martes, 6 de mayo de 2014

El carácter y los caracteres: Del marbete coloquial a la psicología disciplinar...



Teorías del carácter I
Los orígenes descriptivos:  Teofrasto.


                                                     Lo que caracteriza, en efecto, a un hombre que tenga carácter, es                                                      que sabe fijarse objetivos y defenderlos, hasta el punto que estimaría                                                      que habría perdido su individualidad si tuviera que renunciar a ellos.                                                      Esta constancia y la sustancialidad del objetivo constituyen la base de lo                                               que se llama un carácter.
                                                                                                  Hegel: Estética.


     Comenzar por el principio una reflexión, al menos para Unamuno, consistía en investigar cuál era la etimología del concepto sobre el que se centraría el discurso. En nuestro caso, el muy discutido y resbaladizo del  “carácter”. Consultada esa maravilla que es el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor (Alianza Diccionarios), del que me convertiría gatuitamente en evangelista que lo publicitara incluso por los más recónditos. lugares de nuestro país, porque intelectores los hay hasta debajo de las piedras en el más humilde de los lugarejos, nos enteramos de que su raíz emparenta nuestro carácter con el sánscrito gharsati: rasca; con el griego karacther: grabador, instrumentos grabador; y con el latín carácter: hierro de marcar ganado, marca con hierro. Más allá de ese significado compartido, se creó el carátula (antiguo carátura) con el significado de máscara y profesión histriónica. Es evidente que no voy a entrar en esa hermosa digresión que nos invita a viajar por el camino que va del hierro de marcar ganado a la máscara del actor, porque es evidente lo que tiene de impronta sobre la persona tanto el carácter como la máscara del mismo, que a veces acaba fundiéndose con el rostro que se esconde tras ella.
La idea básica de la huella indeleble es lo que todos los estudiosos parecen compartir acerca del carácter, y hay quienes sostienen que ya nacemos con esa huella, y el proceso de la vida consiste entones en amoldarnos a ella, acaso cumpliendo el pindárico: llega a ser quien eres; y quienes defienden que ese carácter lo vamos forjando a golpe de experiencia sin cerrar nunca su expresión definitiva, una suerte de work in progress en el que, sin saber muy bien cuál pueda ser nuestro carácter, aquel en el que terminemos por reconocernos, acaba sorprendiéndonos la muerte sin fijar nuestra máscara definitiva.
Las socorridas expresiones coloquiales relativas al carácter: ¡menudo carácter! ¡Vaya un carácter! Es todito un carácter, en efecto. ¡Demonio de carácter! ¡Qué carácter!, y otras similares, sobre todo las definitorias del mismo: carácter cerrado, abierto, esquinado,  intolerante, áspero, animoso, insoportable, iracundo, manso, pusilánime, decidido, atrabiliario, melancólico, pacífico, belicoso, intrépido, orgulloso, espontáneo, rebuscado, afectado, humilde, desabrido, suave, adusto, bonachón, dominante…,  dejan constancia en esa suerte de ADN de las colectividades que es su lengua la importancia de tenerlo o no tenerlo, de tener en demasía o en parvedad ese carácter que, en el imaginario colectivo, nos representamos como la verdadera expresión de la persona, su auténtica naturaleza, lo inmodificable, su más sólida raíz. El carácter no anda lejos del genio, y éste, está claro, del daimon helénico que nos guía a veces a nuestro pesar, como una maldición de la que no podemos escapar. A nadie deja de sorprenderle la facilidad con la que una atribución caracterológica encierra a una persona en una cárcel definitoria de la que le es socialmente imposible evadirse. A pesar de ello, del carácter de sentencia civil que tiene el hecho de ser caracterizado, es ejercicio al que rara vez nos hurtamos, por su espíritu crítico ligero, puesto que no nos exige más que recordar taxonomías establecidas desde la noche de los tiempos y perfectamente reconocibles por todos.
La caracterología es el fundamento de la psicología. El estudio y la clasificación de los caracteres, cuya rentabilidad literaria le es de sobra conocida a todo el mundo, fue el primer paso para levantar el rudimentario mapa inicial de la psicología personal. Las dotes de observación y el estudio minucioso del comportamiento permitieron ya a Tírtamo de Éreso, rebautizado Teofrasto ("el expositor divino") por Aristóteles, establecer ciertos tipos cuyas características fundamentales apenas han variado con el paso del tiempo.  Que se trate, como con precisión nos informa de ello Elisa Ruiz García en la introducción, de una obra de circunstancias, de marcado acento cómico, destinada a servir de pie para ejercitarse en el arte del diálogo, no le quita ningún valor al repertorio de rasgos de conducta que Teofrasto reúne y que tiene, en el siglo XXI, la actualidad propia del IV antes de Cristo en que se escribió. He mencionado el concepto “tipo” y ello puede inducir a creer que estamos ante una obra de carácter costumbrista, en vez de un ingenioso estudio de las debilidades del alma humana, porque la vena cómica desde la que escribió Teofrasto tienden a ridiculizar lo que, siendo acusados rasgos de personalidad, nos parece que se apartan un buen trecho de lo que la cortesía exige y la pacífica convivencia necesita; pero lo cierto es que Menandro, discípulo de Teofrasto, fue el primero en llevar a la arena del teatro esos caracteres que han ido moldeando, desde entones, tipos que unos y otros autores han ido fijando para la posteridad: el miles gloriosus, el avaro, el fanfarrón, el don Juan, el glotón, el perezoso, el misántropo, el beato meapilas, el hipócrita, el indeciso, el desconfiado, el héroe, el hipocondríaco…
He aquí, en esencia definitoria, parte de la corta galería de caracteres definida por Teofrasto con singular perspicacia:
La rusticidad parece ser una ignorancia carente de modales. (Hacia finales del siglo V antes de Cristo, el término ágroikos comienza a tener un sentido peyorativo, como nos recuerda Elisa Ruiz y sólo una diferencia acentual permitió distinguir las acepciones de campesino y de “paleto”.
La oficiosidad, si queremos abarcarla en una definición, es un tipo de relación cuyo objetivo no es el bien, sino procurar agrado.
La locuacidad, si alguien quisiera definirla, parecería ser una incontinencia de palabra.
La novelería es una invención de dichos y hechos falsos, a los que quiere su portavoz que se les preste crédito. (…) Hay quienes, por haber conquistado ciudades de palabra, se han perdido una cena.
La sordidez es un ahorro excesivo de gastos.
La inoportunidad es una intervención extemporánea que perturba a las personas de nuestro entorno.
El entremetimiento parece ser un exceso de buena disposición tanto de palabra como de obra.
La grosería es una tosquedad en el trato que se manifiesta verbalmente.
La superstición parece ser un amedrentamiento respeto a lo sobrenatural.
La insatisfacción de la propia suerte es una crítica injustificada de cuanto se recibe.
La desconfianza es una sospecha de maldad en todos los seres humanos.
La guarrería es un abandono del cuerpo que resulta desagradable a los demás. El guarro es un individuo capaz de pasearse con su costra, su roña y sus largas uñas, y asegurar que éstas son enfermedades suyas hereditarias, pues las han tenido su abuelo, su padre y él. (…) Otros rasgos propios de él son: sonarse mientras come, rascarse en medio de un sacrificio, salpicar con saliva cuando habla y eructar al tiempo que bebe.
La impertinencia es, en lo que atañe a su definición, una forma de trato que, sin dañar, causa fastidio.
La vanidad parece ser un deseo mezquino de ostentación.
La tacañería es una ausencia de generosidad en lo que atañe al gasto.
Por supuesto la manía de grandezas parece ser una invención ficticia de bienes inexistentes.
La altanería es un cierto desprecio de todo lo que no es uno mismo.
La cobardía parecer ser una cierta deficiencia del espíritu causada por el miedo.
Perro del pueblo [así se llamaba coloquialmente a los sicofantas].
La codicia es una pasión por un tipo de ganancia vergonzante.
La labor de Teofrasto no acaba en esas definiciones rigurosas y sencillas del carácter, sino en un desarrollo expositivo en el que se aprecia a la perfección, a través de las anécdotas pertinentes,  los efectos sociales de semejante posesión psicológica
Como se advierte, desde que la horda primitiva estableció sus primeras relaciones interpersonales, las familiares incluidas, debieron de empezar a gestarse estos rasgos de carácter que han ido perfilándose con el pasar de los siglos para recordarnos de forma permanente la solidez de nuestras peores raíces, la de la cizaña. Se han ido reformulando y sutilizando, pero siempre serán, esos esfuerzos definidores, el intento de perfección del mapa preciso de la condición humana.


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