Lo primero que advierte el
sujeto liberado de su antiguo y costoso afán es que la cultura no era para él
un objeto, sino una especie de ecosistema en el que se movía con absoluta
naturalidad, aunque ésta fuese la de la afectación, la impostura, la grandilocuencia,
la pose, el engolamiento y la representación permanentes: esa especie de
paradójica ecopraxia del desigual respecto de sus impares.
Acabar con un sistema de
vida y abandonar el único espacio conocido lleva, indudablemente, a hacerle
perder pie a cualquiera, y más aún a quien, como el sujeto, siempre ha sido una
especie de intruso aquejado del síndrome permanente de inadaptación. Bien sabe
hoy, sin embargo, que en esa burbuja social de la cultura no viene del oro todo
el relumbrón, y que incluso de un impostor como él, ducho en la contención de
la lengua y en la esporádica cita de campanillas, algún que otro destello
podría cegar a quienes aún velan armas, de noche, junto al pozo peligroso de la
sabiduría, ese espejo del abismo sin fondo. Pero el sujeto no ha tomado su
decisión por la decepción que le haya supuesto constatar ese engaño, sino
por...
¡Caramba! Iba bien
lanzado hacia el final de la frase anterior y el sujeto se ha quedado, de
repente, más que suspendido sobre esos puntos sin íes; porque él ha cogido la
pluma -valga la imagen- con la intención de ponérselos a su decisión, y ahora
se da de plumín con una certeza que lo descoloca: no sabe cuál es el porqué
definitivo de su decisión.
Algo de él ha ido
apuntando, desde luego: la fatiga, el desengaño, la desolación, la rabia, la
impotencia, la incapacidad, etc.; pero hubiérase dicho que estaba a punto, al
final del párrafo anterior, de enunciar con rotunda y meridiana claridad un
porqué comprensible, razonable, compartible y quien sabe si acaso incluso
elogiable. ¿Y al final? Silencio, suspenso...
De muchos de sus
predecesores, allegados suyos algunos de ellos, de los que les fue distanciando
su, para él entonces incomprensible decisión, sí que sabe cuáles fueron sus
motivaciones. Y si hubiera de sacar de todas ellas un denominador común -y esa
sencillísima alusión matemática extiende ante él un lagunón de aguas cenagosas
en cuyo seno monstruos infinitesimales y fractales ocultan la amenaza pavorosa
de sus inmensos corpachones-, elegiría la renuncia a la complejidad en favor de
la sencillez. Dicho así puede que no se comprenda tan bien como a través de
algunos ejemplos cuyo valor representativo tiene tantas limitaciones como a
cada cual le pueda parecer.
El primero que se le
ocurre al sujeto es el que enfrentaría a la película Sacrificio, de Andrei
Tarkovski, contra La flor de mi secreto, del off-off manchego Pedro Almodóvar.
Enfrascado como estaba en
su afán -y era su frasco deliberadamente pequeño, de perfume lujoso, en tanto
que amante de las quintaesencias y detestador de los fárragos-, ¡cómo pudo
extraviarse el sujeto hasta el punto de considerar que la primera de esas dos películas
era una muestra acabada de lo que los cursis de última hornada llaman cine de
culto, y la segunda una simple chapuza, un extravío del culto al cine!
¡Cómo pudo asentir -con
el bello y pavoroso recuerdo de las imágenes de la película en el núcleo duro
de sus sentimientos- a las alambicadas palabras del crítico!:
Resulta realmente duro, muchas veces doloroso, rasgar en las imágenes
que nos ofrece Tarkovski en su último film; Sacrificio se compone de dos planos
tan angustiantes -la compleja levitación de Alexander y la sirvienta María, el
histérico llanto con que la mujer dubitativa acoge la noticia de un intuido
cataclismo nuclear, siempre presente en la narración aunque Tarkovski no acuda
a él como elemento dramático activo, sólo como desencadenante de una situación
moral aún más irreversible-, como ensoñadores dispuestos a ser degustados con
placer -el mencionado plano secuencia inicial, en el que el director se permite
inflexiones divertidas y relajantes-, como fabulaciones mágicas donde el poder visual
de Tarkovski desborda cualquier consideración: el larguísimo y metódico plano
secuencia del incendio de la casa, con la cámara efectuando constantes
travellings a derecha e izquierda para seguir a los personajes en sus
evoluciones alrededor de la gran mansión devorada implacablemente por las
llamas, desmoronamiento físico paralelo a la caída moral de Alexander poco
antes de ser introducido en la ambulancia, o los movimientos angustiantes,
captados en un sobrio blanco y negro -degradación última del trabajo cromático
del film, que se abre con el suave verde del campo sueco para sucumbir,
imperceptiblemente, a las sombras azuladas, casi desprovistas de color, que
invaden el interior de la casa- con los que Tarkovski recoge las charcas
sucias, los hilillos de agua descompuesta, los caminos llenos de barro, el
movimiento histérico y sin sentido de las masas atemorizadas!
¡Cómo pudo -se sorprende
hoy el sujeto- seguir sin desmayo los meandros eufóricos de esa única frase
exaltada y comulgante!
¡Y qué injusto fue, por
otro lado, con la despreciable y miserable altivez de los catadores de lo
exquisito cuando, después de leerla, les restregaba por sus ojos incrédulos a
sus “distanciados", aquella cruel e inmisericorde opinión -Como vaca sin
cencerro, tituló su artículo- de otro crítico sobre la película de Almodóvar
(reciente redescubridor de los valores estéticos y sentimentales de quien, como
Sautier Casaseca, ha alimentado espiritualmente a tantas generaciones de
españolas y españoles durante el franquismo, en cuyos oscuros años ha vivido el
sujeto la mitad de su medio siglo; y quizás por ello, en su actual estado de
liberación puede incluso degustar ese agridulce sabor de la nostalgia que se
solaza en las rocambolescas historias de su película finisecular):
El vacío de La flor de mi secreto es tan patente, que agudiza
irremediablemente los numerosos defectos que films precedentes de Almodóvar
habían dejado ver. El primero y el principal, a mi juicio, reside en la falta
de estructura de sus guiones, que parece que se gestan por acumulación y nunca
poseen una mínima espina dorsal que aglutine los diferentes, dispersos y
heterogéneos materiales de los que se nutren. Lógicamente, cuanta menos
consistencia posee lo que intenta funcionar como historia central, más claramente
al descubierto quedará la artificiosidad del procedimiento y más patente se
hará lo deslavazado del resultado. Ejemplos en la película existen hasta la
saciedad. El mayor problema de La flor de mi secreto no es que sea una película
inane y vacía, sino que es la prueba incontrovertible de que Almodóvar no sólo
no tiene nada que contar, sino que ni siquiera atisba el camino que le permita
salir de ese callejón sin salida donde se encuentra anclado.
El sujeto aún recuerda,
para su horror de hoy, la carcajada -se le hiela la sangre al recordar aquel
espasmo laríngeo de desprecio- que le produjo el sucinto e hiriente análisis
que hacía el crítico de un importante personaje de la película en cuestión:
El que se supone jefe de las páginas culturales de El País es un
absoluto imbécil al que la interpretación estúpidamente risueña de Juan
Echanove -excelente actor en ocasiones, execrable en otras como la presente-
convierte en más penoso todavía, hasta el punto que lo más resaltable del
personaje es que utilice el seudónimo de Paqui Derma, siguiendo una tradición
almodovariana que alcanzó su momento álgido cuando bautizó como Paul Bazzo al
violador de Kika.
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