sábado, 31 de mayo de 2014

La caracterología kantiana: sus fundamentos estéticos y morales.

 Teoría del carácter. IV
Lo bello y lo sublime, de  Immanuel Kant: Los prejuicios, los tópicos  y la misoginia de una mente todopoderosa.


Sorprende al intelector diletante que un filósofo como Kant, capaz de ponerle los acentos a la razón, como otros los puntos a las íes, se acoja, a la hora de hablar sobre algo tan resbaladizo como el carácter, al amparo de la tradición de una forma adherente, casi acrítica. A poco que se lean a continuación sus definiciones de los diferentes caracteres, se comprobará que del Arcipreste de Talavera a él parece que no haya pasado el tiempo. Es cierto que la clasificación kantiana se ofrece sobre una división que parece justificar el esquematismo de su planteamiento: lo bello y lo sublime, los dos conceptos alrededor de los cuales estructura su texto. La distinción entre ambos conceptos la ofrece en el arranque de su ensayo: Lo sublime conmueve; lo bello encanta.(…) Los sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado.(…) Las cualidades sublimes infunden respeto; las bellas, amor. Y enseguida nos ofrece un ejemplo práctico para que captemos el sentido de esa división: La amistad presenta principalmente el carácter de lo sublime; el amor sexual, el de lo bello. Si bien el autor es consciente de las carencias perceptibles en la materialización de ambos conceptos: Las sensaciones de lo sublime tunden las fuerzas del alma más enérgicamente, y fatigan antes, por tanto. Mientras que en lo bello nada cansa más que el arte trabajoso tras él adivinado. El esfuerzo por impresionar resulta penoso. Kant compara, por cierto, la lectura de La Bruyère y la de Young, y reprocha al último la uniformidad exasperante en el tono sublime de una composición de raíz moralista –intuimos que se refiere a Night Thoughts –después imitada por Cadalso en sus Noches lúgubres–, frente a la ligereza y entretenimiento, queremos creer que eso pensaba Kant, de la obra miscelánea del francés. De igual manera, Kant nos advierte de los extremos en que pueden degenerar tanto lo bello como lo sublime: Nada es más contrario a lo bello que lo repugnante, así como nada caer más por debajo de lo sublime que lo ridículo. En nuestros días, sin embargo, el concepto de lo bello, como es obvio, anda muy distanciado del que tuvo Kant…
A partir de esa reducción, y con un notable desenfado expositivo, porque este ensayo nos muestra ese lado alegre, casi jovial y ligero del sesudo autor, como si se hubiera tomado unas breves vacaciones en sus abstrusos menesteres filosóficos, Kant inicia una curiosa serie de adjudicaciones a los campos de lo  bello y de lo sublime cuya exacerbada subjetividad nos deja perplejos, como si cediera al perverso placer de la arbitrariedad. Recordemos que se cura en salud cuando dice que no se necesita poco ingenio para juzgar con el entendimiento sin dar alguna vez una nota falsa, y que quien mezcla la jovialidad con desbarrar, da en mentecato. Así, nos dice que el cabello oscuro y los ojos negros tienen más afinidad con lo sublime; los ojos azules y el tono rubio, más con lo bello. O bien que a la vejez convienen los colores oscuros y la uniformidad mientras que la juventud brilla en los colores claros y las formas de contrastes animados.
A lo largo de la exploración que Kant hace del mundo de los caracteres, aunque sea con la limitación de su adscripción a lo sublime y a lo bello, advertimos la naturaleza esencialmente conservadora y ajustada a los valores de su época histórica, lo que contrasta con la potente innovación, casi revolucionaria, de su obra filosófica, si bien hay una suerte de tono burlón que preside la redacción del ensayo, como si supiera que se trata de una obra menor donde dar rienda suelta a la vena satírica que también había en él, ¡y qué asunto mejor que este de los caracteres, tan necesitado de puntualizaciones y descripciones! No hay más que recordar esas distinciones pseudoescolásticas que  pretenden marcar el vasto territorio de la caracterología (al distinguir ciertos caracteres conocidos, y sufridos, por todos), para darnos cuenta de la gracia alada con que se presta al menester taxonómico:
La vanidad solicita el aplauso, es volandera y tornadiza; pero su conducta externa es cortés.
El arrogante está penetrado de una pretendida superioridad, y no le preocupa el aplauso de los demás; sus maneras son rígidas y enfáticas.
El orgullo solo consiste propiamente en la profunda conciencia del valer propio, que puede ser a menudo muy justa (por eso se le llama también a veces un noble sentimiento; nunca, en cambio, se puede atribuir a nadie una noble arrogancia, porque ésta muestra siempre una falsa y exagerada estimación de sí propio); la conducta del orgulloso para con los demás es indiferente y fría.
 La ostentación es un orgullo que al mismo tiempo es vanidad. No es necesario que un ostentoso sea al mismo tiempo arrogante, esto es, se forme un concepto falso de sus cualidades, sino que puede acaso no estimarse más de lo que merece: su defecto es sólo tener un falso gusto en hacer valer este mérito exteriormente.
El pudor es un secreto de la naturaleza para poner barrera a una inclinación muy rebelde y que contando con la voz de la naturaleza parece conciliarse siempre con cualidades buenas morales, aun cuando incurra en excesos.
El fanatismo es una especie de temeridad piadosa, y lo ocasionan un cierto orgullo y una excesiva confianza en sí mismos para aproximarse a las naturalezas celestes y alzarse en un vuelo poderoso sobre el orden común y prescrito.

Fiel a su proverbial minuciosidad, Kant no puede prescindir de mostrarnos la, podríamos llamarla así, teratología del carácter, como cuando precisa que la inclinación a lo monstruoso origina el chiflado (Grillenfänger), en alemán, y no sé si nuestro grillado pudiera venir de aquí… o que el sentimiento de lo bello degenera cuando él falta por completo lo noble, y entonces se le denomina frívolo. Kant nos advierte de que en todo este asunto casi escolástico de la caracterología, muchos juicios caen dentro del ámbito de las emociones, esa caída brusca de la conciencia en lo mágico, al decir de Sartre, en su Bosquejo de una teoría de las emociones (librito muy recomendable y, en cierta manera, de parecido espíritu menor que el que nos ocupa), quien no se recata en recurrir a un concepto, lo “mágico”, que, en el autor de la Crítica de la razón dialéctica, suena también a vacaciones conceptuales.
De ahí que, para Kant,  la alteración del justo medio que tan a menudo se manifiesta en el ámbito del carácter, devenga, si es por exceso, en la extravagancia disparatada o, por otro nombre, en el romanticismo: cuando la sublimidad o la belleza rebasa el conocido término medio se la suele denominar romántica (romanich). Y de ahí, así mismo, que esté convencido de que el dominio de las pasiones en nombre de principios es sublime. Las mortificaciones, los votos y otras virtudes monacales son más bien cosas monstruosas.  Esa convicción está en el fundamento del análisis del carácter de las naciones, un concepción romántica en la que incurre alegremente nuestro autor, como veremos más adelante. Sírvanos ahora, para concluir este sucinto apartado dedicado a las perversiones del carácter, la descripción  que nos ofrece Kant de la perversión del carácter melancólico: En la degeneración de este carácter, la seriedad se inclina a la melancolía, la devoción al fanatismo, el celo por la libertad al entusiasmo. La ofensa y la in justicia encienden en él deseos de venganza. Es muy temible entonces. Desafía el peligro y desprecia la muerte. Falseado su sentimiento y no serenado por la razón, cae en lo extravagante: sugestiones, fantasías, ideas fijas. Si la inteligencia es aún más débil, incurre en lo monstruoso: sueños significativos, presentimientos, señales milagrosas. Está en peligro de convertirse en un fantástico o en un chiflado.
Kant levanta acta de un repertorio de caracteres, o a veces simples rasgos de carácter –entendiendo que la suma de ellos puede darnos un resultado distinto de lo que podríamos considerar rasgo dominante–, y lo hace un poco como a salto de mata, lo cual no deja de ser curioso en carácter tan metódico como el suyo, de quien es proverbial el riguroso cumplimiento de una planificación vital a la que fue fiel toda su vida; de hecho, el prisionero de Konigsberg, así podríamos llamarlo sin apartarnos de la verdad, no necesitó salir de su lugar de nacimiento y muerte para cambiar el rumbo de la filosofía occidental. Como el autor sabe que trata de un asunto que necesita pruebas inequívocas, nos dice que con algunos ejemplos voy a hacer algo más inteligible este extraño compendio de las debilidades humanas. Cuando nos hablaba del ingenio que se necesitaba para tratar de estos asuntos sin desbarrar, nos avisó de que aquel cuya conversación ni divierte ni conmueve es un fastidioso, y si además se esfuerza en conseguir ambas cosas resulta un insípido. Y concluye: cuando el insípido es, además, un envanecido, viene a parar en tonto. El afán de precisión de nuestro autor, tan proverbial como su vida metódica, no se queda satisfecho con lo expuesto y se ve impelido a autoponerse una nota a pie de página cuya pertinencia sigue teniendo vigencia, por eso la transcribo: Pronto se advierte que esta honrada sociedad está repartida en dos palcos: el de los chiflados y el de los fatuos. A un chiflado instruido se le llamada piadosamente un pedante. Cuando adopta un aire presuntuoso de sabiduría, como los necios antiguos y modernos, le sienta perfectamente la capa con cascabeles. La clase de los fatuos se encuentra principalmente en el gran mundo. Acaso es mejor que la priemra. Hay en ellos mucho que ganar y que reír. El tonillo zumbón del autor que se manifiesta en esta jocosa nota aparece igualmente en el resto del ensayo. Los caracteres, por tanto, han sido, desde Teofrasto, el reino propio de la sátira, y casi podríamos decir que sin ellos, sin la invitación a la ridiculización que parece formar parte de su naturaleza, hubiera resultado difícil concebir tal género.
Para Kant, que hace de la virtud el eje de sus reflexiones sobre el carácter, la verdadera virtud emana no tanto de unas reglas especulativas, cuanto de la conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho humano (…) el sentimiento de la belleza y la dignidad d la naturaleza humana, que es algo así como una especie de instinto auxiliar de la flojedad ética propia de la debilidad especulativa de la naturaleza humana. Ese criterio ha de guiarlo para ir analizando los caracteres generalmente admitidos, heredados de la tradición secular:
El melancólico es un temperamento que tiene principalmente sensibilidad para lo sublime.
El temperamento sanguíneo, que es volandero y dado a las diversiones. El de carácter sanguíneo tiene predominante sensibilidad para lo bello.
Aquel cuyo carácter es calificado de colérico tiene sensibilidad predominante para el género de lo sublime que se puede denominar magnífico. (…) El colérico considera su propio valor y el de sus cosas y actos según el prestigio o la apariencia de que se revistan a los ojos de los demás. (…) su conducta es artificiosa.(…) Recurre por tanto , con frecuencia, al fingimiento; en religión es hipócrita; en el trato, adulador; en política, versátil, según las circunstancias. Se complace en ser esclavo de los grandes para después ser tirano de los humildes.
Puesto que en el compuesto flemático no suelen aparecer ingredientes de lo sublime y de lo bello en un grado particularmente apreciable, cae esta carácter fuera del círculo de nuestro examen.
Más allá de los rasgos propios de los tipos clasificados tradicionalmente, Kant alerta sobre el fácil recurso que tenemos a nuestro alcance para, observando las reacciones de los individuos ante aspectos de la realidad no teñidos por la moralidad, detectar cuál puede ser la sensibilidad de los tales ante, como Kant las denomina, las cualidades superiores de su espíritu y aun las de su corazón: El que se fastidia oyendo una hermosa música hace sospechar mucho que las bellezas de la literatura por los encantos del amor no ejercerán poder sobre él. Hay un cierto espíritu de las pequeñeces (esprit des bagatelles) que muestra una especie de sensibilidad delicada, pero dirigida precisamente a lo contrario de lo sublime. Es el gustar de algo por ser muy artificioso y difícil; el gustar de todo lo que está ordenado de una manera minuciosa, aunque sea sin utilidad, por ejemplo, de libros primorosamente colocados en largas filas dentro de la estantería, y una cabeza vacía que los contempla, llena de satisfacción.
Kant divide su ensayo en cuatro partes bien definidas: I sobre los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello. II. Sobre las propiedades de la sublime y de lo bello en el hombre en general. III Sobre la diferencia entre lo sublime y lo bello en la relación recíproca de ambos sexos. IV. Sobre los caracteres nacionales en cuanto descansan en la diferente sensibilidad para lo sublime y lo bello. Pues bien, en el apartado III es donde posiblemente las intelectoras den algún respingo, sobre todo porque los juicios que Kant emite tendrán un valor determinante en el joven Otto Weininger y su teoría de la supremacía genética y moral del hombre sobre la mujer. A pesar de los elogios sinceros e interesados  con que abre la sección de dicada casi íntegramente al bello sexo: Tienen muy pronto un carácter juicioso, saben adoptar aire fino y son dueñas de sí mismas, y eso a una edad en que nuestra juventud masculina bien educada es todavía indómita, basta y torpe (…) prefieren lo bello a lo útil. (…) Son muy sensibles a la menor ofensa y sumamente finas para advertir la más ligera falta de atención y respeto hacia ellas. (…) El sexo masculino se afina con su trato. (…) El bello sexo tiene tanta inteligencia como el masculino, pero es una inteligencia bella; la nuestra ha de ser una inteligencia profunda, expresión de significado equivalente a lo sublime; no tarda en presentarnos un retrato de la mujer propio de la mente más retrógrada, lo que no deja de chocar, tratándose de un filósofo como Kant, como si él fuera el representante de la sociedad castradora en que vivía y asumiera esos valores represivos como los únicos posibles de ser pensados y llevados a la práctica. No lo exculpan, como es obvio, las invectivas que lanza contra los hombres, y la constatación de que sólo la frecuentación  de las mujeres es capaz de sacar lo mejor de ellos. Kant lleva a cabo una asignación de roles que parece responder a lo que hoy en día se conoce por el título de un libro de autoayuda que se hizo célebre: Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus,  de John Gray : En historia no se llenarán la cabeza con batallas ni en geografía con fortalezas: tan mal sienta en ellas el olor de la pólvora como en los hombres el del almizcle. La diferencia entre belleza y nobleza, como atributos de uno y otro sexo, le lleva a una concepción de la mujer de la que él ya intuye la injusticia que la anima: Nada de deber, nada de necesidad, nada de obligación. A la mujer es insoportable toda orden y toda construcción malhumorada. (…) Me parece difícil que el bello sexo sea capaz de principios, y espero no ofender con esto: también son extremadamente raros en el masculino. A continuación, Kant hace un repaso de lo que él considera han de ser rasgos de carácter predominantemente femeninos, como el pudor: Esta cualidad es principalmente propia del bello sexo, y le sienta muy bien. Debe considerarse como una grosera y despreciable inconveniencia sumir en confusión y desagrado la delicada honestidad del mismo con esas plebeyas bromas que se suelen llamar frases equívocas. Y añade, para sorpresa del lector indignado, una matización cuya franqueza, que luego desarrollará con mayor precisión, le despoja de la condición de filósofo mojigato y lo acerca a la verdadera dimensión de su fondo positivista: Pero en último término, la inclinación sexual es el fundamento de todos los demás encantos. (…) Toda esta seducción está, en el fondo, extendida sobre el instinto sexual. La naturaleza persigue su gran propósito, y todas las finuras añadidas, por mucho que de él parezcan desviarse, son sólo ornamentos, y al cabo toma su encanto justamente de ese mismo manantial. Un gusto rudo y sano, atenido siempre de cerca a este instinto, se preocupará poco en una mujer de los encantos del talle, del rostro, de los ojos, etc. (…) Aunque poco delicado, no ha de menospreciarse tampoco este gusto. Por él la mayor parte de los hombres observa el gran orden de la naturaleza de una manera sencilla y segura.  En ese vaivén entre lo natural y lo social, Kant aboga por que la mujer, sin descuidar la “apariencia bonita”, se preocupe de los “encantos morales”, porque allí donde se revelan, cautivan más. Todo, sin embargo, dentro del orden supremo de la moderación, porque querer sustituir totalmente los instintos nos hace caer de lleno en la máscara ridícula de la afectación, de la pretensión: La vanidad y las modas pueden acaso dar una falsa dirección a estos instintos naturales y convertir a muchos hombres en señoritos empalagosos y a muchas mujeres en pedantes o amazonas; pero la naturaleza procura siempre restablecer sus disposiciones.
Acaba Kant el capítulo con una reflexión sobre la vida conyugal, el éxito de la cual, tomen nota los cónyuges intelectores –que haberlos, haylos…– que por este Diario se paseen…, consiste en lo siguiente: En la vida conyugal, la pareja unida debe constituir como una sola persona moral, regida y animada por la inteligencia del hombre y el gusto de la mujer.(…) Cuando se llega a alegar el derecho de quien manda, las cosas están perdidas; esta unión, que solo debe estar fundada en la simpatía mutua, queda destruida no bien el deber principia a hacerse oír. Las pretensiones de la mujer en este tono duro son extremadamente odiosas, y las del hombre, innobles y despreciables en sumo grado.
Para acabar este breve ensayo sobre lo bello y lo sublime aplicado a los caracteres humanos, Kant se lía la manta a la cabeza y, reconociendo en la primera nota a pie de página la injusticia de ciertos juicios, acaso escasamente fundados, se lanza a una descripción de caracteres nacionales muy del gusto del romanticismo, que es donde nace la ideología del alma popular, la volkgeist, de tan perniciosos efectos para el continente europeo. Esos caracteres van unidos, al decir de Kant, a las tendencias morales, y de ahí sale que el español sea serio, callado y veraz. Pocos comerciantes hay en el mundo más honrados que los españoles. [Y eso que a buen seguro no faltarían en aquella época nuestros  Bárcenas, Millet, Matas y Condes…] Tiene un alma orgullosa y siente más los actos grandes que los bellos. Por su parte, el francés gusta de ser ingenioso y sacrificará sin remordimiento algo de la verdad a una ocurrencia, lo que nos habla, sin duda, de ese esprit que sería el equivalente del wit inglés y de nuestra agudeza. Kant captó perfectamente que el francés  gusta de la audacia de sus expresiones; pero para alcanzar la verdad no hay que ser audaz, sino precavido. En cuanto al inglés, se manifiesta ambivalente: El inglés es  glacial siempre cuando uno comienza a tratarle, y se muestra indiferente con un extraño; en cambio, una vez hecho amigo, está dispuesto a prestar grandes servicios. Y no podía faltar en este retrato caracterológico la visión que comparten todos los continentales: Se convierte fácilmente en un excéntrico no por vanidad, sino por preocuparse poco de los otros y porque no contraría fácilmente su gusto por amabilidad o imitación. Para Kant, su compatriota, el alemán, se pregunta mucho más que los precedentes acerca de lo que puedan pensar de él los demás., y si hay algo  en su carácter que pueda excitarle a desear una mejora importante es esta debilidad, por la cual no se atreve a ser original, aun cuando tiene todas las condiciones para ello.

Le ahorro a mis queridos intelectores el incomprensible y deleznable broche de acendrado racismo con que Kant despacha a los pueblos negros, hirientes anécdotas incluidas, y no por respeto a su venerable figura, sino por el que los primeros me merecen. Aunque ello explique, y avale hasta cierto punto, las aberraciones ideológicas y filosóficas que vendrán después, porque Weininger, por ejemplo, aclama a Kant como filósofo-guía. Y ya se sabe de Hitler que admiraba solamente a un judío: Weininger.

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