jueves, 27 de abril de 2017

La memoria estremecida de un europeo militante: “El mundo de ayer”, de Stefan Zweig.


La insobornable independencia de criterio o la esencia del europeísmo: Stefan Zweig evoca el mundo que desapareció tras las dos guerras mundiales en unas memorias “de memoria”: El mundo de ayer.

Tras ver  hace unos días la decepcionante película de Maria Schrader, Stefan Zewig: Adiós a Europa, y habiéndome pasado toda la proyección recordando la lectura del libro de memorias que escribió poco antes de morir y que fue publicado póstumamente, El mundo de ayer, me ha parecido oportuno rescatar esa lectura -de la película he hecho crítica en mi Ojo Cosmológico- a cuyos subrayados me he ido, en principio, para afirmar la tesis del europeísmo cultural y político de un autor que defendió sus ideales y su independencia de criterio aun a riesgo de, como pasó en la Primera Guerra Mundial, volverse sospechoso para quienes celebraron con absurda e incomprensible alegría nacionalista aquella guerra de 1914 que pondría fin a un modo de vida que ya no habría de volver, porque las generaciones de entreguerras, tanto en el plano del comportamiento social como en el del arte, gracias a las Vanguardias, que ya iniciara el futurista Marinetti antes incluso de la Gran Guerra,  rompieron drásticamente con ese mundo anquilosado en el que nació el autor y en cuyos valores se formó; pero en cuanto he visto todo el “material” que quedaba fuera de mis subrayados, me he aplicado a una relectura urgente que he hecho con la misma pasión con que hice la primera, porque ahora rescato algunos aspectos a los que en la primera lectura les había concedido menor importancia. En estos tiempos convulsos en que, de nuevo, las demagógicas voces de los populismos de izquierda y derecha regalan los oídos de los escasamente formados y de los castigados cruelmente por la crisis económica, cuyas expectativas de mejora social son directamente proporcionales a los miserable trabajos con los que apenas se sobrevive hoy, en esta época, dicen, de recuperación…; en estos tiempos del Bréxit y de las muchas amenazas a diestro y siniestro contra la difícil Unión Europea, digo, no está de más rescatar una figura que jamás ha sido olvidada, pero cuyos valores europeístas merecen ser aireados incluso con entusiasmo, porque son ellos los que actuarán como antídoto contra quienes amenazan la vuelta fatal a los viejos nacionalismos cuya siniestra historia ensombreció nuestro continente durante demasiado tiempo. Zweig fue un divulgador de la mejor cultura europea, un hombre cultísimo, de pluma elegante, habitado por la tolerancia y partidario, siempre, del respeto, el diálogo y la cooperación internacional. Su obra de divulgación, de cariz biográfico, abarca obras fundamentales como La lucha contra el demonio, Tres maestros, su popularísimo Momentos estelares de la Humanidad, Erasmo de Rotterdam, el humanista europeísta a quien, posiblemente, se sintió más afín, y muchas otras que aún hoy se encuentran fácilmente en las librerías, lo que es prueba inequívoca del éxito definitivo de un autor. Llama la atención que, cerca de su muerte, anduviera trabajando en la biografía de quien, como Erasmo, mejor ha servido para definir al hombre de letras europeo por antonomasia: Michel de Montaigne, el Miguel de la Montaña que traducía Quevedo, quien con sus Ensayos define, de una vez por todas, el género de la autobiografía y convierte el yo íntimo, analizado hasta el más mínimo detalle, en historia pública. Es el único libro, desde que lo leí por primera vez, los Ensayos, que nunca ha abandonado mi mesita de noche. Los otros van cambiando, pero él siempre está ahí, a mano, a la vista, como un seguro de vida como la vida exige ser vivida. Se quejaba Zweig, en su exilio, de tener que escribir prácticamente “de memoria”, porque pocos fondos pudo consultar para su trabajo diario, antes de tomar la drástica decisión de cortar el hilo de su vida ante el equivocado juicio de que Hitler acabaría ganando la guerra. En la película hay una parte en la que visita a su exesposa y a las hijas de esta en Nueva York y le pide que lo ayude en la tarea de recuperar la memoria de una vida definitivamente perdida, poco antes de perder la propia. En este libro, Zweig nos habla del éxito de su prosa y de cómo el hecho de ser, como él dice, un lector impaciente, lo llevó siempre a no distraerse por desvíos que no añaden nada a la lectura, salvo enfadar al lector, ansioso de seguir con el hilo de la historia. Reflexionando sobre cuál fuera la especial virtud de sus libros, el autor confiesa lo siguiente: En definitiva, creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental. En una novela, una biografía o un debate intelectual me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Solo un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo. Y añade a continuación  algo que debería ser de cumplimiento obligatorio para cualquiera que emborrone folios en blanco: este método sistemático mío  consiste en excluir en todo momento pausas superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y solo doscientas se conserven como quintaesencia. Stefan Zweig recrea en sus memorias un tiempo sobre el que la novelística centroeuropea ha escrito con profusión y que él, dedicado en cuerpo y alma a la cultura y a la literatura, vivió única y exclusivamente al servicio de su pasión estética, formándose y forjándose como erudito (hasta cierto punto) y como escritor sin perder nunca la perspectiva de su pertenencia a una suerte de fratría continental que saltaba por encima de las fronteras y que lo llevaba a buscar y disfrutar de la amistad de creadores e intelectuales de cualquier país europeo, amistades de las que no renegó ni en los peores momentos de las exaltaciones nacionalistas que tantas relaciones rompieron en su momento, cuando, como él escribe,  amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes [derrotistas] (esta bella palabra acababa de ser inventado en Francia) eran los peores criminales contra la patria.  El corolario es implacable:  Ni siquiera vivir en el exilio es tan malo como vivir solo en la patria. Las memorias de Zweig tienen un prólogo en el que, al final, apostrofa a su memoria, a quien le pide que hable por él:  No guardo de mi pasado más que lo que llevo detrás de la frente, dice, ante la ausencia de cualquier documentación a la que acogerse para redactar sus memoria, y de ahí el apóstrofe: ¡Hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad! Lo que me trae a la memoria, por cierto, el título que Nabokov, otro apátrida insigne o escritor extraterritorial por excelencia, como lo definió George Steiner, les puso a las suyas: Speak, memory. A continuación, siguiendo estrictamente el hilo cronológico, va evocando los distintos periodos de su vida, desde la niñez sufrida en las instituciones escolares antivitales  -no recuerdo haberme sentido “alegre y feliz” en ningún momento de mis años escolares -monótonos, despiadados e insípidos- que nos amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida-, de cuyas imposiciones y perentorias exigencias autoritarias se escapó a través de la lectura hasta los primeros compases trágicos de la Segunda Guerra Mundial. Vienés de nacimiento, pero hijo de una italiana de Ascona, Zweig dibuja un retrato social de Austria que la convierte poco menos que una tierra meridional si comparada con la sombría y calvinista Alemania prusiana. Al decir suyo, los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio que, en vez de ser ‘eficientes’ y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitábamos con el teatro u las fiestas y, además, hacíamos una música excelente. En vez de la ‘eficiencia’ alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer-ir-delante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa. El caso de Zweig es el de una vocación estética y especialmente literaria que fue consolidándose desde las primeras lecturas de infancia y que nunca abandonó, ni siquiera cuando hubo de matricularse en la universidad, por la que pasó sin pena ni gloria y con alguna dificultad de la que su incipiente fama literaria lo libró: Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia,  y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier cosa sin tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto. En 1974 aún ese axioma era cierto, en mi propio caso particular, en una universidad por la que pasé sin que en los cinco eternos años de carrera me fuera dado estudiar autores de nuestra literatura como Unamuno, Machado, Valle, Lorca, Bergamín…Ser hijo de familia adinerada le permitió desde bien joven viajar por Europa e ir descubriendo la vida cultural de ciudades como Berlín o París, lugares donde fue abriéndose al conocimiento y trato de una nómina impresionante de artistas y pensadores de los que habla en este libro, amén de algunos cuya fama se constriñó a una época muy concreta que, por sus propias carencias, en un caso, o por otras circunstancias en otros, no traspasaron su época hacia la inmortalidad. Desde que, siendo niño, le fuera presentado Brahms y este le diera unos cariñosos toquecitos en la espalda, la devoción de Zweig hacia las grandes figuras y la suerte de haber tratado a muchas y muy grandes, como Freud, Rilke, Rolland, Thomas Mann. H.G. Wells, James Joyce, Paul Valéry, Arthur Schnitzler, Richard Strauss, Alban Berg, Auguste Rodin… constituye una fuente de anécdotas que convierten en una delicia la lectura de estas memorias tan vívidas y tan vividas. Está de más señalar la ausencia de cualquier exhibicionismo absurdo en una figura que puede codearse con todas las enumeradas, si bien el timbre de su gloria suena en un tono algo menor, y la prueba de ello es que quizás les dedica más espacio a autores completamente olvidados hoy y que, sin embargo, en su tiempo, tuvieron una nombradía que auguraba una uminosa posteridad. A pocos les serán familiares autores como Peter Hille, el poeta bohemio y sin ambición, y Rudolf Steiner, creador de la antroposofía, a los que tenía por sus “gurús” en su época berlinesa como miembro de Die Kommenden (los venideros), una tertulia de artistas que se reunían en un café de la plaza Nollendorf; o Léon Bazalgette, introductor de Walt Withman  y de Henry David Thoreau en Francia: Siendo el mejor de los franceses, era a la vez el antinacionalista más apasionado. Pronto nos hicimos amigos íntimos, casi hermanos, porque ni él ni yo pensábamos como patriotas, porque a los dos nos gustaba estar al servicio de las obras de los demás, con abnegación y sin pretender extraer de ello un provecho material, y porque valorábamos la independencia del espíritu como el primun et ultimum de la vida;  o el belga Camille Lemonier, autor de Un Mâle; o Bertha von Suttner, la célebre feminista y activista de la paz, autora de Abajo las armas -que ya me he autoobligado a hojear…- y principal responsable de la creación de los Premios Nobel, dada su amistad con Alfred Nobel; o Henri Guilbeaux, un activista de mediocre formación que fue salvado de una condena a muerte por traición a la patria por Lenin, quien lo hizo ciudadano ruso, y que edito, en Suiza, una revista Demain en la que colaboraron todos los del círculo pacifista suizo e incluso Lenin, Trtosky y Lunacharsky. Más amante de la polémica que de los planteamientos profundos, hubo de exiliarse de la URSS y acabó sus días olvidado y pobre en París. También, como oyros muchos intelectuales de aquella epoca, fue Zweig invitado a la Union soviética con motivo de un congreso-homenaje a Tolstoi, de quien Zweig había escrito una vibrante biografía. Con una delicadeza extraordinaria y un instinto narrativo sobernio, Zweig nos resume en unas breves líneas la impresion que sacó de aquella "nueva" sociedad gracias a un anónimo que halló en el bolsillo de su abrigo sin haber advertido quién lo dejo allí. En francés, la nota decía:  No olvide que, a pesar de todas las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas. No olvide que las personas que hablan con usted, por lo general no le cuentan lo que les gustaría contarle, sino solo aquello que se les permite decir. Nos vigilan a todos, incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice, su teléfono esta interceptado y controlados todos sus pasosZweig tuvo alma de coleccionista y su colección de autógrafos tuvo cierta importancia; de algún modo, ese espíritu coleccionista se advierte en el mimo con que evoca sus encuentros con gente importante, como el que tuvo con Joyce, cuando este le confiesa que, aunque escribe en inglés, no piensa en inglés, o que quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición. Para Zweig,  el resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que solo se liberaba en la obra literaria (…) Nunca lo vi reír ni de buen humor. Todo el libro está lleno de juicios de carácter artístico y, sobre todo, histórico, porque las páginas que dedica a ambas guerras mundiales merecen ser leídas con mucho detenimiento, porque en ellas confiesa, a la manera de Haffner, en Historia de un alemán, que tuvo la sensación de no ser consciente de lo que “realmente” estaba pasando en aquellos momentos, aun siendo una persona curiosa por lo que la rodeaba y volcada en planteamientos antimilaristas y antinacionalistas: Nada me parece más característico de la técnica y la singularidad de las revoluciones modernas que el hecho de que tengan lugar solo en unos cuantos puntos concretos dentro del espacio inmenso de una ciudad moderna y, por lo tanto, de que pasen completamente inadvertidas para la mayoría de sus habitantes. Por extraño que pueda parecer, aquel día histórico de febrero de 1935 yo estaba en Viena y no vi nada de los trascendentales acontecimientos que allí se produjeron y tampoco supe nada de ellos, nada en absoluto, mientras sucedían. (…) Soy un ejemplo de lo poco que un contemporáneo de hoy sabe de los hechos que cambian la faz del mundo y su propia vida, si no es que por casualidad se encuentre en el lugar donde ocurren. Ello no impidió que como escritor judío y de cierto renombre sufriera las consecuencias de la oleada antisemita que despertó el nacionalsocialismo y que tuviera, como tantos otros, que dejarlo todo atrás, con el dolor de ignorar el destino final de sus bienes culturales de los que se sentía usufructuario, que no propietario, y cuyo destino previsto eran los museos y las universidades. De las páginas dedicadas a las penurias de las guerras, quiero destacar, aunque no puedo transcribirlas por su extensión, las que dedica a la época de la inflación en Austria, menos conocida, pero igualmente terrorífica, que la sufrida por los alemanes en el periodo de 1921 a 1923, cuando se contaba por millones de marcos el precio de una barra de pan o un tíquet de metro. La vívida y fenomenal descripción que hace Zweig de aquellos tiempos de miseria, estraperlo, abuso, hambre y frío en Salzburgo, donde compro una casa, me parecen antológicas, sobre todo por lo que tienen de relativa novedad, ya digo, frente a la megainflación alemana, sobre la que se conoce prácticamente todo. En tiempos previos a la Segunda Guerra Mundial, llama la atención el relato de su colaboración como libretista con Richard Strauss para la ópera La mujer silenciosa, una obra sobre cuyo estreno, dada la condición de judío de Zweig, hubo de decidir el mismísimo Hitler, lo que llenó de orgullo vindicativo al escritor vienés, al ver que el dictador hubo de claudicar ante el gran compositor, al que mimaba como un “activo” de su régimen, quien impuso la condición de que el nombre de Zweig apareciera en el cartel anunciador de la obra, en una época en la que todos sus libros, que habían tenido amplísimo eco lector, habían sido prohibidos. Como él mismo escribe: Amigos de todas partes me instaban a protestar públicamente contra la representación de la ópera en la Alemania nacionalsocialista. Pero, en primer lugar, me repugnan por principio los gestos públicos y patéticos y, en segundo lugar, me resistía a crear dificultades a un genio de la categoría de Richard Strauss, un autor con quien trabajó durante tres años, a lo largo de los cuales solo recibió amistad, consideración y coraje en defensa de su participación en la ópera. De ahí le vino la fama de “tibio” o “indeciso” que él, Zweig, dice compartir honrado con Erasmo, de quien se consideraba humilde discípulo. Estoy convencido de que Pere Gimferrer habrá leído muchas páginas de estas memorias como si fuesen suyas, porque, a menudo, me ha parecido que era él quien las escribía, como las dedicadas a la dinastía de los Habsburgo, al suceso de Mayerling, por ejemplo, el asesinato del príncipe hereero Rudolf, a quien Zweig  consideraba un hombre de talante progresista y de enorme simpatía personal. Al fin y al cabo, a  aquella época de transición del viejo mundo al nuevo que fue el periodo de entreguerras, le dedica Gimferrer muchas páginas de su notabilísimo Dietari.

2 comentarios:

  1. ¿cómo iba a caber en una película? No cabe el mar en un vaso de agua
    Un saludo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Algunas gotas de emoción han cabido, pero no han hecho ni charco donde ver el reflejo de tamaño espíritu ilustrado.

      Eliminar