domingo, 2 de abril de 2017

Quinta noticia de las “Obras completas” de Platón: “La República”.



El origen del género de las utopías o la imposible planificación de la sociedad y la naturaleza humanas: una lección de antropología fantástica y de política ficción.

Salgo de la lectura de La República  notablemente desconcertado, porque, en mi primer enfrentamiento directo con el texto, me he encontrado, además de con los grandes relatos míticos, el anillo de Giges, la caverna o el Juicio Final, sin duda lo mejor del diálogo, con una obra deslavazada en la que uno no sabe ya si es más importante el diseño de la estructura orgánica que permita funcionar a dicha república, las condiciones para ser miembro de la casta dirigente, la de los guardianes, el análisis de los caracteres humanos, puestos, eso sí, en relación preceptiva con el tipo de sociedades a las que Platón otorga carta de naturaleza, a saber: la aristocracia, la timocracia, la democracia y la tiranía, la reivindicación del conocimiento como piedra angular de cualquier construcción política o las preclaras invectivas contra la poesía mimética que cierran el volumen, entre otros asuntos todos ellos de altísimo interés. El libro arranca a las mil maravillas con una discusión entre Sócrates y Trasímaco sobre qué sea lo justo, lo que le da pie a Platón para fijar dos posiciones diametralmente opuestas: la de Trasímaco, que reivindica que lo justo es lo que le conviene al más fuerte y la de Sócrates, que se opone a ella.  Para Trasímaco, lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte. (…) Cada Gobierno establece las leyes según lo que a él conviene: la democracia, de manera democrática; la tiranía, tiránicamente, y así todos los demás. Una vez establecidas estas leyes, declaran que es justo para los gobernados lo que solo a los que mandan conviene, y al que de esto se aparte lo castigan como contraventor de las leyes y de la justicia. Lo que yo digo, mi buen amigo, que es igualmente justo en todas las ciudades, es lo que conviene para el que detenta el poder, o lo que es lo mismo, para el que manda; de modo que para todo hombre que discurre rectamente, lo justo es siempre lo mismo: lo que conviene para el más fuerte. (…) La injusticia, llevada a su punto máximo, es más fuerte, más libre y más poderosa que la justicia, y, como decía al principio, lo justo resulta ser lo que conviene al más fuerte y lo injusto, en cambio, lo ventajoso y conveniente para uno mismo. La defensa que de lo justo hace Sócrates pasa, necesariamente, por la creación de la ley, que es la expresión del acuerdo social para instaurar la concordia y el respeto en las sociedades humanas: Luego que los hombres comenzaron a realizar y a sufrir injusticias, tanto como a gustar de ambos actos, los que no podían librarse de ellos resolvieron que sería mejor establecer acuerdos mutuos para no padecer ni cometer injusticias; y, entonces, se dedicaron a promulgar leyes y convenciones y dieron en llamar justo y legítimo al mandato de la ley; tal es la génesis y la esencia de la justicia. (…) La justicia es querida no como un bien, sino como algo respetado por incapacidad para cometer la injusticia. Y ahí es donde entre el hermoso relato del anillo de Giges que ilustra la tendencia al mal congénita en todos los miembros de la especie, porque, pudiendo hacerlo en provecho propio sin sufrir el castigo correspondiente, ¿quién no lo haría? A eso es a lo que da respuesta la narración de Glaucón que conviene recordar, en resumen: Habiendo sobrevenido en cierta ocasión una gran tormenta acompañada de un terremoto, se abrió la tierra y se produjo una sima en el lugar donde apacentaba sus rebaños. Ver esto y quedar lleno de asombro fue una misma cosa, por lo cual bajó siguiendo la sima, en la que admiró, además de otras cosas maravillosas que narra la fábula, un caballo de bronce, hueco, que tenía unas puertas a través de las que podía entreverse un cadáver, al parecer de talla mayor que la humana. En este no se advertía otra cosa que una sortija de oro en la mano, de la que se apoderó el pastor, retirándose con ella. Luego, reunidos los pastores en asamblea, según la costumbre, a fin de informar al rey, como todos los meses, acerca de los rebaños, se presentó también aquel con la sortija en la mano. Sentado como estaba entre los demás, sucedió que, sin darse cuenta, volvió la piedra de la sortija hacia el interior de la mano, quedando por esta acción oculto para todos los que lo acompañaban, que procedieron a hablar de él como si estuviera ausente. Admirado de lo que ocurría, de nuevo toco la sortija y volvió hacia fuera la piedra, con lo cual se hizo visible. Su asombro lo llevó a repetir la prueba para asegurarse del poder de la sortija, y otra vez se produjo el mismo hecho: vuelta la piedra hacia dentro, se hacía invisible, y vuelta hacia fuera, visible. Convencido ya de su poder, al punto procuró que le incluyeran entre los enviados que habrían de informar al rey, y una vez allí sedujo a la reina y se valió de ella para matar al rey y apoderarse del reino. Supongamos, pues, que existiesen dos sortijas como esta, una de las cuales la disfrutase el justo y la otra le injusto, no parece probable que hubiese nadie tan firme e sus convicciones que permaneciese en la justicia y que se resistiese a hacer uso de lo ajeno, pudiendo a su antojo apoderarse en el mercado de lo que quisiera o introducirse en las casas de los demás para dar rienda suelta a sus instintos, matar y liberar a su capricho, y realizar entre los hombres cosas que solo un dios sería capaz de cumplir. (…) Con esto se probaría que nadie es justo por su voluntad, sino por fuerza, de modo que no constituye un bien personal, ya  que si uno piensa que está a su alcance el cometer injusticias, realmente las comete. (…) La más perfecta injusticia consiste en parecer ser justo sin serlo. Es curiosa la coincidencia en un aspecto de las narraciones míticas que aparecen en este diálogo republicano: en las tres aparecen, respectivamente una sima, una cueva y el Tártaro, en las entrañas de la tierra, lo cual nos permite trazar un eje vertical desde el subsuelo hasta el empíreo que responde perfectamente al idealismo platónico, porque, encarnándonos en la tierra, las almas no han de tener otra preocupación y ocupación que aspirar al conocimiento del bien - muchas veces habré repetido que la idea del bien es el conocimiento más importante, pues es esa idea la que proporciona utilidad y positiva ventaja tanto a la justicia como a las demás virtudes. (…) La idea del bien es la que procura la verdad a los objetos de la ciencia y la facultad de conocer al que conoce-, de la verdad y al establecimiento de lo justo a través de la ley -lo que interesa a la ley es llevar el orden a los que viven en la ciudad, bien sea por el convencimiento o por la fuerza-, algo que solo puede conseguirse a través del estudio filosófico y con la herramienta preceptiva de la dialéctica, como deja meridianamente claro en el texto, sobre todo cuando usa la imagen del alma lastrada por el plomo de la  concupiscencia frente a la liberada de la contemplación filosófica: Si ya desde la infancia se procediese a una poda radical de esas tendencias innatas que, como bolas de plomo y empujadas por la glotonería y otros placeres por el estilo, inclinan hacia abajo la visión del alma; si, liberada de ellas, se volviese, en cambio, hacia la verdad, esa alma de esos mismos hombres la vería con gran agudeza, no de otro modo que las cosas que ahora ve. (…) ¿No es natural y se deduce necesariamente de todo lo dicho con anterioridad que ni los faltos de educación y alejados de la verdad resultan adecuados en ninguna ocasión para regentar la ciudad, ni tampoco los que emplean todo su tiempo en el estudio? Los primeros, porque no tienen en su vida objetivo alguno que regule todas las actividades que deben desarrollar tanto en sus relaciones públicas como privadas; los segundos, porque no consentirán en ello voluntariamente, creyendo que viven ya en las islas de los bienaventurados.  Veníamos del camino hacia abajo y hacia arriba, que, al decir de Heráclito, es uno y el mismo, una topografía  que ha hecho fortuna en todas las civilizaciones y que, en el caso de Platón, se corresponde, dirección por dirección, con la teoría de las ideas y de la reminiscencia, así como con la de la inmortalidad del alma, cuyas líricas transmigraciones se nos describen al final del libro en la narración que hace Er , ciudadano de Panfilia -atentos al guiño etimológico- de su visita al reino de las sombras, y habríamos de recordar, por otro lado, que el templo de Apolo en Delos, lugar del saber por excelencia en Grecia, se consideraba el “ombligo del mundo”, algo así como el punto de intersección de todas las realidades, visibles e invisibles. Más allá de la orografía, lo que establece el diálogo es algo así como las condiciones ideales de vida y supervivencia de una república que supere las formas de gobierno vigentes en su momento, de las que Platón hace una acerada crítica. Sócrates, junto a sus interlocutores, va a ir desgranando una por una las condiciones de esa república ideal, si bien lo hace desde un punto de vista escéptico sobre el éxito de su misión creadora, tal y como él mismo lo dice en un momento del desarrollo del diálogo: Me parece que yo mismo estoy cayendo en el ridículo (…), pues que me he olvidado de que todo esto no es más que un proyecto, y lo he tomado con mucho calor. No se trata tanto de que caiga en el ridículo cuanto de que la dimensión ideal de que dota a su organización política choca tanto con las costumbres vigentes en su época, a las que les suenan demasiado extrañas ciertas prescripciones organizativas, como con la posibilidad real de que lleguen a hacerse realidad. La buena intención es evidente, pero incluso sus interlocutores le reprochan que se “eleve” demasiado a un ideal de imposible cumplimiento. Eso no es óbice para que Sócrates vaya encadenando condiciones de existencia de “su” República cuya oportunidad programática está fuera de toda duda, como fuera de ella está, igualmente, la imposibilidad de su cumplimiento, por supuesto. La reivindicación de la educación y del conocimiento como requisito indispensable para ejercer la vigilancia y control de la república por parte de las personas destinadas a tan alta y responsable función es lo primero que debería llamar la atención en nuestros días a quienes hacen de la política una oportunidad profesional por la nula cualificación que requiere su pleno ejercicio más que bien remunerado a ciertos niveles de representación. Del libro se deduce que Platón ha soñado una república cuyo fundamento es la filosofía, además de la gimnasia y la música, porque solo a través de la filosofía puede uno elevarse a la visión de la idea del bien, individual y común, que está en la base del sistema que propugna. De hecho, como recuerda Sócrates: Si existiera una ciudad de hombres buenos, habría lucha para no gobernar como ahora la hay para gobernar, y entonces se mostraría claramente que el verdadero gobernante no ejerce en realidad el cargo para mirar por su propio bien, sino por el del gobernado, de donde se deduce que no hay peor castigo que ser gobernado por el más indigno, caso de que los buenos no quieran gobernar. La República no pretende ser, si yo no la he leído mal, algo así como lo que hoy conocemos por constitución, un corpus de leyes máximas que ordenan la convivencia, sino una suerte de programa educativo para formar la clase dirigente de la misma, acompañado de un repertorio de obligaciones que han regir su actuación privada y pública, entre las que destacan, excepcionalmente, la suerte de vida comunista que plantea Platón para esos guardianes, una visión tribal de los mismos que nada tiene que envidiar a lo que no hará mucho nos sugirió la instalada dirigente antisistema de la CUP catalana Anna Gabriel. Consciente de estar exponiendo un programa totalmente “subversivo”, Platón establece que, en su república,  los “hermanos” de la ciudad se dividen en seres de oro, plata, bronce y hierro y cada cual ha de esforzarse por tener hijos de su propia naturaleza,  y si, por azar, entre los dos últimos nacieran de los primeros, con mezcla de oro o plata, ha de ser educado para guardián, y si entre los dos primeros naciera descendencia con bronce o hierro, deberán relegar la descendencia a las tareas auxiliares del bronce y del hierro: artesanos o labradores. El oráculo dice que la ciudad será destruida cuando la vigile un guardián de hierro o de bronce. Luego volveremos sobre la particular defensa de la eugenesia que plantea Platón casi de un modo inmisericorde y que bien puede fijarse como lamentable precedente intelectual de la que se vivió durante la época nazi en Alemania. Sigamos con ese régimen comunista según el cual nadie poseería hacienda propia, salvo caso de extrema necesidad. Nadie dispondrá tampoco de habitación y despensa en donde no pueda entrar todo el que lo desea. Respeto a los víveres se ordenará que reciban [los guardianes] del resto de los ciudadanos una retribución adecuada y ni mayor ni menor que la que necesiten para el año unos guerreros fuertes, sobrios y valerosos. Frecuentarán las comidas en común, obrando siempre, en este sentido, como si estuviesen en campaña. Y se les dirá, en cuanto al oro y la plata, que los dioses ya han dotado a sus almas para siempre de porciones divinas de estos metales, por lo que no tienen necesidad del oro y la plata terrestres, cuya adquisición mancharía ese mismo don recibido. (…) Serán ellos los únicos a los que no se permita manejar e incluso tocar el oro y la plata, ni penetrar en la casa donde se guarden o beber en recipientes de estos metales. Así mismo, por lo que hace a la descendencia, la posesión de las mujeres, los asuntos del matrimonio y de la procreación de los hijos deben ser comunes entre amigos en la mayor medida posible.  Pero va más allá,  porque, a su entender, las mujeres de estos hombres serán comunes para todos ellos, y ninguna convivirá en privado con ninguno de estos. Los hijos serán también comunes, y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo a su padre, algo que a su interlocutor, Glaucón, descoloca por completo, intuyendo que Sócrates roza, en su planteamiento político, la más abierta extravagancia: estimo que esa ley -le responde Glaucón-  va a provocar mucha más desconfianza que la precedente en cuanto a la posibilidad de su aplicación y a la ventaja que ofrezca.  En esa clasificación humana de los capaces y los incapaces, tan extendida en el seno del capitalismo neoliberal, por ejemplo, Sócrates no tiene empacho en declarar algo así como que la prevalencia de la ley y la justicia pasa incluso por delante de la vida humana:  suplico a Adrastea, Glaucón, que no me tenga en cuenta lo que voy a decir, esto es, que considero un crimen menor matar a uno involuntariamente que hacerle víctima de engaño en lo referente a la belleza, bondad y justicia de las leyes. Algo que se compadece perfectamente con la frialdad con que Sócrates establece la selección natural humana que ha de buscar lo mejor para su república: y a los jóvenes que se distingan en la guerra o en otra actividad, habrá que concederles entre otros premios una mayor facultad para cohabitar con las mujeres, con lo cual se dará también ocasión a que nazcan de esos hombres el mayor número de hijos. (…) que serán recogidos por personas competentes. (…); en cambio, a los hijos de los peores o a cualquiera de los otros que nazca lisiado, los mantendrán ocultos, como es natural, en un lugar secreto y desconocido. Al final, lo que propone Platón es la creación de un cuerpo de élite que gobierne la república sin cortapisa alguna ni rendición de cuentas, dando por sentado que esos guardianes selectos son algo así como la aristocracia de la especie, el súmmum de la perfección y casi incapaz de equivocarse. Tan es así, que Platón no duda ni siquiera en otorgarles, como herramienta de gobierno, la capacidad de recurrir al uso de la mentira si bien siempre en beneficio de sus adninistrados, y ahí es donde me ha venido a la memoria el San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno: Quizás convenga que nuestros gobernantes usen muchas veces de la mentira y del engaño en favor de sus gobernados. Decíamos ya en alguna ocasión que la mentira puede resultar útil usada como medicina. Ahora bien, no se trata de un uso común de la mentira, sino de un uso restringido exclusivamente a los guardianes: Si a alguien es lícito faltar a la verdad será únicamente a los que gobiernan la ciudad, autorizados para hacerlo con respecto a sus enemigos y conciudadanos. Nadie más podrá hacerlo. De algún modo, pues, a Platón no se le escapaba esa necesidad de opacidad sobre las inevitables "cloacas del poder" que ningún modelo social puede obviar. Estos juicios tienen que ver, claro está, con el proyecto de hombre perfecto que supone La República, que no es otro que aquel que ha de aspirar al conocimiento de la verdadera naturaleza del ser, del alma de origen divino, cuya existencia se justifica por el conocimiento de la idea del  bien supremo que todo lo engendra, que es la conclusión a la que llega a través de la narración de la caverna:  lo último que se percibe, aunque  difícilmente, en el mundo inteligible es la idea del bien, idea que una vez percibida, da pie para afirmar que es la causa de todo lo recto y hermoso que existe en todas las cosas. En el mundo visible ha producido la luz y el astro señor de esta, y en el inteligible la verdad y el puro conocimiento. El bien, así pues, es, para Platón, la causa directa de la existencia del sol, en el plano material, y de la verdad y el conocimiento en el plano espiritual, pero a ese descubrimiento solo se llega a través de la práctica filosófica y mediante la dialéctica que, como bien señala, solo poseen quienes tienen la visión de conjunto de las cosas, un conocimiento que es el único que proporciona firmeza a los que lo hayan adquirido. El diálogo pone el énfasis reiteradamente en varios conceptos capitales en toda la obra de Platón: la virtud, el bien, la justicia, la ley y el conocimiento. De ahí que todo su esfuerzo se concentre en lograr la educación perfecta, primero a través de la gimnasia y la música y después a través de la filosofía de los seres superiores que constituirán la casta privilegiada de los guardianes, al servicio del bien común, eso también conviene recordarlo, como ya se ha visto anteriormente cuando prescribía que quienes son “de oro” por naturaleza no han de aspirar a la posesión del mismo. No estamos, pues, ante un modo tiránico, timocrático o democrático de organización, sino ante un nuevo experimento en que la labor de los guardianes supera los regímenes conocidos, cuyas flaquezas y generosidades analiza Platón en el diálogo poniendo en relación los diferentes caracteres humanos que los han propiciado, porque, como le dice, no sin cierta sorna a Glaucón:  ¿No sabes que existen por fuerza tantos caracteres de hombres como regímenes políticos? ¿O piensas que los regímenes nacen de alguna encina o de alguna piedra, y no de los caracteres que se dan en las ciudades y que arrastran en su misma dirección a todo lo demás? A la clasificación de esas psicologías y a las modalidades de gobierno que emergen de ellas, les dedica Platón no poco espacio en su República. De hecho, él traza una línea causal desde la timocracia hasta la tiranía, pues presenta los diferentes regímenes como una respuesta a los excesos del anterior, dejando de lado la aristocracia, que es el “bueno y justo”. La timocracia, o timarquía, de la que después habla como oligarquía, sería el gobierno de los ambiciosos: Para mí, la oligarquía es un régimen en el que decide la tasación de la fortuna y, por tanto, en el que mandan los ricos, sin que los pobres tengan participación en él. (…) Por consiguiente, cuanto más se honra en una ciudad a la riqueza y a los hombres ricos, menos se estima la virtud y a los hombres buenos. (..) Uno de los defectos primordiales de la oligarquía es que una ciudad como esa será necesariamente no una, sino dos, la ciudad de los pobres y la ciudad de los ricos, que conviven en el mismo lugar y se tienden asechanzas entre sí. De esa división radical entre ricos y pobres se pasa, ¡y cómo no!, a la instauración de la democracia, que se origina, según Platón, cuando los pobres, después de vencer a los ricos, a unos les dan muerte, a otros les destierran y a los demás les reservan equitativamente cargos de gobierno que, en este sistema, suelen otorgarse por sorteo. (…) De esta manera se produce el restablecimiento de la democracia; unas veces haciendo uso de las armas, otras por el temor que se apodera de los demás y les obliga a retirarse. Glaucón, sin embargo, no tarda en intuir los excesos de semejante régimen: ¿no contará el régimen con hombres libres y no se verá inundada la ciudad de libertad y de abuso desmedido del lenguaje, con licencia para que cada uno haga o que se le antoje? Sócrates constata que así parece que sucede,  pero entona, sin embargo, una loa del mismo que sorprende, teniendo en cuenta los “abusos” del régimen que después describirá: es muy posible que sea también el más hermoso de todos los regímenes. Pues así como resplandece hermosura un manto artísticamente trabajado y adornado con toda clase de flores, no otra cosa ocurre con un régimen en el que florecen toda clase de caracteres. (…) Se trata de un régimen agradable, sin jefe, pero artificioso, que distribuye la igualdad tanto a los iguales como a los que no lo son. (…) Se prodigan los honores a todo aquel que pregona una sola cosa: su favorable disposición hacia la multitud.   Pero en ese régimen anida la semilla de su propia destrucción, como bien advierte Platón en el desarrollo de esas libertades que acaban conduciendo a la falta de ellas por el nulo respeto a la ley de quienes no aceptan, desde el igualitarismo mal entendido, someterse a ellas:  Oirás decir -sigue el filósofo- por doquier en una ciudad gobernada democráticamente que la libertad es lo más hermoso y que solo en un régimen así merecer vivir el hombre libre por naturaleza. Pero, ¿no es el deseo insaciable de libertad y el abandono de todo lo demás lo que prepara el cambio de este régimen hasta hacer necesaria la tiranía? ¿No resulta, pues, necesario, que en una ciudad de esta naturaleza [democrática] la libertad lo domine todo? Pero en tales condiciones la anarquía se adentrará en las familias y terminará incluso por infundirse en las bestias. [Y en lo que sigue, esa ‘revuelta de los animales’, ¿no se intuye un lejano ascendente del Animal Farm de Orwell?] Difícilmente podrá creerse que los animales domésticos son más libres en este gobierno que en ningún otro. Las perras se hacen sencillamente  como sus dueñas, e igualmente los caballos y los asnos; incluso terminan por acostumbrarse a marchar libre y pomposamente, lanzándose por los caminos contra todo aquel que les sale al encuentro, si buenamente no les cede el paso. En todo lo demás reina también la misma plenitud de libertad. (…) ¿No ves que se ablanda el alma de los ciudadanos, de modo que a la menor muestra de esclavitud se irritan contra ella y no la resisten? Ya, por fin, como sabes, dejan de interesarse por las leyes, escritas o no, para no temer así de ningún modo a señor alguno. (…) Tal es el inicio, por cierto, bien hermoso y juvenil, del que a, a mi parecer, proviene la tiranía. (…) Todo exceso en la acción busca con ansia el exceso contrario, y no otra cosa comprobamos en las estaciones, en las plantas y en los cuerpos, no menos que en los regímenes políticos. Por tanto, parece que el exceso de libertad no trae otra cosa que el exceso de esclavitud tanto en el terreno particular como en el público. ¡El exceso de libertad!... En estos tiempos nada virtuosos, menos prudentes y en los que los deberes ciudadanos poco menos que van camino de extinguirse frente a la multiplicación ebria de los derechos, este Platón republicano ¡cómo concitaría la enemiga de los pseudodemócratas de pacotilla que hurtan a la visión publica sus profundas raíces autoritarias! No es, para Platón, sin embargo, la tiranía, una solución a esos excesos, sino la instauración de su particularísima república de guardianes filósofos escogidos filogenéticamente y cultivados con mimo desde la niñez para tan alto servicio a la comunidad. Una niñez, permítaseme el excurso, forjada a fuerza de prohibiciones, como cuando sugiere la limitación de las fuentes de aprendizaje: ¿Permitiremos sin inconveniente alguno que los niños escuchen al primero que encuentren las fábulas que quiera contarles y que las reciban en sus almas, aun siendo contrarias con mucho a las ideas que deseamos tengan en su mente cuando lleguen a la mayoría de edad? (…) En primer lugar, por tanto, hemos de vigilar a los que inventan las fábulas, aceptándoles tan solo las que se estimen convenientes y rechazando las otras. (…) Desde luego, despreciaremos la mayor parte de las fábulas de nuestros días. (…) Me refiero a todas aquellas fábulas que nos presentan a los dioses y a los héroes no como realmente son, sino a la manera como los diseñaría un pintor que no reflejase el parecido del modelo en sus obras. (…) Seguramente convenga antes de nada que las primeras fábulas que oiga el niño sean también las más adecuadas para conducirle a la virtud. A partir de ahí, Sócrates plantea una severa crítica de las fábulas que han de oír los infantes de labios de sus madres:  La primera de las leyes y de las reglas que concierne a los dioses y a la cual deberán atenerse los que componen las fábulas será la siguiente: la divinidad no es causa de todas las cosas, sino tan solo de las buenas. (…) Que las madres, seducidas por estas patrañas, no llenen de temor a sus hijos diciéndoles fábulas perniciosas en las que se habla de unos dioses que recorren el mundo por la noche, disfrazados de extranjeros de los más diversos países, y eviten en lo posible que blasfemen contra la divinidad y se vuelvan a la vez seres medrosos. Conviene regresar, volviendo a la crítica a los regímenes políticos y las naturalezas humanas que los han alumbrado, a la descripción que hace Platón del tirano para situar en su justo término el sarcasmo con que presente el régimen tiránico:  Solo queda tratar del régimen más hermoso y también del hombre más hermoso, esto es, de la tiranía y del tirano. Recuérdese que Platón nos habla propiamente del carácter tiránico como reflejo de la sociedad en la que el tirano halla el caldo de cultivo propicio para imponerse; se trata, pues, de una visión antropológica que explora el corazón del ser humano para dar razón de los diferentes caracteres que nos definen, hechas todas las salvedades que se quieran:  nuestro propósito era simplemente este: probar que hay en cada uno de nosotros, aun en los de pasiones más moderadas, deseos verdaderamente temibles, salvajes y contra toda ley. Y eso se evidencia claramente en los sueños. Con esa premisa desalentadora,  porque en otras partes del libro se insiste en la visión deplorable de la mayoría de los miembros de la especie humana, no es de extrañar que el retrato del ser tiránico sea como sigue: Cuando los demás deseos, zumbando y llenos de perfumes, de bálsamos, de coronas, de bebidas y de todos los placeres licenciosos que se originan en tales compañías, hacen crecer y alimentan al zángano hasta un límite insospechado, armándolo a la vez del aguijón de la ambición, entonces él mismo, como señor de su alma, se hace proteger por la locura y deja en libertad  su furor. Le sobran ya esas opiniones y deseos vergonzosos y aprovechables que todavía anidaban en su alma, a los que da muerte y expulsa de sí hasta eliminar su propia sensatez, que sustituye por una extraña locura. (…) El hombre se vuelve rigurosamente tiránico cuando llevado por su naturaleza o por sus hábitos o por ambas cosas a la vez se hace borracho, enamoradizo y atrabiliario. (…) Pasan toda su vida sin prodigar su amistad a nadie; muy al contrario, son déspotas en un caso o esclavos en otro, ya que la naturaleza del tirano no puede gustar nunca de la verdadera libertad y de la verdadera amistad. (…) Así pues, el hombre tiránico no es otra cosa que un esclavo, sometido a las mayores lisonjas y bajezas, adulador de los hombres más viciosos, insaciable en sus deseos, carente de casi todas las cosas y ciertamente pobre si nos decidimos a mirar a la totalidad de su alma. Hombre, además, dominado por el temor durante toda su vida, lleno de sobresaltos y de dolores, si su vida se parece de verdad al régimen de la ciudad que él gobierna. (…) Añádele a esto todo aquello que mencionábamos antes: necesariamente tendrá que ser y aun volverse más envidioso, más desleal, más injusto, más hostil, más impío, más propicio a coger y alimentar toda maldad, con lo cual terminará por hacerse el hombre más desgraciado. Y con él se harán también así los que están a su alrededor. Se entiende, entonces, a la perfección, que Platón cifre en el poder de la educación el fundamento de su república, porque o bien esta es una república de filósofos, educados en las ciencias y ajenos a las “malas” artes de los poetas imitativos o no habrá un modo viable de resolver los conflictos inevitables que supone la vida en común de sociedades tan complejas como lo fuera la ateniense en su momento o las democracias liberales en el nuestro. Se ha hablado mucho sobre la prohibición de los poeta en la república platónica y la entronización de los filósofos, pero no olvidemos que ello tiene su raíz en el afán pedagógico de quien quiere enseñar desde la primera infancia a las criaturas los ejemplos más nobles que los guíen por el camino de la sabiduría, en vez de engolfarlos en la experiencia sentimental de las emociones que depara la imitación de las pasiones humanas de las fábulas y del teatro, algo que, a su vez, está en relación con la visión de la naturaleza humana que tan extensamente disemina en el diálogo Platón: hay una parte, decíamos, con la que el hombre conoce; otra con la que se encoleriza y una tercera a la que, por su variedad, no fue posible encontrar un nombre: esta última, en atención a lo más importante y a lo más fuerte que había en ella, la denominamos la parte concupiscible. Ese nombre respondía a la violencia de sus deseos, tanto al entregarse a la comida y a la bebida como a los placeres eróticos y a todos los demás que de estos se siguen. Y a esa parte concupiscible es a la que se dirigen las obras poéticas “imitativas” - de la imitación puede afirmarse que tiene relación y amistad con esa parte de nosotros alejada de la razón y no dispuesta, por tanto, para ningún fin bueno y verdadero-  las mismas que, a decir del filósofo, parecen constituir un insulto a la sensatez de los que las oyen cuando estos no poseen el antídoto conveniente para ellas, esto es, el conocimiento de lo que en realidad son. (…) Diremos que el poeta no sabe más que imitar, pero de una manera tal, que emplea colores de cada una de las artes, con los nombres y expresiones adecuados, gasta el punto de que aquellos otros que fían de las palabras estiman en mucho su disertación, ya se refiera en metro, ritmo y armonía, al arte del zapatero, ya hable acerca de la estrategia o de cualquier cosa. ¡Tan prodigioso encantamiento produce la expresión poética! Porque pienso que no se te escapa a qué quedan reducidas las palabras de los poetas cuando se las despoja de toda su musicalidad y su colorido. Alguna vez lo habrás comprobado: ¿no se parecen a esos rostros en sazón, pero no hermosos, en el momento en que pierden su flor juvenil? De todo ello deduce nuestro filósofo que lo pernicioso de esas obras imitativas yace en la duda de si los buenos poetas saben lo que dicen respecto a las cosas que tanto gustan a la multitud, a lo que él no dudaría en responder que no, porque el único conocimiento cierto y veraz es el de la filosofía, la vieja enemiga de la poesía, como Platón constata exhibiendo las viejas opiniones que marcan dicho antagonismo: Añadamos, si acaso, para que la poesía no nos acuse de dureza y de rusticidad, que ya viene de antiguo la disensión entre la filosofía y la poesía. Pues ahí están los dichos de “la perra arisca que ladra a su dueño” o del “hombre grande que grita en los círculos de los necios” o de “la multitud de sabios que imperan sobre Zeus” o de “los solícitos y sutiles por amor a su pobreza” y otras mil cosas por el estilo que atestiguan esa vieja oposición.  Puede advertirse, pues, que La República, a pesar de sus hallazgos y de sus estupendas intenciones, es un intento fallido de organización social, y la prueba de ello, al decir de los especialistas es que Platón volviera sobre el tema con otro libro, Las leyes, con el que, al parecer, satisfacer la necesidad de adaptación de su teoría republicana a la vida concreta de los ciudadanos de su tiempo. Ya llegaremos a él y podremos, entonces, con la memoria del actual, enjuiciarlo comparativamente. Para acabar, y meramente como anécdota, quiero dejar dos textos curiosos. El primero es un fragmento tan incomprensible y críptico que, de haber escrito algunos más, le hubiera disputado a Heráclito el título de “El oscuro” que el de Éfeso se ganó a pulso con sus poéticos fragmentos. El segundo es el relato de la reencarnación de las almas después de pasar por el Juicio Final, lleno de un encanto muy especial y que acredita a Platón como el excelente literato que fue, de lo que es prueba innegable, además de este relato, la perfección a que llevó el género del Diálogo que él estableció en su forma definitiva para la tradición humanística occidental:
Platón heraclitizado:
Difícil resulta que en una ciudad así [de régimen timocrático] se produzca una sedición. Pero como todo lo que nace no puede por menos de corromperse, es evidente que ese régimen no perdurará eternamente, sino que también se destruirá. Y su destrucción será esta: no solamente para las plantas que se dan en la tierra, sino también para los animales que viven sobre ella, hay periodos de fertilidad y de esterilidad que sobreviven a las almas y a los cuerpos cuando los retornos alternativos anudan las circunferencias cíclicas de las distintas especies, las cuales son cortas para los seres de breve tránsito y largas para los seres de larga vida. En ll que respeto a vuestro linaje y a los hombres que educasteis para el gobierno de la ciudad, aun siendo sabios, no serán capaces de fijar, por más que usen del razonamiento y de los sentidos, los periodos de fertilidad y de esterilidad, y así dejarán pasar la ocasión para procrear y, en cambio, engendrarán hijos cuando no debieran hacerlo. Para la generación divina contamos con un periodo de número perfecto; pero para la humana con otro número en el que se reflejan primeramente los aumentos predominantes y dominados, con tres intervalos y cuatro límites, tanto de lo semejante como de lo que no es, o de lo que aumenta como de lo que disminuye. Aquellos aumentos nos presentarán todas las cosas como concordes y ya convenidas. Y a la vez, su base epitrita, uncida a la pentada y con triple incremento, nos preocupará dos armonías: una, que será otras tantas veces igual, con sus partes varias veces mayores que ciento; otra, igual de largo en un sentido, pero oblonga, que comprende cien números de la porción convenida de la péntada, cada uno de los cuales se reduce en una unidad, o de la porción no acorde, reducidos en dos, y otros, cien cubos de la tríada. Este es el número geométrico, señor de todo lo creado. Si por ignorarlo, vuestros guardianes efectúan matrimonios inoportunos, los hijos de estas uniones no nacerán bien dotados ni bajo buenos auspicios. Sus padres escogerán a los mejores de entre ellos para que los sucedan; pero al ser indignos de los cargo que ocupan, comenzarán por descuidar nuestra vigilancia y, en primer lugar, mostrarán menor estimación de la debida a la música, luego a la gimnasia, y como resultado de esto, vuestros jóvenes perderán todo su gusto. Entonces, la designación de los gobernantes recaerá en personas no muy aptas para guardianes, de acuerdo con la selección de linajes admitida por Hesíodo, pues se producirá entre vosotros la raza de oro, la de plata, la de bronce y la de hierro. Al mezclarse la de hierro con la de plata y la de bronce con la de oro, aparecerá una determinada diferencia, traducida en una desigualdad inarmónica que, al realizarse, traerá siempre consigo la secuela de las guerras y enemistades. He aquí la raza productora de la discordia, dondequiera que esta surja.

La metempsicosis: El relato de Er, el Armenio, originario de Panfilia:


Este hombre, muerto en la guerra, fue recogido a los diez días, junto con los demás cadáveres ya corrompidos, pero estando él intacto. Conducido a su casa para ser enterrado y dispuesto ya sobre la pira, volvió a los doce días y dio a conocer a los presentes lo que había contemplado en el otro mundo: “Después de abandonar el cuerpo dijo él-, su alma se había puesto a caminar con otras muchas hasta llegar a un paraje verdaderamente maravilloso en el que podían verse, en la tierra, dos aberturas relacionadas entre sí, exactamente enfrente de otras dos situadas arriba en el cielo. En medio se encontraban unos jueces que, luego de emitir su juicio, ordenaban a los justos que se dirigiesen hacia el cielo por el camino de la derecha, con un letrero colgado por delante en el que aparecía el fallo dictado; a los injustos, en cambio, les obligaba a tomar el camino de la izquierda, hacia la tierra, y provistos de otro letrero, colgado por detrás, en el que detallaban todas las acciones que habían cometido. Cuando le vieron adelantarse, le dijeron que él había de ser mensajero para los hombres de todas las cosas que allí contemplase, en razón de lo cual le invitaron a que oyera y observara lo que pasaba en aquel lugar. Y, en efecto, vio como por cada una de las aberturas correspondientes del cielo y de la tierra emprendían las almas la marcha luego de haber sido juzgadas, en tanto por la otra abertura de la tierra salían almas llenas de suciedad y de polvo, y por la del cielo bajaban otras almas enteramente puras. Todas daban la impresión, al llegar, de que provenían de un largo viaje, y dirigiéndose con regusto a la pradera como si allí les esperase una grata reunión, se saludaban unas a otras, cuantas eran viejas conocidas, y se preguntaban mutuamente, las del cielo por las cosas de la tierra y las de la tierra por las cosas del cielo. Unas, claro está, deploraban su suerte y prorrumpían en llanto al recordar cuántas y cuán grandes cosas habían sufrido y visto en su peregrinaje de un milenio por la tierra; otras, precisamente las que venían del cielo, alababan su bienaventuranza y expresaban su contento por las cosas hermosas e indescriptibles que habían contemplado. (…) Lo que nuestro hombre refería como fundamental era lo siguiente: cada alma sufría el castigo por las faltas cometidas, de tal modo que por cada una recibía una condena diez veces mayor que aquella y con una duración de cien años, que es el tiempo calculado para la vida humana; con ello, el castigo de su delito quedaba multiplicado por diez, y los causantes de gran número de muertes o traidores a las ciudades o a los ejércitos, que pudieran haber entregado a la esclavitud, o cómplices de cualquier otra calamidad, esos hombres, digo, se veían atormentados por unos sufrimientos diez veces mayores que los que habían cometido; cosa que, en la misma proporción, se otorgaba a los que habían sido justos y piadosos. En cuanto a los niños muertos al nacer y poco después de haber nacido, decía también otras cosas que no vale la pena mencionar. Para los acusados de impiedad, tanto hacia los dioses como hacia los padres, e igualmente para los homicidas a mano armada, establecía unos castigos todavía más severos. (…) Entonces, unos hombres salvajes y que aparecían envueltos en fuego, presentes como estaban y oidores del mugido, apresaban a unos y descendían con ellos, mientras a Ardieo [un tirano de Panfilia] y a los demás les ataban los pies, las manos y la cabeza, los echaban por tierra y los desollaban, y luego, llevándolos a la orilla del camino, los desgarraban sobre retamas espinosas, declarando a la vez a cuantos pasaban por allí por qué trataban de ese modo a aquellos hombres y se empeñaban en arrojarlos al Tártaro. Y continuaba diciendo que entre los muchos y variados terrores que les asediaban, superaba sin duda a todo el temor de que se reprodujera el mugido en el momento de la subida; por eso. Se apoderaba de ellos un gran contento si conseguían subir en silencio. Estos eran, pues, los castigos y las penas que se ofrecían e igualmente las recompensas a que podían aspirar. Después de descansar siete días en la pradera, cada una de las almas debía disponerse a partir de allí al octavo día. Cuatro días más tardes arribaban a un lugar desde donde podía contemplarse una luz que, cual una columna y semejante al arco iris, pero todavía más brillante y más pura que este, se extendía por todo el cielo y la tierra. Un día de marcha les permitía llegar a la luz y entonces contemplaban en medio de ella, los extremos de las cadenas del cielo, porque esta luz era su lazo de unión, que sujetaba toda la esfera celeste al modo como lo hacen las ligaduras de los trirremes. Desde esos extremos percibían como extendido el huso de la Necesidad, gracias al cual pueden girar todas las esferas. La rueca y el gancho de aquel eran de acero y su tortera, en cambio, comprendía una mezcla de acero y de otros materiales. (…) El huso mismo daba vueltas entre las rodillas de la Necesidad, y sobre cada uno de los círculos se mantenía una Sirena, que giraba con él e emitía una sola voz y de un solo tono; las ocho veces de las ocho Sirenas formaban un conjunto armónico. A distancias iguales y en derredor, se encontraban sentadas otras tres mujeres, cada una ocupando su trono; no eran sino las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con una especie de ínfulas; sus nombres: Láquesis, Cloto y Atropo. Las tres acompañaban en su canto a las Sirenas: Láquesis, recordando los hechos pasados; Cloto, refiriendo los presentes, y Atropo, previendo los venideros. Una vez llegados allí hubieron de acercarse sin demora al trono de Láquesis, donde un adivino procedía a la previa colocación de las almas y, luego de haber tomado del regazo de Láquesis unos lotes y modelos de vida, ascendía a una alta tribuna para proclamar: “He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras, va a dar comienzo para vosotras una nueva carrera mortal en un cuerpo también portador de la muerte. No será ser divino el que elija vuestra suerte, sino que vosotras misma la elegiréis. La primera en el orden de la suerte escogerá la primera esa nueva vida a la que habrá de unirse irrevocablemente. Pero la virtud no tiene dueño; cada una la poseerá, en mayor o menor grado, según la honra o el menosprecio que le prodigue. La responsabilidad será toda de quien elija, porque la divinidad es inocente.” Luego que hubo hablado, arrojó los lotes sobre la multitud de almas y cada una de estas recogió la que había caído a su lado, salvo el alma de Er, a la cual no fue permitido elegir. (…) Seguidamente el adivino arrojó a tierra y delante de ellas modelos de vidas que superaban con mucho al de almas presentes. Los había de todas clases; podía escogerse, pues, vidas de cualesquiera de los animales y de los hombres. (…) En esa coyuntura, querido Glaucón, el peligro, según parece, era grande para el hombre; de ahí que deba cuidarse sumamente, por encima de cualesquiera otras enseñanzas, el que cada uno de nosotros se dedique a la búsqueda y aprendizaje de todo aquello que le procure poder y conocimiento para distinguir la vida útil de la miserable; solo así podrá escoger siempre y en todas partes la mejor de las vidas posibles. (…) Conviene, pues, llegar al Hades con esta opinión fortalecida, para no dejarse dominar allí por el deseo de las riquezas y de los males y no caer también en tiranías y otros muchos hechos semejantes, causa de irremediables daños e incluso de sufrimientos todavía mayores. Habrá que elegir siempre una vida intermedia entre las extremas, huyendo en lo posible, tanto en esta vida como en la otra, de los excesos en uno u otro sentido. Por este camino puede llegar el hombre, en efecto, a alcanzar la mayor felicidad. (…) Este era el espectáculo digno de verse que nos refería Er, y en el que las almas, individualmente, efectuaban la elección de sus vidas; espectáculo que, por cierto, resultaba digno de compasión, a la vez que risible y admirable. [Confirmada la elección por las Parcas] Desde allí, sin que les fuera posible volver atrás, marchaba el alma hasta el trono de la Necesidad y bajo él pasaban sucesivamente tanto el genio como el alma e, igualmente, todas las demás almas. Y luego, todas ellas se dirigían a la llanura del Olvido, en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquel campo no se veía un solo árbol ni nada de lo que la tierra produce. Llegada la tarde, se reunían junto al río de la Despreocupación, cuya agua no puede ser contenida en ningún recipiente. Todas venían obligadas a beber una cierta cantidad e esta agua; pero había almas que procedían imprudentemente y, al beber más de la cuenta, perdían en absoluto la memoria. Y ocurrió después, cuando ya las almas se entregaban al sueño y era el tiempo de medianoche que un trueno y un seísmo turbo la calma, llevando de repente a cada una hacia un lugar distinto al de nacimiento y precipitándolas como si fuesen estrellas, Pero a Er se le había impedido que bebiera del agua y, no obstante, sin saber cómo había sido, encarnó de nuevo en su cuerpo y de pronto, levantando los ojos a cielo, viose muy de mañana yacente sobre la pira. Entonces despertó y refirió lo narrado.


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