sábado, 2 de junio de 2012

De Castilla del Pino a Polo de Medina



De ayer a hoy. Sobre las reputaciones.


                           Todo el mundo sabe cómo se construyen las reputaciones en este país de todos los demonios, y todos sabemos lo que hay de cuento sin fin en el abanico de imposturas con que tantos y tantas (montaditos en la pátina de la consagración) se dan unos aires que devienen tufo, hedor y náusea corolaria en los avezados y sufridos lectores a los que una y otra vez, desde el mundo editorial, se les intenta dar podrido gato nauseabundo por prieta liebre rozagante. ¡A otros perros con esos huesos osteoporósicos! Quien advierta resentimiento en mis palabras, no yerra. Quien comparta la indignación, entra en la categoría de los justos. Hay tanta necedad impresa en este país, que necesitaríamos un siglo de  reeducación estética y moral para curarnos de ella. Supongo que las editoriales son negocios que tienen derecho a  prosperar, pero, en estos oscuros tiempos de mixtificaciones y agit prop, los lectores tenemos derecho a exigir claridad, que se distinga nítidamente entre el negocio y el ocio, entre lo venal (y banal) y lo cordial, entre el pasatiempo y la cultura, en vez de fiar los editores su suerte al totum revolutum del tópico río revuelto donde naufraga nuestra esperanza lectora.
                             Viene este prólogo intemperante y combativo a cuenta de la reciente lectura de los Aflorismos de Carlos Castilla del Pino, hecha a raíz de la recomendación de Manuel Marcos. Ha querido el azar, único dios que desmiente de agnóstico a quien se reclame de ello, que simultanee la lectura de dichos Aflorismos  con el casi inencontrable A Lelio. Gobierno moral, de  Salvador Jacinto Polo de Medina, un escritor murciano del siglo XVII, acaso conocido únicamente por minorías académicas, pero merecedor de un inmenso número de lectores, tanto para sus obras festivas, como para sus obras graves, para sus sátiras como para sus aforismos: ni aquellas ceden ante el modelo de Quevedo o Góngora, ni estos ante el referente de Gracián. Formalmente, el Gobierno moral no es un libro de aforismos, porque la prosa los recoge de una manera continuada. Cada una de las oraciones del libro, sin embargo, constituye un aforismo, por más que esté engarzado con los anteriores y los posteriores. Desde esta premisa, válida también para otros escritores como Juan de Zabaleta, Antonio de Guevara o Saavedra Fajardo, entre otros, no haré distinción entre la condición de obra aforística de uno y otro libro.
                             Aflorismos, digámoslo cuanto antes, es una obra que solo con gran acopio de piedad y compasión podríamos considerar como un libro de aforismos. Lo suyo es la pertenencia al subgénero de los apuntes, de las ocurrencias o de las notas (aunque no al de las nótulas de Cristóbal Serra), si bien, aun dentro de ese subgénero, hay un abismo entre estos Aflorismos y obras tan impecables y capitales como, por ejemplo, los Apuntes, de Canetti. No se me objete que hacer comparaciones es de dudoso gusto, odioso o algo improcedente. Que junto a algunos excelentes ensayos del autor se hubieran añadido a modo de colofón estas notas no hubiera extrañado a nadie, pero entregarlas así, a palo seco, no le hace ningún favor a su reputación literaria. En vez del título, al que le reconozco el ingenio, tanto que quizás lo convierta en el único aforismo auténtico de todo el libro, el volumen debería habersi titulado algo así como Cuaderno de anotaciones marginales, o Excerpta de pensamientos volanderos, cualquier título que rebajara un poco las altas expectativas que, a modo de publicidad engañosa, nos ofrece la editorial. El prestigio de Castilla del Pino es enorme, y bien merecido, no sólo como psiquiatra, sino como ensayista e incluso como memorialista, de ahí que extrañe al lector experimentado el hecho de que nadie en la editorial Tusquets haya tenido la entereza suficiente para renunciar a la publicación del volumen tal y como se nos publicita. En cuanto a lo de las comparaciones, permítaseme la digresión, suelo siempre recordar las palabras de Valle-Inclán cuando fue preguntado en un diario gallego por qué escribía en castellano y había renunciado a hacerlo en gallego: “Triunfar en el dialecto es muy fácil. Yo he venido a luchar –cito de memoria- contra cinco siglos de una literatura incomparable”, y enumeraba una relación de autores que amedrentaría a cualquiera, si de compararse con ellos se tratara, o de intentar llegar a su altura literaria. Pero Valle no se arredró, como es notorio.
La lectura de Aflorismos me ha servido para constatar otra intuición propia acerca del género: que puede constituir,  acaso, un subgénero de la autobiografía, aunque, cuanto más contaminados estén los aforismos de autobiografía, menos pertenecen al género propio de los aforismos. Quien lea Aflorismos no podrá apartar de su mente la presencia constante del talante, del carácter, de la personalidad, tan fuerte, de su autor. En ocasiones incluso manifiesta humores poco correctos, no ya política, sino moralmente, como en el nº 583: Huyamos del estúpido. Después de aburrirnos nos deja irritados por no haberlo echado a patadas. Esta presencia dominante hace no poco antipática la lectura, porque hay mucha acritud en los aflorismos de Castilla del Pino, y demasiadas certezas, más de las que incluso el aforismo, que es dado a ellas, puede soportar. El lado bueno del libro es la honestidad del autor, que reconoce las limitaciones humanas de su carácter y el apego desmedido a sus convicciones hiperracionales, como manifiesta en una anotación como la 561: La decisión de incorporar a la persona amada a nuestra vida se hace en condiciones muy desfavorables, a saber, cuando estamos enamorados. Sin sentido, pues, de la realidad, la catástrofe es de esperar, salvo que el azar intervenga a nuestro favor y acertemos sin más. Que el libro es un fiel reflejo del autor es lo que lo acerca a la autobiografía, y no hubiera estado de más considerar Aflorismos como una Autobiografía quintaesenciada, pero como andan de moda los aforismos, ahí tenemos a los estudiantes de mercado sumando beneficios y restando imaginación editora. La experiencia profesional del autor ha sido fuente de muchas de sus anotaciones, aunque a veces sorprende que se deje arrastrar por la hiperracionalización que le sirve casi como arma protectora frente a la realidad, ¿cómo es posible, si no, la ingenuidad del nº 433: El suicidio es la expresión del dominio del sujeto sobre su destino final o la falta de rigor del 319 (por no mencionar el horrorosísimo uso de la enunciación con el imperativo inicial, tan ordinaria): Evitar el error del egocentrismo: uno se sitúa ilusoriamente en un lugar preferente dentro de su contexto, pero es un componente de él, como lo son todos los demás? En los ejemplos precedentes y en otros muchos, como el del nº 312: No hay causa que justifique una guerra. Aun cuando se gane, se pierde mucho más, o el nº 110: Es necesario transformar en habla lo que se piensa: ello obliga al orden, a la precisión, aunque se pierde lo que tiene de experiencia interior. El lenguaje es actuación, y la actuación, reducción. En algún momento hay que optar o por la precisión o por la vivencia, lo primero que se advierte es el prosaísmo, la falta de esprit, de ingenio, de chispa, de ángel (algo tan andaluz y que, paradójicamente, resulta del todo inaplicable a quien, sin embargo, es gaditano de nacimiento) que tienen estos aflorismos del Castilla del Pino, lo que más los convierte en una rígida lección moralista, que en una fiesta del intelecto, que es lo que suele esperarse de la lectura de un libro de aforismos. Mientras pasaba a máquina, para mi archivo personal, alguno de los aflorismos, me fallaron los dedos, o me asistió Hermes, y escribí Astilla del Pino… con perspicaz acierto, porque muchas de estas anotaciones están escritas para clavárselas al lector, más que para comunicárselas, como la nº 65: Quien no se ha hecho, mediada su existencia, una tabla coherente de preferencias y contrapreferencias está condenado a la desgracia, a la infelicidad.
                               En el otro platillo de la balanza está Polo de Medina, quien, hacia la mitad del camino de su vida, le hace caso ucrónico a Castilla del Pino y establece la tabla coherente de su moral, y se la dicta a Lelio, con unos primores de lenguaje y con una agudeza que constituyen un deleite para el que en modo alguno se necesita ni comentario ni subrayado. Me aparto, pues:
 Es la memoria los ojos de lo pasado

Ciencia de ignorantes llaman a la experiencia.

A sí nadie se conoce: de muy cercanas no se ven algunas cosas.

No adolezcas de apasionado de ti; importa que te averigües.

 Oráculos mudos que aderezan las facciones son los espejos. Espejos elocuentes que pulen las costumbres son los desengaños.

Al cáustico se le sufre lo que ofende por lo que sana.

Con el entendido ahorra muchas palabras la verdad, con el ignorante todas las razones se gastan.

Quien desiste en lo dudoso, acredita de cuerdo al ingenio; pero de cobarde al ánimo.

También es menester valor para después de haber vencido: también es menester vencer a las victorias.

Los méritos han de ser como el ámbar, que no lo huele quien lo lleva.
Cargo y oficios: yedra en el muro, que engalana y destruye.

Si ejecutas por lo que te persuaden, premias las razones, y no la razón.

En la cabeza aprieta la Corona. En las manos agravian sus puntas.


Sol que muere y chisme que nace, hacen las sombras mayores.

El traje de las verdades es andar desnudas.

Al árbol el exceso de fruto lo rompe.

Obrar de empeñado es hacer valiente la terquedad.

Lo que se ama no tiene espaldas.

Quien pudiendo no quiere, a dos vence.

Un deseo es más vehemente por resistido que por deseo.

Es la salud el pan de las felicidades, nada se come bien sin él.

[El uso de la sentencia en el discurso es] A la manera de quien mirando por breve resquicio ve dilatado campo.

El saber gasta tiempo. El silencio con que sube el árbol les desespera del fruto.

Ingenio sin prudencia, loco con espada.


domingo, 27 de mayo de 2012

Lawrence Durrell. El cuaderno negro



PER FRETUM FEBRIS…

No me gusta que me digan lo que tengo que leer, ni tampoco decírselo a los demás. Mi vida lectora es una sucesión de azares. Y el azar es una rueda que siempre me lanza en insospechadas direcciones temporales, convirtiéndome en uno de esos cohetes borrachos que alegraron las noches de San Juan de mi infancia. No quise leer El cuarteto de Alejandría por puro espíritu de contradicción –singularizarse en las lecturas es también una manera de individualizarse, máxime cuando la pinza de todos los sobacos ilustrados contemporáneos sostenían y perfumaban los mismos volúmenes: Clea, Justine, etc.–; y mucho menos,  más tarde, El quinteto de Avignon, que parecía explotación fabril de la supuesta patente, es decir, un manierismo desangelado. No me he resistido, sin embargo, a internarme en la aventura de El cuaderno negro (en el original The Black Book, pero la traducción tiene ritos esotérico difíciles de comprender. Con todo, como a veces ocurre, la traducción mejora el original, porque book nos remite al producto acabado, pero la historia nos habla de un cuaderno como work in progress que, lógicamente, aún no ha alcanzado el estado, deseado, de libro), lectura que me retrotrae nada menos que a 1938 cuando Durrell conoce a Henry Miller y su círculo de amistades, lo que influirá decisivamente en la redacción de esta obra primeriza, pero muy significativa, de su autor. El propio autor se consideraba a sí mismo un angry young man of the thirties, es decir, un indignado de entonces. Aunque el abismo entre la indignación de ayer y la de hoy le resultará fácilmente detectable a quien se interne en este Cuaderno negro con el entusiasmo con que hay que hacer estas cosas extravagantes. El libro se publicó en París y estuvo prohibido en Inglaterra más de treinta años. En España circulo en una traducción de SUR, Buenos Aires, en distribución clandestina como la que yo he adquirido, ahora ya un papel fragilísimo que se ha de leer con infinito cuidado para no quedarse con media hoja entre los dedos al pasarla. Hasta 1987 no se publicó en España, lo cual significa, stricto sensu,  que escribo acerca de una novedad…, porque el conocimiento  de estas ediciones debe de quedar reservada a la “inmensa minoría” para la que decía escribir JRJ. Si poseo la edición del 62 es porque mi azariento instinto lector se mueve por las carreteras secundarias del libro usado, del libro de muchas manos, o del libro de ninguna, porque a veces pasan del regalo a la reventa en horas veinticuatro.
          El Cuaderno negro es el libro de un joven indignado que quiere poner patas arriba la irrespirable sociedad británica de los años 30 y, al mismo tiempo, lanzar una desesperada carga de profundidad contra su propia impostura y la insoportable tradición que lo ha hecho ser tal y como es, en parte. Sí, la obra es un ajuste de cuentas individual y social de una dureza extrema, y plasmado en una forma narrativa muy compleja, lo cual hará desistir al 95% de los lectores que se acerquen a una historia en la que se mezclan los planos temporales, espaciales y las voces narrativas con una frecuencia absolutamente aleatoria. Se trata de un laberinto de historias que intentan ocultar lo que resulta evidente: todas las voces son una sola voz; todos los destinos son un único destino: el del yo del autor, en un libro del que podríamos hablar como del de sus metamorfosis. Por los enrevesados caminos de la autocrítica observamos desoladores paisajes “de época” y románticos escenarios paradójicamente llenos de frialdad como las lápidas que esculpe el padre del protagonista. Se ha insistido mucho, y Durrell lo reconoce, en la influencia del Trópico de cáncer en este Cuaderno negro, pero el hecho de que la sexualidad sea un tema recurrente en el libro en modo alguno permite pensar en el libro de Durrell como en un epígono del autor usamericano. Hay una visión de la sexualidad tan británica, que el lector de este libro lo relacionará inmediatamente con el libro de Ian McEwan, On Chesil Beach, una obra desgarradora, y ambas, a su vez, si es teleespectador discreto, con una extraña joya del género de las series ahora en auge: Lipstick on your collar, de Dennis Potter, el autor de una auténtica obra maestra del genero The singing Detective.
     La obra, tan llena de autobiografía, podemos tomarla como un ejercicio de introspección equivalente al de uno de los personajes: Cuarenta años de devota introspección le han proporcionado un olfato de mastín para percibir las propias flaquezas. Aunque se trata de la tercera novela de Durrell, él es consciente de que este “experimento” lo vuelve a iniciar en el género: La verdad es que estoy escribiendo mi primer libro. Es difícil, porque todo debe ser incluido; especie de itinerario espiritual que ha de establecer de una vez por todas que la novela es una nada que ha pasado su tiempo. Es difícil. Por ejemplo, no hay clasificación posible de las cosas sin importancia. Y son muchas, sin embargo, las cosas sin importancia que definen nuestra existencia, nos guste o no. Esta actitud de enfrentarse a su “primer libro” significa, en realidad, a su primer libro “en libertad”, esto es, sin dejarse atenazar por los convencionalismos sociales y la tradición literaria e ideológica en que se ha formado. El autor es consciente de que explora nuevas caminos y que, para su libro, la palabra novela posiblemente no sea la más acertada, aunque haya una trama, personajes y un conflicto, además del pertinente juego de narradores que todos hemos heredado de Cervantes. Durrell es consciente de lo mucho que va a exigir de sus lectores, de ahí que, en el desenlace, se sienta tentado a tratar de hace un corto précis: a la novela. Para hacerlo lo suficientemente comprensible para los críticos literarios. Pero no puedo. No tengo la menor idea de qué diablos quiere decir todo esto. Lo mismo que no sé “explicar” el nuevo mito que, indudablemente estoy a punto de crear, o el águila doble, o el símbolo del pez. Simplemente he reunido los trozos y se los he ofrecido a ustedes en una fuente: queda para los demás decidir en qué fecha tuvo lugar la explosión. Es decir, que, como quiere la última tendencia de la crítica literaria, Durrell transfiere al lector la responsabilidad de elaborar, desde su lectura, el sentido definitivo de la obra, lo que dota a la ¿novela? de una sorprendente actualidad.
          Parte esencial de la obra es la perspectiva clásica desde la que está escrita, y hemos de entender aquí por clásica, la generosa y fértil tradición grecolatina –pero también hindú, tibetana, nórdica, sudamericana, etc.– desde la que escribe quien acaba pidiendo disculpas, tras el desconcertante guiso narrativo que nos ha ofrecido:   Perdonen la arrogancia. No soy ni siquiera bachiller. Simplemente un hijo bastardo de las humanidades. ¡Y nuestros indignados protestando contra las tasas universitarias! ¡Como si en la vetusta institución se hallara la vida o nuestro destino!
     Acabo. Propio de la perspectiva transcultural desde la que escribe Durrell, como ciudadano del mundo que fue, es el fuerte acento visionario que tiene la novela, del que se contagia la prosa hasta convertirse en un revulsivo para el lector, a quien obliga a posicionarse frente al discurso apocalíptico del autor. Ignoro si Durrell en 1937, cuando está en plena redacción de la novela, llego a leer algunos poemas de Poeta en Nueva York, de Lorca, cuya primera edición, algo chapucera, no vería la luz hasta 1943, de mano de José Bergamín, en la Editorial Séneca, en México; pero es evidente que esa atmósfera de época también él supo captarla, y para muestra este botón:

               Las formas mueren, se hacen anticuadas, caen. Todos, salvo el anticuario, tienen miedo. El hombre ilustrado se ha convertido en un enigma, bisexuado, neutro, con el instrumental de un crítico literario. Todo deriva en el Sargazo del progreso, envuelto y enroscado en vegetación, enredado en las aletas de los peces, biblias y asientos de inodoros, poleas y turbinas, aros y paletas. En la abadía aún están marcando los lugares en los libros de himnos, sin saber que mañana nos habremos olvidado de leer; en los hospitales los fórceps están mordiendo las suturas del niño; en los periódicos dominicales los grandes hombres de hacen retromeantes, orinando hacia atrás en la boca del público y hablando de la formal belleza subsistente en la tradición. En Londres están bailando alrededor de Walpole, los poetas de Faber marcan su horario y salen al milenio con una serie de elegantes bengalas, las lesbianas se onanizan con trocos de manteca de esperma y el ruido de las hachas es ahogado por el nervioso orgasmo de un millón de mujeres novelistas. En Roma el nuncio notifica que podrá utilizarse la lapicera fuente en aquellos casos en que el pene no dé resultado. En Calcuta la inundación trágica vagabundea con migajas en los ojos tocando lo intocable y comiendo lo incomible. En el gheto las calles están llenas de jugo y el pavimento resbaloso con ojos de pescados. En Lisboa hay mujeres incansables, acostadas, con las piernas aparte, mirando al expreso que se lanza hacia ellas sobre los rieles. En Islandia, Erico el Rojo parte por última vez con s carga de pieles, trigo, piezas de ajedrez, sidra y grasa de foca. Todo está siendo arrastrado por una locura nunca vista. Hasta los mimos herejes se asombran: construyen para sí arcas con la resaca de la imaginación y cuelgan sus entrañas como velas; tratan de escapar, eligiendo lo frugal antes que favorecer el fermento aquí, donde la vida burbujea con la estupidez efervescente y rapsódica de la soda con el sifón, y los continentes caen, trozo a trozo, y el debilitado Jesús, Jesús, resuena por las ballenas góticas, el aullido de los Jonases queda afuera.(…) Sólo el mar chupa su tributo de botellas de sidra, colillas, sándwiches, periódicos y excremente. Y el roncar de los fieles es tan asesino como el metrónomo.

El cuaderno negro tiene ciertas irregularidades propias de las obras de juventud, pero ya me gustaría a mí leer la obra de un joven escritor español actual –indignado  o no– que fuera capaz de atornillar al lector a un mundo como el que Durrell nos ofrece, pero  mucho me temo que pocos son los llamados a recorrer el sendero que Durrell toma de Donne ( Hymn to God My God, In My Sickness):
Per fretum febris ¡a morir por estos estrechos! Muerte donde, como concluye el narrador: Nada me queda a mí, salvo las sordomudas sílabas de un lenguaje que aún no he aprendido.
Pues eso. Y discúlpeseme el epifonema.

sábado, 19 de mayo de 2012

Por atajos y de antojos...




Lúdica soledad



Las personas propensas a la soledad y al silencio (Los lectores avezados saben, sin necesidad de excursiones teóricas improcedentes, que ciertos discursos, como el presente son, también, silencio); los insulanos, decía,  somos amigos de ocupaciones raras, propias de mixtificadores como Silvestre Paradox, Pío Cid o Pierre Menard, y las más de las veces damos en extravagancias que no son sino una suerte de  digresiones de nuestra naturaleza, extravíos por atajos (y antojos) que nos llevan mucho más rápidamente de lo que incluso desearíamos, a ninguna parte, dondequiera que esta se halle. Lo único cierto es que allí donde esa ninguna parte se halle estaremos nosotros, rodeados de ausencia y acomodados en el mirador privilegiado desde donde se contempla cómo el resto de la inhumanidad se hunde en sus afanes, se ata a sus asuntos y se ahoga en sus quehaceres. Escribo en plural únicamente porque a los seres insociables, ariscos, megalómanos, egófilos y adictos al ingenio de quienes lo poseen y exhiben -¡imperecedero estímulo!- nos gusta la ficción de no ser únicos, sino miembros de  una inmensa minoría que, al modo de los masones antañones, es capaz de reconocerse, congeniar, confraternizar y sellar un vínculo de empático socorro mutuo indestructible.
Hecho el preámbulo de rigor, deambulo sin demora hacia mi propuesta. El coleccionismo es mal universal del que no me considero exento. Llevo tiempo dedicado a la colección de aforismos y a su estudio, y, con no poco atrevimiento, a su tímida creación. Uno de los rasgos específicos del aforismo es la autoría, esto es,  frente a la creación anónima del refranero, de los proverbios, el aforismo ha de ser engendrado por un autor o autora a quienes, presumiblemente deberíamos poder identificar, del mismo modo que podemos atribuir, a primera lectura, la paternidad de ciertos textos a autores fácilmente identificables como Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Goethe, Góngora, Camilo José Cela, Breton, García Márquez o Flaubert –dejo de lado, por supuesto, el problema de los epígonos, pues no son sino máscaras fraudulentas de los originales-. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando nos situamos ante una ristra de aforismos y hemos de emparentar cada uno de ellos con quien lo alumbró? ¿Atribuimos la paternidad de los mismos con la misma decisión que en los casos anteriores? Mi tesis es que la vocación secreta de los aforismos es el anonimato, y por ello, si mi teoría es correcta, nos ha de ser imposible, o casi, casar obras y autores con la exactitud de que podemos hacer gala en otros retos que tengan como objetivo los géneros tradicionales: la narrativa, la lírica y el teatro. Y ello porque, en los aforistas, el yo se difumina hasta borrarse ante el resplandor del hallazgo refulgente del ingenio: en-sí es una piedra preciosa, aerolito, monolito o cohete, tanto remonta...
Ahí está lanzado el reto para una tarde de domingo que se prevé lluviosa y algo fresca en las postrimerías de este mes de mayo barcelonés lleno de contrastes atmosféricos y feéricos. El próximo sábado, la solución. 

P.S. Si a algún miembro de la inmensa minoría le escuece su vanidad lectora y desea que le anticipe el resultado pueden pedírmelo vía correo electrónico, el de ver mi octavo de perfil. Contestaré con prontitud y agradecimiento.









1)    El hombre que habla como un libro es incapaz de hacer un libro que hable como un hombre.

2)    Leemos mal en el mundo y después decimos que nos engaña.


3)    Alguien dijo que la gloria no es otra cosa que la vanidad satisfecha.

4)    La excentricidad es el gran remedio de las grandes desesperaciones.

5)    Azar es una palabra económica. Evita largas explicaciones.

6)    La terquedad acusa ignorancia.

7)    En el dominio de los sentimientos, lo real no se distingue de lo imaginario.

8)    La mejor declaración de amor es la que no se hace; el hombre que siente mucho, habla poco.

9)    Cuando un hombre pide justicia es que quiere que le den la razón.

10) Por la calle del ya voy se va a la casa del nunca.

11) Las gentes vulgares no encuentran diferencia entre los hombres.

12) Un hombre solo está siempre en mala compañía.

13) Las costumbres son la hipocresía de las naciones.

14) Dos son siempre tres: tú y yo y nosotros.

15) Estudiar sin pensar es inútil. Pensar sin estudiar es peligroso.

16) No tratéis de guiar al que pretende elegir por sí mismo su propio camino.

17) En este mundo, para conservar amigos, es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.

18)  La resignación es un suicidio cotidiano.

19). Después de todo, ¿qué es la mentira sino una verdad inventada?

20) Oculta tu vida.

21)  Ciertamente el hombre es como un vado; recela la gente de él antes de haberlo pasado.

22)  Quien no sabe saber, no sabe.

23)       El olfato es una vista rara.

24)       Todo lo que uno ha olvidado pide socorro a gritos en el sueño.

25)      Jamás un hombre sabio deseó rejuvenecer.

26)      En vano llama a las puertas de la poesía quien está en sus cabales.

27)      Realmente hay muchísima gente que lee solo para no tener que pensar.

28) No es lo mismo servicial que servicioso.

29)      Fotografía: ¡la verdad revelada!

30)      La tierra entera es patria para todo hombre sensato.

31)      La delicadeza es la mano derecha de la inteligencia.

32)      ¿Quién escucha disculpas cuando puede oír acciones?

33)      La verdad se parece mucho a la falta de imaginación.

34)      En lo borrado se conoce lo que se piensa; que quien no piensa no borra.



Adolfo Bioy Casares; André Gide; Ángel González; Balzac; Byron; Canetti; Cervantes; Confucio; Chamfort; E. Jardiel Poncela; Epicuro; Fernando Pessoa; Jonathan Swift; José Bergamín; José Luis Coll; Juan de Zabaleta; Juan Luis Vives; Juan Ramón Jiménez; *Lichtenberg (2); Lope de Vega; Mariano José de Larra; Menandro; Miguel de Unamuno; Nabokov; Pascal; Paul  Valéry; *Platón (2); R. Tagore; Santiago Rusiñol; Sem Tob; Shakespeare; Sófocles.



*A estos dos autores les pertenecen dos aforismos a cada uno.


sábado, 12 de mayo de 2012

Los arrabales del saber

                                                             

La tentación de la miscelánea: acampada a pie de página

           Cada cual se construye su canon, como bien lo ha predicado Bloom, por más que los propensos a la canonicidad suelan compartir, todos ellos, el tic autoritario de imponértelo con calzador, te respeten o no los juanetes de tus andanzas lectoras. Y esa es polémica muy de eruditos y graciosa de observar desde la barrera protectora del pelo de la dehesa. Piénsese que los alcornoques desencajados, pero no desarraigados, producimos bellotas, el fruto exquisito par excellence de la Edad de Oro, como bien degustaron D. Quijote y Sancho y le sirvió de pie al primero para su famoso discurso. Hay quienes leen como “por escalafón”, con servil ánimo nutritivo de cabo furriel, y piensan que “han” de leer ciertas obras inexcusablemente, pues de ese cumplimiento jerárquico se derivará el inconfundible aire de superioridad de quien “sabe”, de quien está “en la pomada”, de quien custodia el gran secreto de la revelación de los inmortales. Y hay quienes creen que han de escribir, con pomada o sin pomada antiinflamatoria para la artritis de los nudillos, y que, puestos a leer, se vuelven muy a menudo forajidos del canon y sientan su reales pacíficos en el mejor de los locus amoenus: la nota a pie de página. Tiene su historia, por supuesto: http://www.amazon.es/The-Footnote-A-Curious-History/dp/0674307607,  aunque se iniciaron en el mundo de la edición en ubicación lateral, como las glosas silenses, por ejemplo, pero yo quiero traer alguno de sus frutos, dorados  limones recogidos del fondo de la fuente, para solaz y recreo de los lectores no canónicos.    
         Avanzo que la afición es viciosa y que incluso da frutos académicos no bordes, como el  GLOSARIO DE VOCES ANOTADAS en los 100 primeros volúmenes de Clásicos Castalia, de apasionante lectura. El vicio consiste en abrir volúmenes para leer exclusivamente las notas a pie de página, marginando por completo el texto al que estas remiten. Se trata, lo reconozco de lecturas salvajes, un poco al modo de aquellos psicoanalistas berlineses que ejercían sin haber sido autorizados para ello por el Instituto Psicoanalítico de Berlín, representantes oficiales de la escuela freudiana. Libros como Segunda Parte del Lazarillo o Segunda Celestina, amén de otros como El pasajero, de Suárez de Figueroa y Día de fiesta por la tarde, de Juan de Zabaleta –cuyos Errores celebrados de la Antigüedad es de las lecturas más amenas que hayan caído jamás en mis manos– me han deparado más placer en la relectura exclusiva y continuada de sus notas a pie de página que la propia de los textos.      
         En la jaima levantada en los reales de la lectura de estas notas puede uno descubrir que Hucbaldo fue quien llevó el juego pangramático a su perfección en la égloga sobre la calvicie dedicada a Carlos el Calvo: la friolera de 146 versos cada una de cuyas palabras comienza por la letra c. Que las moras deben su color oscuro a la sangre de Píramo. Que el color solferino, poco usado, afortunadamente, debe su nombre al color rojo oscuro que teñía la tierra tras la famosa batalla de Solferino, cuyas secuelas conoció de primera y horrorizada mano quien después fue el creador de la Cruz Roja internacional: Henry Dunant. Que los afrikaaners llamaban a los negros “hotnot”, drástica reducción de hotentote. Que Walter Benjamin recoge la historia del rey egipcio Sammenito,  “expuesto”, en procesión ciudadana, por Cambises a la vergüenza pública, vestido con un saco. Que el lema de Nietzsche, (Nitimur in vetitum (nos lanzamos a lo prohibido’), lo toma del libro de Ovidio, Amores, donde, completo, dice así: Nitimur in vetitum Semper cupimusque negata; sic interdictis imminet aeger aquis (‘Nos lanzamos siempre hacia lo prohibido y deseamos lo que se nos niega; así el enfermo acecha las aguas prohibidas’) et sic de caeteris.
              Aunque se trata de una evidente perversión de la lectura –conviene reconocer públicamente nuestras ‘desviaciones’–, resulta reconfortante no saberse solo en el ejercicio la misma. Compañero de tan digresiva afición, si bien a siglos de distancia, es Lichtenberg, de quien se hacen buenas lenguas todos los pomaderos y cuyos Aforismos –nombre que no le puso él a su obra, por cierto, sino los diversos editores –hermano e hijos del escritor– que las publicaron póstumamente – [Ejercitémonos: en inglés mantienen la ‘h’ en posthumous, y nosotros, que la mantenemos de forma tan asilvestrada, al decir de García Márquez, en multitud de palabras que perfectamente se entenderían sin ella, como la propia ‘omne’ medieval, la quitamos, impidiendo así que a simple vista nos percatemos de que ese humus tiene arraigada relación con ‘inhumar’ y ‘exhumar’]– son, sin duda, el paradigma de esta desviación que me honro en compartir con él, en quien leí que Homo pollice truncato llamaban los romanos al que se cortaba el pulgar de la mano derecha para salvarse del reclutamiento – yo me corté la visión, aumentando las dioptrías para obtener el mismo resultado–, que así quedaba incapacitado para realizar trabajos. De ahí la palabra francesa poltrón y que En la edición Schreveliana de Cicerón (Basilea 1687), la ornamentación de la letra S, con la que empieza el primer ibro del De inventione rhetórica, representa un genio que está defecando.
             No multiplicaré las pruebas inequívocas de mi vicio, por no fatigar a los lectores y para “matar la marioneta”, que es como llamaba Monsieur Teste al ahorro de la gesticulación en las conversaciones, porque esta miscelánea –un género barroquísimo, por cierto– tiene algo de esos visajes, aspavientos y cirigañas propios de los charlatanes que se prodigan hasta el aburrimiento. No me despediré, sin embargo, sin recomendar un cuento de Clarín, Un jornalero, en el que se hace una encendida defensa del trabajo erudito, apreciado por los escasos buenos lectores e ignorado por la mayoría, sin el cual no solo no podría ser yo el vicioso que soy, sino que ni siquiera tendríamos textos fiables que llevarnos a los ojos.

domingo, 29 de abril de 2012

Receta para escribir una novela mittleeuropea como migas: "Los hermanos Tanner", de Robert Walser.


 

Restaurador: Robert Walser. Plato: Los hermanos Tanner.

           Escójase un joven con predisposición a la oratoria clásica, a la reflexión y al análisis psicológico, propio y ajeno. Añádase una actitud vital que lo lleva a conducirse con arreglo a unos principios éticos y estéticos inflexibles. Rodéese de cuatro hermanos cuyas vidas discurren ajenas al personaje principal, si bien a lo largo de la novela entrará en contacto con todos ellos, aunque siempre de manera fugaz. Apenas ha de haber circunstancias reales que condicionen la vida de los personajes, aunque a lo largo del libro se hagan algunas referencias a las necesidades básicas, sobre todo la alimentación, que han de satisfacerse. En contadísimas ocasiones, sin embargo, la descripción pormenorizada de la vida real ha de irrumpir en la novela, dominada, por el contrario, por un planteamiento reflexivo que eluda lo cotidiano hasta la inverosimilitud. Cuando Simon, el protagonista, recibe una carta de su hermano Klaus, mayor que él, se niega a contestarle porque, siendo consciente de su estado actual de desdicha, no ve motivos para compartirlo con su hermano: “Al escribir nos vamos dejando arrastrar y acabamos diciendo imprudencias. En las cartas el alma siempre quiere tomar la palabra y por lo general hace el ridículo”, piensa.
Simon, el personaje de Los hermanos Tanner, de Robert Walser, es un culo de mal asiento y ama la libertad, sobre todo de movimientos, por encima de todas las cosas. No ha nacido para uncirse a un destino que lo amarre a una profesión a una localidad o a una familia: “Quiero luchar con la vida hasta hundirme yo solo, no quiero saborear la libertad ni las comodidades, odio la libertad cuando me la tiran a la cara como se tira un hueso a un perro.” Queda claro, pues, que Simon va a contracorriente del pensamiento tradicional cuyas aspiraciones clásicas le repelen. No le importa vivir incluso la degradación y la miseria si con ello preserva su independencia de criterio:  “la verdadera infelicidad no es ningún oprobio y solo puede parecerles ridícula a los espíritus y mentes vulgares, a esas personas que, burlándose de ella, no hacen más que deshonrarse a sí mismas”. Recuerda, su actitud, en cierta manera a la de T.E.Lawrence (Sí, el de Arabia…) descrita en El troquel, donde el autor narra su reincorporación al ejército como soldado raso, sometiéndose a las brutales maneras que emplean los “formadores” de la tropa sin revelar en ningún momento su verdadera identidad y su condición de coronel del ejército. La extrañeza que habita a nuestro protagonista es lo que, en cierta forma, lo hace intemporal, porque se ajusta al modelo del heterodoxo, del insociable, del solitario dueño de una moral estrictamente individual, enfrentada, por lo general, a la de la colectividad en la cual le ha tocado vivir. Así lo pone de manifiesto un alma gemela del personaje, con quien tiene un anticlimático escarceo homosexual: “Ya no puedo compartir los sentimientos de mis compatriotas. Entiendo tan poco sus preferencias como sus iras y aversiones. En cualquier caso, soy un extraño, y siento que toman a mal el que alguien se convierta en un extraño” Que esa actitud puede incluso conducir a  la pobreza no es algo que haya de arredrar a nuestros personajes: “Vale la pena ser pobre a cambio de la libertad. Tengo qué comer, porque poseo el talento de saciarme con muy poco. Me indigno cuando alguien me viene con la palabra “trabajo fijo” y los compromisos que ella supone. Quiero seguir siendo un ser humano. En una palabra: ¡me gusta lo peligroso, lo abisal, lo flotante y no controlable!” Simon, así pues, está instalado en el presente, en el aquí y ahora, con la terquedad de quien no ignora la trampa mortal que suponen las convenciones sociales, y entre ellas, la necesidad de “labrarse un futuro”: “No quiero un futuro, lo que quiero es un presente. Me parece más valioso. Solo se tiene futuro cuando no se tiene un presente, mientras que si se tiene un presente, uno hasta se olvida de pensar en el futuro.
          El párrafo anterior creo que describe sobradamente las características del personaje-tipo de la novela mittleeuropea que  cualquiera se puede atrever a escribir siguiendo esta receta. Añadamos algo más: Simon, con quien Kafka empatizó al instante, nos revela el porqué de esa empatía: “La verdad es que somos dos bichos raros, tú y yo. Nos movemos por este planeta como si en él solo viviéramos nosotros dos y nadie más”. “La vida es muy aburrida, y esto favorece la proliferación de bichos raros. Nos volvemos bichos raros antes de que nos demos cuenta”. (Las cursivas son mías). Y aún un poco más: “ se decía, ¿por qué el hombre deseará siempre la vastedad, además de la nostalgia, que es tan oprimente?”. He ahí, descrito metafóricamente, el individualismo feroz que quizás su autor, Walser, leyera en Max Stirner (“el de la ancha frente”), de cuya obra las reflexiones de Simon parecen, a veces, meras paráfrasis. Aunque es muy probable que lo leyera en Nietzsche, que fue el “descubridor”, por así decirlo, de Stirner, cuando éste yacía en el olvido de los pensadores de finales del XIX. Así lo indica por ejemplo, la descripción de la imposible fortaleza de su hermano Sebastian (vid infra).
          El retrato del personaje central de la novela mittleeuropea ha de adobarse con  una pasión por la naturaleza de índole romántica. Ése es su espacio vital: la naturaleza. De hecho, en una de las escenas más conmovedoras de la novela  –en la que los sentimientos apenas tienen cabida, a fuerza de sublimación, o por puro rechazo visceral: “Simon inclinó la cabeza. Estaba furioso por la ternura de sus sentimientos”– es el suicidio por congelación de uno de sus hermanos en una tormenta de nieve. Cuando se lo encuentra, en lo alto de la montaña, lo deja allí sepultado, sin tocarlo, formando parte de la naturaleza como las raíces de un árbol: “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos de nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni sensaciones (…). Yacer y congelarse bajo unas ramas de abeto sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo!. Es lo mejor que pudiste hacer. La gente está siempre dispuesta a hacerles daño a las aves raras como tú, y a burlarse de sus sufrimientos. Saluda a los queridos y silenciosos muertos debajo de la tierra y no ardas demasiado en las eternas llamas del no ser (…). Despreciabas a tus semejantes, Sebastian. Pero esto, querido mío, es algo que solo un set fuerte puede permitirse, y tú eras débil”.
          Al cóctel narrativo han de sumársele opiniones sobre el arte, pues los familiares de Simon cultivan la pintura y la poesía, con desigual fortuna. Quizás el modelo de Walser sea el Werther de Goethe, donde el protagonista se manifiesta sobre lo divino y lo humano. No ha de faltar, pues, en la composición de nuestra novela mittleeuropea su buena dosis de reflexión sobre el arte, algo que practican, en general, casi todos los personajes de la novela, como Klara, por ejemplo, la mujer casada de quien se enamoran los dos hermanos, Simon y Kaspar (el pintor): “Por más refinada que sea la cultura, seguirá siendo naturaleza, pues no es más que una lenta invención, realizada a través de los tiempos por seres que siempre dependerán de la naturaleza”. Pero no solamente sobre el arte, pues un rasgo particularísimo de este tipo de novelas es que están trufadas de reflexiones, de carácter aforístico, que seleccionan realidades hasta cierto punto comunes pero contempladas desde una óptica original y, en la medida de lo posible, sorprendente: “No oír nada es mucho más angustioso que oír algo cuando se está en la oscuridad, con el oído atento”;  “A menudo necesitamos del delirio para mantenernos de algún modo a flote sobre el oleaje de la vida”; “Las intenciones demasiado buenas envenenan el corazón de un hombre mucho más que lo contrario”. Quedan avisados, por consiguiente, quienes no se sientan con fuerzas para esmaltar la narración con broches de ingenio semejantes a los aquí expuestos.
          El protagonista de la novela que queremos escribir, asocial por convicción y por “naturaleza”, ha de ser descrito como un ser excepcional que contempla lo que le rodea bien como un campo de investigación bien como una fuente de reflexiones morales mediante las que expresar su divorcio de lo gregario: “<<¿No es el pueblo un gran niñito pobre que debe estar bajo tutela y vigilado?>>, exclamaba una voz en su interior.” A sí mismo se ve no solo como el bicho raro del que  hemos hablado ut supra, sino como un ser cuyo destino fatal le sirve de alimento espiritual: “Se sentía a gusto haciendo cualquier cosa allí sentado, y entregándose a la idea de ser un hombre olvidado”. Regodearse en el fracaso, intelectualizándolo, forma parte esencial del ser del protagonista:  “No soy proclive a sentir una carencia como algo opresivo. ¡Cómo podría serlo! Por el contrario, hay en ella algo liberador, que aligera”. Algo parecido, aunque salvando las distancias, a la “necesidad” del “amaneramiento maldito” de Vila-Matas, quien llegó a escribir que su ideal consistía en desaparecer como Vila-Matas y comenzar una nueva carrera renunciando a su nombre y a su gloria, algo que está perfectamente a su alcance, pero que, en el fondo, le resulta tan indeseable como falso es su deseado malditismo y el ansiado olvido de sí.
          Es evidente que entre el autor y el protagonista central hay una unión tan estrecha que la novela ha de caer, por fuerza, en el apartado de la autoficción. Es significativo a este respecto que un intento de escritura del protagonista tengo por objeto su niñez: la vida en familia, los primeros estudios, donde se aprecian los conflictos que condicionan, desde lejos, su presente actual.
          Una vez que ya tenemos claro el tono de lo que hemos de escribir, conviene introducir personajes que nos permitan abordar realidades próximas o conocidas, como ocurre en la novela que nos ocupa, Los hermanos Tanner. Hedwig, la hermana de Simon es una maestra que ha perdido la vocación, lo que permite introducir una reflexión a la que serán sensibles todos aquellos docentes que sientan la tentación de la Literatura: “¡Los niños! Ya no puedo soportarlos. Al principio me encantaban sus caritas, sus pequeños gestos, sus afanes y hasta sus defectos. Me alegraba la ida de haberme dedicado a ese grupo de seres menudos, tímidos y desvalidos. Pero ¿puede un solo pensamiento como éste engañarnos a lo largo de toda una vida? ¿Puede vivirse una vida entera con una sola idea? ¡Ay de nosotros, si esa idea y ese sacrificio nos parecen un día indiferentes, si nos volvemos incapaces de seguir pensando en esa idea, llamada a sustituirlo todo para nosotros, con el apasionamiento que pueda justificar aquel trueque en nuestra alma!” Adviértase que el planteamiento abstracto ha de tener suficientes dosis de oscuridad enunciativa como para que incluso el lector más atento perciba que se ha perdido y que necesita volver a leer algún párrafo para asegurarse de que lo ha entendido. De ahí la tendencia al retruécano o a la paradoja: “No quiero ser infeliz porque me falte valor para confesarme que se puede ser infeliz por haber intentado ser feliz. Esta infelicidad es digna de respeto, no la otra: pues no se puede respetar la falta de valor”.
          A la hora de plantearnos escribir una novela mittleeuropea hemos de tener en cuenta, finalmente, que nuestro personaje central, además de todas las características que hemos ido enumerando, ha de ser un ser hiperestésico y propenso al insomnio, razón por la que el ideal de salud es, en él, más estimulante que el ideal del conocimiento: “Dormir tranquilamente una sola noche puede, según he oído, cambiar por completo a un ser humano. Y lo creo”. Se trata de un vitalismo instintivo que sin duda Walser bebió ávidamente en Nietzsche, el gran defensor decimonónico del cuerpo, los sentidos y el deseo. “¡Qué maravilla es un hombre sano, desnudo! ¡Qué dicha más grande no llevar ninguna prenda puesta, estar desnudos! Ya es una dicha venir al mundo, y no tener más dicha que la de estar sano es algo que supera en brillantez y esplendor a las piedras más preciosas, a todas las flores y alfombras bellas, los palacios y maravillas del mundo. Lo más extraordinario es la salud”.  Ha de tenerse claro que nuestro protagonista tiene entablada una dura lucha represiva contra sus “desórdenes”, de modo que, en sus palabras: “En algún momento hay que reprimir y ordenar los sentimientos, consolidando una postura”. Con todo, el sutil análisis que el personaje lleva a cabo le fuerza a situar en una dimensión abstracta aquello que le afecta emocionalmente: La desdicha es la amiga un poco hosca, pero tanto más sincera, de nuestra vida.  Ignorarlo sería bastante desvergonzado e indecoroso por nuestra parte. En el primer momento nunca entendemos qué es la desdicha, por eso la odiamos en el instante mismo en que se nos presenta. Es una compañera tan sutil y silenciosa que siempre nos sorprende sin anunciarse, como si fuéramos sólo una caterva de necios a los que se puede sorprender en cualquier momento”. Esa actitud “desdeñosa” para con los pobres de espíritu se refleja en la indignación que se apodera de él cuando se enfrenta a las personas “compasivas”: “Mi corazón es a veces muy duro, sobre todo cuando veo gente que rebosa compasión. En esos casos me entran ganas de arremeter con burlas y denuestos contra esa compasión tan fervorosa”.
          Estoy convencido de que “con estos mimbres”, como dicen los pedantes, se pueden escribir novelas mittleeuropeas por docenas; sesudas novelas que horrorizarán a cualquier editor/pegamento de los que sólo tienen como ideal estético que sus “productos” “enganchen” a los lectores (aunque se pringuen de vulgaridad). Antes, los exquisitos solían referirse al fenómeno de la atracción que ejerce el libro sobre el lector como un proceso de “imantación” o como la redicha “epifanía” que deslumbraba al desprevenido lector, pero ahora, en la era del masvendidismo (casi del masbandidismo), del lector solo se habla como “instancia” que completa el fenómeno de “lo” literario. Pero todo esto son ya palabras mayores ante las que mi escasa capacidad intelectiva se desmaya, totalmente acomplejada. Queda cumplida, con creces y con sus buenas dos horas de trajín  gastronómico, mi promesa culinaria.






viernes, 20 de abril de 2012

                                El contador de visitas no deja de sorprenderme. Hay sombras que entran y se alejan casi continuamente. Soy blog de paso. Está bien. Nada se le pide al forastero y se le ofrece el albergue de las palabras desencajadas. Nichos, es la expresión sociológica, al parecer, para hablar de dominios, de clasificaciones, de actividades, de espacios reservados, de hornacinas, en definitiva. Es lúgubre, pero tiene un sí sé qué de amable nocturnidad que me la vuelve acogedora. Urna cineraria, podría considerar que es, esta bitácora, y rumor levantisco el de las cenizas, el escaldado pósito de la existencia.
                                Nos acercamos a la gran feria de la casposa vanidad, la del San Jorge matadracenas, porque en festividad de origen tan machista, a ellas la flor, a ellos la cultura, no creo que San Jorge, aunque sea homófobo, casi como cualquier santo, matara dragones. Horrorizados por el contacto con sus lectores reales, los firmantes exitosos pensarán si no se han equivocado de oficio o de registro. La gran fiesta del día de los aléxicos (nada que ver, para los ignaros, con hipocorísticos de Alejandro) es el día del gran sainete de la mesopseudocultura. Felices y felizas desfilarán las hordas rituales con su cuarto, medio, tres cuartos o la resma entera de palabras con que entretener sus horas, las que nunca encontrarán para abrir la cubierta del libro y adentrarse en la lectura. San Jorge es el día en que los lectores que leen y compran libros los restantes 364 días del año se refugian en casa con un clásico y aguardan a que pasen las hordas de figurantes.
                                 Un artista desencajado nunca está al tanto de las novedades ni frecuenta las revistas literarias ni los suplemientos literarios -donde hay más de erario público malgastado que de letras interesantes-, llenos de hiperbólicas excelencias de los genios que crecen como senderuelos. El artista desencajado se mueve en los terrenos exquisitos de lo desconocido, de lo postergado, de lo que algunos bufones de lo metaliterario como Vila-Matas, cultivan como maldita flor de estercolero. Pongamos por caso, uno de excelencia: Robert Walser y su tan espléndida como desconocida Los hermanos Tanner. Que el autor transcurriera los últimos años de su vida en una casa de enajenados aumenta la reputación del autor lo suficiente como para compararlo a Nietzsche y Holderlin, eminentes enajenados. Si el autor, además, fue leido y admirado por Kafka, estamos en presencia ya de una "cumbre" de la narrativa europea o, más propiamente mittleeuropea, para que los exquisitos puedan orientarse con propiedad.
                                 En la próxima entrega ofreceré una receta para escribir una perfecta novela mittleeuropea que pueda ser rechazada por cualquier adocenada editorial, que leerá con horror un original que se ajuste a lo que aquí se ofrezca, siguiendo el modelo de los hermanos Tanner, tan alabada en su momento por ciertos seres singulares como ignorada por la masa sanjorgista.
                                 De Walser aguardo a poder ahorrar los casi 30 euros que cuestan sus Microgramas para poder confirmarme como lector de afines, esto es, de quienes lo hacían sin objetivo y con el único norte de la devoción a lo literario, que no siempre coincide, como bien se sabe con la Literatura. Simon, el protagonista de los hermanos Tanner es un trasunto biográfico del autor que nos guiará en la próxima entrega.

martes, 5 de diciembre de 2006

14 de febrero de 2...

La fecha me ha escogido a mí, sin duda, con ganas de choteo y babeando almíbar. Un escritor desencajado es consciente del valor de las fechas: flechas lanzadas contra los redaños con la intención de ridiculizar. Hoy, sin embargo, en día odioso y nunca cuajado, a pesar de la publicidad y de las cuantiosas inversiones de los vendedores, yo venía a este diario con la avinagrada intención de mostrar mi indignación contra los colegas argumentadores.
Acabo de oír a Molina Foix, cuya prosa, al menos la de La comunión de los atletas, me impresionó favorablemente, disertar con desmesurada elocuencia sobre su propia obra en venta, de tal manera que ha hecho imposible no sólo la crítica, sino la posible valoración del lector que haya tenido la desgracia de oírlo con esa facilidad de palabra tan engañosa, una verborrea casi de charlatán de feria.
La literatura moderna se va acercando peligrosamente a la pintura no figurativa: ha de llevar adjunta el discurso que la justifica. La mayor de las mediocridades, como la del acordeón del ínclito demediado vascongado, quiere pasar la prueba de los lectores mediante un prólogo mediático en que, por activa, muy activa, buscan convertir al receptor en pura pasividad y asentimiento.
Como cuando Polanco llegó a la reunión que fallaba un Premio Alfaguara que iba a ser para Núria Amat y, llevando con él bajo el brazo los folios de la última bobaliconería de Manuel Vicent, ordenó al jurado que se repensasen el voto, que el gran vate valenciano, gloria de las letras patrias, había escrito una obra inmortal. Y el jurado dócil lo repensó y coincidió con quien manda, como está mandado. Mendoza estaba allí, pero nunca se ha querido enfrentar a los patrones de su barquichuela de los lunes y probablemente jamás avalará esta versión que él sabe que es rigurosamente cierta. Ser un autor desencajado no significa ser sordo, que conste.
Decía que esas prolijas explicaciones con que se adornan los novelistas ad hoc del régimen consiguen, aparte de darme la envidia que los frecuentadores de estas páginas saben, sacarme de mis casillas. Menuda cantidad de memeces y argumentaciones de medio pelo tiene uno que oír o que leer en los programas de propaganda cultural del mundo prisado, el episcopado o el mundializado. Ganas dan de vomitar. Cualquier indecencia narrativa, cursilerías de insoportable y hediente calaña quieren hacerse pasar por muestras paradigmáticas de unos discursos trufados de trascendencia, solemnidad, profundidad, compromiso y otras zarandajas. Los editores no quieren obras bien escritas, sino charlatanes de feria que voceen la mercancía con esos discursos que lo tienen todo de recurso comercial y nada del antiguo discurrir. Me escurro y me voy.