jueves, 22 de mayo de 2014

Jean de La Bruyère: La genética no experimental del carácter.

Teoría del carácter III
Los caracteres, de Jean de La Bruyère: la observante serenidad de la sindéresis.

Consuelo Berges, la traductora de esta primera edición completa de Los caracteres o las costumbres de este siglo, de La Bruyère (en  Hermida Editores, 2013, en una colección de nombre tan inducidor al vicio de la lectura como El jardín de Epicuro, de origen anatoliano, supongo), por sí sola ya merecería una entrada en este Diario que publicitara su meritoria labor intelectual autodidacta y su singular carácter vital y contestatario. Su ejemplo de entrega a la labor intelectual y a la reivindicación de la lucha de las mujeres por su emancipación absoluta constituyen aún hoy un ejemplo digno de ser imitado.
Hoy toca, sin embargo,  continuar con esta aproximación al concepto de carácter y su evidente repercusión en la construcción de las teorías de la personalidad y de los estereotipos, porque el subtítulo de la obra de La Bruyère, “las costumbres”, incide en una visión social de la persona que, más adelante, antes del realismo, dará como fruto una literatura costumbrista en la que el estereotipo se impone de manera tan claustrofóbica que con razón el Romanticismo exageró hasta el desgarro retórico –y en no pocas ocasiones vital, como Werther se encargó de popularizar– sus individualistas rasgos rebeldes y liberales, por más que haya un romanticismo conservador que, respecto a los tipos, comparte la misma rebeldía del liberal. Dicho subtítulo, no obstante, no le hace justicia al libro, porque una de las tesis principales del mismo es el de la radical heterogeneidad de la especie humana, la dificultad insalvable de  establecer patrones a los cuales se ajusten, como al lecho de Procusto, los miembros de los múltiples grupos humanos que conforman nuestras sociedades. De ahí se deriva una visión antinacionalista muy curiosa, que no enfatizaré, teniendo en cuenta que el lector puede repasar la entrada sobre Jespersen, donde se recogen, se revalidan y amplían las tesis de La Bruyère.
Traductor de Teofrasto, labor que le impulsa a emularlo, al ser recibida con notable éxito popular su versión del clásico griego, es consciente de no ser un mero continuador de la tradición moralista de La Rochefoucauld, porque, como él dice: Lo que yo he querido escribir no son máximas: son como leyes morales, y confieso que no poseo ni bastante autoridad ni bastante genio para hacer de legislador; incluso sé que habré pecado contra el uso de las máximas, que las exige cortas y concisas, como los oráculos. En efecto, nuestro autor peca contra el laconismo con una alegría descriptiva que hace las delicias de los lectores, o al menos las de uno tan cualificado como Flaubert, según se recoge en la contraportada, donde se extracta una de sus cartas a Louise Colet: Ayer noche estuve leyendo a La Bruyère al acostarme. Es bueno bañarse de cuando en cuando en esos grandes estilos. ¡Cómo está escrito! ¡Qué frases! ¡Qué relieve y qué nervio! Nosotros no tenemos ya ni idea de todo eso. Incluso leemos esos liobros una vez y ya está. Deberíamos saberlos de memoria. ¡Qué descansado queda este Artista Desencajado cuando puede delegar los halagos en crítico tan fuera de sospecha como el autor de Bouvard y Pécuchet! Me permito contradecirle, sin embargo, en que no solo las noches nos ha de ocupar su lectura, sino buena parte de los días también.
Los caracteres es un libro que se le fue de las manos al autor, sin duda. Es, como es sabido, el libro de su vida, que fue ampliando sucesivamente hasta la novena edición de 1696, aparecida pocos días después de la muerte del autor y la única en la que no había ninguna adición. No se le fue de las manos por la extensión, sino por la indeterminación de su objetivo y el carácter misceláneo del mismo, muy al estilo de las polianteas y florilegios del Barroco. No sólo es plurigenérico, sino pluridisciplinar: Desde reflexiones políticas al estilo de los Manuales de Príncipes, hasta cuadros de costumbres sociales de diferentes clases, pasando por reflexiones antropológicas, religiosas, sociológicas, políticas y, sobre todo, psicológicas, lo constituyen. Son de muy desigual valor, a pesar del magnífico tono general del libro, y pesan mucho los condicionamientos de época que el autor o no se atreve a transgredir o acepta de todo grado. Como él mismo define su mester:  La crítica no suele ser una ciencia; es un oficio, en el que se necesita más salud que talento, más trabajo que capacidad, más costumbre que genio. Y La Bruyère, como ahora este atrevido apologeta, damos fe de la importancia de esa dedicación casi exclusiva. Hay algo de artesanía en la crítica, una suerte de elocución manual, si se me permite la sinestesia, que obliga a ir retocando constantemente la obra hasta darla por aceptable, que nunca por definitiva, palabra pesada como las losas sepulcrales.
Hemos de avanzar rápidamente que la visión de la galería de caracteres que La Bruyère lleva a su libro está teñida de un sano escepticismo respecto de la posible bondad innata del ser humano. Frente a esa ingenuidad que adoptará como base de su pensamiento Rousseau, el parisino suele ofrecer ejemplos que nos traen en su suma de imperfecciones y vicios ecos del viejo Medievo. El autor observa la realidad sin mezclarse demasiado con ella, pues adopta la figura de observador discreto que se limita a tomar nota, a levantar acta, al más estricto modo notarial, pero sin la asepsia de estos funcionarios, porque los informes que podríamos considerar que son Los caracteres son una exhibición estilística apabullante. El autor ha dividido su obra en varios epígrafes, prefigurando futuras ediciones de libros de aforismos agrupados por la temática. Ese hecho no obra a favor del libro, porque no permite la irrupción sorprendente de ciertos hallazgos que, en un contexto diferente, brillarían con más luz, pero en un capítulo en el que todas las reflexiones tienen mucho en común ese efecto sorpresa casi desaparece. Solo se manifiesta en forma de aforismos que alcanzan la plenitud de expresión y contenido mediante la gracia poética que es su razón de ser. Frente a certeras reflexiones de orden caracterológico, al estilo de la siguiente: Para ciertas personas, hablar y ofender es exactamente lo mismo. Son picantes y amargas; su estilo es una mezcla de hiel y ajenjo: la burla, la injuria, el insulto, les resbalan de los labios como la saliva. Les hubiera convenido nacer malas o estúpidas. Lo que tienen de vivacidad o de ingenio les perjudica más que a otros su tontería. No siempre se conforman con replicar con acritud, a veces atacan con insolencia; arremeten contra todo lo que cae bajo su lengua, contra los presentes, contra los ausentes; embisten de frente y de costado, como los carneros. ¿Acaso se les pide a los carneros que no tengan cuernos? Pues tampoco hay que esperar corregir con esta semblanza naturalezas tan duras, tan ásperas, tan indóciles. Lo mejor que se puede hacer al verlas, aunque sea de lejos, es huir de ellas con todo ímpetu y sin mirar hacia atrás, no es infrecuente hallar en las páginas de Los caracteres brotes de lucidez que se ciñen a la mejor tradición de las máximas moralistas que definen la escuela aforística francesa: Todas las pasiones mienten, se disfrazan cuanto pueden a los ojos de los demás, se esconden de sí mismas. No hay vicio que no se parezca algo a alguna virtud y que no se sirva de ella.
En términos generales, aún podemos asentir a no pocas averiguaciones sobre el carácter hechas por nuestro autor, porque en punto a la descripción de ciertos rasgos de personalidad poco o nada influyen las circunstancias, a tenor de la similitud diacrónica que hallamos en textos remotos y textos próximos. De Teofrasto acá, bien puede decirse que sea temerario combatir la idea de los universales del carácter, porque la repetición ad náuseam de ciertos tipos permite elaborar una clasificación bastante ajustada a lo que nuestra experiencia propia nos deja conocer, a poco que la observación crítica de nuestro prójimo entre en el amplio o reducido círculo de nuestros intereses vitales. Tomemos como ejemplo el análisis que hace La Bruyère de la falsa y la verdadera grandeza: La falsa grandeza es hosca e inaccesible: como se da cuenta de su inconsistencia, se esconde, o, al menos, no se muestra de frente y sólo se deja ver lo necesario para impresionar y no parecer lo que es: quiero decir una verdadera pequeñez.
La verdadera grandeza es libre, sencilla, familiar, popular; se deja toar y manejar, no pierde nada en ser vista de cerca; cuanto más se la conoce, más se la admira. Se inclina por bondad hacia sus inferiores y vuelve sin esfuerzo a su posición natural; se abandona a veces, se descuida, se desprende de sus ventajas, siempre dueña de recobrarlas y hacerlas valer; ríe, juega y bromea, pero con dignidad; se la aborda a la vez con libertad y con continencia.
De este tenor son las muchas y provechosas incursiones de nuestro autor en todos los órdenes de la vida: desde lo más nimio hasta lo más encumbrado; para el moralista no hay parcelas excluidas de su observación y reflexión: desde un juicio literario: Un talento mediocre cree escribir divinamente; un talento sólido cree escribir razonablemente, hasta el elogio de una virtud escasa y resbaladiza: La modestia es al mérito lo que las sombras a las figuras de un cuadro: les dan fuerza y relieve, pasando por la facilidad para la agudeza –y recuérdese al respecto que las obras de Baltasar Gracián tuvieron formidable eco en Francia desde la traducción de su Oráculo manual, en francés L’homme de Cour, según nos recuerda Berges en su escueta pero pedagógica introducción a su versión–, tan valorada en los salones literarios: Si es corriente que nos conmuevan las cosas raras, ¿por qué nos conmueve tan poco la virtud? O la muy propia de todas las épocas: Se mira a una mujer sabia como se mira un arma bella, en que se refleja esa prevención común contra las mujeres sabias, propia de una concepción tradicional y machista del papel de la mujer que desde Lope hasta Molière, pasando por quien se quiera añadir, ha llegado hasta nuestros días, como el emperador intelectual Cañete nos lo ha demostrado recientemente –¡qué lejos el Cañuelo ilustrado de El censor de este Cañete lastrado de prepotencia masculina!–, una postura que llegará a su apogeo en la obra de un genio extraviado como Otto Weininger, de quien ya hablaremos despacito y con buena letra.
En esto del análisis del carácter lo que más se agradece es la capacidad de matización, esa sutileza que nos permite afinar el análisis y precisar variantes de las maneras de ser y de estar casi impensables hasta que las leemos como una epifanía en los libros de los demás: se nos revelan con las palabras exactas con que nosotros alguna vez hemos creído poder definirlas borrosamente. Así, no es extraño que apreciemos algunas precisiones, no necesariamente deslumbrantes, pero sí, casi siempre, reveladoras de un espíritu observador que repara en lo que suele pasarnos desapercibido, como que  La liberalidad no consiste tanto en dar mucho como en dar a tiempo o que Se pisa a los graciosos de mala sombra; pero hay en todas partes una plaga de esta clase de insectos. El gracioso auténtico es un ejemplar raro; incluso al que ha nacido tal le es difícil sostener mucho tiempo el papel; no es corriente que el que hace reír se haga estimar, en la que apreciamos que la peste del graciosismo es de todas las épocas y en que un gracioso auténtico es, por el contrario, diamante irregular único; sin olvidar iluminaciones sombrías como  que les cuesta menos trabajo a ciertos hombres enriquecerse de mil virtudes que corregirse un solo defecto.
A poco que La Bruyère parece ceder a la necesidad de fundamentar antropológicamente su visión del carácter repara en la dificultad intrínseca que conlleva cualquier intento de definición: Todo es postizo en el humor, las costumbres y las maneras de los hombres: (…) las exigencias de la vida, la situación en que uno se encuentra, la ley de la necesidad, fuerzan la naturaleza y causan grandes cambios. Por eso un hombre, en el fondo y en sí mismo, no puede ser definido: demasiadas cosas ajenas a él le alteran, le cambian, le trastornan; no es preciosamente lo que es o lo que parece ser. Hasta el clima y la tierra de nacimiento pueden condicionar el carácter, al decir de nuestro autor, en una teoría que no anda lejos de la concepción eurocéntrica que tantas aberraciones racistas permitió fundamentar: Creo que los lugares influyen en la inteligencia, en el carácter, en el gusto y en los sentimientos. Para La Bruyère el hombre es, básicamente, una pluralidad de máscaras que necesita del arte para saber mantenerlas con cierto decoro, ¡Cuánto arte hace falta para llegar a la naturalidad!; concepciones todas ellas que adelantan, en cierto modo, aquella radical heterogeneidad del ser machadiana: Un hombre desigual no es un hombre solo, sino varios: se multiplica tantas veces como nuevos gustos y maneras diferentes tiene; en cada momento es lo que no era y muy pronto será lo que nunca ha sido: se sucede a sí mismo. No preguntéis qué carácter tiene, sino cuáles son sus caracteres; ni cómo es su genio, sino cuántas clases de genio se hallan en él.
Cuando dije, al principio, que Los caracteres se le habían ido de la mano al autor me refería concretamente a la facilidad con que, al hilo de las descripciones caracterológicas (1.Un carácter muy insípido: el de no tener ninguno. 2.Creer que desde un alto cargo se domina a los hombres con amabilidades estudiadas y abrazos interminables y estériles, es tener de ellos muy mala opinión y, al mismo tiempo, conocerlos bien. 3. Un hombre que se disfraza de un carácter que no le pertenece, cuando vuelve al suyo es como si llevara una careta.) el autor incursiona en terrenos como la teoría política, la filosofía, la teología o la hermenéutica. De esta última rescato un apunte, al más puro estilo canettiano, que he estado tentado de colocar en el frontispicio de este Diario como una declaración de principios:
Nunca será bastante recomendado el estudio de los textos; es el camino más corto, el más seguro y el más agradable para todo género de erudición; poseed las cosas de primera mano, id a la fuente, manejad y manosead el texto, aprendedlo de memoria, citadlo en las ocasiones, preocupaos, sobre todo, de penetrar su sentido en toda su extensión y circunstancias; conciliad a un autor original, ajustad sus principios, sacad vos mismo las conclusiones; los primeros comentadores estaban en el caso en que yo deseo que os encontréis: ni acudáis a sus luces y no sigáis sus puntos de vista sino en el caso de que los vuestros fuesen demasiado otros; sus explicaciones no os pertenecen y podéis muy bien no entenderlas; en cambio, vuestras propias explicaciones nacen de vuestro cerebro y en él permanecen, y las encontraréis más fácilmente en la conversación, en la consulta y en la controversia. (…) Acabad así de convenceros con este método de estudio de que es la pereza de los hombres lo que ha animado a la pedantería a engrosar, más que a enriquecer, las bibliotecas, a sumergir el texto bajo el peso de los comentarios, y que de este modo se ha perjudicado a sí misma y a sus más caros intereses, multiplicando las lecturas, las investigaciones y el trabajo que se proponía evitar.
A medio camino entre el aforismo, la nota, el apunte y el fragmento, he aquí un breve reguero de extractos de Los caracteres que le permitirán al apasionado intelector desear cuanto antes perderse en la fronda amable y lúcida de libro tan apetecible como en agosto la sombra del alcornoque en la dehesa:
En el trato social, la que primero cede es la razón. Los más discretos suelen ser dominados por el más loco o el más extravagante.
Vemos a ciertos hombres caer de una elevada posición por los mismos defectos que le habían servido para subir.
Nadie es desvergonzado por gusto, sino por naturaleza; serlo es un vicio, pero congénito.
El esclavo solo tiene un amo; el ambicioso tiene tantos como personas útiles a su encumbramiento.
La agudeza no es cualidad ni demasiado buena ni demasiado mala: flota entre el vicio y la virtud. No hay ocasión en que no pueda, y acaso en que no deba, ser reemplazada por la discreción.
Los poderosos desprecian a las personas de talento que solo tienen talento; las personas de talento desprecian a los poderosos que sólo tienen poder. Los hombres de bien compadecen a los unos y a los otros, que tienen poder o talento y ninguna virtud.
Quien dice pueblo dice muchas cosas. Es ésta una expresión muy vasta y asombraría ver lo que abarca y hasta dónde se extiende. Está el pueblo que es contrario a los poderosos, esto es, el populacho y la multitud; está el pueblo que es contrario a los sabios, a los inteligentes y a los virtuosos, esto es, los poderosos y los humildes.
No hacer la corte a nadie ni querer que nadie os la haga: dulce situación, edad de oro, estado el más natural del hombre.
Nada más parecido a una viva persuasión que una mala obstinación; de ahí los partidos, los grupos, las herejías.
Nada refresca tanto la sangre como haber sabido evitar una tontería.
Decir de un hombre colérico, desigual, pendenciero, malhumorado, quisquilloso, caprichoso, “es su genio”, no es excusarle, como se cree, sino confesar sin pensarlo que tan grandes defectos son irremediables.
La descortesía no es un vicio del alma, sino el efecto de varios vicios: de la necia vanidad, de la ignorancia de los deberes, de la pereza, de la estupidez, de la distracción, del desprecio a los demás, de la envidia.
Nada hace comprender mejor lo poco que Dios estima las riquezas, el dinero y otros grandes bienes de fortuna y posición, que el considerar la clase de hombres a quienes se los concede.




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