Hoy no tengo el día culto, la verdad.
Medineo
Entre las muchas
disciplinas (¡y cómo el nombre en sí [muy distinto, claro, del nombre-en-sí]
dice bien a las claras lo que fue el sujeto: disciplinante humilde que se
flagelaba, disciplinado, con idéntico ardor místico con que otros perseveraban
en el quietismo!) con las que hubo de lidiar para superar el meritoriaje e ir
dando pasos hacia el grado de “maestro”, siempre con esas comillas que
relativizan el grado, que lo degradan a la condición de aspiración jamás
cumplida; entre esas disciplinas, decía, le tocó a su tiempo apechugar con la
amena lingüística, de entre cuyas inolvidables páginas siempre ha retenido su
estómago el sabor de aquel párrafo que se instaló en su delicada cavidad como
un perfecto, compacto e indigesto ladrillo:
El MODELO TRANSFORMACIONAL es mucho más complejo que el modelo
taxonómico del que hemos hablado. El componente sintáctico consta de dos
subcomponentes, uno de estructura constitutiva, comparable al indicado más
arriba, con reglas que aplicar en un determinado orden, que genera SARTAS
TERMINALES CONSTITUTIVAS; el otro, propiamente transformacional, que consta de
TRANSFORMACIONES, reglas (unas obligatorias, otras facultativas) las cuales,
aplicadas en determinado orden, proyectan un indicador sintagmático de una o
más expresiones terminales sobre un nuevo INDICADOR SINTAGMÁTICO DERIVADO con
una SARTA TERMINAL TRANSFORMATIVA. La descripción estructural de la sarta
terminal transformativa constará entonces de los siguientes elementos: un grupo
de indicadores sintagmáticos que podemos llamar SUBYACENTES; un indicador sintagmático DERIVADO de los
subyacentes y un INDICADOR TRANSFORMACIONAL que muestra CÓMO el indicador
sintagmático DERIVADO lo es de los indicadores sintagmáticos subyacentes; el
indicador transaformacional nos da la HISTORIA TRANSFORMACIONAL del indicador
sintagmático derivado. El indicador transformacional es necesario (no sabemos
todavía exactamente cómo) para la interpretación, ya sea fonética o semántica
de los enunciados.
A más de veinticinco años
de distancia de su primera lectura de aquella página -¡y hubo más de
veinticinco... lecturas!, hoy ya no le cuesta nada reconocer esa torpeza
intelectiva- el sujeto ha estado a punto de romper a llorar ante la humildad de
ese paréntesis conmovedor. Años y años batalló el sujeto con esos textos que
habían de revelarle la piedra filosofal de la lengua, del habla y de la
gramática; y salió de la lucha tan herido de habla y con la escritura tan torpe
que se desconocía en los balbuceos con que no acertaba ni a expresar ni a
expresarse.
No hará una lista
minuciosa, como las de la intendencia alimentaria familiar, de las rudas
disciplinas por las que hubo de transitar castigando -no en su significado
medieval, desde luego- sus ojos y su cerebro; pero sí quisiera recorrer algunos
hitos de aquel proceso de aprendizaje frustrado, de aquella etapa de formación,
o más propiamente de deformación -desde su perspectiva presente-, durante la
que creyó que podría llegar a convertirse en una persona culta; aciaga etapa de
la que ha sobrevivido ese barniz mate de un estilillo pseudoalambicado que peca
en parte de pedante y en mucho, desde el reto de su presente, de broma
críptica; pero que le es tan natural como a otros disertar sobre las geografías
morales o el espacio ético en la cibernética.
De él le gusta decir, al
sujeto, que es nacido en las Batuecas y recriado en las Lagunas de Ruidera, por
las muchas que siempre le han acompañado a lo largo de su vida asendereada,
humedeciéndosela hasta hacerle sentir escalofríos, en cualquier estación del
año. Y a esa sensación permanente y antiecológica de ser incapaz de cubrirlas,
por denodados que fueran sus esfuerzos -¡y lo fueron, bien lo sabe su cerebro
consumido y su cuerpo maltratado!- ha de achacársele, en parte, esta decisión
suya actual.
A su manera, sin duda,
pero también él, como Sísifo, ha elevado hacia lo más alto la pesada piedra de
su maldición para verla, en el acto, de nuevo a ambos pies: los suyos y el de
la montaña. Y sin desfallecer ha vuelto una y otra vez, con ese tesón del escarabajo
pelotero, al que divinizaron los egipcios, a empujarla con brío y esperanza
hacia arriba. ¡Y lo tentado que se queda el sujeto de explicar por qué
divinizaron los egipcios al escarabajo pelotero...! Aunque tal vez pudiera
considerarse un excurso muy propio de documental televisivo, y perfectamente
congruente con la ¿gozosa? decisión de la que arrancan estas líneas.
¡Qué dirá, por otro lado,
de la desolación infinita que le producía la certidumbre del límite temporal de
su empeño! ¡Ah, esa lucha insensata y sin cuartel contra el tiempo! ¡Ay, ese
sacrificio, esa inmolación! Vista así, la cultura se le aparece ahora como una
diosa sedienta de la insensata vanidad de los humanos. Vanidad siempre
dispuesta a consumir hasta el último aliento vital para conseguir el
inalcanzable favor, la personal deferencia de esa diosa altiva, caprichosa e
inmisericorde.
El sujeto ignora si es
impropio, o impúdico, ofrecerse como triste y lamentable ejemplo de una vida
consumida en ese afán que hoy se le revela insensato; pero si la cultura exige
tiempo, él le ha consagrado el de la mitad de
una vida. No es menos cierto que la esperanza de poseer a esa esquiva
diosa ha disfrazado ese tiempo con el cuerpo sensual y rotundo de la plenitud;
pero el resultado final, una vez manifestada la determinación de desistir del
empeño, no es otro que la desoladora sensación de haber dejado mucho de sí por
el camino a cambio de haber conseguido poco o nada de ella. ¡Es tan grande el
bien que se promete, que, a su lado, toda penalidad por conseguirlo parece
ridícula!
Resultará quizá mezquino
que el sujeto mezcle aquí cuestiones económicas con esos anhelos de perfección
espiritual de tan elevada índole; pero no es menos cierto que siempre ha
resultado oneroso para el bolsillo, sobre todo para el sumamente débil y
proletarizado del sujeto, ese culto absorbente de la diosa inalcanzable. Pero
la escasa liquidez, el menguado salario y las muchas dificultades para
sobrevivir no arredraron jamás al sujeto, experto en los lances de descubrir,
de lance y segundas manos, unos contenidos que, aunque sobados, eran sobrados
para mantenerle entretenido en la ficción de su empeño y en el ardor de su
tesón. Bien es cierto que determinadas expresiones culturales no admiten más
consumo que el de primera mano; pero no lo es menos que la estricta jerarquía
de la canonicidad alentaba al sujeto a compensar esas carencias solo achacables
a su escasa disponibilidad de líquido con el disfrute de cimas perfectamente
asequibles a su justito presupuesto.
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