viernes, 10 de enero de 2014

Vidagrafía hablanera de Guillermo Cabrera Infante

                       
                                                                   
     Entre los facts y la fict de Guillermo Cabrera Infante pósthumo: Cuerpos Divinos y La ninfa inconstante

Con escasos dos años de diferencia salieron a la luz pública las dos primeras obras póstumas de Guillermo Cabrera Infante: La ninfa inconstante y Cuerpos divinos.  Ambas publicaciones forman parte del abundante material  que su mujer, Miriam Gómez, en calidad de albacea literaria, va administrando como ella cree oportuno. Estas dos primeras publicaciones, que ahora criticamos juntas, pero que han sido publicadas con dos años de diferencia, La ninfa inconstante en 2008 y Cuerpos divinos en 2010,  son representativas de la obra total de Cabrera Infante, pues se manifiestan en ambas características esenciales de su producción literaria y ensayística. Desde la absoluta fidelidad al contenido autobiográfico de Cuerpos divinos construye Cabrera Infante una obra narrativa, La ninfa inconstante, en que se exhibe la arraigada tendencia conceptual, barroca, que caracteriza la prosa del escritor cubano, si bien de ese conceptismo estilístico y compositivo hablaremos más adelante.
Guillermo Cabrera Infante cuenta en Cuerpos divinos su carrera profesional como periodista –esos fueron sus estudios, tras abandonar la carrera de medicina una vez que le fue imposible superar el impacto del contacto con los cadáveres para las disecciones– en la revista Carteles, de la que llego a ser Jefe de Redacción, cargo con un poder cultural añadido nada despreciable. En la revista entra, sin embargo, como Jefe de Corrección, tarea en la que debió de forjarse buena parte de su estilo y de su obsesión por los juegos lingüísticos, pues las erratas tipográficas son una fuente inagotable de ellos. De hecho, su primer trabajo literario publicado, precisamente en Carteles, cuando tenía 18 años fue una suerte de parodia literaria de Señor Presidente, de Asturias, cuya influencia vanguardista –con todo lo que tiene la Vanguardia de pasión por el juego verbal– no puede menospreciarse. Con todo, la labor profesional de Cabrera Infante estuvo orientada hacia la crítica cinematográfica, de la que fue un consumado especialista y un espectador infatigable, un cronista, como él se consideraba a sí mismo, que nos ha legado libros dedicados a su métier tan importantes como Un oficio del siglo XX, Cine o sardina y Arcadia todas las noches.
Apenas se comienza a leer ambas obras, van apareciendo en una y otra las líneas maestras de toda su obra literaria, ensayística y autobiográfica. Que Tres tristes tigres (TTT para el autor) y La Habana para un infante difunto son obras de indudable raíz autobiográfica, más que novelesca, nadie lo pone en cuestión. Cuerpos divinos, ahora, se suma a ellas para formar lo que podríamos denominar Trilogía de la Habana –sin descartar que la iconoclastia de Cabrera Infante quizás hubiera llegado a titularla Triduo de la Habana– y que, en el futuro, es probable que se nos ofrezca en una edición conjunta, uno de esos libros-objeto con su estuche de cartón y una presentación acorde con la importancia y la calidad del contenido.
 Lo sorprendente del asunto es que, salvo TTT, que es la que formalmente más se acerca al género de la novela, la trilogía constituye una autobiografía portentosa y de ineludible lectura para todos los lectores amantes de Cuba, de su historia reciente y, sobre todo, de La Habana. Cuerpos divinos contribuye con una energía avasalladora, porque hay algo de torrente en el modo como se va desarrollando la acción ante los ojos del lector, a la creación mítica de una ciudad que, ya para siempre, estará asociada a Guillermo Cabrera Infante, del mismo modo que Dublin lo está a Joyce,  Nueva York a John Dos Passos, Madrid a Galdós, Londres a Dickens o Lisboa a Pessoa. De hecho hay una similitud de carácter estilístico entre Manhattan Transfer y TTT sorprendente, porque ambas son novelas para ser escuchadas, más que para ser leídas, dada la especial atención que les prestan, ambos autores, a las hablas peculiares de los habitantes de dichas ciudades. En Çuerpos divinos, un brillantísimo, sólido y contundente ejercicio de memoria –de la que el autor se ufana al hablar de los momentos imperecederos que vivió y que guarda conservados todavía en la memoria.(“Nada se pierde para un escritor”)–, Cabrera Infante abandona en gran medida las veleidades estilísticas que de siempre han caracterizado sus obras y nos entrega un relato autobiográfico pero también una crónica social y política, incluso hasta puntillosa, de la época de la caída de Batista y el triunfo de la Revolución, extendiéndose, de forma breve, hasta el momento de su exilio, primero pactado, como asesor cultural en Bruselas, y después obligado, a causa de la exhibición pública de su oposición al Castrismo en 1968, por lo que se refugia políticamente en Inglaterra, después de que Franco se lo impidiera hacer en España, donde vivió unos meses antes de instalarse definitivamente en Londres.
Dada la condición de conspicuo militante anticastrista de Cabrera Infante y el peso que la crónica política tiene en Cuerpos divinos, habrá quienes cojan el rábano por las hojas y echen en el cajón de sastre del anticastrismo esta obra, como si hubiera nacido de un espíritu panfletario, en vez de hacerlo de un espíritu libre como pocos, como lo definió su gran amor, Miriam Gómez, con la lacónica y feliz exactitud de un verso de José Martí: “Murió sin patria, pero sin amo”. Cuerpos divinos es, sin embargo, la vivencia humana individual de un tiempo histórico concreto, expresada, además,  con una sinceridad rayana en la fidelidad patológica a la verdad y a la exactitud, que son extraños mimbres para una confección novelesca, pero indispensables para una autobiografía que, en ningún momento se presenta como autoficción, según definiera el género Doubrovsky. Ninguna referencia personal se enmascara o se esconde, al menos en lo tocante a la parte política del libro, y sí se silencian algunos nombres, con impecable lógica narrativa, en la parte amorosa de ese contrapunto constante que es la estructura formal de la obra. Ello permite al lector, cuando la parte política ocupa el primer plano, seguir con creciente interés las andanzas revolucionarias y contrarrevolucionarias que se suceden página tras página con una fluidez hipnótica.
 De las páginas de Cuerpos divinos emerge una visión de los líderes de la revolución que la Historia ha confirmado a posteriori y que, en aquellos primeros años, aún “de gracia”, Cabrera Infante intuye y corrobora con una lucidez que llega a la presciencia, quizás porque sus únicas ataduras eran con su propia conciencia y con su fidelidad a la propia dignidad. Para rehuir el panegírico –que tantos lacayos (“lo callo” es la divisa del lacayo…) convierten en pane lucrando en el seno de cualquier proceso revolucionario–, podríamos decir que esa visión anticipatoria de Cabrera Infante tampoco tenía mucho mérito, sobre todo a la luz de los retratos hirientes que nos ofrece de algunos “padres” de la revolución: Nos encontramos con un hombre de mediana estatura, de barba completa aunque rala y con un gran parecido con Cantinflas. Usaba boina y fumaba un puro: era el Che Guevara; a Castro lo presenta como un pistolero de bandas juveniles que siempre llevaba, en sus años jóvenes, la pistola al cinto cuando coincidían en una tertulia literaria en la que el futuro liberticida se limitaba a oír respetuosamente; de Armando Hart, ministro de educación, nos recuerda que hablaba con sus eses escupidas de siempre que lo acercaban, junto con su fofa mano al estrechársela, a un mongoloide: “Tenemos que intimidar con Venezuela y tenemos que intimidar con México y con Colombia”; y de la producción intelectual del nuevo poder revolucionario llega a una conclusión desalentadora e igualmente  premonitoria: Al poco rato Orlando Pérez me trajo unas cuantas páginas, escritas malamente a máquina y con peor redacción que escritura. Intenté arreglarlo pero era un trabajo inútil: la sintaxis directorial era endiablada.  Y endiablada, además de prolija, que es calificación piadosa para los eternos sermones del Máximo Líder –titulación, paradójicamente, de inequívoca estirpe orwelliana–, sigue siendo, a fe.
Cabrera Infante narra en Cuerpos Divinos el papel activo, protagonista, que tuvo como impulsor, junto a Carlos Franqui – posteriormente también exiliado (en 1968)–, del diario Revolución, hoy Granma, y de la innovadora revista literaria Lunes de Revolución, cuya amplitud de miras y tolerancia no tardó en hacerse sospechosa para los emergentes neoinquisidores revolucionarios estalinistas. De hecho, el contencioso cultural que acabó con la salida de Cabrera Infante de Cuba tuvo su origen en un documental filmado por Sabá Cabrera –su  hermano– y Orlando Jiménez: P.M.  Se trataba de un película en que se recogía el modo de divertirse de los trabajadores cubanos en  la alegre y liberal noche cubana, sin ninguna apostilla ni intervención que pudiera presentar tal realidad como un ataque al nuevo Estado. La prohibición de su exhibición por el nuevo régimen supuso el principio del fin de la colaboración de  Cabrera Infante con el nuevo régimen político. Más adelante, cuando apareció TTT, Cabrera Infante dijo que su novela había nacido como un intento literario de rescatar aquella aventura cinematográfica.
Un rasgo caracterizador de Cuerpos divinos es la distancia geográfica e histórica desde la que está escrita la novela y que el autor destaca en alguna ocasión, sobre todo cuando reflexiona sobre algunos aspectos costumbristas de la ciudad. El narrador de Cuerpos divinos es consciente de que escribe desde el exilio, desde la falta de contacto con la realidad geográfica y humana de la ciudad; de que la suya es, ante todo, una aventura de la memoria, del recuerdo, y que de lo que se trata es de respetar la fidelidad a toda costa, de no sustituir –suplantar, en realidad– los fallos de la memoria con la invención. Desde el exilio, es evidente que la recreación de sus recuerdos sigue un derrotero muy distinto del que hubiera podido haber tomado de seguir aún formando parte de la ciudad y de su historia. Se aprecia en pequeños detalles de la escritura que dejan entrever el auténtico drama que hay detrás de esas reflexiones amargas: Se me ocurrió ir a verla en la peor noche del año, cuando un temporal inundaba las calles y parqueé (si éste fuera otro libro habría dicho en cubano parquié) junto al cine La Rampa y me baje corriendo para entrar en La Gruta con un golpe de agua de viento que casi me abolían. El  paréntesis del autor marca, gráficamente, esa separación del narrador de la realidad que le ocupa, le preocupa y le apasiona. No se trata, así pues, del libro que debería haber escrito, sino del que las circunstancias -¡tan adversas!– le han permitido escribir. Junto a la nostalgia de lo que podía haber sido, la inequívoca referencia a Mallarmé aparece, por si las moscas, para marcar su propia  tradición individual, ubicándose en esa tierra de nadie de la verdadera literatura, la que no se debe ni al espacio, ni al tiempo, ni a la Historia, sino al lenguaje con el que se construye un idiolecto, a fuerza de diferenciarse del uso común de la lengua.
La cuestión genérica es algo que suele preocupar poco a los lectores, mucho a los críticos y nunca se sabe cuánto a los escritores, a quienes incomoda, a veces, y desasosiega, otras, no saber exactamente qué están escribiendo, si una novela, un autobiografía, una crónica histórica, un reportaje periodístico o algo inclasificable. Cabrera Infante resuelve esas dudas al afirmar que estas páginas debían llamarse los años de aprendizaje y no de otra manera. Estaríamos, pues, ante un ejemplo más del clásico bildungsroman,  género propio de la novela alemana que se inicia con el Wilhem Meister de Goethe; pero Cuerpos divinos va bastante más allá de ese marco genérico cuyo contenido se ciñe al periodo de aprendizaje, aunque también éste, en las vertientes emocional y sexual, sobre todo, forme parte de la novela, porque el tiempo cronológico que cubre la novela va del año 1957 al 1961. De un personaje con 28 años cumplidos en el momento de iniciarse la acción, bien podríamos decir, por otro lado,  que ha superado ya con creces el periodo de formación. Otra cosa es que Cabrera Infante se haya considerado siempre un adolescente, sobre todo en lo relativo al amor y al sexo, pues políticamente salió, por circunstancias familiares, muy pronto del cascarón: Mi actitud fue por supuesto adolescente, pero yo he sido siempre adolescente y creo que de ese estado pasaré a ser un anciano, no más sabio pero sí sin duda más viejo. Lo que él calla por lógica modestia es que sí envejeció más sabio, al menos literariamente, porque Cuerpos divinos es una obra de prodigiosa factura, compuesta por un contrapunto de pasión y política que enreda al lector en una tupida red de episodios, personajes, ambientes, atmósferas, digresiones y confesiones cuyo marco espacial cobra una insólita vida. El autor es muy consciente de ello cuando hace hincapié en que el hombre es un animal geográfico. La historia no es más que geografía en movimiento. De ahí el esfuerzo por preservar de las ofensas del tiempo, de la ignorancia y del totalitarismo  la riqueza singular de una vida tan atractiva como la de La Habana, con la  que el puritano régimen castrista acabó.
La Habana que emerge de Cuerpos divinos, prodigiosamente conservada por Cabrera infante, constituye ya un espacio mítico, en todo idéntico al Berlín de entreguerras, por ejemplo, o al Londres de la psicodelia, tan caro a Cabrera Infante. El mundo caribeño de la ciudad, lleno de sensualidad, música, pasión, ingenio, inconformismo, locuacidad y una capacidad infinita para soportar los malos gobiernos y las adversidades individuales, exorcizándolos mediante el humor, retratan una ciudad de La Habana en la que los hablaneros ocupan la geografía con toda la verdad de  sus virtudes y sus defectos. No se margina el propio Cabrera Infante  de ese retrato pretendidamente objetivo, pues es ejemplar el fuste ético con que fustiga su propio egoísmo, y la imagen despiadadamente imparcial que de sus debilidades y miserias ofrece en la obra, como se refleja cuando nace su segunda hija: A mediados de agosto nació mi segunda hija y yo no estaba en la clínica cuando sucedió; andaba detrás de Ella, celoso como un guardián, celándola, buscándola, tratando de encontrarla sin hallarla propiamente. Ella no es otra, en Cuerpos divinos, que Miriam Gómez, quien a buen seguro debe de haber leído esas líneas como una auténtica declaración de amor; la Ella que le abre a una experiencia de la sexualidad que va más allá de los modos primitivos de concebirla con los que había convivido hasta entones: Fue entonces que por primera vez Ella mencionó la palabra coco, que a mí me pareció, entre el alcohol, exótica pero que era solamente una forma popular de aludir a la imaginación: "¿A ti no te gusta hacer coquitos?", me preguntó ella, y como no entendí me explicó que era pensar en cosas sexuales, aunque no lo dijo con todas esas letras: en una palabra, imaginaciones sexuales.
  Otra historia es la presencia patética en Cuerpos divinos de su primera mujer, Marta Calvo, a quien recurre como refugio sexual tras sus fracasos extramatrimoniales, pero con quien nada tiene en común salvo que él la considera su talismán: Cabrera Infante estaba convencido de que su primera mujer le había traído suerte, y de que gracias a ella había podido orientar su vida hacia el éxito profesional, por eso no quería ni plantearse la posibilidad de divorciarse de ella. Devoto seguidor de sus supersticiones, según su propia confesión, a éstas puede achacárseles la responsabilidad de buena parte de su biografía, tanto la revelada en Cuerpos divinos  y en La ninfa inconstante como en la que aún dormita en la caja fuerte de un banco, aguardando su momento editorial oportuno.
Cuerpos divinos no será la última obra de Cabrera Infante que se publique, pero sí se puede afirmar que es la obra “de toda una vida”, porque desde 1961en que la comenzó  hasta el año 2005 en  que murió, el proceso de escritura, aunque continuamente interrumpido por otros proyectos, ha sido constante, e incluso de él se ha desgajado alguna parte que ha acabado adquiriendo una personalidad novelesca, como es el caso de La ninfa inconstante.
En el año 1976, en la entrevista que le hizo Soler Serrano para el programa A fondo de Television Española, Cabrera Infante confesaba que llevaba escritas 500 páginas de Cuerpos divinos y que “sólo iba por la mitad”, lo cual significa que la labor de edición del original ha de haber sido muy importante, quizás decisiva. Ello nos llevaría a problemas textuales de notable envergadura, puesto que la selección final  de un material tan extenso, en el caso de que el original se extendiera hasta las 1000 páginas anunciadas por el escritor, implica un alto grado de responsabilidad en la autoría de la obra. En cualquier caso, el resultado final que el lector tiene en las manos es muy satisfactorio, sobre todo por la agilidad con que se sigue el preciso contrapunto de la peripecia amorosa y política  del autor.
Cuerpos divinos es una autobiografía en la que la vida íntima del autor aparece explicada con un grado de sinceridad que a mí me ha hecho recuperar la misma sensación que tuve al leer la autobiografía de Juan Goytisolo, quizás su mejor obra, junto con  Reivindicación del Conde Don Julián, no menos autobiográfica que Coto Vedado y En los reinos de Taifas. La aparición del autor como personaje del narrador, manteniendo la identidad común de las tres personas –como exigía Lejeune que sucediese para poder hablar de autobiografía con absoluta propiedad–, constituye un desvelamiento de sí mismo realizado con la valentía de quien se ofrece al escrutinio público con una exigencia ética de veracidad que gratifica al lector a lo largo de todo el libro. En ningún momento decae nuestro interés por las andanzas habaneras y hablaneras de ese “adolescente” enamoradizo, lleno de literatura, de películas y de música a quien le toca vivir un momento histórico cuya trascendencia universal otorga al libro un interés aún mayor del que la propia capacidad artística del autor es capaz de crear con su estilo preciso, íntimo y despojado de cualquier veleidad literaria. De hecho, hay una crítica implícita a las obsesiones estilísticas del personaje, consideradas como un rasgo de su particular personalidad que lo acercan a la banalidad tanto cuanto lo alejan de la bandería; que lo retratan como habitante de un mundo propio en el que no parecen tener cabida los acontecimientos históricos, a juzgar por la declaración de principios que incluye en Cuerpos divinos y que aparece también, de otra forma, en La ninfa inconstante: Me hablaron del estado del país les dije que la única guerra civil que conocía era la individual –y era verdad. Tanto como era verdad que las mujeres eran mi campo de batalla; si bien esos acontecimientos históricos acabarían “engulléndolo”: yo había intentado olvidarme de la política aunque fuera por un día, pero he aquí que ella volvía a entrometerse en mi vida, que es reiterada expresión común para cambiar de tema, para pasar de la vida amorosa a la lucha política, en ese contrapunto que ya hemos dicho que estructura el contenido de Cuerpos divinos, frases de paso a las que recurre, incluso acercándose al modelo expresivo del folletín o del bolero, retóricas a las que fue afecto Cabrera Infante: la política volvió a irrumpir en mi vida por los caminos más inesperados.
 Curiosamente, son más las referencias cinematográficas y musicales que aparecen en la obra que las literarias, como si el autor hubiera vivido de espaldas a la literatura o ésta no hubiera contribuido a su formación sino en una exigua parte. El amor de Cabrera Infante por el Jazz y la música tradicional cubana, especialmente el bolero, me han hecho reflexionar sobre un punto que no tardará en plantearse a nivel editorial, con el reciente auge de los e-book. Las continuas referencias jazzísticas o a la música popular cubana de Cabrera Infante, auténtica banda sonora de su autobiografía, ¿no implican la necesidad de una edición en e-book que permitiera vínculos instantáneos a esas referencias para simultanear su audición con la lectura, de lo que se derivaría un disfrute mayor de la obra? Yo lo he hecho, con el auxilio de YouTube, y al margen de corroborar la mayor intensidad del placer de la lectura, lo que he echado de menos ha sido la instantaneidad que permitiría el formato digital. Será otra manera de editar y también de leer, pero, sobre todo las autobiografías, biografías y memorias, e incuso los libros de Historia o hasta algunos ensayos, no podrán volver a leerse ya como antes, si se leen como los nuevos soportes permitirán hacerlo en el inmediato futuro. Escuchar el saxo profundo de Sonny Rollins en Poor Butterfly, la guitarra de Reinhardt y el violín de Grappelli en J’attendrai swing o la experiencia humana que supone escuchar cualquier canción de Lady in Satin de Billie Holiday, como You don’t know what love is, constituye no un complemento de la lectura, sino una recreación adecuada de las vivencias profundas del autobiografiado. Y lo mismo cabría decir de La Freddy (Fredesvinda García Valdés), protagonista de TTT, con su voz honda, cavernosa, entonando el Bésame mucho,  o de cualquier composición de Numidia Vaillant, Ela O’Farrill, Pío Leyva, Beny Moré o Pedro Junco, por ejemplo.
Parte importante de Cuerpos divinos es la crónica sociocultural de La Habana de la que Cabrera Infante, dada su posición en la revista Carteles y sus relaciones con la intelectualidad y la política, tiene conocimiento, para recreo y disfrute del lector. Destaco dos episodios: el relativo a Hemingway y el que nos habla de Lezama Lima. Se trata de dos escritores antagónicos: un escritor popular y un escritor secreto. El ácido retrato del primero, un tirano con enorme poder (Si hay algo que odio es la gente consciente de su importancia, sobre todo cuando son importantes, concluye Cabrera) y no poco ingenio: ¡La corriente del golfo es la última tierra virgen!), contrasta con el del desvalido asmático que, acabado el régimen de Batista se queda sin la pensión gracias a la cual subsistía. Cabrera Infante será quien proponga a las nuevas autoridades que no sólo se la respeten sino que se la dupliquen, teniendo en cuenta que puede ser considerado una “gloria nacional”, lo que le deparó la gratitud eterna del imponente poeta asmático: El poeta Lezama Lima llegó en su perorata a aludir al Sturm und Drang pero en su pronunciación cubana dijo claramente Strungundrán, que desde entonces fue el nombre que tuvo para mí. Lezama Lima sería el Gran Strungundrán y sus discípulos (los del grupo Orígenes) los strugundros.
Al lector devoto le producirá un gran deleite tener a su disposición, como le ha pasado a este crítico, la misma historia en dos versiones,  una factual, por así decirlo, parte indispensable de su autobiografía, y la otra ficción, reescritura estética de aquélla. Para mí no hay duda: la versión de las memorias es infinitamente superior a su reconstrucción literaria. Y enseguida explico por qué.
Tal como está construida la novela, La ninfa inconstante se presenta como un monólogo apabullante, aun a pesar de su apariencia dialógica, pues el oscuro objeto de pasión del protagonista no cumple, en esos diálogos, más función que la fática. A la ninfa se le reserva la exclusiva función de asentir y amenizar –izar amenes como banderas de rendición ante la combatividad narcisodialéctica del autor y narrador y autolector y corrector y espectador de su propia historia– con el silencio distante de su misterio, inaccesible para la pasión del autor. Hay quien ha relacionado la novela con la Lolita, de Nabokov, pero, salvando la atracción que siente el hombre adulto por las ninfas, hay un abismo entre una y otra. Mientras la culta ironía enciclopédica de Nabokov compone un atormentado personaje inolvidable, Humbert Humbert, ni el narrador ni la protagonista de La ninfa inconstante tienen entidad para seducir al lector de modo que su historia se convierta en una historia inolvidable. Antes bien, tengo la impresión de que esta extracción de material biográfico de Cuerpos divinos se estrella contra el manto de literaturización con que Cabrera Infante ha revestido este episodio de su biografía que con tanta contención, precisión psicológica, deslumbrante atmósfera y seductor marco social ha escrito en Cuerpos divinos.
El narrador de La ninfa inconstante nos habla de la obsesión como de la pasión dominante en nuestra breve vida juntos, pero, a la vista de cómo la aborda, más podría hablarse de una obsesión filológica que propiamente carnal o sentimental. Cabrera Infante parece haber construido  La ninfa inconstante desde la logorrea,  esa  logomaquia que es consustancial al quehacer narrativo de Cabrera Infante, y ello hasta el punto de convertirse en su queser. ¿Qué sería, en efecto (y en afecto) de él, si no tropezara, para regocijo de sus lectores habituales y desesperación de la protagonista de La ninfa inconstante, en las decenas de calambures –nada que ver con los calambres burgueses, sino con el cálamo burlesco– que actúan como motivos dinámicos de sus obras, y de esta novela en particular?
El autor es consciente de esa irrefrenable y singular  tendencia creativa, como no se recata de manifestar explícitamente en el seno de la narración: Comprendí que se había pintado parapintado para la guerra. Ella quería batalla pero a mí me pareció una mascaramuza. (Es que no puedo, no puedo evitarlo.), si bien lo hace con una compungida confesión de su imposibilidad de renunciar al juego verbal que ha definido no sólo su obra, sino también su vida, pues el autor confiesa en Cuerpos divinos que él y sus amigos eran muy amigos del chistoseo: nosotros en Cuba, o al menos mis amigos, hacíamos un chiste de todo: aun de la más dolorosa realidad, así trascendíamos lo terrible del problema por medio de la risa. Si bien cuando el periodista Joaquín Soler Serrano –recientemente  fallecido– lo entrevistó en el memorable programa A fondo, en el año 76, Cabrera Infante ya había sufrido un colapso nervioso postexilio –un caso evidente de TEPT (Trastorno por estrés postraumático)– del que emergió como un ser taciturno para quien la risa casi era algo ajeno, así como la locuacidad, por increíble que parezca. Con todo, Guillermo Cabrera Infante nunca perdió su acerado sentido del humor, como lo prueba su última contribución periodística, publicada, una semana después de su muerte, en El País: La Castroenteritis aguda. Estoy convencido de que a Cabrera Infante le hubiera parecido un prodigio de bienhumorada inventiva que el suplemento de cultura de La Nación, de 30 de agosto del presente año, titulara su obra “La ninfa instante”, que lo hubiera celebrado e incluso que le hubiera hecho reflexionar sobre si no hubiera podido ser un título más apropiado que el escogido por él. Al fin y al cabo, Miriam Gómez confesó que su marido lo había tomado, mejorándolo, claro, de una insufrible película (“ñoña, de niñas, dice Ella que dijo un resucitado G.Cain del film, aunque la aliteración aparece también en las páginas de La ninfa) de Maurice Chevalier y Joan Fontaine: La ninfa constante.
A pesar del entusiasmo lingüístico y citador (habla de su novela como una casa de citas) con que el autor aborda su narración, una  frialdad chocante se apodera enseguida de la narración, desdibujando la atracción que siente el autor y reduciendo a escombros el edificio del misterio encarnado por la niña-mujer. La preeminencia de la Literatura frente a la vida acaba destruyendo la posibilidad de una reescritura de la Nadja de Breton, del amour fou surrealista, y nos ofrece, en su lugar, un vademécum de las referencias literarias del autor, amenizado por los aciertos expresivos –no todos, ni todos en igual medida– de su ingenio sabichoso, que es una de esas voces cubanas que inundan tanto esta novela como la autobiografía y que les confiere, a ambos textos, una verdad vital que ayuda a perfilar el mito hablanero al que Cabrera Infante fue devoto durante toda su existencia.
De hecho, el autor declara en la novela la posición dominante de su pasión literaria frente a la desconcertante relación con un misterio adolescente cuya evolución final sorprende tanto al lector como al propio protagonista: su ninfa se revela lesbiana –o castigadora, que es como  las llamaban en La Habana de la juventud del autor– y le confiesa que ha sido él quien le ha hecho descubrir su verdadera condición, quien la ha ayudado a descubrirse a sí misma: Ella no negaba la vida pero tampoco la afirmaba. Para mí, la literatura era más importante que la vida. O era, en todo caso, la forma de la vida. Para ella no había más que indiferencia y aburrimiento. Es decir, vacío, el vacío. Pero ella vivía y yo sólo miraba verla vivir y sufría, al principio. Después como ahora, sólo sonreía –o me reía dentro de mí. De todo ello se infiere que, en cierta manera, el intento del autor consiste en rescatar aquel ver vivir que fue en realidad su vida, su única vida, durante un verano.

Con yo tengo mi memoria –final que serviría igualmente para Cuerpos divinos–  cierra el autor el libro, no sin antes, con impecable coherencia, enmendarle la letra al bolero “Veinte años” de la cantante y compositora María Teresa Vera: “Qué te importa que te ame/ si tú no me quieres ya./ El amor que ya ha pasado/ no se debe recordar.”  Cabrera Infante reescribe los dos últimos versos para poder combatirlos con total coherencia y los convierte en: “el tiempo que ha pasado/no se puede recobrar”. Y digo combatirlos porque, siendo cierta la sentencia impostora, de raíz heraclitiana,  La ninfa inconstante constituye un intento a medias logrado de recobrar un episodio de la vida del autor que le hizo compañía cincuenta años y le exigió una plasmación novelesca. No fue aquella obsesión fría la más adecuada historia para escribir un bolero, pero no es menos cierto que algunos de estos sí que constituyen la banda sonora original de una historia de final tan sorprendente.

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