Asociar Hegel y Estética puede
inclinar al lector a pensar que va a abrir poco menos que un ladrillo que se le
va a atragantar en el primer capítulo:
La concepción objetiva del arte. A poco, sin embargo, que haya iniciado
la senda *raciocinante del autor, el lector se irá dando cuenta de que ha
emprendido un camino absolutamente urbanizado, lleno de ayudas para transitarlo
con toda comodidad, e incluso, en algún tramo que aparentemente pudiera parecer
difícil, el autor le ha instalado una práctica escalera mecánica que le ahorra
los pesares de las articulaciones.
Esta obra, en su segunda lectura a cuarenta años de distancia
de la primera, me parece hoy, que no entonces, una obra que deberían leer todos
los bachilleres para adquirir un método de razonamiento cuya aplicación les
permitiera desbrozar cualquier aparente, o real, aridez de las materias que
hayan de cursar en la universidad. Hegel ejemplifica el método siguiendo los
pasos sin saltarse ni uno, y asegurándose de que el lector continúa junto a él,
confiado en que no le hará trastabillar. Al principio establece la diferencia
entre lo bello artístico y lo bello natural, dándole preeminencia a lo primero
por ser hijo del espíritu, y como solo lo espiritual es verdadero, el autor
llega a la conclusión de que lo bello natural es, pues, un reflejo del
espíritu. A partir de estas dos definiciones tan sencillas, Hegel ira
atendiendo al desarrollo de la disciplina estética sin dejar ningún eslabón de
la cadena de sus razonamientos sin explicar, sin justificar.
La lectura de un libro con este lapso de distancia me ha
supuesto una aventura anecdótica: contrastar los subrayados de hoy con los del
ayer, una suerte de evaluación cicatera que ha buscado sacarme los colores,
bien sea por la ignorancia, bien por la ingenuidad, bien por la petulancia
exhibida en ellos. Con una desconsideración zarrapastrosa, además, he
comprobado, ¡para mi horror!, que el libro estaba subrayado con bolígrafo, lo
que convertía esa lectura en algo indeleble, expuesta de por vida a la hiriente
burla ajena. Para mi alivio he de consignar aquí que el impulso dialéctico me
llevaba a subrayar como importante lo ya subrayado entonces, y lo he vuelto a
hacer, ahora con lápiz, para marcar bien las coincidencias y las divergencias
entre la veintena y la sesentena de quien esto escribe.
Un ejemplo me ahorrará elogios y descripciones, para que el
lector se percate del valor metodológico que tiene el libro: La primera
pregunta que nos planteamos es la siguiente: ¿Por dónde vamos a comenzar para
abordar nuestra ciencia? ¿Qué es lo que nos va a servir de introducción en
semejante filosofía de lo bello? (…) Sea cual fuere el objeto de una ciencia y
sea cual fuere la ciencia en sí misma, dos puntos deben atraer nuestra
atención: en primer lugar, el hecho de que tal objeto existe, y en segundo
lugar, el hecho de saber lo que es. Como se aprecia, Hegel no retrocede ni
siquiera ante lo obvio para poder establecer los fundamentos precisos y sólidos
de su aventura reflexiva, filosófica, y ése es el valioso ejemplo que puede
deparar a los jóvenes (y también a los viejos, claro), tan propensos a evitar
los pasos intermedios, las transiciones, por aburrido que sea establecerlas con
nitidez y coherencia. Como dice Hegel: En filosofía nada se debe aceptar que no
posea el carácter de necesidad, lo que quiere decir que todo debe tener el
valor de un resultado.
Prosigue el filósofo sumando objeciones a cada afirmación –En
primer lugar, ocupémonos de estas primeras objeciones es una de las frases
clave de su método–, de forma que pueda establecerse con claridad el valor de
cada afirmación y sea un paso sólido en el que apoyarse para dar el próximo. El
sendero filosófico de la Estética está lleno de afirmaciones, de tesis, que
Hegel defiende de todos los reparos imaginables e inimaginables que se le
ocurren. Después de establecer el carácter espiritual de la belleza, sostiene
Hegel que gracias al arte podemos liberarnos del reino agitado, obscuro,
crepuscular de los pensamientos, para recobrar nuestra libertad y elevarnos hacia
el sereno reino de las apariencias amistosas. El divorcio, pues, entre
pensamiento y deleite estético es piedra angular de su edificio teórico. La
diferencia entre la razón y la imaginación, entre lo natural y lo artificial,
entre lo necesario y lo gratuito, entre lo científico y lo estético es lo que
condiciona la enorme dificultad que supone elaborar una teoría de lo bello y
del arte en general: en la mente en general, pero sobre todo en la imaginación,
contrariamente a lo que pasa en la Naturaleza, lo arbitrario y lo anárquico son
los que reinan de una forma absoluta, lo cual hace a los productos de la
imaginación, es decir del arte, completamente impropios para el estudio
científico.
Por si no había quedado claro con lo dicho hasta aquí, a
nadie se le oculta ya que el método hegeliano es el método científico,
difícilmente aplicable a un objeto tan sospechoso como la belleza artística
que, al decir del filósofo, se dirige a los sentidos, a las sensación, a la
intuición, a la imaginación…, es decir, a todo lo que se aparta del campo de la
razón y cae del lado de la emoción, esa fuerza oscura que ya Sartre definió
como una brusca caída de la conciencia en lo mágico. Todo esto choca con la
convicción de Hegel de ser el pensamiento la naturaleza intima y esencial del
espíritu. La obra artística, así pues, según el filósofo, vendría a ser una
manifestación alienada del espíritu: obra de éste, en efecto, pero en la forma
estética que se dirige a la imaginación, la sensibilidad y los sentidos, de ahí
que el espíritu, ante la obra de arte, se afane en querer comprenderla desde su
razón constituyente, para reintegrarla, comprendida, a la totalidad del
espíritu.
Como no podía ser de otra manera, en tanto que manifestación
del todopoderoso espíritu que somos, el arte, como el pensamiento, ha de tener
un mismo objetivo: la consecución de la verdad, y a ese objetivo se subordina
la apariencia sensible de la obra artística, por eso defiende Hegel que el
espíritu puede reconocerse a sí mismo en el arte, pero no en la Naturaleza, un
auténtico medio extraño, e incluso hostil, y por eso renuncia a la vieja teoría
aristotélica de la imitación para explicar el fenómeno artístico: Al querer
rivalizar con la Naturaleza por la imitación, el arte permanecerá siempre por
debajo de la Naturaleza y podrá ser comparado a un gusano que hace esfuerzos
por igualar a un elefante. El objetivo esencial del arte –al margen del
imperativo axiológico– consiste, así pues, para Hegel, en hacer accesible a la
intuición lo que existe en el espíritu humano, la verdad que el hombre abriga
en su espíritu, lo que conmueve el pecho humano y agita el espíritu humano.
Esto es lo que el arte debe representar, y lo hace por medio de la apariencia,
que, como tal, nos es indiferente, desde el instante en que sirve para
despertar en nosotros el sentimiento y la conciencia de algo superior.
El carácter civilizador del arte le parece a Hegel uno de los
grandes fines de la actividad que tanto puede elevarnos a la altura de lo que
es noble, sublime y verdadero, como hundirnos en la sensualidad más grande, en
las pasiones más bajas, ahogarnos en una atmósfera de voluptuosidad y dejarnos
desamparados, aplastados por el juego de una imaginación desencadenada que
actúa sin freno. El arte, desde esta perspectiva moralizadora que se manifiesta
en la dicotomía, tendría principalmente como objetivo la lenificación de la
barbarie en general. Con todo, ha de constatarse que el arte moderno, al menos
desde los dos últimos siglos, más ha seguido ese camino del hundimiento que el del
alzamiento, para inevitable escándalo de un Hegel redivivo, porque ahora la
norma es la satisfacción inmediata de los deseos (y de los instintos) y no su
embridamiento espiritual. Para Hegel es indiscutible la función moralizadora
del arte, y un imperativo ético la lucha contra las pasiones desbocadas
(excúsese la redundancia). Todo ello redunda, en última instancia, en una
afirmación del espíritu y de su victoria sobre lo natural, único fin de aquél.
Hegel, plenamente romántico, defiende el origen inconsciente
de la creación artística, pues cualquier intervención de la conciencia es
susceptible de alterar la actividad artística, de perjudicar la perfección de
las obras. La obra nace de la inspiración del genio, pero éste, a pesar de los
pesares, debe poseer –nos dice Hegel– un pensamiento disciplinado y cultivado y
una práctica más o menos larga. Y esto porque la obra de arte presenta un lado
puramente técnico que sólo consigue dominarse con la práctica. Esa dedicación
es un requisito indispensable para que la inspiración halle idóneo acomodo.
El arte tiene una dimensión ontológica evidente. Para Hegel
la obra de arte es un medio gracias al cual el hombre exterioriza lo que es.
Ese ser, además, desea apartarse cuanto le sea posible de su condición
estrictamente natural, quiere alejarse de los límites de su condición biológica
para intentar exteriorizar la conciencia que tiene de sí mismo, lo cual deviene
una necesidad que se deriva de su índole racional. De hecho, la construcción
del ser pasa inevitablemente por formarnos un sentido de lo bello, lo llama
Hegel, que en modo alguno forma parte de nuestra condición humana, antes bien
al contrario: se trataría de un sentido que tiene necesidad de ser formado y
que, una vez formado, se convertiría en lo que se llama el gusto. Tener gusto,
es, pues, tener el sentimiento, el sentido de lo bello.
Ahora bien, Hegel distingue enseguida entre el gusto, que se
limita a una contemplación puramente exterior de la obra de arte, y el
conocimiento que implica una reflexión acerca de la misma obra. En el fondo,
está convencido de que el espíritu determina la creación de la obra de arte
para buscarse a sí mismo en las obras cuya creación impulsa, porque, según
afirma Hegel: la productividad artística
exige la indivisión de lo espiritual y lo sensible. De los productos de esa
actividad decimos que son creaciones de la fantasía. En ellos se manifiestan el
espíritu, lo racional y la espiritualidad, que hacen su contenido consciente
con la ayuda de elementos sensibles. La famosa dicotomía fondo y forma
desaparece en la concepción artística que nos ofrece Hegel en su Estética. Por
un lado, pues, discurre lo que él llama la imaginación ordinaria y, por otro,
la imaginación creadora de arte o fantasía que capta y engendra representaciones
y formas con las que da una expresión figurada, sensible y precisa a los
intereses humanos más profundos y más generales. Nuestra posición frente a la
obra artística, así pues, se caracteriza por la atención que le prestamos
inicialmente al objeto que percibimos por los sentidos para, posteriormente,
preguntarnos sobre el significado y el contenido de dicha obra. Somos nosotros,
pues, quienes le atribuimos una alma que su exterior nos deja adivinar, puesto
que, conforme a lo ya establecido con anterioridad, el objetivo final del arte
solo puede ser el de revelar la verdad, el de representar de una forma concreta
y figurada lo que se agita en el alma humana. Ello se produce, en cualquier
caso, en una especie de conciliación de los contrarios, esto es, la materialidad
existencial de la obra y su inmanente significación espiritual.
Como culminación del método riguroso que sigue, Hegel dedica la última parte del libro al
análisis de la teoría kantiana de lo bello para, a continuación, desmenuzar las
teorías románticas de Schiller, Goethe y Schelling con la tensión entre el
ideal y la concreción real, entre la exploración de las profundidades íntimas
del espíritu, de Schiller, y el estudio del lado natural del arte, de la
naturaleza exterior, de Goethe. Lo bello, en última instancia, será la fusión
de ambas dimensiones. Termina su exploración de la estética romántica con el
examen de la teoría del yo de Fitche, solipsismo puro y duro, y la creación
romántica de la ironía concebida por Schelegel: la concentración del yo en el
yo, por la cual todos los lazos están rotos y sólo se puede vivir en la
felicidad que produce el goce de sí mismo. (…) Otra expresión de la negatividad
irónica consiste en la afirmación de la vanidad de lo concreto, de la moral, de
todo lo que es rico en contenido, de la nulidad de todo lo que es objetivo y
posee un valor inmanente. Si bien, al decir de Hegel, el sujeto cae entonces en
una especie de tristeza lánguida (una hermosa alma muriendo de hastío), de la
que se encuentran síntomas en la filosofía de Fitche. Esta personalidad irónica
es el fundamento, según Hegel, de la individualidad genial, y le parece lo
propio de ella que se afane en la autodestrucción de todo lo que es noble,
grande y perfecto, de forma que, incluso en sus producciones objetivas, el arte
irónico se encuentra reducido a la representación de la subjetividad absoluta.
A partir de tal constatación, Hegel deriva su indagación
hacia la elucidación de la genialidad y su fundamento irónico-disolvente.
Acabada ésta, nos dice, tras un recorrido de 116 páginas, que, después de todos
los preliminares que se acaban de leer, ha llegado el momento de abordar
nuestro estudio, el del tema propiamente dicho… Y aquí es cuando el lector que
hasta entonces había discurrido sobre un perfecto engranaje filosófico comienza
a perder pie lentamente a medida que es abducido por un razonamiento que identifica Espíritu y
Dios, y de cuya oscuridad da fe, es elocuente testimonio, el siguiente ejemplo:
Es Dios, es el ideal lo que constituye el centro. Dios, al desarrollarse, se
convierte en el mundo. Hecho esto, se desdoble. Por un lado, Dios es la
naturaleza inorgánica, la objetividad de donde el espíritu está ausente, por
otro, es la objetividad subjetiva, divinidad como reflejo de sí mismo; o, incluso,
es objetividad abstracta y extraña al espíritu, por una parte, subjetividad
concreta, subjetividad que sólo existe en sí, espiritualidad particularizada,
divinidad subjetiva por otra.
Y he reconocer que al llegar al por otra que clausura el
párrafo, me derrumbé cuan corto soy, preso de un ataque de vergüenza
descomunal. Mientras duraron los preliminares no niego que, con alguna
dificultad, todo lo iba más o menos entendiendo, pero en cuanto llegué a las
escasas 31 páginas últimas, me desmoroné y cerré el volumen con la certeza de
no tener ninguna sobre cuál sea el verdadero fundamento de la Estética de Hegel
más allá de la consoladora definición que extraje de ese trayecto final
encumbrado: Una obra de arte es tanto más perfecta cuanto más su contenido y su
idea corresponden a una verdad más profunda. Con cautela de intelector avanzo
que esa verdad más profunda tiene que ver con la ratio última del edificio
hegeliano: el espíritu constituye la infinita subjetividad de la idea que, en
tanto que interioridad absoluta, no sabría expresarse libremente, desarrollarse
completamente en la prisión corporal en donde se encuentra encerrada. La idea
sólo existe, según su verdad, en el espíritu, por el espíritu y para el
espíritu.
Ha dicho.
Un atardecer magnífico se presenta a ojos de toda criatura que los tenga, pero sólo la razonadora, y además sensible, podrá apreciar la belleza del momento ya que la belleza no se puede apreciar si antes no puede ser pensada, analizada, comparada y razonada.
ResponderEliminarGran aporte.
Gracias