Todo el mundo sabe cómo se construyen las reputaciones en este país de todos los demonios, y todos sabemos lo que hay de cuento sin fin en el abanico de imposturas con que tantos y tantas (montaditos en la pátina de la consagración) se dan unos aires que devienen tufo, hedor y náusea corolaria en los avezados y sufridos lectores a los que una y otra vez, desde el mundo editorial, se les intenta dar podrido gato nauseabundo por prieta liebre rozagante. ¡A otros perros con esos huesos osteoporósicos! Quien advierta resentimiento en mis palabras, no yerra. Quien comparta la indignación, entra en la categoría de los justos. Hay tanta necedad impresa en este país, que necesitaríamos un siglo de reeducación estética y moral para curarnos de ella. Supongo que las editoriales son negocios que tienen derecho a prosperar, pero, en estos oscuros tiempos de mixtificaciones y agit prop, los lectores tenemos derecho a exigir claridad, que se distinga nítidamente entre el negocio y el ocio, entre lo venal (y banal) y lo cordial, entre el pasatiempo y la cultura, en vez de fiar los editores su suerte al totum revolutum del tópico río revuelto donde naufraga nuestra esperanza lectora.
sábado, 2 de junio de 2012
De Castilla del Pino a Polo de Medina
Todo el mundo sabe cómo se construyen las reputaciones en este país de todos los demonios, y todos sabemos lo que hay de cuento sin fin en el abanico de imposturas con que tantos y tantas (montaditos en la pátina de la consagración) se dan unos aires que devienen tufo, hedor y náusea corolaria en los avezados y sufridos lectores a los que una y otra vez, desde el mundo editorial, se les intenta dar podrido gato nauseabundo por prieta liebre rozagante. ¡A otros perros con esos huesos osteoporósicos! Quien advierta resentimiento en mis palabras, no yerra. Quien comparta la indignación, entra en la categoría de los justos. Hay tanta necedad impresa en este país, que necesitaríamos un siglo de reeducación estética y moral para curarnos de ella. Supongo que las editoriales son negocios que tienen derecho a prosperar, pero, en estos oscuros tiempos de mixtificaciones y agit prop, los lectores tenemos derecho a exigir claridad, que se distinga nítidamente entre el negocio y el ocio, entre lo venal (y banal) y lo cordial, entre el pasatiempo y la cultura, en vez de fiar los editores su suerte al totum revolutum del tópico río revuelto donde naufraga nuestra esperanza lectora.
domingo, 27 de mayo de 2012
Lawrence Durrell. El cuaderno negro
sábado, 19 de mayo de 2012
Por atajos y de antojos...
sábado, 12 de mayo de 2012
Los arrabales del saber
domingo, 29 de abril de 2012
Receta para escribir una novela mittleeuropea como migas: "Los hermanos Tanner", de Robert Walser.
viernes, 20 de abril de 2012
Nos acercamos a la gran feria de la casposa vanidad, la del San Jorge matadracenas, porque en festividad de origen tan machista, a ellas la flor, a ellos la cultura, no creo que San Jorge, aunque sea homófobo, casi como cualquier santo, matara dragones. Horrorizados por el contacto con sus lectores reales, los firmantes exitosos pensarán si no se han equivocado de oficio o de registro. La gran fiesta del día de los aléxicos (nada que ver, para los ignaros, con hipocorísticos de Alejandro) es el día del gran sainete de la mesopseudocultura. Felices y felizas desfilarán las hordas rituales con su cuarto, medio, tres cuartos o la resma entera de palabras con que entretener sus horas, las que nunca encontrarán para abrir la cubierta del libro y adentrarse en la lectura. San Jorge es el día en que los lectores que leen y compran libros los restantes 364 días del año se refugian en casa con un clásico y aguardan a que pasen las hordas de figurantes.
Un artista desencajado nunca está al tanto de las novedades ni frecuenta las revistas literarias ni los suplemientos literarios -donde hay más de erario público malgastado que de letras interesantes-, llenos de hiperbólicas excelencias de los genios que crecen como senderuelos. El artista desencajado se mueve en los terrenos exquisitos de lo desconocido, de lo postergado, de lo que algunos bufones de lo metaliterario como Vila-Matas, cultivan como maldita flor de estercolero. Pongamos por caso, uno de excelencia: Robert Walser y su tan espléndida como desconocida Los hermanos Tanner. Que el autor transcurriera los últimos años de su vida en una casa de enajenados aumenta la reputación del autor lo suficiente como para compararlo a Nietzsche y Holderlin, eminentes enajenados. Si el autor, además, fue leido y admirado por Kafka, estamos en presencia ya de una "cumbre" de la narrativa europea o, más propiamente mittleeuropea, para que los exquisitos puedan orientarse con propiedad.
En la próxima entrega ofreceré una receta para escribir una perfecta novela mittleeuropea que pueda ser rechazada por cualquier adocenada editorial, que leerá con horror un original que se ajuste a lo que aquí se ofrezca, siguiendo el modelo de los hermanos Tanner, tan alabada en su momento por ciertos seres singulares como ignorada por la masa sanjorgista.
De Walser aguardo a poder ahorrar los casi 30 euros que cuestan sus Microgramas para poder confirmarme como lector de afines, esto es, de quienes lo hacían sin objetivo y con el único norte de la devoción a lo literario, que no siempre coincide, como bien se sabe con la Literatura. Simon, el protagonista de los hermanos Tanner es un trasunto biográfico del autor que nos guiará en la próxima entrega.
martes, 5 de diciembre de 2006
14 de febrero de 2...
La fecha me ha escogido a mí, sin duda, con ganas de choteo y babeando almíbar. Un escritor desencajado es consciente del valor de las fechas: flechas lanzadas contra los redaños con la intención de ridiculizar. Hoy, sin embargo, en día odioso y nunca cuajado, a pesar de la publicidad y de las cuantiosas inversiones de los vendedores, yo venía a este diario con la avinagrada intención de mostrar mi indignación contra los colegas argumentadores.
Acabo de oír a Molina Foix, cuya prosa, al menos la de La comunión de los atletas, me impresionó favorablemente, disertar con desmesurada elocuencia sobre su propia obra en venta, de tal manera que ha hecho imposible no sólo la crítica, sino la posible valoración del lector que haya tenido la desgracia de oírlo con esa facilidad de palabra tan engañosa, una verborrea casi de charlatán de feria.
La literatura moderna se va acercando peligrosamente a la pintura no figurativa: ha de llevar adjunta el discurso que la justifica. La mayor de las mediocridades, como la del acordeón del ínclito demediado vascongado, quiere pasar la prueba de los lectores mediante un prólogo mediático en que, por activa, muy activa, buscan convertir al receptor en pura pasividad y asentimiento.
Como cuando Polanco llegó a la reunión que fallaba un Premio Alfaguara que iba a ser para Núria Amat y, llevando con él bajo el brazo los folios de la última bobaliconería de Manuel Vicent, ordenó al jurado que se repensasen el voto, que el gran vate valenciano, gloria de las letras patrias, había escrito una obra inmortal. Y el jurado dócil lo repensó y coincidió con quien manda, como está mandado. Mendoza estaba allí, pero nunca se ha querido enfrentar a los patrones de su barquichuela de los lunes y probablemente jamás avalará esta versión que él sabe que es rigurosamente cierta. Ser un autor desencajado no significa ser sordo, que conste.
Decía que esas prolijas explicaciones con que se adornan los novelistas ad hoc del régimen consiguen, aparte de darme la envidia que los frecuentadores de estas páginas saben, sacarme de mis casillas. Menuda cantidad de memeces y argumentaciones de medio pelo tiene uno que oír o que leer en los programas de propaganda cultural del mundo prisado, el episcopado o el mundializado. Ganas dan de vomitar. Cualquier indecencia narrativa, cursilerías de insoportable y hediente calaña quieren hacerse pasar por muestras paradigmáticas de unos discursos trufados de trascendencia, solemnidad, profundidad, compromiso y otras zarandajas. Los editores no quieren obras bien escritas, sino charlatanes de feria que voceen la mercancía con esos discursos que lo tienen todo de recurso comercial y nada del antiguo discurrir. Me escurro y me voy.