Hoy no tengo el día culto, la verdad.
Resentimiento es un
vocablo tan de tomo y lomo que conviene convocarlo cuanto antes para exorcizar
su engañoso poder. El sujeto sabe bien que ese es el talismán de los cultos
para detener a la sombría encarnación del mal y obligarla a aceptar cuál es la
paternidad de un discurso tan caprichoso como triscador; pero al sujeto no le
empacha reconocer que bien pudiera ser así. ¿Y qué? ¿Quién no alberga un
resentimiento? Pero el mal de muchos no prueba sino que a todos nos encanta
compartir el mal, que es el objeto de nuestra máxima generosidad, a pesar de su
equívoco prestigio. ¡Ojalá fuera así, y el resentimiento estuviera en el origen
de este discurrir!
Ocurre, sin embargo,
justo lo contrario: el sujeto considera que es una suerte de estúpido e
inocente alborozo liberador la fuerza que le sostiene el impulso para que no se
tuerza y acabe abandonando su abandono. La lucidez de la necedad, el
reencuentro con la epifanía de la santísima simplicidad, son verdaderos
empujones que le obligan a ponerle hitos al campo gozoso y universal de su
desquite, para quedarse con la presencia consoladora de la acidia lúdica e
insensatamente parlotera.
Sentimientos encontrados,
de pérdida y de hallazgo, le batallan en la tinta. Y le asombra la naturalidad
-no exenta de cierto liviano sentimiento de culpa- con que puede el sujeto
levantarse un buen día y reconocer que está exhausto, que ya no puede más: que
le ha sido imposible seguir Ordet en la pequeña pantalla; que, literalmente, le
ha resbalado por los ojos y el entendimiento el televisivo Los ángeles
exterminados de Bergamín -con un jovencísimo Flotats entre los cómicos del
carro de Tespis-; que La muerte de Virgilio le ha sumido en un estado de cataplexia;
o que le es imposible retener ni la sombra del reflejo de una sola idea de
cuantas, con infinita generosidad, lucidez y paciencia, ha sembrado D.R.
Hofstadter en su Gödel, Escher y Bach.
Ese choque frontal entre la pérdida y el
hallazgo se sustancia en la nueva perplejidad con que el sujeto asiste a la
consolidación de su abandono: no ha llegado a ser culto, pero tampoco el ala de
la imbecilidad le ha macheteado el rostro hasta dejarle impresa la máscara de
su identidad necedaria, de momento.
Con anterioridad, el
sujeto, aún afanado con absurda y deletérea tenacidad en serlo, se preguntaba
en qué consistía ser culto, cuál era el paradigma de lo culto. Y sin tener un
vademécum, sí que disponía de un repertorio de referencias que, no sin
ambigüedades, le mostraba la docta Tule soñada. Sólo la nómina escueta de ese
canon serviría para llenar, por lo menos, las próximas cincuenta páginas. (Ése
es el pecado capital del diletantismo: ir de las capitales a las ciudades
provincianas sin discriminar para hacer valer el tiempo y el esfuerzo!
Con ser una situación
relativamente placentera, la del sujeto que se entrega al abandono de la
cultura, a la renuncia -y ésta en modo alguno está teñida de misticismo; salvo,
si acaso, porque comparte con éste ese anonadamiento que les es común-; con
ser, decía, una situación en apariencia bendita, no conviene olvidar la
delicada situación en que queda el sujeto que renuncia al dictado
nietzscheano: la mejor máscara es el
rostro, y se ofrece desnudo con su osadía a cuestas, y a pecho descubierto.
Sufre una doble
marginación: la de la cultura aristocrática y la de la imbecilidad mesocrática.
Queda, pues, en apariencia, en tierra de nadie. Lo que vale tanto como decir
que no verá a nadie en su tierra; una tierra desértica, pues, que habrá de
atravesar entre penalidades y soledades para, consolidada su decisión, pisar la
tierra prometida donde bullen los mortales y tejen sus absurdos destinos.
El sujeto renuncia, y es
obvio que están de más las explicaciones pertinentes, a la figura foucaltiana
del loco o a la medieval del apestado para describir la situación del osado que
no solo ha descubierto su vía de liberación, sino que además la ensaya para
falsarla e intentar, quizás neciamente, dotarla del estatuto solemne de verdad;
pues bien sabe, desde que leyó en Unamuno lo que éste leyó en Sófocles, que la
verdad puede más que la razón. Y ha de disculpársele de nuevo el recuerdo, ya
que no cita, aunque la memoria, de por sí tan flaca en todos, no necesariamente
se contradice con su discreta profesión de fe.
El sujeto no recuerda
tampoco cuál fue la última lectura con que se despidió de esa presión inhumana
de la que ha conseguido liberarse antes de sucumbir a ella, y no es retórica
anacrónica. A una persona realmente culta -¿existe?- no le agobian sus
ignorancias. A un diletante pueden matarlo. De lo último leído sólo una idea se
le quedó con fuerza en esa flaca memoria de la que ahora ya puede dejar de
presumir -puesto que es socorrida afectación de los cultos-; e incluso estaría dispuesto
a admitir que fue la que le impulsó a coger la pluma y ofrendarle, en estas
líneas, la más acabada expresión de su sinceridad y agradecimiento.
Francis Crick, afamado y
laureado doctor, venía a decir que el cerebro humano no evolucionó a partir del
descubrimiento de verdades científicas, sino para que fuéramos capaces de
sobrevivir y de dejar descendencia. A duras penas cumple el sujeto
académicamente con lo primero; y por dos veces, gozosas, ha realizado lo
segundo. Quede bien claro, porque no se vea pueril el goce -o humano, demasiado
humano: pues solo los ñoños verán el aleph-, que si los mamíferos sobrevivieron
a otras especies más poderosas fue por el cuidado, por las atenciones, que
requería la prole.
Aclarado lo anterior, que
más parece un acto de soberbia diletante y que el sujeto, en consecuencia,
juzga ya impropio de él, es hora de continuar con la descripción de esa suerte
de soledad que se convierte en el árido paisaje de quien se presta al abandono
radical del empeño de adquirir el estatuto de culto, una paradójica carta de
naturaleza que en modo alguno, y ahora lo ve más claro que nunca, hace libre a
ningún ser que se empeñe en adquirirla, y mucho menos feliz.
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