El Satiricón: El gran banquete mágico del realismo. (Edición de Carmen Codoñer y traducción de Lisardo Rubio Fernández)
Pertenece el Satiricón de Petronio a esos libros
extraños, ajenos al canon, heterodoxos y, sobre todo, frutos de espíritus
libres y plumas libérrimas. Si además
nos llega desde la Antigüedad incompleto, en fragmentos que impiden una
reconstrucción fidedigna de cómo pudo ser el original, se entiende el
multiplicado interés que ha despertado en lectores de todas las épocas
posteriores, porque, a juzgar por los restos, la totalidad de la obra debió de
ser una maravilla, una suerte de crónica de la cotidianeidad que no dejaba
parcela del vivir sin tratar, crudamente además, como nos lo muestran
maravillosos fragmentos que tenemos la oportunidad de leer con sorprendida
admiración, como veremos más adelante.
La literatura está llena
de libros inclasificables que se apartan de los géneros establecidos y que
representan una suerte de contraliteratura que, al modo de la contracultura
beatnik de los años 50 del siglo pasado -¡tan felizmente analizada por Theodore
Roszak en un prodigioso ensayo, lleno de luminosos insights y desde el que se popularizó el concepto de contracultura,
precisamente!–, pone en tela de juicio lo establecido y busca nuevos modos de
expresión. Se trata, en definitiva, de libros con un fuerte espíritu
transgresor, como lo tuvieron, en su momento, el Libro de Buen Amor, La
Celestina, La Lozana Andaluza y tantos otros. De Petronio, que parece un
antepasado directo del Jep Gambardella de La
gran belleza –extraordinaria película que recomiendo fervorosamente a los
amantes del buen cine, el único digno de ser visto–, ni siquiera existe una
biografía indiscutible, si bien tiende a identificársele con el Petronio que
aparece en los Anales de Tácito y del que Joseph Scaliger –como nos recuerda
Carmen Codoñer en su documentado prólogo a la obra– dijo que como procónsul de Bitinia y luego como
cónsul se reveló hombre de carácter y a la altura de sus obligaciones, a
pesar de la fama de hombre refinado y vividor de que gozaba en su tiempo, más
dado a los placeres del cuerpo que a ejercer esas obligaciones propias de su
clase social.
Lo que es seguro es la
condición de auténtica novela del texto de Petronio, un género no excesivamente
cultivado en la cultura latina y cuyo máximo ejemplo es El asno de oro, de Apuleyo, que me pareció, hace unos 10 años, la
novela más moderna que había leído hasta entonces, después del Tristram Shandy de Sterne, que siempre
se ha llevado la palma, la palmera y los dátiles de mi admiración, una novela
que sólo volveré a leer cuando, pasados los 100 no me importe volver a fumar en
pipa para poder “ponerme en situación”, en la situación que exige el contexto
de la trama…
En la medida en que fue
novela, ha de señalarse que la libertad de composición de la misma es tan poderosa
que, al hilo de las aventuras de Encolpio y su jovencísimo amante Gitón, cuya
fidelidad tanto le cuesta retener, que les llevan a verse envueltos en las más variadas
situaciones, Petronio nos ofrece no sólo un retrato de ciertas costumbres
populares, sino también una ética, una filosofía de la vida y un repaso de
algunos aspectos culturales controvertidos, como el papel de la retórica en sus
días. Es evidente, sin embargo, que el fuerte contenido erótico de muchas de
las escenas que se han conservado marca al libro como un ejemplo de la variada,
intensa y extensa vida erótica romana.
Lo más famoso del libro de
Petronio, que ha quedado como documento de las famosas “bacanales”, es el capítulo llamado La cena de Trimalción, un auténtico tour de forcé gastronómico que
nos trae a la memoria La grande bouffe,
de Ferreri o El festín de Babette, de
Axel, puesto que la recreación del mismo está planteada casi desde un punto de vista documental, a
juzgar por la minuciosa descripción de cada uno de los innumerables platos que
les son servidos a los asistentes, con una ornamentación barroca, llena de
simbolismos, como en este caso: Era una bandeja circular y tenía
representados a su alrededor los doce signos del zodíaco; sobre cada uno de
ellos, el artista había colocado el especial y adecuado manjar: sobre Aries,
garbanzos, cuya forma recuerda la testuz del borrego; sobre Tauro, carne de ternera;
sobre Gémini, testículos y riñones; sobre Cáncer, una diadema [nuestro pejesapo]; sobre el León, un higo chumbo; sobre
Virgo, la ubre de una cerda que no había criado; sobre la Libra, una balanza
que de un lado tenía una torta y del otro una tarta; sobre Escorpión, un
pescadito de mar; sobre Sagitario, una liebre; sobre Capricornio, una langosta;
sobre Acuario, una oca; sobre Piscis, dos barbos. Fíjese el lector que el
texto no nos habla del “cocinero”, sino del “artista”, lo cual es prueba
evidente del sutil refinamiento gastronómico al que se llegó en aquella época.
No obstante lo anterior, Petronio no ignora ciertos usos adecuados de los
alimentos, como el consumo del trigo integral con su poderosa acción laxante: Pan casero de harina integral, que, para mí,
es mejor que el blanco; pues me da vigor y, cuando ha de hacer cierta cosa muy
personal, la hago sin lágrimas. Zodiaco, por cierto, antes de que
abandonemos este capítulo, y ya que estamos en ello, al que recurre Petronio
para hacer una clasificación de los oficios tan anecdótica como curiosa de
leer: Aries (…) bajo este signo nacen la
mayoría de los pedantes y peleones. (…) En Gémini (…) los que comen a dos
carrillos. (…) Bajo el signo del León nacen los zampones y los mandones. Virgo
es el signo de las mujeres, de los esclavos fugitivos y de los que arrastran
grilletes. La Balanza, el de los carniceros, de los perfumistas y de cuantos
venden a peso. El Escorpión, el de los envenenadores y asesinos. Sagitario, el
de los bizcos, que echan el ojo a las legumbres pero cogen el tocino.
Capricornio el de los desgraciados, a quienes les salen cuernos de tanto
sufrir. Acuario, el de los cantineros y los alcornoques. Piscis, el de los
cocineros y retóricos.
Como la narración se articula,
básicamente, en torno a los sucesos galantes de un par de personajes que entran
y salen, por decirlo así, en constantes situaciones comprometidas, la presencia
de todo lo referente a las costumbres sexuales de aquella época llamará
poderosamente, sin duda, la atención del lector, puesto que gracias a ese
inventario de usos y recursos, expuestos con una llaneza desenfadada que aun
hoy le parecería atrevidísima a públicos tan puritanos como el anglosajón -¡y
no digamos el del mundo árabe!-, podemos levantar acta de un modo de vivir el
erotismo en el que la naturalidad es la nota dominante. Son variadísimas las
situaciones y las costumbres que aparecen en la obra, desde una confesión como
ésta: Para que me saliera antes la barba,
me frotaba los labios con el hollín de la lámpara. No obstante, hice durante
catorce años las delicias de mi amo: no hay nada de vergonzoso en dar gusto al
amo. Por otra parte, daba satisfacción también a la señora. Ya sabéis lo que
quiero decir. Me callo, pues no soy de esos vanidosos…, hasta la
constatación de una “tendencia” erótica de las clases altas que tiene, como se
advertirá, raíces lejanas: Hay mujeres
que vibran por la crápula y no se apasionan sino al ver esclavos u ordenanzas
con la túnica arremangada. Algunas se enamoran de un gladiador o de un mulero
todo polvoriento, o de un histrión que se exhibe en el escenario. Mi señora
pertenece a esa categoría: de la orquesta, salta por encima de las catorce
graderías siguientes y va a las últimas filas de la plebe en busca de su amor. En
oportuna nota textual se nos informa de que la ley Roscia (67 a.C.) reservaba
la orquesta a los senadores y las catorce filas siguientes a los caballeros.
Detrás venía la plebe. En lo que yo quiero hacer hincapié, sin embargo, es en
una suerte de breve diálogo que se anticipa algunos años… al Marquis, de Topor y Chonneux, y en el
que el personaje se dirige a su pene en estos términos:
“Sólo me quedaba, pues, un recurso
para salvar mi honor: el de fingir una indisposición. Me hundí, pues, en la
cama y concentré todo el fuego de mi rabia contra la causa de todas mis
desgracias:
Tres veces eché mano a la terrible segur de doble filo,
tres veces me sentí de pronto más lacio que el tallo de una col y me asustó el
hierro inservible en mi mano temblorosa. Ya no estaba a mi alcance lo que
momentos antes ansiaba ejecutar. Pues el miedo, más frío que el hielo invernal,
había llevado al culpable a refugiarse en mis entrañas arropado en mil
repliegues. Imposible, pues, descubrirle la cabeza para el suplicio. Burlado
así por el susto mortal del maldito delincuente, hube de acudir a las palabras
que más podían herirle.
Incorporado, pues, sobre
mi codo, lancé contra el terco recalcitrante una invectiva como ésta: “Qué me
dices, oprobio de los dioses y los hombres? Pues ni es lícito pronunciar tu
nombre entre las cosas serias. ¿Merecía de ti este trato? ¿Merecía que después
de verme ya en el cielo, me precipitaras en el infierno?, ¿Qué traicionaras mis
años en la primera flor de la pujanza y cargaras sobre mí el agotamiento de la
más avanzada decrepitud? Un favor te pido: extiéndeme mi certificado de
defunción”
Cuando mi cólera se hubo
explayado en estos términos,
Mi inculpado me daba la espalda con los ojos fijos en el
suelo, más impasible a mis palabras que el flexible sauce o el flácido tallo de
la amapola.
Sin embargo, concluida ya
mi innoble amonestación, empecé a lamentar mis palabras y a sentirme interiormente
avergonzado, ya que, olvidando mi propia dignidad, había dirigido la palabra a
aquella parte de mi cuerpo que las personas de cierto decoro hasta pretenden
ignorar”. Petronio es muy consciente de estar transgrediendo un tácito acuerdo
de silenciar, en la literatura, la expresión de la sexualidad, por eso no puede
por menos de reivindicar su obra dentro de ella: ¿Por qué, Catones, me miráis con el ceño fruncido y condenáis mi obra
de una franqueza sin precedentes? Aquí sonríe, sin mezcla de tristeza, la
gracia de un estilo limpio, y mi lengua describe sin rodeos el diario vivir de
la gente. Pues, ¿quién ignora el amor y las alegrías de Venus? ¿Quién prohíbe a
nuestros sentidos inflamarse al calor de la cama? Hasta el sabio Epicuro, es
decir, el padre de la verdad, lo ha recomendado positivamente en su doctrina y
ha dicho que la vida no tenía otra finalidad.
Más allá, sin embargo, de
esos dos aspectos capitales de la obra, El
Satiricón incluye también abundantes
reflexiones de índole ética, política y estética que nos revelan la existencia
de un sólido autor, Petronio, que leía a la perfección un estado social de las
cosas que llevaba en su seno la decadencia que no tardaría en manifestarse y
que le llevaría al colapso y la desaparición. Son frecuentes en la novela
reflexiones y expansiones sinceras del ánimo del autor, como ésta de carácter
existencial: Andamos por el mundo como
los globos hinchados. Somos menos que las moscas; ellas, al menos, tienen
cierto poder; pero nosotros no somos más que burbujas. Esta otra, de
carácter social: Estáis charlando de lo que nada importa al cielo ni a la tierra y,
entretanto, nadie se preocupa de lo que escuece la carestía de la vida. Ésta,
de naturaleza pedagógica y de tanta actualidad en los nefastos tiempos de ni-nis que vivimos: La cultura es un tesoro, un talento nunca se muere de hambre.
Finalmente, como no podía ser de otra manera, el talante
conceptual de Petronio, su gusto por la agudeza, halla magnífico cauce en el
acogedor género de la aforística, practicado en la educación romana desde la
primera escuela; de ahí los muchos ejemplos que nos regala el texto y del que
selecciono los siguientes:
Uno va
lejos cuando huye de los suyos.
Nunca se
acierta cuando uno se fía demasiado pronto.
No hay que poner demasiada confianza en
los propios proyectos, pues también la Fortuna tiene sus designios.
Valen más ingles que ingenio.
La
audacia que nada tiene, nada teme.
Dejo para el postfinal la mención de un cuento intercalado,
probablemente de ajena inspiración, de tema licántropo, porque el autor recoge
materiales ajenos que añade a su narración con total libertad, que puede ser,
hasta donde mis lecturas llegan, una de las primeras historias de hombres-lobo.
El cuento aparece completo y tiene un vigor narrativo de primer orden, como lo
tuvo y tiene, cinematográfico, muchos años después, El bosque del lobo, de Olea.
Jep Gambardella
ResponderEliminarEl descubrimiento más grande que hice cuando cumplí 65 años fue aprender a decir no, cuando quería decir no... Nunca más perdí el tiempo en atender cosas que me disgustaban...
Son buenas las congas que hacemos en nuestras fiestas, son geniales... Son buenas porque no van a ninguna parte, como nosotros mismos... Mira esa gente, mira esa fauna... Pues esa es mi vida..., nada... Ese soy yo: nada... Flaubert quiso hacer una novela sobre la Nada y no lo consiguió...¿ Lo conseguiré yo?
... Todo está resguardado tras la frivolidad y el ruido. El silencio, el sentimiento, la emoción y el miedo..., los demacrados e inconstantes destellos de belleza..., la decadencia, la desgracia y el hombre miserable.
Fragmento de La Gran Belleza:
https://www.youtube.com/watch?v=IiJgy6Xst7I&list=PL8z4DWuQPcJeEAfruLqOGEtfPdhcz49oc&index=6
No quiero pasar por las estancias sin dejar mi huella.