Un joven poeta se acerca a Horacio
Con atrevimiento de
indocto e iletrado, el joven poeta abre, también con emoción, y no sin cierta
solemnidad el volumen de las Odas y Épodos de Horacio. [Edición bilingüe de
Manuel Fernández Galiano y Vicente Cristóbal. CATEDRA. Letra Universales]. Son
palabras mayores, le dicta la tradición, y ese es el horizonte de su ambición.
Es tan intensa su ansiedad
que ni siquiera se detendrá en la Introducción académica, donde quizás le
sirviera de consuelo saber que Horacio fue un poeta incomprendido y desdeñado
en sus días, si bien él siempre supo que su nombre acabaría inscrito en los muy
a menudo sorprendentes anales de la posteridad.
No le anima al joven poeta
ningún insensato propósito comparativo, porque entiende que entre los modos de
decir y de sentir de entonces y de hoy se abre el abismo que le permitirá, si
se diera, mitigar el desengaño o, como espera, celebrar el hallazgo del en
exceso postergado conocimiento.
¿Qué busca, así pues, en
el renombrado poeta romano, en el peso pesado de aquellas letras de las que
extrajo Luis de León la dulce veta sonora de su austeridad? Lo primero, cubrir
una de las cien mil lagunas bajo cuyas aguas trata, en vano inundado, de
disimular su precaria formación. Lo segundo, acarrear versos de relumbrón con
que vestir el santo desnudo de su devoción poética: ninguna cita más llena de
sol que la del clásico, sea el recóndito o el ofrecido en peana a la admiración
diacrónica de los sectarios de la lectura. Lo tercero, recibir el estímulo de
la voz canónica para su nuevo impulso poético, para el poemario futuro cuya
clasicidad combatirá el prosaico aliento del son sincrónico de la experiencia en que se ha
asfixiado hasta hoy mismo, como en un sueño inclemente entre los cuadros de
Hopper.
Con la lectura de Horacio
pretende apartarse del desaliento y de la envenenada maldición del silencio, de
la sequedad espiritual en que lo dejó la pérdida del aliento poético. Un mal
día la página en blanco perdió su condición de sendero y allí, frente a ella,
quedó el joven poeta, sorprendido entre interrogantes y con las exclamaciones
abatidas a sus pies, cansadas de ser puertas batientes de la nada.
No se puede querer ser
poeta. Y más disparatado aún es creer que hay un canon de obligada lectura para
el aspirante, para el anhelante. No existe, por otro lado, la vana ficción del
poeta intonso; ni las imágenes o metáforas surgen ex nihilo. Es secreta alquimia, sin duda, la que, como la benéfica atutia
de los hornos de cerámica, deja en el poeta el poso de lo vivido, de lo leído:
¡hipóstasis perfecta!, que es, al cabo, su voz de paso. Es el poeta el primer
sorprendido de sí, y el más ineficaz hermeneuta de sí mismo.
El joven poeta no ignora
que las leyes poéticas latinas, con la cantidad como piedra ancilar de su construcción,
son una exigencia que se aparta, como las galaxias del big bang, de su limitado versolibrismo. Homero se ajusta a la tejné como un acreditado artesano,
mientras que el joven poeta siempre ha considerado el laberinto acentual de los
versos como una coraza reichiana. Está deseando comprobar si la estrecha cárcel
compositiva del romano libera más poesía que la espaciosísima libertad poética
total de Vicente Aleixandre, por ejemplo. Ese, si acaso, es el único reto que
anima su morosa lectura, su rito devoto, porque se reconoce feligrés de la
religión poética en cuyo altar se representa la siempre nueva ceremonia de la
pasión.
El joven poeta se adentra
en la voz horaciana y lo primero que le sorprende es el uso constante y cansino
de la adjetivación, posterior y anterior: eras
líbicas, fortuna atálica, ponto mirtoo, bajel ciprio, olas icarias, lira
lesboa, augur Apolo, riente Ericina, sabina ánfora, férvido piélago, cruda
Prosérpina, sículas vacadas, afra purpura, veraz Parca, pingüe Frigia, caleno
podón, verde lagarto, negras cuitas, pérfido enemigo, pingüe Forento, hoz
bantina, ígneas sedes, ardua pobreza, áspero león, profano vulgo, espontáneo
bálago, ciegos azares…, una nutrida lista en la que no le costaría
reconocer la copia que de él hicieron no pocos clásicos –al menos los pocos que
él ha leído- y que tanto distancian esa voz pomposa y solemne de la naturalidad
de dicción que él ha buscado siempre para su propia poesía, la misma que
iniciara la dulzura del Garcilaso de verme
morir entre memorias triste o del echado
está por tierra el fundamento/que mi vivir cansado sostenía.
Entiende el joven poeta
que hay en ese proceso adjetivador un eco del argumento de autoridad, y la
imitación forzosa de Homero: aquello que ha sancionado la tradición opera como
el certificado de denominación de origen. Las innovaciones, de haberlas, dentro
de un orden. Así parece actuar Horacio.
Le sorprende a nuestro
poeta el retorcimiento sintáctico al que tan inclinado es el poeta romano, una
construcción sintáctica en la que halla eco de los intestinales hipérbatos
gongorinos, aunque le parece incongruente, a primera lectura, relacionar a
Horacio con Góngora como si uno aspirara a la luz y el otro a las tópicas
sombras luciferinas que durante tanto tiempo lo condenaron al ostracismo por
ilegible e ininteligible, hasta que el buen Dámaso lo rescató del Orco… Y ríe si alguien se angustia mas, un mortal
siendo, de lo debido; Las danzas
jónicas de aprender la precoz doncella gusta y, experta en artificios, pronto
empieza, ya desde la misma niñez, a proyectar torpes amores y luego amantes
jóvenes se busca mientras bebe el marido y ni aun elige ilícito galán que a
oscuras y a toda prisa disfrute de ella, mas se levanta ante su esposo cómplice
si la llama el viajante o capitán de nave hispana que más alto el precio ponga
de su deshonra.
Ese proceder tortuoso de
la sintaxis del vate aleja al joven poeta de unos versos en los que, no sin
razón ni justificada dureza de oído, no halla nada a lo que asentir (según lo
estipula Bousoño): ¿Un soldado de Craso
pudo esposo /degenerado ser de mujer bárbara/ y, oh, senado y monstruosos
usos,/ conmilitón el Marso y Ápulo/ de hostiles suegros bajo algún rey medo/
sin respetar anciles, nombre, toga,/ ni a la eterna Vesta y todo ello/ mientras
subsiste con Roma Jove?
Sigue leyendo con
paciencia nuestro joven poeta, y con perseverancia. Sabe que no puede rendirse
al reto apenas el texto se le ha opacado de manera que la información
referencial mínima exija las notas que los editores, perezosos ellos, ¡siendo
dos!, han obviado con un desparpajo que en modo alguno cubre la laguna una
introducción brevísima a cada Oda y Épodo, comentarios muy generales, salvo el
tipo de verso empleado, que en modo alguno satisface la curiosidad lectora
mínima de quien escoge un clásico, sea cual sea la estación del año. El joven
poeta ignora que con razón se quejó Menéndez Pelayo, ¡el mayor prodigio laboral
de la Historia de la erudición universal!, de que a Horacio se le haya
traducido siempre tan mal que no se
pueden leer seguidas dos páginas sin dormitar y sin dejar caer el libro de las
manos.
Venciendo
esa tentación, porque el joven poeta quiere hallar a toda costa cualquier
destello poético que justifique su empeño lector, se pregunta, porque solo por
esa razón ha adquirido una edición bilingüe, como la que compro de Catulo el
año pasado,cuál será el misterio poético de la lengua latina, misterio perdido,
a todas luces, en la traducción. Lee con respeto la lengua de las divinas
palabras y cree hallar una cierta música solemne en los versos bimembres:
Fecunda culpae
saecula nuptias
Primim
inquinavere et genus et domos;
Hoc
fonte drivata clades
In
patriam populumque fluxit.
Motud
doceri gaudet Ionicos
Matura
virgo et fingitu artbus
Iam
nunc et incestos aores
De
tenero meditatur ungui;
Aunque sabe que una
lectura acentual es imposible, y que se deja llevar por la sonoridad de
repiquete de las lenguas vulgares. Intuye, con todo, en esa sequedad léxica un
reto espacial que torpemente los hipérbatos y los epítetos quieren reproducir
en nuestra lengua.
Le cuesta al joven poeta
entrar en el mundo horaciano y en la mentalidad acomodaticia del viejo poeta,
tan pronto celoso de su mundo chico como inopinadamente altavoz de los padres
de la patria y defensor de la religión tradicional. Hay cierto universales
morales que, leídos en Horacio, añadirán una pátina erudita a su persona, de la
que, dadas sus muchas ignorancias, se cuidará muy mucho de hacer ostentación:
No hay cumbres
para el humano;
Nuestra
insensatez busca el cielo y nuestro
Crimen
a Jove no deja
que
jamás deponga su iracundo rayo.
Lee, después, con cierta desazón el tópico del carpe diem en una composición en asclepiadeos mayores que propiamente
pueden considerarse prosa poética:
No investigo, pues no es lícito, Leucónoe, el fin que ni
a mi
Ni a ti los dioses destinen; a cálculos babilonios
No te entregues. ¡Vale más sufrir lo que haya de ser!
Te otorgue Júpiter varios inviernos o solo el de hoy,
Que destroza al mar Tirreno contra las rocas, prudente
Sé, filtra el vino y en nuestro breve vivir la esperanza
Contén. Mientras hablo, el tiempo celoso habrá ya
escapado:
Goza del día y no jures que otro igual vendrá después.
Más cerca se halla,
expresivamente, de alguna queja celosa del poeta:
Y me enardecen tus
blancos
Hombros lacerad por
ebrias querellas
O en labio la señal
Visible del diente
del furioso mozo.
No esperes, si oírme
quieres,
Que ha de ser
constante quien bárbaro daña
La dulce boca que
Venus
Con la quintaesencia
bañó de su néctar.
Felices una y mil
veces
Los que siempre
unidos sin viciosa pugnas
Están a quienes amor
Hasta el postrer día
no separará.
Y retiene, con
delectación, la imagen de los hombros lacerados por ebria querellas, y se dice
que así le gustaría que le fluyera a él la voz poética.
Le atrae y repele a un
tiempo, al joven poeta, la despiadada,
franca y delicada expresión del cazador que acosa a su presa, aún tierna para
el complejo goce amoroso:
Me andas,
Cloe, evitando como el cervatillo
Que
a su temerosa madre en extraviados
Montes
busca con vano
Miedo
al bosque y a las brisas.
Si
la primavera llega movedizas
Fronda
agitando, si el verde lagarto
Se
mueve entre las zarzas,
Tiemblan
tus rodillas y ánimo.
Mas
ni fiero tigre ni gétulo león
Soy
que te destroce: no sigas corriendo
Tras
tu madre, que estás
En
sazón ya para el hombre.
Si bien,
desde su ignorancia supina, le parece que ha obrado con no poca libertad el
traductor al verter los dos últimos versos: tandem
desine matrem/tempestiva sequi viro.
Hay, en
el orondo poeta Flaco, una propensión a ridiculizar los ardores sexuales de la
vejez y, con mano descarnada, hunde la pluma en la más espesa de las tintas,
revelando una crueldad que se manifiesta, aún con acentos más acerbos en los
épodos, que acaso compiten con los de Catulo de tú a tú:
Serás, en
cambio, pobre vieja que ante
Las
arrogancias llore del rufián
Sola
en el callejón cuando enloquezcan
Los
vientos tracias
En
la noche sin luna y un deseo
Como
aquel de las treguas furor cause
A
tu hígado ulcerado por quemarte
Amor
y gimas
Porque
la alegre juventud prefiere
El
mirto oscuro y la verdeante yedra
Y
al Euro, compañera del invierno,
Da
la hojarasca.
Con todo, el deseo de las yeguas, la noche sin luna y el mirto oscuro y la verdeante yedra le llevan, sin cita exacta, y
salvando las distancias, al decir lorquiano y a su pasión flamenca y equinada.
Sin duda es el acento
austero, la conformidad con lo mínimo sin zozobras, lo que le parece al joven
poeta lo más actual de Horacio, sobre todo en tiempos de crisis en que tanto
sufren quienes han visto podadas sus ambiciones y son incapaces de hallar
ningún consuelo en la moderación. No asiente, sin embargo, a la evolución
conservadora del poeta, a su aburguesamiento con que rinde su pluma al
enaltecimiento de dioses y próceres.
Hay, en la elogiada áurea
mediocridad de Horacio resabios de prudencia y escarmiento, con sus gotas de
inevitable cobardía. La doctrina conservadora del bien cierto, en aquellos
tiempos turbulentos, como lo son los nuestros, destila la sabiduría del que
rehuye la aventura, el riesgo, si en ellos suele ir la vida:
Quien la
mediocridad áurea prefiera,
Abrigado,
más libre está del sórdido
Techo
ruinoso y sobrio a la envidiable
Sala
renuncia.
(…)
Sé valiente
en lo adverso y animoso,
Pero
recoger vela sabiamente
Debes
si demasiado favorable
Soplare
el viento.
La presencia del mito en
la poesía horaciana distancia del deleite al joven peta, poco dado a las
expansiones religiosas ni a pagar peajes a santoral ninguno. Entiende que no se
podía entender entones la vida sin la omnipresencia de los dioses ni un culto
al que Horacio fue un tiempo ajeno, pero la frialdad nominativa de tantísimos
versos suyos le deja un regusto de salmodia y de listín telefónico incompatible
con su acendrada sensualidad:
Mas ¿qué pudo
Tifeo, qué Mimante
El
fuerte o Porfirión con su amenaza,
Qué
Reto, que Encélado, audaz
Lanzador
de árboles desarraigados
En
su pugna con Palas y con su égida
Resonante?
Vulcano allí luchaba
Animoso y la madre
Juno
Y quien de su hombro
jamás el arco
Separará e que lava
su melena
Suelta en Castalia
con pura agua y rige
Las breñas de Licia y
el bosque
Nativo, Apolo delio y
patáreo.
La furrza sin cordura
abajo viénese…
Vis consili expers mole ruit sua, retiene el joven poeta como aforismo de los que
escasean en el vate romano, si imprudentemente comparado con autores como su
amigo Virgilio o el filósofo Marco Aurelio, buen proveedor de ellos, siguiendo
a Epícteto. Paulum sepultae distat
inrtiae celata virtus: “Poco de la escondida cobardía dista el valor oculto”,
es otro de los aforismos que se añade al
anterior para su exiguo florilegio. Y aun a ellos añade dos más: dulce et
decorum est pro patria mori (“Dulce y *decoroso es morir por la patria”) y
Virtus repulsae nescia sordidae (“La virtud no sabe de fracasos sórdidos”),
ambos fieles representantes de la poesía virtuosa y cívica que también cultivó
Horacio, autor del Carmen saeculare, pluma política que alabó a
Augusto, su verdadero Mecenas, el que convenía con el juicio crítico que de sí
mismo formuló Horacio cuando escribió que había escrito una obra más perenne que el bronce, verso con el que construyó
Unamuno su elogio de la durabilidad de la palabra escrita.
Son, tales aforismos, destellos
de una veta moral que Horacio sabe conjugar con su hedonismo y su aceptación de
la vida sencilla, sin que rechine el conjunto:
No llamarás
dichoso con justicia
Al
que mucho posee, mas a aquel
Que
usar de los dones divinos
Sensatamente
sabe, la dura
Pobreza
sobrelleva, el deshonor
Peor
estima que la muerte misma
Y
no teme entregar la vida
Por
sus amigos o por su patria.
Comparte radicalmente el
joven poeta la exigencia eutrapélica que plantea Horacio para tener una vida
llena; un imperativo categórico que procede ya de los viejos proverbios griegos
y de los aforismos de Menandro. Dulce est
desipere in loco: “dulce es delirar a tiempo”, escribe Horacio para coronar
una fresca invitación al placer de vivir, y de ahí se reprodujo en los innumerables
“elogios de la locura” que no pudieron vencer al más importante de todos ellos,
el de Erasmo de Rotterdam.
Deja las demoras
y el afán de lucro:
Piensa, ahora que
puedes, en las negras llamas
Y un poco en tu
espíritu de locura mete:
Dulce es delirar a
tiempo.
Al fin y al cabo, ¿qué
podría esperarse del creador de esa Oda tan extraordinaria cuyas dos primeras
palabras Beatus ille, han devenido lugar exotérico y al que cualquier poeta, el
joven nuestro, o el viejo ajeno, de cualesquiera edades, deben rendir pleitesía
siquiera fuera por ser la inspiradora de la Canción
a la vida solitaria de Luis de León? Sin embargo, Horacio acertó mejor en
la expresión de su ideal de la vida retirada en la oda 29 de su libro tercero:
Mas la dvinidad prudente
cubre
El futuro de
niebla y ríe si alguien
Se angustia
más, un mortal siendo,
De lo
debido. Piensa tan solo
En moderar
sereno cuanto ocurra;
Lo demás
fluye como río que ora
Va al mar
etrusco con tranquilo
Curso, ora
arrastra piedras roídas,
Árboles
descuajados, reses, casas,
Todo
revuelto entre el clamor del monte
Y del bosque
vecino cuando
Fiero
diluvio las aguas quietas
Irrita. Gran
dominio de sí mismo
Y placidez l
del que al fin del día
Dice: “He
vivido”.
Vixi, recuerda, de
pronto, el joven poeta, es la clave semioculta de por qué es el viernes 17 el día
de mal agüero para los romanos y, a través de ellos, para otros pueblos, porque
XVII es anagrama de VIXI, he vivido, es decir, ya estoy muerto. Nada tiene que
ver el anecdotario con la poesía, pero lo poético se extiende a todas las
manifestaciones vitales: no hay a prioris poéticos.
De todo
lo leído le ha llamado poderosamente la atención al joven poeta un verso no
especialmente significativo pero sí suficientemente enigmático. Se trata de un
verso de la oda 18 del libro tercero, dedicado a Fauno: Entre osados corderos vaga el lobo. Chocóle, claro está, la osadía
de la adjetivación, que tanto cargaba la mano en el imposible de los corderos
conscientes de ella, de la osadía. Al cotejar la traducción con el original, inter audaces lupus errat agnos, la
perplejidad se hizo todopoderosa, porque aun en sentido figurado es mucho pedir
que sean los corderos osados, y, sintácticamente, más complicado es olvidar que
agnos es acusativo de un verbo
transitivo inexistente en el verso. La perplejidad no solo asaltó al joven
poeta, nada ducho en latines gramaticales y vitales, sino a no pocos de los
traductores que con el verso de marras
se atrevieron. He aquí una reducida muestra de las traducciones que ha
encontrado en el buscador de Google el joven poeta:
Javier de
Burgos: Pace entre hambrientos lobos el
corderillo manso.
Germán
Salinas: El lobo anda entre los corderos
libres de temor.
Urbano
Campos S.I.: Andan juntos lobos y
corderos.
Joaquín
Arcadio Pagaza: Discurre el lobo con la
oveja audace.
Se aprecia, así pues, y
con meridiana claridad, que, si tantos problemas da un solo verso, casi
imposible ha de ser dar por buena una
traducción completa de sus odas.
El joven
poeta no lamenta haber conseguido tan parva cosecha en los que se prometían
fértiles campos horacianos, pero está convencido de que su enrevesada,
epitética y virtuosa voz ha dejado en él la huella indeleble de la comunión con
lo esencial: Ceres, Baco, el sobrio pasar y el justo medio donde la serenidad
tiene su asiento.