misma forma que la teoría de la interacción débil apareció cuando
estudiábamos los dobletes de sabor (el electrón y el neutrino son dos sabores
leptónicos, por ejemplo), sería interesante preguntarse qué ocurriría al
repetir el mismo juego con tripletes de color, por ejemplo:
( quark rojo )
( quark verde )
( quark azul ),
construyendo una teoría SU(3) con matrices 3X3.
El resultado es una teoría similar a la electrodinámica cuántica, pero
basada en tres colores. En lugar de un fotón o los tres transmisores de la
fuerza débil ( W+, W-, Z), encontramos ahora ocho transmisores de color
“Agluones”. Esta teoría es precisamente la cromodinámica cuántica. Las teorías
construidas por este procedimiento se denominan teorías gauge. Las
interacciones electromagnética y débil están descritas por teorías gauge U(1)
y SU(2); la cromodinámica cuántica es una teoría gauge SU(3).
Esas lágrimas parecían
sacarle del entendimiento, como las riadas erosionan los campos adyacentes al
cauce de un río desmadrado, los bariones, los bosones -el W y el Z-, los
hadrones, los mesones -el J ¡con su impagable quark encantado!-, los muones,
los neutrinos, los piones y los úpsilon que, en aquel entonces, -¡y tan
fugazmente como la vida de billones de espermatozoides!- llegó a saber qué
significaban.
A día de hoy, el nada
solemne de la clara -¡y parece que extensa!- declaración de su ambigua
liberación, retirado ya de aquellos esfuerzos inadecuados a su naturaleza y a
sus luces, ve el sujeto ese pedregoso camino energético como un descenso a la
nada, la misma que debía circundar aquella bola incandescente, aquel óvulo
hiperdenso que se desarrolló como por partenogénesis, si es que el Todo, sin la
nada posible, lo era aquel punto preñado de tanto universo, el que ha dado a
luz la materia y los abismos siderales que nos sobrecogen cuando contemplamos
esa inacabable cabalgata fou de galaxias.
En cualquier caso,
siempre le ha reconfortado al sujeto la solidez de las cosas, por más que, a
pesar de la ciencia, siempre haya mantenido esa reserva literaria obligada de
la cadena de soñadores borgiana (¡y excúlpesele -aunque mucho peca el fementido
ya- por ese desliz absolutamente anacrónico!).
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