Hoy no tengo el día culto, la verdad.
Aquel conflicto entre la pérdida y el hallazgo (exiliarse de un territorio en el que nunca ha acabado uno de echar auténticas y sólidas raíces, y entrar en el ameno -y en exceso concurrido- paraje del abandono) no adquiere visos dramáticos, pues sobre él se extiende, como un benéfico ungüento, esta difusa alegría, esta tranquilidad de espíritu que tanto encorajina al sujeto no sólo para atreverse a formalizar el reconocimiento, sino para escupir ese picor de guindilla que la angustia le había dejado en la lengua. Por otro lado, en éste del abandono, quizá no haya mejor modo de asentarse que midiendo la distancia exacta -e inverosímil- que lo separa de aquella aciaga escalada.
Quedó escrito al
principio que el sujeto iba buscando el eco asentidor y sintiente de otros
abandonadores; pero mucho se teme que haya en esto del abandono -y no le
importa reconocer que se trata de una huida- un sí sabe qué de ajuste de
cuentas que lo tiene todo de personal y, sólo en parte, algo de común.
No se trata de que uno se
la tenga jurada a la condenada, desabrida e intrincada episteme; o de que,
¡incluso hoy!, pueda uno conciliar la pasión por La Valquiria con el valeroso y
osado reconocimiento que se manifiesta en estas líneas; sino de que éste es
siempre, cuando uno llega a él, una encrucijada en la que, desde detrás del
crucero, nos increpa acerbamente el diablo: nuestra decisión jamás será un
adoquín de su infierno; por más que el camino elegido nos acabe llevando ya a
la soledad de un tremedal que nos devore, ya a la selva oscura y feraz, ya al
desierto encendido, ya al común -y valga el doble sentido- de los mortales.
Hora va siendo, con todo,
de acabar con los preámbulos, que tan enojosos suelen ser, y de pasar a
deambular, con pie más ligero que hasta el presente, por ese reconocimiento en
el que el sujeto se ve capaz de adentrarse con determinación pero no sin algún
titubeo, sin una cierta claudicación etimológica; porque, al fin y al cabo,
quien toma semejante decisión pierde el suelo en el que se apoyaba, el espacio
que le rodeaba y el paisaje contra el que se identificaba, amén de unas
costumbres perfectamente definidas, consolidadas, aunque escasamente
solidarias, todo sea dicho.
Puede que a la postre no
sea tan fácil como en un principio parecía esta renuncia a la cultura. Unamuno
decía.... ¡Ay! ¡Ay! ¡Ahí está la prueba! Y bien pronto se ha manifestado
además... ¡No! ¡Vale ya! Ni Unamuno dice nada que el sujeto repita como un eco
interesado, ni, por otro lado, le será fácil reprimir esa inercia de tantísimos
años forjando con el pensar, el narrar, el contar y el sentir de los demás su propia humilde y
discreta existencia. Discreta hasta hoy, bien es cierto. Puesto que el sujeto
ha tenido el atrevimiento de pretender hacer oír su voz precisamente para
renegar de cuanto hasta este fatigado presente había constituido toda su
existencia: convertirse en una persona culta.
Abandonar esa escalada
supone un alivio, un aligeramiento, una suerte de apático, anodino y
transitorio estado de gracia que no resulta compatible con el temor al vacío
-desea que efímero- al que se asoma desde estas líneas austeras y despojadas.
Resultaría en exceso
chocante que quien ha tomado una decisión como la del sujeto se pusiera ahora,
con denodado esfuerzo, a tratar de aclararle al lector común -aquí sin sentido
escatológico- qué es o deja de ser la cultura o, en su defecto, una persona
culta. Voces autorizadas hay, desde Cassirer hasta Gustavo Bueno, pasando por
quien se desee -que la lista es tan
larguita casi como la del canon ut supra...- para exhibir la complejidad
y los arabescos del concepto, su faz laberíntica.
La modestia de su
decisión, en todo caso, no lo faculta sino para intentar, desde su reducida
experiencia personal, dirigirse al corazón de quienes le hayan precedido, y al
de quienes hayan considerado alguna vez la posibilidad de tomar una decisión
como la suya, y decirles cuál fue la vanidad de su empeño. El sujeto sabe que
es una historia triste, como la de todos los fracasos; pero hay tantos
disparates entretejidos en ella, que no sería extraño pasar de lo sublime a lo
patético y de ambos a lo risible en el espacio de un mismo párrafo.
De los escritores medievales
se medía su cultura por los volúmenes que había en su biblioteca personal,
dando por bueno, claro está, que los hubieran leído u hojeado todos; porque en
esto del amor al libro hay mucha pasión meramente contable, que conste. Fuera
cual fuese el trecho, al menos el criterio no admitía discusión.
En las postrimerías de
este siglo nuestro, sin embargo, tan bárbaro y tan culto al mismo tiempo -¡y
ojalá a nadie se le ocurra pensar en esas dos facetas de lo humano como el
anverso y el reverso forzosos de la manida moneda!-, los criterios son muy
otros. Y al sujeto le ha tocado padecerlos y disfrutarlos hasta la fecha de su
extraña liberación.
De hoy en adelante se
abre a realidades frente a algunas de las cuales siente, en principio, un
rechazo tan profundo que quizás le cueste mucho más entrar en ellas de lo que
le costó perseverar, en su momento, en la adquisición, uso y ¿disfrute? de
aquella inalcanzable cultura.
El sujeto no castigará a
los lectores, tanto al que le miralee por encima del hombro, como al que arrima
el suyo propio -¡y cuánto se lo agradece!- para que no desfallezca en su
sinuoso discurso, con ejemplos que pueden horrorizar a unos y justificar a
otros; pero es inevitable que, de tanto en tanto, monte aquí la parada de
aquellos monstruos a los que, ingenuo principito valiente, se enfrentó con un
ánimo y una intención tan puros como seráfica y benéfica era la promesa de
recompensa de su compañía, una vez vencida la repugnancia y el horror que
inspiraba su agresiva presencia.
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