La tentación de la miscelánea: acampada a pie de página
Cada cual se construye su canon, como
bien lo ha predicado Bloom, por más que los propensos a la canonicidad suelan
compartir, todos ellos, el tic autoritario de imponértelo con calzador, te
respeten o no los juanetes de tus andanzas lectoras. Y esa es polémica muy de
eruditos y graciosa de observar desde la barrera protectora del pelo de la
dehesa. Piénsese que los alcornoques desencajados, pero no desarraigados, producimos
bellotas, el fruto exquisito par
excellence de la Edad de Oro, como bien degustaron D. Quijote y Sancho y le
sirvió de pie al primero para su famoso discurso. Hay quienes leen como “por
escalafón”, con servil ánimo nutritivo de cabo furriel, y piensan que “han” de
leer ciertas obras inexcusablemente, pues de ese cumplimiento jerárquico se
derivará el inconfundible aire de superioridad de quien “sabe”, de quien está
“en la pomada”, de quien custodia el gran secreto de la revelación de los
inmortales. Y hay quienes creen que han de escribir, con pomada o sin pomada
antiinflamatoria para la artritis de los nudillos, y que, puestos a leer, se
vuelven muy a menudo forajidos del canon y sientan su reales pacíficos en el
mejor de los locus amoenus: la nota a pie de página. Tiene su historia, por
supuesto: http://www.amazon.es/The-Footnote-A-Curious-History/dp/0674307607,
aunque se iniciaron en el mundo de la
edición en ubicación lateral, como las glosas silenses, por ejemplo, pero yo
quiero traer alguno de sus frutos, dorados
limones recogidos del fondo de la fuente, para solaz y recreo de los
lectores no canónicos.
Avanzo que la afición es viciosa y que incluso da frutos
académicos no bordes, como el GLOSARIO
DE VOCES ANOTADAS en los 100
primeros volúmenes de Clásicos Castalia, de apasionante lectura. El vicio
consiste en abrir volúmenes para leer exclusivamente las notas a pie de página,
marginando por completo el texto al que estas remiten. Se trata, lo reconozco
de lecturas salvajes, un poco al modo de aquellos psicoanalistas berlineses que
ejercían sin haber sido autorizados para ello por el Instituto Psicoanalítico
de Berlín, representantes oficiales de la escuela freudiana. Libros como Segunda Parte del Lazarillo o Segunda Celestina, amén de otros como El pasajero, de Suárez de Figueroa y Día de fiesta por la tarde, de Juan de
Zabaleta –cuyos Errores celebrados de la
Antigüedad es de las lecturas más amenas que hayan caído jamás en mis
manos– me han deparado más placer en la relectura exclusiva y continuada de sus
notas a pie de página que la propia de los textos.
En la jaima levantada en los reales de
la lectura de estas notas puede uno descubrir que Hucbaldo fue quien llevó el
juego pangramático a su perfección en la égloga sobre la calvicie dedicada a
Carlos el Calvo: la friolera de 146 versos cada una de cuyas palabras comienza
por la letra c. Que las moras deben su color oscuro a la sangre de Píramo. Que
el color solferino, poco usado, afortunadamente, debe su nombre al color rojo
oscuro que teñía la tierra tras la famosa batalla de Solferino, cuyas secuelas
conoció de primera y horrorizada mano quien después fue el creador de la Cruz
Roja internacional: Henry Dunant. Que los afrikaaners llamaban a los negros
“hotnot”, drástica reducción de hotentote. Que Walter Benjamin recoge la
historia del rey egipcio Sammenito,
“expuesto”, en procesión ciudadana, por Cambises a la vergüenza pública,
vestido con un saco. Que el lema de Nietzsche, (Nitimur in vetitum (nos lanzamos a lo prohibido’), lo toma del
libro de Ovidio, Amores, donde, completo, dice así: Nitimur in vetitum Semper cupimusque negata; sic interdictis imminet
aeger aquis (‘Nos lanzamos siempre hacia lo prohibido y deseamos lo que se
nos niega; así el enfermo acecha las aguas prohibidas’) et sic de caeteris.
Aunque se trata de una evidente perversión
de la lectura –conviene reconocer públicamente nuestras ‘desviaciones’–,
resulta reconfortante no saberse solo en el ejercicio la misma. Compañero de
tan digresiva afición, si bien a siglos de distancia, es Lichtenberg, de quien
se hacen buenas lenguas todos los pomaderos
y cuyos Aforismos –nombre que no le
puso él a su obra, por cierto, sino los diversos editores –hermano e hijos del
escritor– que las publicaron póstumamente – [Ejercitémonos: en inglés mantienen
la ‘h’ en posthumous, y nosotros, que
la mantenemos de forma tan asilvestrada, al decir de García Márquez, en
multitud de palabras que perfectamente se entenderían sin ella, como la propia ‘omne’
medieval, la quitamos, impidiendo así que a simple vista nos percatemos de que
ese humus tiene arraigada relación con
‘inhumar’ y ‘exhumar’]– son, sin duda, el paradigma de esta desviación que me
honro en compartir con él, en quien leí que Homo pollice truncato llamaban los romanos al que se cortaba el
pulgar de la mano derecha para salvarse del reclutamiento – yo me corté la visión, aumentando las dioptrías
para obtener el mismo resultado–, que así
quedaba incapacitado para realizar trabajos. De ahí la palabra francesa poltrón
y que En la edición Schreveliana de
Cicerón (Basilea 1687), la ornamentación de la letra S, con la que empieza el
primer ibro del De inventione rhetórica, representa un genio que está defecando.
No multiplicaré las pruebas
inequívocas de mi vicio, por no fatigar a los lectores y para “matar la
marioneta”, que es como llamaba Monsieur Teste al ahorro de la gesticulación en
las conversaciones, porque esta miscelánea –un género barroquísimo, por cierto–
tiene algo de esos visajes, aspavientos y cirigañas propios de los charlatanes
que se prodigan hasta el aburrimiento. No me despediré, sin embargo, sin
recomendar un cuento de Clarín, Un
jornalero, en el que se hace una encendida defensa del trabajo erudito,
apreciado por los escasos buenos lectores e ignorado por la mayoría, sin el cual
no solo no podría ser yo el vicioso que soy, sino que ni siquiera tendríamos
textos fiables que llevarnos a los ojos.
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