El
político, el militar y el filósofo: Máximas y pensamientos de la ambición de un
hombre forjado en la extraña aventura romántica del absolutismo ilustrado.
No cabe duda de que
cuando Orwell bautizó al cerdo de su novela Rebelión
en la granja con el nombre de Napoleón estaba lanzando un mensaje sobre su
valoración histórica del personaje, quien, por ley, estableció que en Francia
no se pudiera llamar jamás Napoleón a ningún cerdo, so pena de incurrir en
delito. Que Beethoven le retirara la dedicatoria de su tercera sinfonía, la Heroica o que Stendhal fuese
incondicional admirador del general nos indica que estamos ene presencia de un
ser complejo y poiédrico, capaz de suscitar rencores tan profundos como los que
Jefferson expresó sobre él y admiraciones como la propia de Stendhal. Y miedo,
mucho miedo. Durante un decenio, Napoleón fue algo así como la personificacón
del terror para las monarquías europeas, que advertían en él, al margen de su
entronización como Emperador, al embajador de ideas revolucionarias que
acabarían con sus reinados, como las propias de su Código Civil, por ejemplo.
Que Bonaparte fuera un aventurero de la política explica no solo lo azaroso de
su vida, sino también los vaivenes a que estuvo sometida hasta que, derrotado en
Waterloo, fue desterrado a la isla de Santa Elena, frente a las costas de
Angola. Allí vivió, intentó aprender inglés y murió, no se sabe si envenenado o
no. Un leal ayudante suyo, Emanuel Augustus Dieudonné, le Comte de Las Casas,
se encargó de ir recogiendo en papel las máximas, pensamientos, aforismos y
ocurrencias de Napoleón, un corpus que constituye la base de la presente
edición de las máximas y pensamientos de Napoleón, de cuya mano autobiográfica
sí que conocemos las memorias, aunque en solo 40 páginas de las 84 que componen
el libro, las restantes las dictó al mariscal Bertrand y a los generales
Montholon y Gourgaud. La difusión rocambolesca de las Máximas y pensamientos,
porque los textos burlaron la férrea vigilancia impuesta a todo lo relativo al
destronado Emperador y se publicaron primero en inglés, supuso una nueva
condena para el conde Las Casas, autor del Memorial
de Santa Helena, quien fue enviado al Cabo de Buena Esperanza. La
fiabilidad total de su Memorial, sin embargo, deja mucho que desear, al
parecer, pues, según los expertos, se permitió numerosas licencias sobre lo que
nos ofrece como reflexiones propias del Emperador. El conde fue el encargado de
enseñar inglés a Napoleón, y de esa enseñanza se conservan algunos ejercicios
de puño y letra del aplicado estudiante. Al margen de estas circunstancias que
encuadran el contenido indudablemente napoleónico de sus aforismos, lo cierto
es que el texto como tal, y a pesar de la pasión que Napoleón sintió toda su
vida por Plutarco y otros historiadores antiguos, no destaca por una
originalidad que le haya permitido, al general francés, pasar a la historia de
los grandes aforistas, aunque muchos de ellos revelan el gran caudal de
experiencia que acumuló en su corta vida el intrépido militar, al que tanto se
le admira como se le odia. Acabados de leer los Episodios nacionales es evidente que, al menos en España, no dejó
“gran memoria de sí”…, por más que, desde el plano racional exento de
cualesquiera emociones, mucho perdió España con la vuelta al absolutismo
tradicional que abortó las reformas ilustradas de los afrancesados. Los
aforismos de Napoleón revelan fielmente la mentalidad de un ser decidido,
expeditivo, consciente de su destino y conocedor de no pocos resortes de la
naturaleza humana que le ayudaron a forjar su imperio: La desgracia es la comadrona del genio. A través de ellos, con el poso de quien
reflexiona sobre su vida, descubrimos un modo de pensar que fundamenta el
autoritarismo al servicio del procomún y del propio ego: El hombre superior no marcha por caminos ajenos… No está entre todos los que he leído, sin
embargo, el más célebre de todos, que pasa por proverbio universal: El fin justifica los medios, escrito por
él en la última página de su volumen anotado de El príncipe, de Maquiavelo, autor a quien, por cierto, desprecia
olímpicamente Napoleón, a pesar de haberlo traducido y comentado ampliamente.
En ese mismo volumen escribió también una variación del aforismo anterior: El éxito justifica todas las causas, que
se corresponde fielmente con un ideal de vida que hacía de la conquista del
poder, de todo el poder, y de la admiración ajena, su ideal de vida. Este
último aforismo parece incluso más propio de la mentalidad del siglo XXI que de
la del XIX suyo. El hermoso volumen en octavo del Círculo de lectores lleva un
prefacio de Balzac, otro de los grandes admiradores del corso, que traza los
caracteres básicos del carácter que va a manifestarse en las máximas, de ahí
que, a su parecer, destaque lo coherencia del personaje como un valor
indiscutible: Hay que reconocerle en
justicia que fue franco y no retrocedió ante ninguna consecuencia; glorificó la
acción y condenó el pensamiento. Aunque agrupados en bloques que resaltan
la unidad temática de los mismos: lo militar, la experiencia política, la vida
íntima, el republicanismo…, lo cierto es que la poderosa personalidad de
Napoleón se vierte en todas las facetas de su vida con la misma intensidad
ardiente: La tortura de tomar
precauciones es superior a los peligros que se pretenden evitar: es mejor
abandonarse al destino. Si algo puede decirse de él es que no era una
persona adicta a las medias tintas, desde luego, aunque cifró en el azar la
gran ley de la existencia: El azar es el
único rey legitimo del universo. De lo que no cabe duda es de que su origen
periférico -siempre habló el francés con acento italiano- en la política
francesa, su ambición y sus cualidades, permitieron que, a partir de una
identificación con la Revolución, captara fielmente el espíritu popular no
expreso ni en códigos ni en el folclore, sino en ese reducto de la intimidad
compartida que construye la “nación”: En Francia solo se admira lo imposible.
Y de ahí a su dictamen sobre la inoperancia republicana hay un paso: En Francia no puede haber ya república: los
republicanos de buena fe son idiotas; los demás, incautos o intrigantes.
Algo tendrá que ver su admiración por Robespierre, desde luego… Lo que está
claro es que Napoleón aboga rápidamente por una institución que se sitúe por
encima de los partidos, todos ellos jacobinos,
a su parecer, y poco de fiar por su propia naturaleza: Los partidos se debilitan por su miedo a las personas capaces, de
lo que aquí en España tenemos sobrados ejemplos. Digamos que su “teoría”
política pasa por sobreponerse, desde el genio, a la mediocridad de las formas
republicanas: Es raro que una gran
asamblea razone; se apasiona demasiado pronto y Toda asamblea tiende a convertir al soberano en un fantasma, y al
pueblo en un esclavo. De algún modo, el ideal aristocrático que él encarna,
sería algo así como una enmienda a la totalidad de las viejas aristocracias
europeas: La nobleza habría subsistido si
se hubiese interesado más por las ramas que por las raíces. No estamos en
presencia de un demócrata, y mucho menos de un socialista utópico, sino de un
pragmático que se afirma en la realidad a partir de la constatación de ciertas
tendencias individuales y sociales que no nos permiten llamarnos a engaño: La igualdad solo existe en teoría, nos
recuerda; de ahí que ni se le ocurra entrar en dinámicas de nominalismos
inoperantes: El nombre y la forma de gobierno no significan nada, con tal de que los
ciudadanos sean iguales en derechos y se imparta bien la justicia. Napoleón
es conocedor de un secreto a voces que él sabe administrar a la perfección: En política, un absurdo no constituye un
obstáculo. Su gran capacidad analítica, no solo en términos presentes de la
situación política y social que le permite esta o aquella decisión, sino en
términos históricos lo apreciamos en esta aguda observación que constituye al
tiempo la constatación de una verdad apodíctica y un canto a la esperanza de la
esperanza, por infundada que pueda aparecer a ojos de todo el mundo: Los
cirios que se encienden hoy a la luz del día iluminaron en otros tiempos las
catacumbas. Nadie discute su genio militar, aunque en su haber consten casi
por igual los grandes éxitos como los grandes fracasos, pero Le petit caporal -así lo llamaban sus soldados- era, sin duda,
un caudillo a la antigua usanza, esto es, a la de los nueve héroes de la fama
para la Antigüedad. Un militar próximo a sus hombres y que anteponía la
resistencia a la fatiga al valor, por ejemplo, como la gran cualidad de un
soldado: La primera cualidad del soldado es la constancia para soportar la
fatiga; el valor es solo la segunda. Cuantos intelectores lean estos
aforismos, descubrirán una capacidad de reflexión, e incluso cierto aire
repentino a los grandes moralistas franceses, que les sorprenderá: Los sentimientos son, en su mayoría,
tradiciones o Quien practica la
virtud con la sola esperanza de adquirir una gran fama se halla muy cerca del
vicio, en el que oímos los ecos de toda una escuela francesa del aforismo.
Hay, curiosamente, dada la época, una
suerte de antirromanticismo que choca en el caudillo militar, como si la
dedicación épica hubiera acallado el espíritu romántico de la época: El amor es una necedad cometida por dos
personas, aunque haya corrido la leyenda del apasionado amor por Josefina.
Todo esto que llevamos dicho ha de predicarse de un hombre que no dudó en
reconocer lo siguiente: No hay nada más
difícil que tomar una decisión, casi como dándole la razón a un Rajoy que
por no tomar la decisión de dimitir cuando abrazó por sms a su tesorero, ha
sufrido un revolcón parlamentario que lo ha llevado a la tumba política, de
imposible noche de Walpurgis ya. Aunque desterrado a un islote en medio del Atlántico,
Napoleón llevaba dentro el demonio de la política, él que había configurado la
de toda Europa durante más de un decenio, y murió con los análisis puestos,
podríamos decir, porque de se final son algunas reflexiones que merecen toda
nuestra consideración: Es injusto que una
generación se ve comprometida por la anterior; los empréstitos deberían estar
limitados a cincuenta años (…) Hay que hallar un medio de preservar a las
generaciones futuras de la codicia de las presentes sin tener que recurrir a la
bancarrota. Un señora advertencia a aquellos gobiernos que, más amantes del
gasto que de la creación de riqueza, no solo se endeudan ellos, sino que implican
en esas deudas, a menudo para empresas faraónicas absurdas, a las siguientes generaciones.
No sé si podríamos hablar de una política de “quita” de la deuda como la que exigió
el rompecabezas de la deuda griega para evitar la ruina del país y el arrastre
de la UE por la misma senda, pero por ahí parece andar la sugerencia. DE igual
modo, no deja de sorprender que en aquellos tiempos de colonialismo y
aranceles, Napoleón intuyera la aldea global en que vivimos: El sistema colonial ha terminado: hay que aceptar la libre navegación
de los mares y la libertad de intercambio universal. Todo ello nos habla,
así pues, de una personalidad que supo extraer lecciones de su derrota, cuando
ya solo tenía ante sí una vida de reclusión imposible de soportar para quien
había cabalgado victorioso por toda Europa. No se sabe si murió envenenado,
pero no es descabellado pensar que, de ser cierto, dicho envenenamiento hubiera
sido con toda propiedad un suicidio, por más que reconociera, con inequívoco
estoicismo que Sufrir con constancia los males de la vida supone tanto valor como
mantenerse firme bajo la metralla de una batería. Él esta hecho de esa pasta,
según se desprende de su concepción de la formación de carácter: Los golpes del destino son como los de la
prensa de acuñar moneda: imprimen su valor a las personas.
Un texto intelectualmente bien escrito
ResponderEliminarSí, Napoleón, aunque militar, no era manco a la hora de escribir... La vieja querella cervantina entre las armas y las letras nunca ha excluido a los militares amigos de la pluma
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