miércoles, 29 de diciembre de 2021

«Los Machado y Unamuno: Cartas». Edición magna de Pollux Hernúñez.

 

Una ventana abierta a la intimidad de tres relevantes autores de nuestra historia literaria: Manuel Machado, Antonio Machado y Miguel de Unamuno. La intimidad, la poética y la política en heterodoxo maridaje epistolar.

Empiezo a comprender el valor de las cartas: en ellas se dice lo que se siente, fuera del ambiente social, donde ni el hombre se oye a sí mismo ni oye a su prójimo.

                        Antonio Machado

 

Hermes de la intimidad y Prometeo de su calor, las cartas son la expansión pura de los afectos y el seguro confesonario del pensamiento sin censura. Estas publicadas por Pollux Hernúñez en Oportet, además, un valioso fragmento documental de la vida intelectual española del primer tercio del siglo XX. A Pedro Salinas le alarmó en Usamérica un anuncio de la Western Union: Wire, don’t write!  En su libro El defensor se explaya, en consecuencia, tras el impacto recibido, en escribir una apología de la epístola que no solo convendría leer, sino practicar, de modo que recuperáramos ese tiempo fecundo que sustituya a la inmediatez drástica y casi coercitiva de nuestro presente, por lo que al comercio comunicativo interpersonal se refiere. Vivimos agobiados por dicha inmediatez, y de ello se deriva una desvalorización inmediata del contenido de los mensajes y la escasa o nula atención al estilo de los mismos. Casi podríamos decir que los correctores que nos sugieren la continuación de nuestras frases iniciadas escriben por nosotros, homogeneizando modos de expresión que ocultan severamente la expresión personal e intransferible de cada uno de nosotros, lo que nos reduce a un anonimato compartido, a mera  masa magmática (3ª acepción) sin relieves individuales de ninguna clase, todo lo opuesto a lo que defendían dos de estos colosos de la generación del 98, Miguel de Unamuno y Antonio Machado, individualistas y heterogéneos por definición.

El volumen que el curioso lector hará bien en tener en sus manos cuanto antes tiene tres partes bien definidas, y todas ellas de sumo interés. En primer lugar, las cartas cruzadas entre Unamuno y los hermanos Machado, Manuel y Antonio, a quienes se honra conjuntamente con una avenida en Valencia, algo que me llamó la atención, porque Manuel ha tenido mucha peor fortuna pública que su hermano. En ellas el lector encontrará noticias de muy diversa índole, pero, sobre todo, domina el núcleo temático de los intereses literarios que compartían los tres interlocutores, aunque las cartas no están escritas, al menos al inicio de la correspondencia, de tú a tú, porque, para ambos hermanos, don Miguel era ya el «sabio» y «propagandista» indiscutible en el ecosistema intelectual español, una auténtica luminaria. Que se aviniera a mantener correspondencia con ellos lo consideraban estos como una suerte de deferencia divina para con dos principiantes, pero era proverbial el curioso interés de don Miguel por cuanto lo rodeaba y su buena predisposición para con los jóvenes, entre quienes buscaba siempre «sus» herederos.

De las cartas emerge un retrato casi lastimero de la condición de los intelectuales en aquel periodo extraño que va desde el fin de la Restauración hasta la Primera República, a cuyo advenimiento contribuyó poderosamente Unamuno, si bien, como escribió Machado: Él ha despertado toda esta inquietud, ha removido la charca española. Y si algún día viene la República a él la deberemos, pero él estará seguramente enfrente de ella. Su misión es despertar los espíritus adormilados; porque Antonio comprendió perfectamente la «misión» solitaria de Unamuno, cuyo retrato trazó con mano firme y concepto lúcido: Para Unamuno no hay partidos, ni mucho menos masas, dóciles o rebeldes, en espera de cómitre o pastor. Unamuno es un hombre, orgulloso de serlo, que habla a otros hombres en lenguaje esencialmente humano. Se dirá que esto no es política. Yo creo que es la más honda, la más original y de mayor fundamento. Porque ¿puede haber política fecunda sin amor al pueblo? ¿Y amor al pueblo sin amor al hombre y, por ende, respeto a los valores del espíritu que son sus únicos privilegios?; no obstante, también nos asomamos al infinito caudal de esperanza que los tres tienen depositado en el amejoramiento de nuestra sociedad y de nuestras clases dirigentes, así como en la realización de los más nobles ideales de justicia, democracia y paz social. Las tintas, sin embargo, las cargan sobre las infinitas decepciones que forzosamente les depara la contemplación de una realidad que Manuel describe ácidamente: Todo es aquí [a Madrid me refiero] de un idealismo falso como oropel de guardarropía, todo sujeto a prejuicios arcaicos y desazonados. […] Madrid, a este sol de invierno, me parece un hospital de incurables, y la joie de vivre por acá un verdadero sarcasmo y añade, con ecos valleinclanescos, Manuel: Porque aquí no hay siquiera mala voluntad o enemiga. Todo es descuido, flojera, indolencia, anemia, estupidez, horchatez de sangre… Algo contra lo que ni luchar se puede. Pero luego volveremos con más detalle a los tesoros que hemos descubierto en esa correspondencia de tan amena como instructiva lectura no solo para el conocimiento de los interlocutores, sino de nuestro conocimiento de la realidad española de aquel primer tercio de siglo.

La segunda parte del libro la ocupa una escogidísima selección de los textos, fundamentalmente de Unamuno, y algunos, escasos, de los dos hermanos, que sirven de exacto contexto de las cartas, porque fueron escritos de forma simultánea a aquella correspondencia. Gracias a la entrada en el dominio público de los textos de Unamuno, podemos disfrutar de una selección de algunos de sus mejores textos, como el que sirvió de base para la conferencia que dio en el Ateneo, una vez que el ministro Bergamín lo cesó como Rector de la Universidad de Salamanca, y que culminó con una manifestación que llegó hasta Sol, donde algunos ateneístas fueron detenidos. El texto Lo que ha de ser un rector en España permite, como casi toda la obra de Unamuno, una lectura absolutamente contemporánea, porque, salvando las distancias, en ciertos aspectos nuestra sociedad no ha evolucionado tanto ni tan positivamente como para que los dicterios de Unamuno nos parezcan «cosas del pasado». El antologista, Pollux Hernúñez, reconocido estudioso de la obra de Unamuno —también en Oportet puede adquirirse su interesantísimo volumen Vencer no es convencer: la última lección de Unamuno, sobre los polémicos hechos y dichos de la famosa conferencia en el Aula Magna de la Universidad el 12 de octubre de 1936, o el inédito de don Miguel que él dio a la luz en esta misma editorial: Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza—, ha llevado a cabo una labor arqueológica, propiamente dicha, para rescatar todos los documentos que se relacionen, por tangencialmente que sea, con cuanto se dice en ese cruce epistolar, de modo que los lectores del mismo tengan el contexto adecuado y puedan valorar justamente cuanto en las cartas se diga.

         La tercera parte es un aparato crítico de notas a pie de página que, para facilitar la lectura, se han agrupado al final, antes de los índices correspondientes. Las notas, para un editor, son el alma de su edición, la manifestación inequívoca de la pasión por arrobas que ha volcado en su trabajo de edición. Hay notas de precisión, notas complementarias, notas digresivas y aun notas lúdicas, a juzgar por cómo el autor espiga del conocimiento que ha barajado algunos datos que sorprenden al lector que las bebe, como quien esto escribe, como si fuera el auténtico néctar de la sabiduría, aunque, en algunas ocasiones, pocas, no pasan, algunos conocimientos, del jugoso anecdotario. Sean de la condición que sean, ha de agradecerse a Pollux Hernúñez el entusiasmo derrochado en este millar y pico de notas que, reitero, he leído con total delectación. Más tarde, si acaso, me referiré a algunos de sus atractivos contenidos.

         Con este plan de obra, excuso decir que este libro no es solo un libro epistolar, sino un auténtico ensayo de aproximación fidedigna a una época de nuestra vida cultural y política sobre la que está claro que aún no ha sido dicha la última palabra.

         Del epistolario propiamente dicho, a cualquier lector habrá de sorprenderle la franqueza y, en no pocas ocasiones, la crudeza con la que los autores se expresan, ajenos a cualquier corrección política, lo que los lleva a manifestarse de un modo que difícilmente hubieran podido defender si de hablar en público o de publicar algo escrito se refiriera, y ello más en el caso de Antonio Machado que de Unamuno, porque este último, endiablado polemista, no solía tener pelos en la lengua en ningún momento. Que Manuel se despida de este modo:  Vd. sabe cuánto le quiere y le admira su moro de París solo es comprensible en el contexto de su autodeclaración como persona de «alma mora»; pero que Antonio salga con estas peteneras contra los franceses…: En el teatro también hay que dar la batalla a Francia, a ese pueblo estúpido, abominable, corruptor de la estética en todas sus manifestaciones. Bien se me alcanza la injusticia de mis palabras al hablar así de Francia, pero ello no atenúa mi profunda aversión al  esprit français. Además, si V. viviera algunos años entre franceses, se convencería V. de que el apache es lo menos malo que tienen y que, donde no aparece el apache, está el farsante y detrás… el apache. Es un pueblo abominable. Fuego de Dios sobre él y hablemos de otra cosa, tiene su cosa, desde luego… Las cartas nos ofrecen, y eso es lo más importante, una imagen sincera y franca de cómo se ven ellos a sí mismos y cuáles son, algo importantísimo, sus filias y sus fobias. No sorprende este autorretrato que traza Antonio de sí mismo, salvo el mismo hecho de verlo escrito en estas cartas: La ley constante de mi vida es la desconfianza de mí mismo. […] Soy algo escéptico y me contradigo con frecuencia. ¿Por qué hemos de callarnos nuestras dudas y nuestras vacilaciones? Pero la correspondencia tiene estas cosas libres de la sinceridad irreprimible, sobre todo cuando los interlocutores crean ese espacio de efusividad íntima como jardín cerrado para todos, un espacio al que ahora nos asomamos con algo de «mirones» entrometidos cuya única disculpa es que oigamos, como quería Quevedo, hablar a los muertos. Cuando Machado le confidencia a Unamuno que, tras el fallecimiento de Leonor, ha estado a punto de suicidarse, este le contesta: Y ahora, amigo Machado, aquí, para entre los dos, y al oído, que no lo oiga otro: «Mire, a mí se me ha ocurrido cien veces lo mismo; pero si no me he pegado un tiro es porque tengo mujer y ocho hijos que mantener, porque no me va tan mal en la vida, gracias a mi pesimismo que me ahorra desengaños, y sobre todo porque abrigo muchas dudas de que la muerte, y más si es voluntaria, sea medio de salir de la duda, de la única que vale.» Como se advierte, el nivel de intimidad entre ambos constituye, pasados los años, un regalo para los lectores, que no se asoman a trivialidades o banalidades o discusiones teóricas, sino al pulso mismo de la vida íntima de los tres corresponsales, especialmente de don Antonio y de don Miguel. En ese cruce asistimos, con harta curiosidad, a un proceso de identificación entre ambos escritores que Unamuno sintetiza estupendamente en su siguiente apunte: «El pueblo es una cosa respetable. El vulgo es una cosa detestable. El público es una cosa lamentable». Así escribe aforísticamente, a su manera —y a la mía—, Machado. Que converjan personas de tan distinta personalidad como ellos nos abre la esperanza sobre la posibilidad infinita de los afectos para influir en los diálogos de cualquier naturaleza, y recordemos cómo empatiza Antonio con la labor política de Unamuno, que él admira desde Mi eclepticismo [sic] de antaño, cuando advierte: De política entiendo poco, cada día menos. Sírvanos como última muestra de los derroteros por los que discurre esta amena correspondencia entre autores tan señalados lo que recalca Unamuno sobre el deber de cualquier autor, pero especialmente de uno como Antonio Machado: Y lo que un escritor debe hacer —Machado lo sabe— es hacerse un público, y no hacerse al público. El que se hace a este va perdido.

         De la segunda parte «contextual», una voz destaca sobre todas: la de don Miguel predicando en el desierto, en el erial de una España resignada, en el peor de los casos, o combativa sin criterio ni horizonte. Unamuno ha sido la conciencia moral de un país poco dado a la reflexión, la crítica e incluso la autocrítica. Siempre militante en el bando unipersonal de su conciencia, Unamuno desató iras, despertó entusiasmos y concitó aborrecimientos casi a partes iguales, y, por supuesto, la enemiga de las autoridades que no solo lo apearon de su cargo de rector, sino que lo transterraron —¡Cómo iba a ser un «destierro» el hecho de seguir pisando tierra española!— a Fuerteventura, exilio interior del que nos dejó un libro espiritual y político, amén de emotivo, por el modo como se acercó a la realidad canaria y a su propia intimidad. Es muy consciente, el altivo pensador vasco, de su singularidad, y en modo alguno puede predicarse de él que haya practicado la falsa humildad: Ni la gente vieja me cuenta entre los suyos —dice en Almas de jóvenes—, ni entre los suyos me cuenta la gente nueva. Partiendo de lo cual, suele tentarme Satanás en mis horas de desfallecimientos del espíritu, diciéndome: «No hagas caso, Miguel, eso es que no tienes edad; ni eres de los jóvenes ni de los viejos; no eres de ayer ni de mañana; eres de hoy, eres de siempre». Y yo le digo: Vade retro, Satana; pero, ¿por qué no confesarlo?, removidas mis pecadoras entrañas por esas palabras del Tentador.

         Del mismo modo que en las epístolas de la correspondencia hay tesoros innumerables de apuntes estéticos, de confesiones humanas o de crítica social y política, en los textos contextuales no hay artículo o conferencia que no obligue al lector a subrayar afirmaciones que bien pueden formar parte de un catálogo de lo mejor que Unamuno escribiera. Su ingente y constante labor educativa, eje sobre el que pivota buena parte de su actividad social, nos deja gemas como este aviso educativo: La palabra es siempre metáfora y siempre símbolo. Mas la verdadera obra de arte es el lenguaje hablado y vivo. […] Y es esta sana concepción del lenguaje como obra de arte lo que le hace revolverse contra los excesos del gramaticismo. Punto es este que recomiendo a nuestros pedagogos, esclavos, por lo común, no ya de la gramática, sino de una gramática empírica, puramente clasificativa y disparatada, que se imaginan ha de hablar uno mejor su lengua materna aprendiendo a conjugar o la definición del adverbio. Y así, en vez de enseñar la lengua enseñan gramática y la enseñan además mal. Por ese camino de la ilustración del pueblo es por donde coincide con quien, años más tarde, sería considerado el gran filósofo español del siglo XX, acaso en dura competencia con él mismo: José Ortega Gasset, quien, en los tiempos de su correspondencia con Unamuno, reflejada en esta parte contextual, aún no había añadido la «y» a su apellido. Y sorprende la lucidez con que un jovencísimo Ortega expone sus puntos de vista ante el «maestro»: Nunca olvidaré las frases amargas, humanas, con que habla Turguenef, en Humo, de los diamantes en bruto de su país: “No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin el estudio, ¡por Dios! No: aunque se tenga una frente como una hectárea, hay que estudiar, comenzando por el alfabeto: si no, hay que callarse y estar quieto”. Una de las cosas honradas que hay que hacer en España (como en Rusia), donde falta todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio (que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería), y alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento.

         Como se advierte, este libro nos sitúa ante unos impulsos regeneracionistas que fraguaran en dos de las generaciones más interesantes que ha tenido este país: la del 14, heredera intelectual del 98 y la del 27, una eclosión literaria solo comparable con la habida durante el Renacimiento y, muy singularmente, durante el Barroco. A poco que se lean con atención los textos de Unamuno, los lectores hallarán constantes ecos de nuestro presente en aquella reflexiones del Rector tan abrochadas a la realidad de su momento, que, en buena parte, es el nuestro de hoy. ¿A quién no le son familiares posiciones como la que Unamuno defiende aquí:  En el fondo del catalanismo, de lo que en mi país vasco se llama bizkaitarrismo, y del regionalismo gallego, no hay sino anticastellanismo, una profunda aversión al espíritu castellano y a sus manifestaciones. Esta es la verdad, y es menester decirla. Por lo demás, la aversión es, dígase lo que se quiera, mutua? Por fuerza ha de ser asunto de actualidad el cuestionamiento de la enseñanza del castellano en las comunidades bilingües, que ahora padecemos, con el benaventino interés del gobierno de la nación:  « “No enseñéis a vuestros hijos castellano —decía un cura en mi país—, porque el castellano es el vehículo del liberalismo”. Y por razón análoga he oído condenar los ferrocarriles y entonar himnos a la santa ignorancia y a la primitiva sencillez paradisíaca. Y a esto se une la parte de la burguesía adinerada que ve más claro su propio interés, y fomenta en el límite en que le conviene todas las tendencias al exclusivismo y al aislamiento. […] Y no hay pueblo que conserve su personalidad aislándose. El modo de robustecer y acrecentar la propia personalidad es derramarla, tratar de imponérsela a los demás. El que está a la defensiva perece al cabo. El interés de los textos seleccionados, insisto que en relación total o parcial con el contenido de las cartas, abarca muchos aspectos de la vida artística, íntima y política de Unamuno, por eso este volumen nos resulta imprescindible para ver, en los tres planos diferentes en que está estructurado, con potente foco nuestra pobre actualidad de cada día. Dejo a los intelectores, por supuesto, el disfrute de los descubrimientos que hagan, pero quisiera destacar tres artículos sobre todo: Almas de jóvenes, Estado actual de España y Lo que ha de ser un rector en España; aunque el prodigioso esfuerzo intelectual de don Miguel se derrama en casi cualquier cuartilla de las miles que escribió en su vida. En el recuerdo de quien lee queda siempre ese afán *paradojizante del catedrático, porque solo a fuerza de repensar los lugares comunes logramos extraer de ellos alguna verdad. En todo caso, a este intelector le importa mucho el apasionado vitalismo de Unamuno, quien siempre defendió la vida y la pasión frente a los fríos conceptos hueros: No son las ideas las que unen a los hombres, ni deben serlo; odio la ideocracia. Cuando alguien me da sus ideas —lo que llama sus ideas— con pasión, con ímpetu, con vehemencia, con soberbia o con desdén, me quedo con lo que pueda aprovechar de su pasión, de su ímpetu, de su vehemencia, de su soberbia o de su desdén y le dejo las ideas. Buen provecho le hagan. Yo cada día las estimo en menos y estoy cada día más persuadido de que las ideas, como el dinero, nos valen más cuanto más las despreciamos.

         El tercer apartado del libro, las notas a pie de página agrupadas, en esta ocasión, al final, para permitir una lectura ágil de los textos, es una auténtica delicatessen a la que los aficionados al buceo filológico no nos podemos resistir. Contra todo criterio lector estandarizado, confieso que las he leído, volviendo al texto cuando fuera necesario para orientarme sobre el asunto, si no me quedaba claro, y el premio a mi constancia ha sido la enorme cantidad de saberes que he podido allegar gracias al trabajo minucioso de Pollux Hernúñez, a quien se intuye disfrutando de cada una de las precisiones con que enriquece nuestra lectura. Nada humano le es ajeno al anotador, por supuesto, y de la lectura de sus notas aflora una pasión por el dato exacto y fidedigno que los intelectores hemos de agradecer, no solo porque nos descubre personas que pudieran ser de interés, o precisa hechos que, a veces, quedan envueltos en la nebulosa de lo posible, sino que, por el mismo precio de su infatigable labor, acabamos recibiendo noticias casi inverosímiles, como que el médico Cristóbal Jiménez Encina tratara a Antonio de sus afecciones de garganta y que fuera autor de coplas populares que pasaron al repertorio de varios cantaores, además de ser el abuelo del compositor Cristóbal Halffter. Así mismo, y tras escarbar el autor en otras correspondencias de Unamuno con otros interlocutores, en este caso, Timoteo Orbe, nos rescata afirmaciones del Rector tan sorprendentes como esta en las que coincide, desde otra actitud vital, con los xenófobos nacionalistas catalanes Pujol y Barrera: «El andaluz es en España una especie inferior, por mucho talento que tenga es memo por dentro. En política, en literatura, en arte, en elocuencia, sobre todo, nos tiene perdidos.» En otro orden de cosas, la frecuentación atenta de las notas nos rescata noticias tan curiosas como la presente: El compositor francés más famoso en España por esos años fue Camile Saint-Saëns (1835/1921) que solía pasar el invierno en Las Palmas y visitó Madrid varias veces, un mes entero a finales de 1897 interpretando y dirigiendo obras suyas […] pero era un ferviente admirador y defensor del género chico. Que las notas son una fuente inagotable de sorpresas solo se aprende cuando se frecuentan con la sed «noticiera» con que las leemos quienes nos nutrimos de su sabiduría, por anecdótica que sea en no pocos casos, porque, más allá de la curiosidad, poco recorrido tiene saber quiénes fueron los ascendientes de Rodrigo Rato o Miguel Boyer, pero ningún conocimiento estorba, y, en este caso, nos sirve para confirmar ese predominio social de un grupo cerrado de familias que se ha ido reproduciendo en el poder a lo largo de nuestra Historia. Parte de ese anecdotario es la sorprendente revelación no solo de un escritor absolutamente desconocido, sino, además, de la constatación de algún rasgo de su obra: A Lino Ramon Campos Ortega (1881/1965) debían de gustarle las voces sonoras: “plumbago” se repite en un pesado  poema en octodecasílabos, “Los ojos de Lisa Frisk”.  Así mismo, en estos tiempos nuestros de la ultracorrección política, no deja de sorprendernos el caballeresco arrebato que nos revela Hernúñez: Francisco Navarro Ledesma, amigo de Ganivet y de Galdós, famoso por haber propinado una sonora bofetada a Clarín en el Ateneo madrileño por llamar a una respetable señora gallega Pardo Bacín.

Dentro de algunas curiosidades de tipo personal hemos de considerar la elección ortográfica de Hernúñez respecto de Cervantes, apellido que prefiere escribir con la «b», Cerbantes, con la que el propio autor solía firmar, rehuyendo, por tanto, la “normalización” de origen etimológico. Si traigo estas noticias a colación es para intentar atraer a los intelectores al disfrute de un aparato crítico del que siempre extraemos conocimientos que incluso puede que sorprendan a los menos iniciados, como quien esto escribe, quien descubre ahora que el famoso Adagio de Albinoni, en el contexto de una atribución falsa de una carta a San Pablo, ni es adagio ni de Albinoni: Esta carta neotestamentaria que —mejorando el adagio de Albinoni, ni adagio ni de Albinoni [sino del biógrafo de Albinoni Remo Giazotto, escrita en 1945, y es su única composición]— ni es carta, ni es de Pablo, ni iba dirigida a los hebreos, trata de varios asuntos teológicos y define así la fe: «Es pues la fe la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven» [Hebreos II, I).

Escribiendo sobre Unamuno no es difícil tener que recurrir a las notas para aclarar el significado de muchas voces rurales con las que él salpimentaba sus escritos, pero la propia erudición del Rector, amigo también de los «saberes peregrinos», convierte este aparato critico en un desfile de personas y personajes que constituyen una estupenda invitación a sumergirse en las páginas de una enciclopedia o de la popular Wikipedia, si en ella hay noticias al respecto.

Desde estas líneas invito, pues, a todos los intelectores a pasar una excelente tarde con la lectura y ampliación de los conocimientos que Pollux Hernúñez ha reunido con tanto amor al dato exacto para nosotros. Así, sabremos quiénes son los rastacueros;  qué significa desviejar; cómo define don Miguel Turrieburnismo; que la Fedra de Eurípides no se llama tal, sino Hipólito; qué significa «maniego»; quién fue Oliverotto Euffreducci; de dónde viene lo de defendella, y no enmendalla; o a quiénes se aplicaba el título de los rois fainéants

En fin, que me estaría líneas y líneas ensalzando esta obra que no puede faltar en la biblioteca de nadie que se precie de amar nuestra literatura y, especialmente, a un ser privilegiado y polémico hasta la extenuación, como fue don Miguel de Unamuno.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

*«Ombligueando» al amor de la calefacción en un día festivo de otoño…

 

El caprichoso interés de los intelectores de este diletante Diario de un artista desencajado.

         Si lo hice para El ojo cosmológico, un momento de pausa en mi actividad constante me ha llevado a indagar cuál era el decálogo de las entradas de mi Diario que más visitas han recibido. Mi sorpresa ha sido mayúscula, porque, aunque sabía que iban entrando, no imaginaba que el comentario de texto que yo usaba como modelo para mis clases de literatura hubiera llegado a más de diez mil visitas… Sorprende, ciertamente, el interés que despierta una personalidad como la de Jacob Moreno, quien se mueve a medio camino entre la psicología y el teatro, entre el descubrimiento de los estratos profundos del ser y la charlatanería más incomprensible. Raúl Ruiz, el cineasta chileno, lo plasmó a la perfección en una película que solo puede apreciarse completamente desde el conocimiento de las teorías psicodramáticas de Moreno y de su figura guruesca: Genealogías de un crimen. Que en tercer lugar aparezca un diccionario tan ameno como el de Víctor-José Herrero Llorente le sirve a un humanista de consuelo en esta era, casi deshumanizada, como los famosos veinte del pasado siglo, de las tecnologías de la información. Me congratulo de que aparezca en los primeros puestos el homenaje que le dediqué al gran escultor Josep Coll, enraizado en su pequeño y hermoso pueblo de Llabià, en el Ampurdán catalán, un extraordinario talento artístico  sin otra formación que su formidable intuición cinética y su visión davinciana de las formas caprichosas en los elementos inmediatos de la naturaleza. De aquí a poco, Llabià, en cuyos rincones se están ubicando magnificas piezas de Coll, será una obligada visita turística, aparte de para gozar del paisaje y de la paz que ya actualmente se puede disfrutar en dicho pueblo. El libro negro, de Durrell, es una de esas obras «raras» que solo pueden escribirse, acaso, en la juventud, aunque el Finnegan’s Wake de Joyce lo desmienta…, y supongo que su mera existencia habrá sido todo un descubrimiento para muchos intelectores empedernidos. Lo mismo podría decirse de un autor que, si bien alcanzó el éxito en la España del franquismo, y en la televisión, bien puede ser considerado como un novelista desdeñado por la crítica paleoizquierdista, Noel Clarasó, aunque algunas de las obras que yo he criticado en este Diario bastarían para justificar la carrera literaria de más de un «triunfador» de nuestro presente. Una breve reflexión mía sobre lo que he denominado Los arrabales del saber parece haber llamado la atención de no pocos intelectores, a los que agradezco su generosidad. La terapia Gestalt está de moda, aun a pesar de las diatribas, inteligentes a fuer de sarcásticas, que lanzó Houellebecq contra ella en Las partículas elementales, una estupenda novela, como casi todas las de autor tan vitriólico, y muy especialmente Sumisión. Lo prueba que el núcleo teórico iniciador de la misma, el libro de Fritz Perls, Yo, hambre y agresión, haya merecido la atención de los intelectores. No creo ser indiscreto si medio anuncio, porque de ese hombre nunca se sabe lo torcidos que son sus caminos creadores, que Dimas Mas anda atareado en una novela biográfica sobre el fundador de la misma. A Fritz Perls le hubiera encantado preceder en esta lista de «éxitos» a Abraham Maslow, en palabras del alemán, “un existencialista sin existencia”…; Maslow que, no lo olvidemos, pasó al «dominio público» cuando su «Pirámide de las necesidades»  fue usada por la publicidad. Finalmente, no deja de saberme mal que una obra capital de la civilización occidental, Las metamorfosis, de Ovidio, ocupe el último lugar de la lista. Ello prueba, por si fuera necesario demostrarlo, que la afición intelectora no sigue un canon establecido, sino que picotea aquí y allá con la delectación de los catacaldos y el desorden de los diletantes.

 

 

1.Melancolía, de Rubén Darío…………………………….....16.919

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2014/12/melancolia-de-ruben-dario.html

 

2.Jacob Moreno Leví: Psicología del encuentro………….......7.023

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2013/06/jacob-moreno-levi-psicologia-del.html

 

3.Víctor-José Herrero Llorente: Diccionario de expresiones y frases latinas: Collectanea, Mirabilia et Rariora………………….. 6.424

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2013/07/victor-jose-herrero-llorente.html

 

4. Un artista universal en Llabià: Josep Coll…………………  4.146

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2016/07/un-artista-universal-en-llabia-josep.html

 

5. Lawrence Durrell: El cuaderno negro……………………   3.827

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2012/05/lawrence-durrell-el-cuaderno-negro.html

 

6.Noel Clarasó: El asesino de la luna………………………..   3.793

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2012/07/noel-claraso-el-asesino-de-la-luna.html

 

7.Los arrabales del saber……………………………………..    3.558

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2012/05/normal-0-21-false-false-false-es-x-none.html

 

8. La protogestalt: Yo, hambre y agresión, de Fritz Perls y Lore Posner.........................................................................................3.036

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2016/12/la-protogestalt-yo-hambre-y-agresion-de.html

 

9.Abraham Maslow: El hombre autorrealizado, un clásico de la tercera vía psicológica de los años 50......................................... 2.771

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2016/01/abraham-maslow-el-hombre-autorrealizado.html

 

10.Las metamorfosis, de Publio Ovidio Nasón, una biblioteca de la Literatura................................................................................... 2.242

https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/2016/10/las-metamorfosis-de-publio-ovidio-nason.html

miércoles, 1 de diciembre de 2021

«Una amistad corrupta», de Xavier Rigall o la «animada» vida «de provincias»…


 


El autor.


Los «hechos diferenciales» absolutamente idénticos a otros tan «diferenciales» como ellos o el substrato profundo de la españolidad…

         Los lectores que no se hayan atrevido a hincarle el diente de la complicidad lectora al catalán nada afectado ni usado con una voluntad de reafirmación elitista, ¡lo que está a años luz de la proverbial bonhomía de su autor!, de Xavier Rigall, tienen, ¡por fin!, la oportunidad de adentrarse en las páginas jocundas, y aun  cachondas,  de su primera novela: Una amistad corrupta. Puedo ser sospechoso de parcialidad, porque tengo la suerte de haber asistido a la presentación del libro  en Barcelona y de haberme llevado una dedicatoria ológrafa a la que, sin duda, mis herederos sabrán sacarle, en la reventa de mi biblioteca, sus buenos dineros. Piénsese que, del mismo modo que los sellos con tara multiplican su valor en el mercado; los libros dedicados/garrapateados por autores célebres, presentes o futuros, aumentan considerablemente su precio. Guardo un ejemplar de la primera edición de Colección particular, de Gil de Biedma, dedicado, en inglés, la segunda lengua de Biedma,  a un tal Perico, with love, que yo siempre he tasado como uno de mis particulares «tesoros» bibliográficos. Estoy convencido de que el caché literario de Xavier Rigall subirá como la espuma, a poco que se coincida conmigo en la apreciación de los valores que se manifiestan no ya en su debut literario, sino en sus obras posteriores, al menos en Els diners bruts de la senyora Rita, que he tenido ocasión gozosa de leer, y de donde viene mi conocimiento de tan admirable autor, una suerte de rara avis en el panorama egocrático de nuestra República de las Letras —esta sí que, a diferencia de la *octosecundina de otro alcalde de Gerona, declarada y aún vigente desde que Berceo pidiera un vaso de vino por sus composiciones— tan escasamente plural como los grandes poderes de gestación y difusión de opinión permite. Quien se haya paseado, sin embargo, por esa otra República de Gorjeolandia, twitter para los paletos…, conocerá de primera mano el sentido del humor de XavierRigall, su perspicacia para detectar la desagradable lacra de la hipocresía política y su peregrino ingenio para acercarse a los embolismos de la vida cotidiana.

         Una amistad corrupta es un acercamiento a la realidad social y política de una Gerona imaginaria que, sospechosamente, coincide palmo a palmo con la Gerona real de lo verosímil, porque la aventura del trabajador de banca que adquiere una dimensión política porque un amigo de la infancia ha «escalado», siguiendo el modelo actual de la moción de censura destructiva, a la máxima representación política de la ciudad, la presidencia del municipio, forma parte de la realidad nuestra de cada día, a poco que volvamos nuestros fatigados ojos y nuestros embozados oídos al ruido político que ha sustituido aquella vieja forma de convivencia que inventaron en  Grecia para disfrute de unos pocos, o sea, casi tal que como hoy.

         En la narrativa de Rigall, un escritor que ha tardado lo suyo en decidirse a dar el paso de la creación y la publicación, lo cual ha redundado en provecho de los lectores, dada la madurez de sus planteamientos y su dominio estilístico, plasmado en un divertido y expresivo catalán popular al que la autora de la traducción ha pretendido ser fiel, si bien nadie ignora el viejo dicho: traduttore, traditore…, hay tres constantes, ateniéndome a las dos novelas leídas: la pronta identificación del narrador con un trasunto, oportunamente camuflado, del autor,  la corrupción social y la sexualidad desinhibida —aunque la cocina de autor tiene, también, un relieve que conviene señalar—. Todo ello, y esto es determinante para la lectura de sus obras, envuelto con un primoroso sentido del humor que los lectores sabrán tasar en lo mucho que vale, porque encontrarle el punto exacto a la ironía: no caer en lo chocarrero ni tampoco en la exquisitez de lo enigmático, no es fácil, aunque Xavier Rigall parece haber nacido con ese don. Añadamos, para completar el esbozo de sus facultades, la facilidad del autor para la creación de personajes cuya «realidad» se nos impone con absoluta facilidad.

         Gerona es una pequeña ciudad de aquellas de las que durante siglos se conceptuó como «de provincias», cuando el proverbial centralismo de nuestro país apenas concebía como metrópolis más que Madrid y la babelina Barcelona, nido de todas las perversiones morales y adelantos industriales…. Esa condición convierte la obra de Rigall en una literatura que, al modo de los famosos Misterios de París, de Sue, ha sabido crear un microcosmos en el que, literalmente, puede pasar de todo, un poco, también, al estilo de la conocida St. Mary Mead, de Miss Marple, de Agatha Christie o el Tomelloso de las magníficas aventuras de Plinio, de García Pavón.

 Para una imaginación brillante, cualquier espacio se ensancha elásticamente, de forma que quepa en él el prodigio de la inventiva. Quienes hemos vivido en Gerona, como en otras capitales similares, Murcia, Alicante, Vic…, entendemos a la perfección esa descripción de los lugares como el espacio donde todos se conocen y donde los secretos exigen una imaginación desbordante para que mantengan su condición de tales, lo cual es uno de los grandes desafíos de la concepción de la trama novelesca: conseguir la verosimilitud para ciertas tramas enrevesadas que se mueven entre lo policiaco y el amplio mundo de las pasiones, confesables e inconfesables.

Rigall supera con éxito el desafío y consigue que nos movamos por Gerona, siempre acompañados por el punto de vista casi omnisciente de su narrador y protagonista, con una familiaridad solo propia, como sostengo, de esa clase de capitales, la mayoría en España. Los lectores algo perezosillos, porque a todos ellos les sorprendería lo fácil que les resultaría leerlo en su lengua original, advertirán que el libro está compuesto, básicamente, como corresponde a cierta novelística de misterio, a partir del diálogo, recurso que Rigall domina con una soltura y una eficacia que convierte la lectura de la obra en un placer. Y destaquemos, porque es de justicia, que el diálogo es un recurso literario mucho más difícil que la descripción, por ejemplo, porque pone a prueba constantemente el espíritu alerta de los lectores para detectar si está ante personajes de carne y hueso o ante una suerte de «constructos», como les pasa a tantos novelistas que convierten a sus personajes en herramientas de explicación sociológica, más que en lo que deben ser: seres vivos con sus particularidades, grandezas y miserias. Rigall no engaña y le da al lector lo que este espera, y con creces. Doy por sentado que cualquier que se aventura en la lectura de Una amistad corrupta  «ha de» compartir el sentido del humor que se desparrama por el libro con total generosidad, pero mucho me extrañaría que no fuera así. Digamos que la marcada inclinación escéptica del narrador y protagonista, como «de vuelta» de todo, y al mismo tiempo con serios defectos de comunicación y psicológicos, como la timidez enfermiza, está pensada para actuar como una suerte de objetividad que levanta acta de un estado social desde un descreimiento de «lo real», porque intuye no solo que no es oro todo lo que reluce, sino que los relumbrones de la política solo sirven para quedarse con el «oro». Con todo, no hay una instancia moralizadora desde la que se juzgue lo que sucede, ¡nada más lejos de la intención del autor!, porque…, pero eso es mejor que lo descubra el lector en las entretenidas páginas de la novela.

Desgraciadamente, lo que se narra en la novela forma parte de nuestra actualidad constante, la política, la judicial, la mediática y la social, de ahí que todo le resulte familiar a los lectores y puedan orientarse en esta trama tan divertida con una complicidad que no tardarán en desear extender, ¡si no vencen su pigricia!, a la traducción de Els diners bruts de la senyora Rita, que continúa explorando los recovecos inconfesables de la discreta «ciudad de provincias».

*[Había escrito *octosegundina para describir la famosa declaración republicana de los del prusés y he conseguido lo que rara vez ocurre en Google: «La búsqueda de octosegundina no obtuvo ningún resultado». Es raro juego, este de escribir en la ventana de Google algo que obtenga ese resultado, pero apasionante…]        

La dedicatoria de Gil de  Biedma

 

        

martes, 23 de noviembre de 2021

Viña Delmar, una célebre desconocida.


                          


Una novelista, dramaturga y guionista de éxito que merece ser conocida por el público lector y los espectadores: Bad Girl, Cinco mujeres y guiones como Dejad paso al mañana, de Leo McCarey. 

         Desde que vi Dejad paso al mañana, de Leo McCarey, una de las películas más tristes que he visto nunca, y supe que una tal Viña Delmar era la guionista, y que también lo había sido de La pícara puritana, también dirigida por McCarey, me interesé por quién fuera quien, con ese nombre, había escalado, como mujer, a tan ato nivel en un mundo casi acotado a los hombres en esos años. En este caso, la Wikipedia ha sabido beber de las fuentes publicadas al respecto y ha confeccionado una biografía lo suficientemente iluminadora como para tener una idea bastante aproximada de quién fue una autora que, tras casarse a los 18 años, y tras lograr la notoriedad mediante un anuncio de prensa en el que «alquilaba» a su marido…  («Gene is a writer», she said of her husband. «He writes lovely poems to me and wants to write other things. Of course, he couldn’t support us yet on writing»)  para poder financiar la carrera de escritor de él, llegó a la máxima popularidad con la novela Bad Girl, una crónica realista del pequeño mundo de una joven neoyorquina de clase trabajadora que se abre a la experiencia del amor, del matrimonio y de la maternidad, todo ello vivido, y sobre todo narrado, desde la perspectiva de una jovencísima mujer que parece narrar de forma autobiográfica, dadas ciertas similitudes del personaje con la propia autora. Para que entendamos la popularidad de la joven «Lulú» que deslumbró y enfureció a los críticos a partes iguales, con su peinado muy años 20, su vehemencia creativa, corregida y limada por su marido Eugene, con quien colaboró estrechamente en la confección de sus obras, hasta la muerte de este, y su plenitud existencial de mujer fuerte que no rehúye la competición con los hombres, en la adaptación cinematográfica de su obra Sadie Mackee, titulada en español Así ama la mujer,  su nombre figuraba destacado por encima del de la mismísima Joan Crawford. Viña Delmar (nacida Alvina Louise Croter, el apellido Delmar lo tomó del  marido) encarnó en aquellos años el modelo de mujer  flapper por excelencia, esto es, el modelo que encarnó a la perfección la actriz Louise Brooks, a la que Viña Delmar parece imitar. La mujer flapper desafiaba, en cierta manera, los estándares tradicionales y exhibía una independencia de costumbres y pensamiento que chocaba con los usos tradicionales establecidos. La propia novela que la llevó al éxito, Bad Girl, se caracteriza no solo por plantear la sexualidad fuera del matrimonio, sino por mostrar un acalorado y descarnado debate sobre el aborto o la asunción de la maternidad, dada la diferencia de criterios entre ambos esposos al respecto. El proceso del embarazo y el parto ocupa casi un tercio de la novela, y las mujeres de la época, sobre todo las jóvenes, podían ver reflejadas en ella todas esas dudas que cualquier mujer tiene y que, como en la película de Allen sobre el sexo, a veces no se atreven a preguntar para salir de ellas. Desde esta perspectiva, hay algo de documento sociológico en la novela que está muy bien combinado, sin embargo, con la historia sentimental de la pareja, porque, desde que se conocen, en un barco en el que se celebra una fiesta, Dot y Eddie, los únicos protagonistas de la misma, salvo otros personajes auxiliares que sirven para entender su situación y sus reacciones, como, por ejemplo, cuando el hermano de ella la echa de casa porque ha llegado a las tantas y ni se sabe qué haya sido capaz de hacer ni dónde ni con quién, parecen acercarse íntimamente a fuerza de discrepar, pelearse y recelar, sobre todo ella de él. La novela tiene un lenguaje coloquial muy apegado a la calle y en ella se presta especial atención al pequeño mundo de la mujer de la época, desde el vestuario, hasta la alimentación, pasando por los muebles o cualquier menudencia que, sin embargo, puede tener una importancia fundamental desde la perspectiva de la vida cotidiana. A este respecto es muy significativo el seguimiento que se hace en la novela de la convención de las Primarias del Partido Demócrata, sin que a la joven le haya interesado nunca la política, noticias que recibe como si lo fueran de un partido de fútbol en el que uno de los dos equipos haya de imponerse al otro. El enorme éxito de la novela se basó en esa perspectiva tímidamente escandalosa que fue alimentada por la prohibición de la distribución del libro en el Estado de Massachussets. La novela tuvo tanto éxito que parecía inevitable su adaptación al cine. Y llegó. Y nada menos que de la mano de un director tan afamado como Frank Borzage, autor de verdaderas obras de arte. Antes, casi como era preceptivo en la época, hubo una adaptación teatral en la que Sylvia Sidney hacía el papel de Dorothy (Dot). La película, curiosamente, se aparta mucho del esquema reivindicativo de la novela y omite de un modo que casi podría calificarse de autocensura, el gran debate sobre si someterse a un aborto o no, amén de otras escenas que no aparecen en la propia novela, como la de los combates de boxeo en los que Eddie se presta a combates amañados para sacarse unos dólares extra para la asistencia médica y los momentos posteriores al parto. De no querer ni ver al hijo, en la novela, a un futuro padre que se derrite cuando un bebé en su cochecito le coge el dedo, el cambio es tan radical que, sí, se refuerza el melodrama, en efecto, y los espectadores reciben esas manifestaciones con un suspiro de alivio, porque no se quieren ni imaginar qué pasaría si ella decide afrontar ¡sola! la maternidad. Esta película de Borzage tiene mucho que ver con ¿Y ahora qué?, que rodaría tres años después, basada en la novela de grandísimo éxito de Hans Fallada, escrito en 1932, y en la que se muestra el tenebroso futuro que se abre en Alemania con la llegada de los nazis al poder.


Con motivo del desmantelamiento de la segunda residencia del padre de un amigo, recientemente fallecido, me invitó este a quedarme con cuantos libros de ella me pudieran interesar. Entre ellos me llamó enseguida la atención, un libro de Viña Delmar, Cinco mujeres, publicado por Editorial Éxito en 1952, y cuyo título original es The Marcaboth Women. Ni sospechaba que en aquellos oscuros años del franquismo hubiera podido llegar a las librerías la obra de un autora tan vindicativa de la condición femenina y fina analista de la misma, así como implacable debeladora de las resistencias sociales que ponen trabas a la plena realización de las potencialidades de las mujeres; pero he de reconocer que, allá por 1968, bajo esa misma dictadura, pudiera comprar yo tan tranquilamente novelas de Bertrand Russell o Isaac Bashevis Singer, en mi estrenado primer año de lector, con quince talluditos.

Estas dos obras me han servido, una leída en el inglés original, y la otra en traducción española, para constatar la deriva clasicista de la autora, quien, tras su experiencia cinematográfica, a la que puso fin voluntariamente, cuando había sido incluso nominado a un Oscar por el guion de La picara puritana, porque quiso retirarse en la cumbre, no en el lodo, se dedicó a la escritura de obras de teatro y, posteriormente a la creación de novelas del género histórico, una vez superado el drama de la muerte del marido,  pero también las escribió de asuntos contemporáneos, con estructuras mucho más tradicionales que cuando escribía sobre las bad girls  del norte de Nueva York que poblaron lo que podríamos llamar su primer época. Imagino que en Hollywood, adonde se mudó a vivir desde su Nueva York natal, debió de conocer no pocas caídas en lo más bajo de quienes habían subido a lo más alto, y de ahí que pusiera tierra de por medio para depender única y exclusivamente de su ingenio creador, siempre junto a su marido, impagable colaborador hasta el mismo momento de su muerte.

Cinco mujeres es la historia de la matriarca y las cuatro nueras de la familia Marcaboth, que se inicia como una comedia sofisticada de la jet de Los Ángeles para acabar convertida en una rica saga familiar de unos inmigrantes enriquecidos a fuerza de duro trabajo, privaciones y una vida sórdida, con un abanico de personajes a cual más interesante, todo ello articulado a partir de una anécdota inicial mínima, la negativa de los hermanos Marcaboth de ser los invitados del primogénito, Simon, el día del cumpleaños de su mujer, Ruby, veinteañera vulgar y sin formación ninguna  con quien se ha casado después de haber enviudado. Ruby se opone a ir a cenar con su suegra, como es la tradición en la familia, y el marido, Simon, intenta por todos los medios, los normales y aun los ridículos, conseguir que alguien los acompañe para justificar su ausencia en casa de su madre. La novela tiene una riqueza de personajes envidiable y Viña Delmar tiene una capacidad innata para plasmar las diferentes psicologías de mujeres tan distintas, pero también de las muy diferentes parejas que han formado, en las que no necesariamente el amor es el pilar fundamental. Se trata de un fresco social centrado en una familia rica y poderosa que subió literalmente desde la nada, porque cuando el patriarca de la familia decidió regresar a Europa con su mujer y su hijo para labrarse allí un futuro, lo único con lo que se encontró fue el hambre, la miseria y el más sombrío de los futuros posibles. En ningún momento se especifica el país europeo al que regresan, pero los lectores seguro que casarán la realidad ficticia con la real sin esfuerzo alguno. Tomada la decisión de volver a Estados Unidos, con o sin su marido, los Marcaboth se instalan en la periferia angelina y, aun viviendo en la miseria y la privación, el patriarca logra construir un pequeño imperio que sorprende, tras su fallecimiento, a su mujer y al hijo mayor, Simon, que fue apartado de ir a la escuela para ayudar al padre en el negocio y sustituirlo después, aunque, llegado el momento, el hijo pasó de trabajar con el padre, de privación en privación, a trabajar para la madre, cuya generosidad se manifestó enseguida, para con sus hijos y también para sí misma, porque cuando muere el marido ella aún tiene 38 años, por más que, con tantos hijos que ha tenido que criar, se considera poco menos, ya, que una vieja venerable. 

Estamos ante un libro en el que las relaciones familiares, tema universal donde los haya, no son tan específicas y exclusivas de un país y de un tiempo concretos, por lo que sirve, como Los hermanos Karamazov, por ejemplo, para cualquier lector en cualquier época. Ni siquiera la adscripción social a la burguesía de ricos propietarios forjados en el duro trabajo se alza como distancia insalvable para los lectores: hombres y mujeres muy de carne y hueso desfilan por las páginas del libro con problemas y cuitas propios de todas las familias. Y Viña Delmar, educada en el ambiente del teatro de variedades, género al que se dedican sus dos progenitores, así como en la calle, sin que consten, de ella, estudios formales de ningún tipo, tiene una habilidad innata para describir las múltiples psicologías con que se encontrará el lector, para su recreo y admiración.

Bad Girl lo compré de segunda mano a través de Amazon, una edición de quiosco de 1946, que he tenido que «remendar» con papel celo para que no se me descuajeringara antes de acabarlo, un ejemplar en el que subrayar con lapicero era arriesgarse a taladrar la página amarillenta; Cinco mujeres, en español, tiene una excelente encuadernación y se trata de un libro cosido, por lo que, a pesar del tiempo que ha transcurrido desde su edición, 1952, se encuentra en perfecto estado de conservación. Digo esto porque ignoro si hay ediciones actuales de los libros y obras dramáticas de Viña Delmar, pero si en este país hay editores interesados en la buena literatura no deberían desdeñar la posibilidad de sumarla a su catálogo. En estos tiempos de feminismo gubernativo que nos toca vivir, no está de más escuchar la voz de una mujer libre que supo cómo llevar a sus páginas a decenas, acaso cientos, de mujeres reales, auténticas.

 

 

martes, 12 de octubre de 2021

George Simenon: Las novelas de Maigret: un mundo autosuficiente.

    


Un personaje, una ciudad, un país, una idiosincrasia: Maigret o la cumbre de la novela policiaca. 

Retomo mi frecuentación de Simenon y escojo lo que encontré en las librerías de varias manos de mi barrio: casos del inspector Maigret. A mí me gustan sobre todo sus relatos no policiacos ni necesariamente de misterio, aunque haya algo de lo uno y de lo otro en muchos de ellos, porque hay en su prosa nerviosa destellos de gran estudioso de las costumbres y la psicología elemental de los seres humanos, pero sin el discurso didáctico de quienes escriben imbuidos de que han de hacerle llegar a los lectores un «mensaje» trascendental.

De la serie de Maigret solo leí su autobiografía, Las memorias de Maigret, porque, a priori, me pareció un ejercicio literario brillante que un personaje célebre se atreviera a escribir sus memorias. Y reconozco que la lectura del libro me confirmó la impresión. Sin embargo, ignoro por qué, esa lectura no me empujó hacia la lectura de sus miles de casos, quizás por mi prejuicio ante el género, que me ha llevado a no «embarcarme» en lo que acaba siendo una adicción por adición. De los tiempos anteriores a convertirme en lector recuerdo las mesillas de noche de los padres de algunos amigos llenas de novelitas baratas de quiosco del género policiaco. De esas que se cambiaban, por algunos céntimos, en tabucos abiertos junto a los portales de algunos edificios, donde se almacenaban por centeneras, acaso millares, junto a novelitas «del oeste», «de espionaje», «de hazañas bélicas » o «románticas», usualmente para el público femenino.

Los escrúpulos de Maigret tiene todos los rasgos de lo que imagino que serán los motivos recurrentes de sus obras. Maigret es un personaje ya conocido, respetado y admirado, a quien no es infrecuente que acudan a conocer policías de otros países, en este caso de Usamérica. ¡Y con qué resignación acude él a la llamada de su superior para «exponerse» a la curiosidad ajena! El caso es el de un hombre, algo maniático, jefe de la sección de trenes de unos grandes almacenes, que se presenta ante Maigret y le dice que su mujer intenta acabar con su vida. Más adelante sabemos que antes de morir envenenado, él se cree capa de alcanzar su pistola, con todos los permisos en regla para poder tenerla, y disparar contra su asesina. Luego se le presenta a Maigret la esposa y le dice que su marido muestra indicios de haberse trastornado, porque cree que ella intenta matarlo, lo cual puede forzarlo a una reacción que la pondría a ella en inminente peligro de muerte. De nada vale intentar sondear al psiquiatra al que ha acudido el hombre, quien trata muy fríamente al comisario. Las novelas están llenas de detalles que perfilan el retrato del personaje central: la relación doméstica de Maigret con su esposa; una velada en el cine con una película de «superdetectives» usamericanos de los que se burla, aunque sigue sus lances con interés; los interrogatorios *«despistadores» que permiten, sin embargo, saber mucho de los personajes; los ayudantes de Maigret y los curiosos informes que le dan de sus seguimiento de sospechosos. Este caso da pie a que Maigret se lance, por la visita que el personaje ha realizado a un célebre psiquiatra, poco dispuesto a colaborar con él, a la lectura de obras psicoanalíticas para tratar de determinar la dolencia del personaje y si realmente cae en algún apartado de las locuras descritas en los manuales, pero ¡ah!, meterse por libre en esos berenjenales y sin preparación ninguna, solo puede conducir a la confusión y a la desorientación: Maigret ya no recordaba si pertenecía al apartado de las neurosis, de la psicosis o de la paranoia, pues no veía muy clara las fronteras entre los tres campos…, escribe Simenon con no poca guasa, la misma con la que suele ironizar sobre la vida en todos sus aspectos, aunque después sea describir con propiedad las miserias de la psicología humana que se encarnan en la amplia galería de delincuentes que aparecen en las páginas de estas novelas de Maigret.

         Simenon tiene dos distancias: la media y la corta. En la segunda, novelitas de una extensión menor incluso, que las de quiosco, Simenon parte de un incidente sin importancia que adorna con su vida familiar, como en El enamorado de la Sra. Maigret, en el que la acción transcurre en un parque que se divisa desde el domicilio de los Maigret. Desde su casa, la señora Maigret contempla las evoluciones supuestamente «venatorias» de un hombre ataviado como de otro siglo, quien no pierde comba de las evoluciones en el parque de una bella niñera que saca al hijo de sus patronos a pasear. Un día, sin embargo, la inmovilidad del sujeto empuja a Maigret, temiéndose lo peor, a correr hasta el parque para confirmar sus sospechas: está muerto. Gracioso es, en el relato, que la señora Maigret haya de declarar ante su esposo como testigo ocular de una parte de los acontecimientos que a él le toca resolver. Esa dinámica familiar convertida en profesional es el tipo de retorcimiento de los argumentos que se acercan al posible «toque Simenon», de existir tal cosa, para sus novelas del comisario. Los relatos breves son una oportunidad inmejorable para que Simenon se acerque a la vida «de provincias» al estilo de las películas de Chabrol, como en La anciana de Bayeux, en la que el asesinato de una tía rica arroja las sospechas sobre un sobrino en bancarrota y amante del lujo, aunque también sobre una joven «protegida» suya que también tiene sus secretos. Esa misma vida provinciana, a partir del personaje de un camionero que se ha llevado por delante un coche que acaba en el río, con el muerto de rigor, nos perite seguir asistiendo a ese típico y tópico sistema de investigación del particular inspector, fiel a su pipa y a sus intuiciones: —¿Crees que…? —No creo nada, yo busco…, es lo que observamos en La posada de los ahogados. En estas «miniaturas» Simenon va dejando constancia de la evolución de las costumbres sociales, de ahí que aparezcan ciertos usos, ciertas novedades audaces que anuncian el cambio de valores que va a marcarse en el calendario el 1968 por inminente venir.

Maigret y el caso del ministro es uno de esos «casos» en los que aparece la política de lleno, aunque sabemos que Maigret vive bastante ajeno a los acontecimientos políticos, una actividad que no le gusta lo más mínimo, por bien que no le quede más remedio que aceptar su inevitabilidad. El derrumbe de un edificio construido para albergar a jóvenes huérfanos, aunque existía un informe que aconsejaba que no se llevara a cabo, por la peligrosidad que entrañaba construirlo donde lo querían edificar, va a meter a Simenon en los entresijos de la política y va a tener que lidiar, indirectamente, hasta con el Presidente del Consejo de Ministros, con quien ha de despachar el ministro tecnócrata que se presenta en su despacho para denunciar la desaparición de dicho informe y el uso indebido que podría hacerse de él. La trama, bien trabada, como todas ellas, va a ir enredándose en desapariciones que permiten centrar la atención en el informe cuando, como sucede casi siempre, lo esencial transcurre al margen de él, por otros derroteros.  En las novelas largas es donde mejor se perfilan los rasgos de Maigret, su morosidad, su amor a la buena mesa, su renuncia a hablar de más y sustituirlo por un discreto oír de más. La tensión constante entre la vida familiar y la vida profesional, etc.

En El ladrón de Maigret, el arranque de la trama es sorprendente, porque el inspector se da cuenta de que le han robado en el autobús, en un descuido imperdonable. La vergüenza lo corroe por dentro, por eso su sorpresa es mayúscula cuando recibe la cartera intacta en su despacho y después se le presenta el ladrón para decirle que, contra todas las apariencias, él no es el asesino de su mujer, que yace ensangrentada en el cuarto de baño de su casa, y que se le ofrece para colaborar en la captura de su asesino. Como solo he leído estas seis novelitas, no me atrevo a aventurar la constatación de que en las novelas de Maigret se suelen escoger ambientes sociales muy específicos en los que el inspector se mueve como un pingüino que, sin embargo, va descubriendo la índole exacta e las particulares perversiones y santidades de cada uno de ellos. En el caso de El ladrón de Maigret es el ambiente del cine modesto, de un productor seductor que sateliza a no pocos personajes que se mueven en su órbita y que actúan poco menos que a su dictado. Ese es uno de los puntos fuertes de las novelas de Maigret, los precisos retratos sociales que nos dan una imagen bastante fidedigna del París y de la Francia que contemplan los casos de Maigret como un espejo en el que se reflejan, para bien y para mal. No es Maigret, además, un moralista que ande pontificando sobre cómo «ha de ser» la realidad en la que le toca actuar, sino, antes bien, una suerte de notario que levanta acta de aquello con lo que se encuentra, y en no pocas ocasiones lo que lo desconcierta, porque la psicología humana tiene un repertorio inagotable.

         Aprovechando que hace tres años leí accidentalmente, como buen turista, Du Bonheur, de Frédéric Lenoir en su original francés, me he atrevido en esta ocasión con una de las novelitas de Maigret, más que nada por «respirar» el idioma original de Simenon, nada complicado y muy amable de leer. Como filólogo diletante que soy, me he divertido lo mío con la comparación constante entre el original, el catalán y el castellano. Recordemos que en los tiempos de la Ilustración, el francés era más «lengua de cultura» en España que el propio castellano. Dejando de lado el léxico indescifrable, pero fácilmente consultable incluso desde el móvil, y alguna construcción hiperanalítica, con pronombres para dar y tomar, he seguido la lectura con bastante normalidad y no creo haberme perdido nada esencial de la trama. Me ha gustado tanto la experiencia que volveré a repetirla, porque es una manera como cualquier otra de ir «entrando» en un idioma tan cercano y con tantísima literatura de obligada lectura. Mon ami Maigret es el título de una excelente aventura en una pequeña isla francesa frente a la Costa Azul, Porquerolles, donde un crimen de alguien que, poco antes de morir, habló de él en esos términos: mon ami,  lo lleva a dirigir la investigación. El título, anfibológico, puede entenderse también como la descripción de un hecho que va a dotar de color ambiental la investigación del caso, porque, antes de salir, a Maigret se le presenta un inspector de Scotland Yard, Mr. Pyke, comisionado para estudiar los métodos de investigación del célebre comisario Maigret. Esa perspectiva dialéctica de las dos policías ante una investigación de la que no saben absolutamente nada de nada forma parte de la trama de un modo destacado, porque toda la acción de la novela se centra en el conocimiento de los principales personajes de una pequeña isla donde «todos se conocen» y es difícil pasar desapercibido para los demás. La novelita es un bello ejemplo del partido territorial que le saca Simenon a las andanzas de su personaje, porque le permite viajar y conocer realidades fuera de la trama urbana parisina, para que veamos que el mal anida en cualquier lugar. Los tics de las pequeñas poblaciones se ponen de manifiesto en esta aventura que deriva hacia la venta fraudulenta de copias artísticas de obras famosas y caras, y en todo momento los contrastes humorísticos sobre lo habitual para Mr. Pyke y la realidad francesa animan la lectura, amén de la curiosa constatación, por parte de Mr. Pyke, de que el método de Maigret es, precisamente, no tener ningún método, más allá de observar e ir conociendo a los personajes cercanos al fallecido, pero sin grandes alharacas ni detenciones ni espectacularidad ninguna.

         La última lectura, Maigret tiende un lazo, se abre con una animada charla entre Maigret y un psiquiatra sobre las enfermedades mentales y el conocimiento que la psiquiatría tiene de los seres humanos. El paralelismo entre el conocimiento que da la investigación criminal y el del análisis psiquiátrico son el prólogo al caso de un asesino en serie sobre el que Maigret no tiene ni una mísera pista, razón por la cual diseña una estrategia con el señuelo de algunas mujeres policía para tratar de coger in fraganti al asesino. Es estupenda la descripción del malestar que siente Maigret cada vez que anda absolutamente perdido en un caso, porque no soporta el fracaso, la impotencia. En un caso, además, de un asesino en serie en un barrio concreto de París, sin salir de él en ningún momento, que levanta lo que se conoce como «alarma social», ante la que tanto las autoridades judiciales como las políticas exigen del comisario una respuesta urgente. Las «incomodidades» profesionales de Maigret son uno de esos ingredientes que el lector espera con avidez, porque su legendario mal humor frente a la imposibilidad de avanzar en la resolución de los casos es un pilar en la construcción del personaje. Estoy convencido de que el acabado retrato del personaje solo puede salir de la lectura de todas sus misiones policiales, pero, a pesar de que me lo he pasado muy bien en esta inmersión maigretesca veraniega, sigo prefiriendo sus narraciones no genéricas, y a ellas sí que volveré tan pronto como pueda, aunque daré cumplida cuenta de un par de volúmenes más que adquirí, junto con el original en Francés, en la librería de segunda mano de Nerja,  Nerja Book Centre, sito en la calle Granada,32, y cuya visita recomiendo fervorosamente. Finalmente, si alguna lección literaria puede extraerse de estas lecturas es la de cómo la realidad adquiere significado, sobre todo, a partir de circunstancias que, aparentemente, nos pueden parecer insignificantes. Son, al fin y al cabo, los pequeños detalles, un botón arrancado a una manga, por ejemplo, los que permiten llegar al fondo del asunto en cuestión.  Si obráramos del mismo modo en nuestra vida cotidiana, nos daríamos cuenta de los cientos de malentendidos que podríamos evitar para hacernos la vida más feliz, más placentera, más tranquila, que es, en definitiva, a la que aspira Maigret, del brazo de su señora, naturalmente…

lunes, 23 de agosto de 2021

«Del amor», de MaxAub y «Subida al Monte Ventoso», de Petrarca.

La tradición y el descubrimiento: los pilares del Humanismo. 

         Traigo hoy a este Diario dos volúmenes modestos, pero, a su modo, dignas muestras de la voluntad de poner al alcance de cualesquiera lectores el trampantojo de la bibliofilia. La Subida al Monte Ventoso, de Petrarca, está editada por José J. de Olañeta, Editor, en su colección de miniaturas llamada Centellas [en honor del aforista Joaquín Setantí], libritos *enquiridionales que nos acercan a los grandes nombres de la literatura a través de obras de reducida extensión primorosamente editadas, con su introducción, las notas justas y un apéndice biocronológico. A pesar de ser Petrarca universalmente conocido por su Cancionero y por haber fijado la estructura definitiva del soneto, su condición de humanista, atareado en el descubrimiento de los clásicos grecolatinos para legar sus obras a la posteridad, se manifiesta en una obra en prosa que merece tanta o más atención que su obra lírica, como sucede, por ejemplo, por ese monumento de la literatura autobiográfica que es Mi secreto. Su epistolario, género que le permitía más libertades, tiene el valor documental de revelarnos la vida de un intelectual que se afirma en su condición y reivindica su actividad, como se lo repite varias veces a su amigo Boccaccio, por algunos escrúpulos religiosos que invitaban a este a abandonar todas las veleidades de la pluma para asegurarse la vida eterna. Petrarca lo convence de que no están reñidas ambas cosas y eso que salimos ganando los lectores. Dentro de esas Epístolas ha de figurar, destacadamente esta Subida al Monte Ventoso, de la que no constan pruebas fehacientes que abonen que tal subida la hizo el poeta, además de imaginársela para ponerla al servicio de sus reflexiones vitales e intelectuales. De hecho, incluso la fecha de la «proeza», el 26 de abril de 1336 parece responder a un impulso de la ficción, más que de la documentación rigurosa. El poeta nos habla de las dificultades del camino, del cansancio, del jadeo, incluso, e intenta aliviarse mediante rodeos que no le acaban hurtando la aspereza del ascenso: Quería con ellos posponer el esfuerzo de la subida, pero no cambia sus leyes la naturaleza por las mañas humanas, ni se puede lograr que algo material llegue a lo alto descendiendo… Auxiliado por los clásicos, a los que invoca en su ayuda, Petrarca reconoce que, en boca de Ovidio: querer no es suficiente;/para conseguir una cosa/hay que desearla ardientemente. Y subir a la cima de monte tan alto es una metáfora de la ascensión a la virtud y la gloria de Dios, de ahí la necesidad del esfuerzo, la ascesis que luego abonará el terreno corporal para el vuelo místico de los monjes del Carmelo Descalzo. Aun a pesar del esfuerzo, está claro que Petrarca busca ese «retiro» elevado donde poder sentarse a leer a sus amados clásicos, porque ellos son, en el fondo, el faro que le guía. Así, y acaso en una edición también *enquiridional, Petrarca abre las confesiones de San Agustín y nos quiere hacer creer que, ¡al azar!, el libro se abrió por estas líneas: Se van los hombres a contemplar las cumbres de las montañas, las grandes mareas del mar y el ancho curso de los ríos, la inmensidad del océano y las órbitas de los planetas; y de sí mismos no se preocupan. Son constantes, así pues, las comparaciones entre la dureza de ambas, la ascensión y el descenso, que acaso, este segundo, entrañe más riesgos… y la vida espiritual ¡tan necesitada de cuidados constantes! Lugar común de este género es el «desaliño» con que confiesa el autor haber escrito la carta «a vuelapluma», pero no deja de ser otra más de las ficciones en que vive sumergido el autor, esclavo de las letras humanas y divinas.

         Del Amor, con ilustraciones de Leonora Carrington, la pintora surrealista de quien hace poco la prensa recordaba su paso por un psiquiátrico español en Santander, antes de llegar a Lisboa y trasladarse a Méjico, lo que narró en su libro autobiográfico, En bas, en 1940, es una obra nacida inicialmente como un proyecto de representación teatral  no exenta de cierto «didactismo» en el que se engarzan textos amorosos muy diversos, presentados a los espectadores merced, incluso a textos de autores que han contribuido, más allá de sus practicantes famosos, recogidos en el libro, a la interpretación del fenómeno, como Octavio Paz: El amor es peligroso porque descubre las entrañas de la vida, la otra mitad de que estamos hechos: vértigo, extravío, fascinación ante la muerte. El amor es «otro mundo», donde no rigen nuestras leyes, donde la pérdida es ganancia y la ganancia es pérdida. El amor nos cambia. Es un reto al famoso instinto de conservación: es un gasto continuo, una continua creación. Los figurines de Leonora Carrington formarían parte del espectáculo, mezclando la perspectiva surrealista con textos extraídos del canon de los grandes enamorados tradicionales, como quienes abren el espectáculo: Abelardo y Eloísa. Le sigue Subandhu, un peta persa del siglo VII, cuyo «elogio de la espalda» merece una atenta lectura. Aparece, después, la conocida como «La monja portuguesa», Mariana Alcoforado, una de las cumbres del epistolario amoroso. Los amores entre Manuelita Sáenz y Simón Bolívar no podían dejar de aparecer en el contexto Iberoamericano en que se escribe el libro. Ninon de Lenclos, según el autor, fue la hetaira más famosa de su tiempo —el de Luis XIV— y de muchos, y de ese mundo galante nos quedan la más aquilatada expresión de los sentimientos: Solo un matiz de humor puede proyectar sobre una hermosa cara la variedad necesaria para prevenir el tedio de verla siempre en la misma situación. (…) El humor es una sal en la galantería, que le impide corromperse. A continuación nos encontramos con unas páginas de Yo vivo, una obra de Aub, escrita entre 1934 y 1936, con un sesgo esteticista muy en consonancia con la prosa de vanguardia que pudimos leer en Cazador en el alba, de Ayala, por ejemplo. Se trata de una celebración del vitalismo con una prosa depuradísima. El fragmento escogido en este texto es la descripción minuciosa y muy poética del encuentro amoroso en plena naturaleza entre Enrique y Matilde, una perspectiva que la inminente Guerra Civil y el exilio truncarán como proyecto literario, dando cabida a otras perspectivas realistas y críticas e muy distinta naturaleza estética y temática. Finalmente, Betina Brentano, enamorada de Goethe, cierra el volumen con esas cartas, en parte inventadas, con el gran hombre cuya amistad y trato buscó con denuedo a través del contacto con la madre: El amor es, al fin y al cabo, juventud, savia que nada tiene que ver con el tiempo. El libro fue editado por Alejandro Finisterre (Alejandro Campos Ramírez, 1919-2007), en enero de 1972, en una edición numerada de 3000 ejemplares del que yo poseo el número 110. A título anecdótico cabe añadir que Alejandro Campos Ramírez, gallego, fue el inventor del futbolín.

Algunos figurines de Leonora Carrington: