Hoy no tengo el día culto, la
verdad.
Preámbulo
Cuesta horrores escribir
el título que encabeza estas líneas, sobre todo después de haber estado el
sujeto media vida -en el supuesto de que pueda llegar a centenario- hecho un
menesteroso azacán de ese pozo sin fondo
del conocimiento y del arte. Viene, así pues, el sujeto a estas líneas,
enchandalado de vergüenza, a reconocer sus debilidades -que ni siquiera
incluyen un pensamiento débil-, en un ejercicio de autoflagelación expiatoria
que busca el eco cómplice de tantos otros que, como él, puedan hacer íntimamente
suyo ese sincero y aún no sabe si doloroso reconocimiento, pues de lo que se
trata, de lo que tratará de aquí en adelante, es de si es capaz de asumir esa
decisión con todas sus consecuencias, si será capaz de estar a la altura de las
circunstancias que, por decisión propia,
va a cambiar para que la vida le cambie, radicalmente. En el fondo es un
rezagado, y, quizás por ello, su doble condición de aristarco y pecador tardío
-que no Pablo caído- le han permitido tener la perspectiva necesaria para
devolver a los demás, en el espejo de sus flaquezas, su verdadero rostro, o al
menos este de la equívoca renuncia; pues ya desde la célebre, iniciática y
plañidera sobremesa acristalada conoció el sujeto a pioneros del abandono,
auténticos profetas de la lasitud y solemnes catadores de la inanidad gozosa, o
del gozo de lo inane. Y si en aquel entonces, ya lejano, no le cabía en la
cabeza que alguien quisiera vaciársela, hacerse algo así como un precibernético
formateado del disco duro; hoy lo que le sale de ella es este discurso
catártico en cuyo comienzo está obligado a reconocer a aquellos pioneros
vitales su arrojo, su temeridad, su perspicacia y su lucidez. Émulo suyo, pues,
es hoy el sujeto, y con la esperanza ilusionada de haber aprendido en el ejemplo
de aquéllos la lección sobre cómo no desperdiciar en las tareas atormentadoras
de su antiguo afán el medio siglo que aún le queda por delante, si el cuerpo
aguanta y la salud le acompaña. La otra cara -no menos
especular- de ese reconocimiento es la sensación de ilimitada libertad que le
permite al sujeto enfrentarse a un enunciado tan ominoso y, sin sacar pecho,
claro, asumirlo y seguir el propio camino, más ligero de equipaje, liberado de
la ansiedad y con un desparpajo decidor que le permite salvar las distancias
biográficas para recuperar la insolencia de la adolescencia fatua, aquella
sobre la que el tiempo –Cronos hubiera
dicho el sujeto antes, llenándose la boca de oes omnipotentes, fascistoides...–
dictó una fetua que hoy, en estas líneas, parece cumplirse. Es, al cabo, un
viaje de ida y vuelta. De las tinieblas osadas de la ignorancia, pasando por la
imposible conquista de las luces, hasta la liberación de la máscara del afán,
que a su modo también era coraza reichiana, para sumergirse de nuevo en el
abandono placentario de este discurso
liberador y, por insensato, atrevido, amén de confuso, aunque entrañado. En
estos tiempos en los que del excitante aburrimiento democrático socialista pasamos a la apabullante, autoritaria y
tediosa mediocridad universal popular, para acabar volviendo a la
desarticulación del discurso silabeado del ¿nuevo? socialismo, el sujeto ignora si su acidia es un signo de
los tiempos o el tiempo de un signo que niega todos los demás y, con ellos, las
teorías que los han forjado, encumbrado y sostenido. Coherente con su actitud,
es obvio que ni siquiera se va a levantar para verificar que la reedición de la
Oceanografía del tedio bien pudiera, en parte, disculpar estas líneas, entre
las que esa mención -y ésta es una de
las muchas disculpas que irá pidiendo el sujeto por la contradicción inevitable
de ornar el discurso con esos viejos oropeles de aquellos tiempos heroicos de
su afán- aparece bañada con el aura nostálgica de los viejos daguerrotipos
familiares cuyos representados nos son tan extraños que apenas sentimos por
ellos más allá de la curiosidad natural que nos inspira todo lo desconocido . Ya
han sido sugeridas algunas de las virtudes escondidas en su confesión, pero
cabe añadir algunas más. Entre ellas, el placer del decir sin que se advierta
-porque no existe- el propio esfuerzo del decir. Es fácil suponer que la
negación de la cultura, de esa tan alta que nos corta la respiración y nos
arrebata la vida, porque en los aledaños de su cima casi no nos llega el
oxígeno al cerebro, implique también la del estilo. Aunque le esté feo
recordarlo, porque una cita clásica en estas líneas es un insulto a su
determinación (¡otra disculpa que sumar a la anterior!), por fin puede decir,
con Juan de Valdés: escribo como hablo; aunque el sujeto nunca ha tenido a gala
ni galardón hablar como escribe. Claro que ha escrito poco y ha hablado menos,
pero eso no viene a cuento. Lo trascendental es haberse escapado de la uniformizadora rueda de molino que tritura
las prosas y darse el gustazo (¡bastante incongruente con su decisión, todo hay
que decirlo!) de dejar correr el plumín a sus anchas, con la espontaneidad de
quien, al fin y al cabo, se confiesa; muy lejos, pues, del cálculo estrecho de
quien ya no es: aspirante al inalcanzable -y por supuesto que inasequible-
estatuto de culto. El sujeto no quisiera que se confundiera su actitud con la
del diletante, pues éste -y él lo sabe porque lo ha sido hasta hace bien poco-
no deja nunca de querer trepar por esa escarpada ladera de la alta cultura,
aunque por cada metro conquistado retroceda diez al tropezar, pongamos por
caso, en el Wözzek de Berg, dejando ante sí la estela de un alarido imponente y
desgarrador, amén de atonal. El sufrimiento del conocer, ese dolor que siempre
engendra la sabiduría, como aprendieron tantos en el Eclesiastés -y todos en
los palmetazos de los maestros durante la Dictadura-, cuando lo volvían del
derecho y del revés para negar o afirmar su índole precursora de ese otro
profeta de la nada cuyo ser saltó hecho pedazos en una vengativa, obscena y
ejemplar ceremonia del adiós...; ese sufrimiento, en definitiva, ha contribuido
no poco a la adopción de la actitud presente del sujeto. Y no quiere saber si
esa actitud le reduce de verdad al presente presente, al presente
gestáltico; le es indiferente. Renunciar a la cultura no es abrazar la
imbecilidad, cree el sujeto; ni tampoco buscar la ataraxia; aunque tal vez algo
de ambas se le acaben pegando a las suelas cuando inicie su camino por ese
territorio ignoto y extraño hacia el que su decisión de hoy le arroja. Está por
ver. Quizás estas líneas no sean sino una demolición del yo y de sus máscaras,
un suicidio ontológico. Pudiera ser... El sujeto no se opone, aunque tampoco
está dispuesto a colaborar. Tan es así que renuncia a extenderse sobre la
apasionante vida de Fritz Perls, el demoníaco genio creador de la terapia
Gestalt, y cuya vida es una sinfonía cinematográfica en la que, si bien
guionada y rodada, sería capaz su director de alcanzar el misterioso don con el
que extraer volúmenes del tiempo, que dijo un afamado crítico de un
refinadísimo Antonioni, copiando a un genio del séptimo arte... Y en su memoria, al conjuro de ese nombre archiculto,
estallan estrepitosos, barahúnda infernal, todos los silencios del mundo...;
del mismo modo que al recordar a ese crítico se le encarna ese volumen, en modo
alguno intemporal, sino con la fecha de caducidad bien pasada, como la muestra
de la más encumbrada pedantería, el más perfecto y acabado simulacro de esa
cultura más altiva que alta, cimera y, forzando la cadena, siempre con un sí
sabe qué de cismática, en tanto que cisquera... Ese sufrimiento, volvamos a lo
que nos ocupaba y entretenía, ha logrado embotar la percepción del sujeto, de
ahí que el hastío que le ha invadido no solo lo señorea, sino que también le
seduce. Quedó dicho que otros antes que él se habían rendido a su canto
mitológico; pero en él han dejado, tampoco sabe si como único bien o como una
absurda impostura, las fuerzas necesarias para intentar la descripción de esa
seducción, o de ese encuentro, mejor dicho, entre quien quería oír el canto
seductor del abandono y la propia voz, dulcísima y acariciadora, de éste.
(Continuará)
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