Teoría del carácter III
Los caracteres, de
Jean de La Bruyère: la observante serenidad de la sindéresis.
Consuelo Berges, la
traductora de esta primera edición completa de Los caracteres o las costumbres de este siglo, de La Bruyère (en Hermida Editores, 2013, en una colección
de nombre tan inducidor al vicio de la lectura como El jardín de Epicuro, de origen anatoliano, supongo), por sí sola
ya merecería una entrada en este Diario
que publicitara su meritoria labor intelectual autodidacta y su singular carácter
vital y contestatario. Su ejemplo de entrega a la labor intelectual y a la
reivindicación de la lucha de las mujeres por su emancipación absoluta
constituyen aún hoy un ejemplo digno de ser imitado.
Hoy toca, sin embargo, continuar con esta aproximación al concepto
de carácter y su evidente repercusión en la construcción de las teorías de la
personalidad y de los estereotipos, porque el subtítulo de la obra de La
Bruyère, “las costumbres”, incide en una visión social de la persona que, más
adelante, antes del realismo, dará como fruto una literatura costumbrista en la
que el estereotipo se impone de manera tan claustrofóbica que con razón el
Romanticismo exageró hasta el desgarro retórico –y en no pocas ocasiones vital,
como Werther se encargó de popularizar– sus individualistas rasgos rebeldes y
liberales, por más que haya un romanticismo conservador que, respecto a los
tipos, comparte la misma rebeldía del liberal. Dicho subtítulo, no obstante, no
le hace justicia al libro, porque una de las tesis principales del mismo es el
de la radical heterogeneidad de la especie humana, la dificultad insalvable
de establecer patrones a los cuales se
ajusten, como al lecho de Procusto, los miembros de los múltiples grupos
humanos que conforman nuestras sociedades. De ahí se deriva una visión
antinacionalista muy curiosa, que no enfatizaré, teniendo en cuenta que el
lector puede repasar la entrada sobre Jespersen, donde se recogen, se revalidan
y amplían las tesis de La Bruyère.
Traductor de Teofrasto,
labor que le impulsa a emularlo, al ser recibida con notable éxito popular su
versión del clásico griego, es consciente de no ser un mero continuador de la
tradición moralista de La Rochefoucauld, porque, como él dice: Lo que yo he querido escribir no son
máximas: son como leyes morales, y confieso que no poseo ni bastante autoridad
ni bastante genio para hacer de legislador; incluso sé que habré pecado contra
el uso de las máximas, que las exige cortas y concisas, como los oráculos.
En efecto, nuestro autor peca contra el laconismo con una alegría descriptiva
que hace las delicias de los lectores, o al menos las de uno tan cualificado
como Flaubert, según se recoge en la contraportada, donde se extracta una de
sus cartas a Louise Colet: Ayer noche
estuve leyendo a La Bruyère al acostarme. Es bueno bañarse de cuando en cuando
en esos grandes estilos. ¡Cómo está escrito! ¡Qué frases! ¡Qué relieve y qué
nervio! Nosotros no tenemos ya ni idea de todo eso. Incluso leemos esos liobros
una vez y ya está. Deberíamos saberlos de memoria. ¡Qué descansado queda
este Artista Desencajado cuando puede delegar los halagos en crítico tan fuera
de sospecha como el autor de Bouvard y
Pécuchet! Me permito contradecirle, sin embargo, en que no solo las noches
nos ha de ocupar su lectura, sino buena parte de los días también.
Los caracteres es un
libro que se le fue de las manos al autor, sin duda. Es, como es sabido, el
libro de su vida, que fue ampliando sucesivamente hasta la novena edición de
1696, aparecida pocos días después de la muerte del autor y la única en la que
no había ninguna adición. No se le fue de las manos por la extensión, sino por
la indeterminación de su objetivo y el carácter misceláneo del mismo, muy al
estilo de las polianteas y florilegios del Barroco. No sólo es plurigenérico,
sino pluridisciplinar: Desde reflexiones políticas al estilo de los Manuales de
Príncipes, hasta cuadros de costumbres sociales de diferentes clases, pasando
por reflexiones antropológicas, religiosas, sociológicas, políticas y, sobre
todo, psicológicas, lo constituyen. Son de muy desigual valor, a pesar del
magnífico tono general del libro, y pesan mucho los condicionamientos de época
que el autor o no se atreve a transgredir o acepta de todo grado. Como él mismo
define su mester: La crítica no suele ser una ciencia; es un oficio, en el que se
necesita más salud que talento, más trabajo que capacidad, más costumbre que
genio. Y La Bruyère, como ahora este atrevido apologeta, damos fe de la importancia
de esa dedicación casi exclusiva. Hay algo de artesanía en la crítica, una
suerte de elocución manual, si se me permite la sinestesia, que obliga a ir
retocando constantemente la obra hasta darla por aceptable, que nunca por
definitiva, palabra pesada como las losas sepulcrales.
Hemos de avanzar
rápidamente que la visión de la galería de caracteres que La Bruyère lleva a su
libro está teñida de un sano escepticismo respecto de la posible bondad innata
del ser humano. Frente a esa ingenuidad que adoptará como base de su
pensamiento Rousseau, el parisino suele ofrecer ejemplos que nos traen en su
suma de imperfecciones y vicios ecos del viejo Medievo. El autor observa la
realidad sin mezclarse demasiado con ella, pues adopta la figura de observador discreto
que se limita a tomar nota, a levantar acta, al más estricto modo notarial,
pero sin la asepsia de estos funcionarios, porque los informes que podríamos considerar que son Los caracteres son una exhibición estilística apabullante. El autor
ha dividido su obra en varios epígrafes, prefigurando futuras ediciones de
libros de aforismos agrupados por la temática. Ese hecho no obra a favor del
libro, porque no permite la irrupción sorprendente de ciertos hallazgos que, en
un contexto diferente, brillarían con más luz, pero en un capítulo en el que
todas las reflexiones tienen mucho en común ese efecto sorpresa casi
desaparece. Solo se manifiesta en forma de aforismos que alcanzan la plenitud
de expresión y contenido mediante la gracia poética que es su razón de ser.
Frente a certeras reflexiones de orden caracterológico, al estilo de la
siguiente: Para ciertas personas, hablar
y ofender es exactamente lo mismo. Son picantes y amargas; su estilo es una
mezcla de hiel y ajenjo: la burla, la injuria, el insulto, les resbalan de los
labios como la saliva. Les hubiera convenido nacer malas o estúpidas. Lo que
tienen de vivacidad o de ingenio les perjudica más que a otros su tontería. No
siempre se conforman con replicar con acritud, a veces atacan con insolencia;
arremeten contra todo lo que cae bajo su lengua, contra los presentes, contra
los ausentes; embisten de frente y de costado, como los carneros. ¿Acaso se les
pide a los carneros que no tengan cuernos? Pues tampoco hay que esperar
corregir con esta semblanza naturalezas tan duras, tan ásperas, tan indóciles.
Lo mejor que se puede hacer al verlas, aunque sea de lejos, es huir de ellas
con todo ímpetu y sin mirar hacia atrás, no es infrecuente hallar en las
páginas de Los caracteres brotes de
lucidez que se ciñen a la mejor tradición de las máximas moralistas que definen
la escuela aforística francesa: Todas las
pasiones mienten, se disfrazan cuanto pueden a los ojos de los demás, se
esconden de sí mismas. No hay vicio que no se parezca algo a alguna virtud y
que no se sirva de ella.
En términos generales, aún podemos
asentir a no pocas averiguaciones sobre el carácter hechas por nuestro autor,
porque en punto a la descripción de ciertos rasgos de personalidad poco o nada
influyen las circunstancias, a tenor de la similitud diacrónica que hallamos en
textos remotos y textos próximos. De Teofrasto acá, bien puede decirse que sea
temerario combatir la idea de los universales del carácter, porque la
repetición ad náuseam de ciertos
tipos permite elaborar una clasificación bastante ajustada a lo que nuestra
experiencia propia nos deja conocer, a poco que la observación crítica de
nuestro prójimo entre en el amplio o reducido círculo de nuestros intereses
vitales. Tomemos como ejemplo el análisis que hace La Bruyère de la falsa y la
verdadera grandeza: La falsa grandeza es
hosca e inaccesible: como se da cuenta de su inconsistencia, se esconde, o, al
menos, no se muestra de frente y sólo se deja ver lo necesario para impresionar
y no parecer lo que es: quiero decir una verdadera pequeñez.
La verdadera grandeza es libre, sencilla, familiar,
popular; se deja toar y manejar, no pierde nada en ser vista de cerca; cuanto
más se la conoce, más se la admira. Se inclina por bondad hacia sus inferiores
y vuelve sin esfuerzo a su posición natural; se abandona a veces, se descuida,
se desprende de sus ventajas, siempre dueña de recobrarlas y hacerlas valer;
ríe, juega y bromea, pero con dignidad; se la aborda a la vez con libertad y
con continencia.
De este tenor son las
muchas y provechosas incursiones de nuestro autor en todos los órdenes de la
vida: desde lo más nimio hasta lo más encumbrado; para el moralista no hay
parcelas excluidas de su observación y reflexión: desde un juicio literario: Un talento mediocre cree escribir divinamente;
un talento sólido cree escribir razonablemente, hasta el elogio de una
virtud escasa y resbaladiza: La modestia
es al mérito lo que las sombras a las figuras de un cuadro: les dan fuerza y
relieve, pasando por la facilidad para la agudeza –y recuérdese al respecto
que las obras de Baltasar Gracián tuvieron formidable eco en Francia desde la
traducción de su Oráculo manual, en
francés L’homme de Cour, según nos
recuerda Berges en su escueta pero pedagógica introducción a su versión–, tan
valorada en los salones literarios: Si es
corriente que nos conmuevan las cosas raras, ¿por qué nos conmueve tan poco la
virtud? O la muy propia de todas las épocas: Se mira a una mujer sabia como se mira un arma bella, en que se
refleja esa prevención común contra las mujeres sabias, propia de una
concepción tradicional y machista del papel de la mujer que desde Lope hasta
Molière, pasando por quien se quiera añadir, ha llegado hasta nuestros días,
como el emperador intelectual Cañete nos lo ha demostrado recientemente –¡qué
lejos el Cañuelo ilustrado de El censor
de este Cañete lastrado de prepotencia masculina!–, una postura que llegará a
su apogeo en la obra de un genio extraviado como Otto Weininger, de quien ya
hablaremos despacito y con buena letra.
En esto del análisis del
carácter lo que más se agradece es la capacidad de matización, esa sutileza que
nos permite afinar el análisis y precisar variantes de las maneras de ser y de
estar casi impensables hasta que las leemos como una epifanía en los libros de los
demás: se nos revelan con las palabras exactas con que nosotros alguna vez
hemos creído poder definirlas borrosamente. Así, no es extraño que apreciemos algunas
precisiones, no necesariamente deslumbrantes, pero sí, casi siempre,
reveladoras de un espíritu observador que repara en lo que suele pasarnos
desapercibido, como que La liberalidad no consiste tanto en dar
mucho como en dar a tiempo o que Se
pisa a los graciosos de mala sombra; pero hay en todas partes una plaga de esta
clase de insectos. El gracioso auténtico es un ejemplar raro; incluso al que ha
nacido tal le es difícil sostener mucho tiempo el papel; no es corriente que el
que hace reír se haga estimar, en la que apreciamos que la peste del graciosismo es de todas las épocas y en
que un gracioso auténtico es, por el contrario, diamante irregular único; sin
olvidar iluminaciones sombrías como que
les cuesta menos trabajo a ciertos
hombres enriquecerse de mil virtudes que corregirse un solo defecto.
A poco que La Bruyère parece
ceder a la necesidad de fundamentar antropológicamente su visión del carácter
repara en la dificultad intrínseca que conlleva cualquier intento de
definición: Todo es postizo en el humor,
las costumbres y las maneras de los hombres: (…) las exigencias de la vida, la
situación en que uno se encuentra, la ley de la necesidad, fuerzan la
naturaleza y causan grandes cambios. Por eso un hombre, en el fondo y en sí
mismo, no puede ser definido: demasiadas cosas ajenas a él le alteran, le
cambian, le trastornan; no es preciosamente lo que es o lo que parece ser. Hasta
el clima y la tierra de nacimiento pueden condicionar el carácter, al decir de
nuestro autor, en una teoría que no anda lejos de la concepción eurocéntrica
que tantas aberraciones racistas permitió fundamentar: Creo que los lugares influyen en la inteligencia, en el carácter, en el
gusto y en los sentimientos. Para La Bruyère el hombre es, básicamente, una
pluralidad de máscaras que necesita del arte para saber mantenerlas con cierto
decoro, ¡Cuánto arte hace falta para
llegar a la naturalidad!; concepciones todas ellas que adelantan, en cierto
modo, aquella radical heterogeneidad del ser machadiana: Un hombre desigual no es un hombre solo, sino varios: se multiplica
tantas veces como nuevos gustos y maneras diferentes tiene; en cada momento es
lo que no era y muy pronto será lo que nunca ha sido: se sucede a sí mismo. No
preguntéis qué carácter tiene, sino cuáles son sus caracteres; ni cómo es su
genio, sino cuántas clases de genio se hallan en él.
Cuando dije, al principio, que Los caracteres se le habían ido de la
mano al autor me refería concretamente a la facilidad con que, al hilo de las
descripciones caracterológicas (1.Un
carácter muy insípido: el de no tener ninguno. 2.Creer que desde un alto cargo se domina a los hombres con amabilidades
estudiadas y abrazos interminables y estériles, es tener de ellos muy mala
opinión y, al mismo tiempo, conocerlos bien. 3. Un hombre que se disfraza de un carácter que no le pertenece, cuando
vuelve al suyo es como si llevara una careta.) el autor incursiona en
terrenos como la teoría política, la filosofía, la teología o la hermenéutica.
De esta última rescato un apunte, al
más puro estilo canettiano, que he estado tentado de colocar en el frontispicio
de este Diario como una declaración
de principios:
Nunca será bastante recomendado el estudio de los textos;
es el camino más corto, el más seguro y el más agradable para todo género de
erudición; poseed las cosas de primera mano, id a la fuente, manejad y manosead
el texto, aprendedlo de memoria, citadlo en las ocasiones, preocupaos, sobre
todo, de penetrar su sentido en toda su extensión y circunstancias; conciliad a
un autor original, ajustad sus principios, sacad vos mismo las conclusiones;
los primeros comentadores estaban en el caso en que yo deseo que os encontréis:
ni acudáis a sus luces y no sigáis sus puntos de vista sino en el caso de que
los vuestros fuesen demasiado otros; sus explicaciones no os pertenecen y
podéis muy bien no entenderlas; en cambio, vuestras propias explicaciones nacen
de vuestro cerebro y en él permanecen, y las encontraréis más fácilmente en la
conversación, en la consulta y en la controversia. (…) Acabad así de
convenceros con este método de estudio de que es la pereza de los hombres lo
que ha animado a la pedantería a engrosar, más que a enriquecer, las
bibliotecas, a sumergir el texto bajo el peso de los comentarios, y que de este
modo se ha perjudicado a sí misma y a sus más caros intereses, multiplicando
las lecturas, las investigaciones y el trabajo que se proponía evitar.
A medio camino entre el aforismo, la
nota, el apunte y el fragmento, he aquí un breve reguero de extractos de Los caracteres que le permitirán al apasionado
intelector desear cuanto antes perderse en la fronda amable y lúcida de libro
tan apetecible como en agosto la sombra del alcornoque en la dehesa:
En el trato social, la que primero cede es la razón. Los
más discretos suelen ser dominados por el más loco o el más extravagante.
Vemos a ciertos hombres caer de una elevada posición por
los mismos defectos que le habían servido para subir.
Nadie es desvergonzado por gusto, sino por naturaleza;
serlo es un vicio, pero congénito.
El esclavo solo tiene un amo; el ambicioso tiene tantos
como personas útiles a su encumbramiento.
La agudeza no es cualidad ni demasiado buena ni demasiado
mala: flota entre el vicio y la virtud. No hay ocasión en que no pueda, y acaso
en que no deba, ser reemplazada por la discreción.
Los poderosos desprecian a las personas de talento que
solo tienen talento; las personas de talento desprecian a los poderosos que
sólo tienen poder. Los hombres de bien compadecen a los unos y a los otros, que
tienen poder o talento y ninguna virtud.
Quien dice pueblo dice muchas cosas. Es ésta una
expresión muy vasta y asombraría ver lo que abarca y hasta dónde se extiende.
Está el pueblo que es contrario a los poderosos, esto es, el populacho y la
multitud; está el pueblo que es contrario a los sabios, a los inteligentes y a
los virtuosos, esto es, los poderosos y los humildes.
No hacer la corte a nadie ni querer que nadie os la haga:
dulce situación, edad de oro, estado el más natural del hombre.
Nada más parecido a una viva persuasión que una mala
obstinación; de ahí los partidos, los grupos, las herejías.
Nada refresca tanto la sangre como haber sabido evitar
una tontería.
Decir de un hombre colérico, desigual, pendenciero,
malhumorado, quisquilloso, caprichoso, “es su genio”, no es excusarle, como se
cree, sino confesar sin pensarlo que tan grandes defectos son irremediables.
La descortesía no es un vicio del alma, sino el efecto de
varios vicios: de la necia vanidad, de la ignorancia de los deberes, de la
pereza, de la estupidez, de la distracción, del desprecio a los demás, de la
envidia.
Nada hace comprender mejor lo poco que Dios estima las
riquezas, el dinero y otros grandes bienes de fortuna y posición, que el
considerar la clase de hombres a quienes se los concede.
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