Teorías del carácter I
Los orígenes descriptivos: Teofrasto.
Lo que
caracteriza, en efecto, a un hombre que tenga carácter, es que sabe fijarse
objetivos y defenderlos, hasta el punto que estimaría que habría perdido su
individualidad si tuviera que renunciar a ellos. Esta constancia y la sustancialidad
del objetivo constituyen la base de lo que se llama un carácter.
Hegel: Estética.
Comenzar por el principio
una reflexión, al menos para Unamuno, consistía en investigar cuál era la etimología del
concepto sobre el que se centraría el discurso. En nuestro caso, el muy
discutido y resbaladizo del “carácter”.
Consultada esa maravilla que es el Diccionario
etimológico indoeuropeo de la lengua española, de Edward A. Roberts y
Bárbara Pastor (Alianza Diccionarios), del que me convertiría gatuitamente en
evangelista que lo publicitara incluso por los más recónditos. lugares de
nuestro país, porque intelectores los hay hasta debajo de las piedras en el más
humilde de los lugarejos, nos enteramos de que su raíz emparenta nuestro
carácter con el sánscrito gharsati:
rasca; con el griego karacther:
grabador, instrumentos grabador; y con el latín carácter: hierro de marcar ganado, marca con hierro. Más allá de
ese significado compartido, se creó el carátula
(antiguo carátura) con el significado
de máscara y profesión histriónica. Es evidente que no voy a entrar en esa
hermosa digresión que nos invita a viajar por el camino que va del hierro de
marcar ganado a la máscara del actor, porque es evidente lo que tiene de
impronta sobre la persona tanto el carácter como la máscara del mismo, que a
veces acaba fundiéndose con el rostro que se esconde tras ella.
La idea básica de la
huella indeleble es lo que todos los estudiosos parecen compartir acerca del
carácter, y hay quienes sostienen que ya nacemos con esa huella, y el proceso
de la vida consiste entones en amoldarnos a ella, acaso cumpliendo el
pindárico: llega a ser quien eres; y
quienes defienden que ese carácter lo vamos forjando a golpe de experiencia sin
cerrar nunca su expresión definitiva, una suerte de work in progress en el que, sin saber muy bien cuál pueda ser
nuestro carácter, aquel en el que terminemos por reconocernos, acaba
sorprendiéndonos la muerte sin fijar nuestra máscara definitiva.
Las socorridas expresiones
coloquiales relativas al carácter: ¡menudo
carácter! ¡Vaya un carácter! Es todito un carácter, en efecto. ¡Demonio de
carácter! ¡Qué carácter!, y otras similares, sobre todo las definitorias
del mismo: carácter cerrado, abierto,
esquinado, intolerante, áspero, animoso,
insoportable, iracundo, manso, pusilánime, decidido, atrabiliario, melancólico,
pacífico, belicoso, intrépido, orgulloso, espontáneo, rebuscado, afectado, humilde,
desabrido, suave, adusto, bonachón, dominante…, dejan constancia en esa suerte de ADN de las
colectividades que es su lengua la importancia de tenerlo o no tenerlo, de
tener en demasía o en parvedad ese carácter que, en el imaginario colectivo,
nos representamos como la verdadera expresión de la persona, su auténtica
naturaleza, lo inmodificable, su más sólida raíz. El carácter no anda lejos del
genio, y éste, está claro, del daimon
helénico que nos guía a veces a nuestro pesar, como una maldición de la que no
podemos escapar. A nadie deja de sorprenderle la facilidad con la que una
atribución caracterológica encierra a una persona en una cárcel definitoria de
la que le es socialmente imposible evadirse. A pesar de ello, del carácter de
sentencia civil que tiene el hecho de ser caracterizado, es ejercicio al que
rara vez nos hurtamos, por su espíritu crítico ligero, puesto que no nos exige
más que recordar taxonomías establecidas desde la noche de los tiempos y
perfectamente reconocibles por todos.
La caracterología es el fundamento
de la psicología. El estudio y la clasificación de los caracteres, cuya
rentabilidad literaria le es de sobra conocida a todo el mundo, fue el primer
paso para levantar el rudimentario mapa inicial de la psicología personal. Las
dotes de observación y el estudio minucioso del comportamiento permitieron ya a
Tírtamo de Éreso, rebautizado Teofrasto ("el expositor divino") por Aristóteles, establecer
ciertos tipos cuyas características fundamentales apenas han variado con el
paso del tiempo. Que se trate, como con precisión
nos informa de ello Elisa Ruiz García en la introducción, de una obra de
circunstancias, de marcado acento cómico, destinada a servir de pie para
ejercitarse en el arte del diálogo, no le quita ningún valor al repertorio de
rasgos de conducta que Teofrasto reúne y que tiene, en el siglo XXI, la
actualidad propia del IV antes de Cristo en que se escribió. He mencionado el
concepto “tipo” y ello puede inducir a creer que estamos ante una obra de
carácter costumbrista, en vez de un ingenioso estudio de las debilidades del
alma humana, porque la vena cómica desde la que escribió Teofrasto tienden a
ridiculizar lo que, siendo acusados rasgos de personalidad, nos parece que se
apartan un buen trecho de lo que la cortesía exige y la pacífica convivencia necesita;
pero lo cierto es que Menandro, discípulo de Teofrasto, fue el primero en
llevar a la arena del teatro esos caracteres que han ido moldeando, desde
entones, tipos que unos y otros autores han ido fijando para la posteridad: el miles gloriosus, el avaro, el fanfarrón, el don Juan, el glotón, el
perezoso, el misántropo, el beato meapilas, el hipócrita, el indeciso, el
desconfiado, el héroe, el hipocondríaco…
He aquí, en esencia
definitoria, parte de la corta galería de caracteres definida por Teofrasto con
singular perspicacia:
La rusticidad parece ser una ignorancia carente de
modales. (Hacia finales del siglo V antes de
Cristo, el término ágroikos comienza a tener un sentido peyorativo, como nos
recuerda Elisa Ruiz y sólo una diferencia acentual permitió distinguir las
acepciones de campesino y de “paleto”.
La oficiosidad, si queremos abarcarla en una definición,
es un tipo de relación cuyo objetivo no es el bien, sino procurar agrado.
La locuacidad, si alguien quisiera definirla, parecería
ser una incontinencia de palabra.
La novelería es una invención de dichos y hechos falsos,
a los que quiere su portavoz que se les preste crédito. (…) Hay quienes, por
haber conquistado ciudades de palabra, se han perdido una cena.
La sordidez es un ahorro excesivo de gastos.
La inoportunidad es una intervención extemporánea que
perturba a las personas de nuestro entorno.
El entremetimiento parece ser un exceso de buena
disposición tanto de palabra como de obra.
La grosería es una tosquedad en el trato que se manifiesta
verbalmente.
La superstición parece ser un amedrentamiento respeto a
lo sobrenatural.
La insatisfacción de la propia suerte es una crítica
injustificada de cuanto se recibe.
La desconfianza es una sospecha de maldad en todos los
seres humanos.
La guarrería es un abandono del cuerpo que resulta
desagradable a los demás. El guarro es un individuo capaz de pasearse con su
costra, su roña y sus largas uñas, y asegurar que éstas son enfermedades suyas
hereditarias, pues las han tenido su abuelo, su padre y él. (…) Otros rasgos
propios de él son: sonarse mientras come, rascarse en medio de un sacrificio,
salpicar con saliva cuando habla y eructar al tiempo que bebe.
La impertinencia es, en lo que atañe a su definición, una
forma de trato que, sin dañar, causa fastidio.
La vanidad parece ser un deseo mezquino de ostentación.
La tacañería es una ausencia de generosidad en lo que
atañe al gasto.
Por supuesto la manía de grandezas parece ser una
invención ficticia de bienes inexistentes.
La altanería es un cierto desprecio de todo lo que no es
uno mismo.
La cobardía parecer ser una cierta deficiencia del
espíritu causada por el miedo.
Perro del pueblo [así se
llamaba coloquialmente a los sicofantas].
La codicia es una pasión por un tipo de ganancia
vergonzante.
La labor de Teofrasto no
acaba en esas definiciones rigurosas y sencillas del carácter, sino en un
desarrollo expositivo en el que se aprecia a la perfección, a través de las
anécdotas pertinentes, los efectos
sociales de semejante posesión psicológica
Como se advierte, desde
que la horda primitiva estableció sus primeras relaciones interpersonales, las familiares
incluidas, debieron de empezar a gestarse estos rasgos de carácter que han ido
perfilándose con el pasar de los siglos para recordarnos de forma permanente la
solidez de nuestras peores raíces, la de la cizaña. Se han ido reformulando y
sutilizando, pero siempre serán, esos esfuerzos definidores, el intento de
perfección del mapa preciso de la condición humana.
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