Hoy no tengo el día culto, la verdad.
Después de aquellas excursiones materialistas, lo cierto es que no le quedaron al sujeto excesivas ganas de hacer las pertinentes al polo opuesto: el espíritu. Más allá, al menos, de hasta donde ya había llegado, que no era poca oscuridad. Pues si llegar a conocer la materia le acabó llevando a que ésta se le volviera una suerte de ficción energética; el laberíntico camino del conocimiento del ser y aledaños -el ser y la nada y el ser y el tiempo, fundamentalmente- ha constituido siempre una suerte de vereda de trampantojos encadenados de los que ha ido saliendo para caer en otros nuevos:
El individuo, en la estrecha medida en que le resulta posible evitar o
provocar, se encuentra, de hecho, como mediación entre las exigencias de la
totalidad material (y mediada por cada uno) y las de la totalidad restringida
que es él mismo. Su ser-fuera-de-sí se vuelve lo esencial y, en la medida en que
éste reencuentra su verdad en el seno de la totalidad práctico-inerte, este
ser-fuera-de-sí disuelve en sí los caracteres de seudo interioridad que le
había dado la apropiación. El individuo encuentra así su realidad en un objeto
material aprehendido ante todo como totalidad interiorizante y que de hecho
funciona como parte integrante de una totalidad exteriorizada; cuanto más se
esfuerza por conservar y aumentar este objeto que es él mismo, más desvía el
objeto al Otro en tanto que dependiente de todos los Otros, y el individuo como
realidad práctica se determina más como inesencial en la soledad molecular, es
decir, como un elemento mecánico.
¡Soledad molecular! Mole de
concentración con el culo sentado en duro asiento fue el sujeto en tantas y
tantas horas de inmersión envuelta en la humareda tóxica de la pipa ad hoc. Por
todo ello, no es de extrañar que, huyendo de ese ser que tan pronto se volvía
un espejismo como se convertía en la turbia materia de los sueños, condujese
sus pasos interesados y egoístas, a la par que angustiados por las espesas
sombras en que el ser y la materia le habían dejado, hacia la elucidación del
único instrumento del que podría valerse para luchar contra tan viscosa
obscuridad: ¡la razón!
Al cabo, si las primeras
palabras del dios de dioses, el del libro de libros, fueron: Hágase la luz, no
es extraño que toda esa claridad genésica se le haya atribuido a la razón. Lo
sorprendente, viéndolo ahora con la perspectiva que le da su decisión
salvífica, es la escasísima intensidad de esa radiación luminosa y su casi
absoluta incapacidad para comprenderse a sí misma: tanto en el plano formal del
puro razonar, como en el material de su asiento: el cerebro, auténtico
laberinto enigmático por cuyas vueltas y revueltas se suelen dar más patinazos
que otra cosa.
Dudaba mucho el sujeto,
con todo, de que la razón dialéctica -que es ciertamente una de esas razones
que el corazón ni tiene ni entiende, pero con cuya autoridad hubo el sujeto de
vérselas, por la época que le ha tocado vivir- le permitiera ir más allá de su
propia definición, tan abstrusa:
La dialéctica es, pues, actividad totalizadora; no tiene más leyes que
las reglas producidas por la totalización en curso y éstas evidentemente
conciernen a las relaciones de la unificación con lo unificado, es decir, los
modos de presencia eficaz del devenir totalizador a las partes totalizadas. Y
el conocimiento, que es totalizador a su vez, es la totalización misma, en
tanto que ésta está presente en determinadas estructuras parciales de un
carácter determinado. Con otros términos, si hay presencia consciente de la
totalización para sí misma, sólo puede ser en tanto que ésta es la actividad
aún formal y sin rostro que se unifica sintéticamente, pero que unifica por la
mediación de realidades diferenciadas que la encarnan eficazmente en tanto que
se totalizan por el movimiento mismo del acto totalizador.
¿Está claro? Pues aun
así, todo lo daba el sujeto -totalmente, claro- por bien empleado, si ello le
permitía acceder a la posesión del estatuto de culto.
¡Posesión! Esa sí que era
una palabra clave. La cultura vivida como una pertenencia, como un patrimonio
que podría exhibir o poner a prueba -a duelo- ante los auténticos plutócratas
de ella, caso de poder acceder a relacionarse con tan altas cimas del arte y
del conocimiento, lo cual, afortunada o lamentablemente no llegó a producirse
antes de su gozoso, ¡y un punto plúmbeo!, abandono de hoy.
De todos modos, no cree
el sujeto que en su decisión haya influido la fantasía verosímil del ridículo
espantoso que hubiera hecho al verse avergonzado y corrido por la implacable
ironía corrosiva con que esos magnates de la alta cultura suelen alejar,
fulminándolos, a los advenedizos pardillos y dehésicos.
En vida de su quimera ya
hubo de sufrir lo suyo al tenérselas que ver con los simulacros de los
mandarines, esos reflejos afectados y desustanciados cuya superficialidad corre
pareja con su osadía, como para ahora agradecer de todo corazón que el destino
marcara sus días con la ausencia de contacto con los originales -a algunos de
los cuales, no obstante, también se les podría quitar la risa sibilina y
heráldica para que acabaran ofreciendo, entonces, su auténtica cara de bacía.
El sujeto se prometió no
dejarse arrastrar por las artes resentidas de Marchenoir, y lo suyo le ha
costado detener el plumín que discurría a sus anchas por esos paisajes tétricos
de sus intentonas, poniendo de relieve
su condición de decorado de la gran obra de la cultividad (se atreve a decir
ahora con el valor transgresor que entonces nunca tuvo; tan imbuido como estaba
del respeto religioso a la omnipotente deidad), cautiva de la arrogancia, la
presunción y la elata asunción de su excepcionalidad de mirífica isla
desafiante en el vastísimo océano de la mediocridad.
En el medineo constante que fue su
peripatético recorrido por esas selvas intrincadas y remotas, supo el sujeto de
culo inquieto, anchas posaderas y rumiantes tragaderas que al conocimiento le
gusta ocultarse –¿no dijo Heráclito lo mismo acerca de la realidad? El sujeto
se resiste a hacer las comprobaciones de rigor, por pura coherencia y ahí lo
deja, arrepentido ya de haber recaído en el viejo vicio tauromáquico-. Al
conocimiento, decía el sujeto, le gusta aislarse, alejarse de la medianía,
recluirse en pequeños cenobios, cavernas del desierto e incluso en el exiguo
asiento de la columna donde el estilita se aísla por encima de lo contingente.
El saber se vuelve sectario y sólo los elegidos pueden participar de él tras
pagar el peaje de su sumisión. Saber es, muy a menudo, la necesidad de verse
rodeado de asentimientos especulares, a
los que se les halaga la generosidad barroca del marco mientras reflejen, en
eco agradecido, las rebeldes verdades reveladas. Todo se vuelve, entonces, un
protocolo de consignas, contraseñas, reservas y fidelidades.
He leído con atención y deleite la declaración de intenciones...
ResponderEliminarPozo sin fondo del conocimiento, imposible la conquista de su luz... Insensato quien pretende saber todo..
La lucidez alumbra la insoportable levedad del ser... Te hace ver lo que realmente eres, nada... Es entonces cuando te martirizan los sentimientos encontrados provocados por el hallazgo de la cruda realidad que implica la irrecuperable pérdida de aquel que uno era antes de su descubrimiento...
“Ese choque frontal entre la pérdida y el hallazgo se sustancia en la nueva perplejidad con que el sujeto asiste a la consolidación de su abandono o pérdida”
“Queda en tierra de nadie..., esa tierra desértica que habrá de atravesar entre penalidades y soledades para llegar a la tierra prometida donde bullen los mortales y tejen sus absurdos destinos”
Hay que repetir para creer: A una persona inteligente no le agobian sus ignorancias.
Quien toma la decisión de abandonar su ayer para nacer en mañana desconocido pierde todos los apoyos tan costosamente construidos...y como Sísifo, se ve obligado a comenzar de nuevo, una y otra vez...
Sigo disfrutando, aprendiendo y ascendiendo. Gracias.
No la agobian, cierto, pero son una losa que les impide -me excluyo, porque hablas de "inteligentes", y yo no paso de "esforzado de la ruta"- mejorar el vuelo ya del pensamiento ya de la imaginación.
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