Stephen
Vizinczey: Los diez mandamientos de un escritor*.
Hace 25 años (porque,
en efecto, de todo hace ya más de 20 años, cuando uno se descubre talludito) el
novelista Stephen Vizinczey, autor de un best-seller, En brazos de la mujer madura, que leyó mi conjunta (quien, con sano
criterio, me disuadió de que perdiera el tiempo en su lectura) publicó en El País un extenso artículo en el que
siguiendo, de lejos, modelos como las Cartas
a un joven poeta, de Rilke, ofrece a sus semejantes las recetas que él
empleó para construir su carrera literaria. El título es ya una declaración de
intenciones: Los diez mandamientos, cuya connotación, “de la ley de dios”, se nos
cuela de matute, como manda dicha ley.
Sobre los números
redondos ya ha escrito Vila-Matas lo suficiente como para redundar aquí, pero
ejerce un hechizo al que pocos logran sustraerse. Entre ellos, el 100, que roza
la medida deseada de la longevidad, es el que se lleva la palma, aunque el 50,
el de las famosas Bodas de oro, no le
va a la zaga. [A modo de anécdota diré que en la comunidad hispana de Boston
descubrí que cada año tiene su atribución, desde las bodas de Papel, del año 1
hasta las bodas de Hueso, del año 100, que ya es bautizar al estilo Tim Burton
de La novia cadáver, indeed**] Pocos usan la palabra
sesquicentenario para las celebraciones de los 150 años, pero que sepan que
podrían emplear sesquidécada, para celebrar los quince o sesquilustro, para los
siete y medio, algo previsiblemente improbable…
Más
allá de los mandamientos, luego doy la lista y los comentamos, el texto de
Vizinczey nos ofrece un punto de partida al que merece prestar atención, porque,
en su caso por necesidad, cae de lleno en lo que Steiner denomino extraterritorialidad, aquellos autores
que o bien cambian la lengua materna por otra lengua para la obra literaria o
bien escriben en ambas e incluso en tres o cuatro, como fue el caso de Nabokov,
que escribió en ruso, alemán, francés e inglés. A la edad de 24 años, tras la derrota de la revolución húngara, me
encontré en Canadá con unas 50 palabras de inglés, nos dice Vicinzczey, lo
cual parece, ciertamente, el arranque de una narración. De hecho, pasar de ese
bagaje a lograr escribir una novela de éxito mundial implica, al margen de sus
mandamientos, una férrea disciplina que no sé si figura aún en la lista de
valores contemporáneos. Con casi la misma edad, con algunas palabras más, pero
con una nula capacidad comunicativa, aterricé yo en Boston, y aún me repito que
algún día escribiré mi “novela americana”…, que el esqueleto (de nuevo Tim
Burton…) hace años que lo tengo. Quien comienza, y más si comienza como nuestro
autor, es fácil que tropiece no poco en su camino, pero ahí entra el valor
educativo del error, siempre que se tengan redaños para extraer de ellos(zeugma: los errores...) las
lecciones adecuadas: Rechazo, mofa,
pobreza, fracaso, una lucha constante contra las propias limitaciones… tales
son los principales sucesos en las vidas de la mayoría de los grandes artistas,
y si aspiras a conseguir su destino debes fortalecerte aprendiendo de ellos.
El
decálogo de nuestro autor es simple, y él en el artículo lo desmenuza, e
incluso lo tritura, para que nadie lo entienda mal y puedan aprovecharle todos
los consejos. Helo aquí (que viene saltando por las montañas…):
1.
No beberás, ni fumarás, ni te drogarás.
2.
No tendrás costumbre caras.
3.
Soñarás y escribirás y soñarás y volverás a
escribir.
4.
No serás vanidoso.
5.
No serás modesto.
6.
Pensarás sin cesar en los que son verdaderamente
grandes.
7.
No dejarás pasar un solo día sin releer algo
grande.
8.
No adorarás Londres-Nueva York-París.
9.
Escribirás para tu propio placer.
10.
Serás difícil de complacer.
No se trata de un autor
“de secta”, como parece derivarse del primer mandamiento, que choca con la
extendida idea de que poco menos que hay que ser un drogadicto total para poder
ser un autor que valga la pena, un Burroughs, un Bukowski, un Baudelaire, un
Poe, un Gingsberg y una larguísima lista; sino de un amante de la total
disposición de los recursos mentales de que cada cual dispone para explotarlos
del modo más conveniente. Es más comprensible en su caso, puesto que se vio en
la necesidad de imponerse en una lengua ajena.
Aprender a escribir en otra lengua fue menos difícil que escribir algo
bueno, y viví durante seis años al borde de la miseria antes de estar listo
para escribir En brazos de la mujer madura. De ahí, sin duda, el segundo
mandamiento. Ser austero, en un escritor, y hablo en nombre propio, sí que ha
de ser una exigencia. Derramarse hacia pequeños y efímeros placeres pequeñoburgueses
es un menoscabo de la dedicación total que exige la obra artística. El mediano
pasar machadiano de A mi trabajo acudo…basta
y sobra. Aburguesarse, más allá de la tibia confortación, es embotarse,
ciertamente: Es preciso decidir qué es
más importante para uno: vivir bien o escribir bien. No hay que atormentarse
con ambiciones contradictorias.
El tercer mandamiento
va implícito en la dedicación literaria. Nadie escribe “a la primera”. Muchos
escritores en cierne creen que ha de ser así, y cuando las cosas no salen,
desisten, se ahorran el verdadero y arduo trabajo del escritor: Una vez escrito mi relato, a mano y a
máquina, lo leo y encuentro que la mayor parte es a) confuso o b) inexacto, o
c) tedioso, o d) sencillamente no puede ser verídico. Fue este modo de trabajar lo que me hizo
comprender, cuando aprendía inglés, que mi principal problema no es la lengua,
sino, como siempre, ordenar las cosas en mi cabeza. Recomenzar es duro,
pero de eso hablamos. La palabra clave es borrador o monstruo, si nos ponemos
poéticos… Mis alumnos jamás comprendieron una orden sencilla, cuando
aparecieron los nefastos “correctores”, a los que propiamente habría que llamar
“falsificadores”: “Prohibido el uso del tippex”.
Había que tachar la equivocación y meter la enmienda, si la había, donde se
pudiera, entre líneas o con asterisco al final. Tenían que ver los errores,
avergonzarse de ellos y aspirar a entregar un trabajo sin tachaduras. Llamamos borrador a un texto inicial, con
absoluta precisión terminológica.
La vanidad en ciertos
autores equivale al sistema operativo con que nos venden un ordenador: sin él
la máquina no funciona. Ahora bien, no necesariamente ha de formar parte de la
carga genética de quienes quieren dedicarse al arte de escribir. Vizinczey lo
vio con claridad bastante pronto: Dejé de
tomarme en serio a la edad de 27 años, y desde entonces me he considerado sencillamente
materia prima. Me utilizo del mismo modo que se utiliza a sí mismo un actor:
todos mis personajes –hombre y mujeres, buenos y malos– están hechos de mí
mismo, más la observación. Desde “desde entonces” hasta “observación” podemos
considerarlo común a todos los escritores que han sido, son y serán. Lo
primero, no. A algunas vacas sagradas les pasa lo contrario: a medida que
envejecen y triunfan más en serio se toman, y acaban como aquel famoso Buey Apis del que hablaba Valle-Inclán o
el Wilde abacial que conoció Darío en
el bar Calisaya, en París. Aquí, entre nosotros, la falsa solemnidad, el
engolamiento, la entronización –aunque presumamos de formar parte de una
República de las Letras-, el excatedreo,
los humos de altos hornos, la pompa, el regode(g)o(: “deleitarse en el yo
divino”) y otras manifestaciones similares acaban siendo la hostia nuestra de
cada día, porque los vanidosos tienen algo de sacerdocio e intentan siempre que
comulgues con su rueda de pavo real, el obligado thanksgiving, as a matter of fact, hacia ellos, que nos afortunan
con sus obras [bien leído: sus sobras…]. El reverso peligroso de este serio
defecto puede ser un defecto aún mayor; la inmodestia no controlada, por un
fallo garrafal en el sistema de medidas. Todo el mundo puede pecar de ella. Más
aún de falsa modestia. Y es difícil hallar el punto exacto en que no sea
tangente de la petulancia. En todo caso, conviene recordar aquella declaración
de fe de Valle Inclán: En la lengua
regional no hay que luchar con veinte naciones, basta luchar, simplemente, con
cuatro provincias. Ser genio en el dialecto es demasiado fácil. Yo me negué a
ser genio en mi dialecto y quise competir con cien millones de hombres, y lo que
es más, con cinco siglos de heroísmo de lengua castellana.
Tener referentes
ciertos de la excelencia literaria más allá del canon clásico tradicional es
indispensable, a juicio de Vizinczey, y de cualquiera que no ignore que no se
puede escribir sin haber leído y que se lee mucho mejor después de haber
escrito o de haberlo intentado, al menos. Si
posees una buena colección de ediciones en rústica de grandes escritores y no
dejas de releerlos, tienes acceso a más secretos de la literatura que todos los
farsantes de la cultura que marcan el tono en las grandes ciudades. En las grandes
y en las pequeñas. El inefable Harold
Bloom se queja de que el canon se halla cerrado y casi clausurado, que no se
admiten más referentes. Es una boutade
propia de quien se las puede permitir, claro está. Lo que está fuera de toda
duda es de que la “modernidad” no tiene fecha y mucho menos de caducidad. El asno de oro [hagámosle caso a san
Agustín], de Apuleyo deja más que chicas muchas novedades a las que se les
endosa lo de “libro del año”, “revelación”, “genialidad”, “libro decisivo”, “marcará
época” y otras lindezas comerciales por el estilo. No lo dice el autor húngaro,
pero cada cual ha de establecer esas referencias en función de sus
inclinaciones. Obras entre las que elegir le sobran, por supuesto. El siguiente
mandamiento incluye, no podía ser de otro modo, la frecuentación de esos
autores, algo que no es tan habitual como pudiera parecer. Conocer el Quijote
es básico, releerlo, pongamos por caso, semestralmente, aunque sea en parte, ya
no es tan común. Con todo, no hay que perder nunca de vista que la tradición de
cada cual es la que cada uno establece a través de sus lecturas. No puede
haber, en el aspirante a escritor, un afán de totalidad que, sin duda, le
robaría la vida: No se debe cometer el
error común de intentar leerlo todo para estar bien informado. Estar bien
informado sirve para brillar en las fiestas, pero resulta absolutamente inútil
para un escritor.
Los últimos
mandamientos, no ser snob, ser fiel a
la primera vocación y educar el gusto en el rigor crítico son mandamientos
distintos pero que pueden agruparse bajo el marbete de la huida de la
afectación, que nos encareció Cervantes. Encararse con la responsabilidad de
quien quiere convertirse en escritor supone una exigencias para las que el
autor ha hallado modelos en las siguientes obras: En cuanto a la literatura específica sobre la vida del escritor, yo
recomendaría Una habitación propia,
de Virgina Woolf; el prefacio de La dama morena de los sonetos, de Shaw; Martin Eden, de Jack London, y, sobre todo, Ilusiones
perdidas, de Balzac. A título
personal y desde una perspectiva muy específica se la creación quiero
contribuir a estos mandamientos con uno que oí, predicado de Hemingway en uno
de aquellos programas inolvidables de Encuentros
con las artes y las letras: No hay que levantarse del escritorio hasta que
no se sepa exactamente cómo se va a seguir. Sabiendo eso, se puede dejar lo que
se escribe incluso durante meses, porque luego se retomará como si acabáramos
de escribir lo anterior momentos antes. It Works!
* El País,
29 de octubre de 1989
** Aquí
la lista completa:
http://www.ameliste.es/magazin/tradiciones/costumbres/1639-aniversario-de-bodas
Bueno, son consideraciones de Vicinczey, tan relativas como cualesquiera otras. Creo que hay tantas formas de escribir como escritores. Dudo que haya una fórmula que sirva universalmente. Todos los consejos que da son tan válidos como los contrarios. Creo que en el primero de ellos: que no te drogarás, ni fumarás, ni beberás, yo me preguntó cómo un abstemio total que siguiera este consejo, a pesar de que el desencajado lo entiende en que eso permite disponer de toda la capacidad cerebral que así no estaría ofuscada, puede entender la naturaleza humana si no es capaz de experimentar aunque sea pasajeramente qué significa eso en la experiencia vital. Supongo que todos los personajes de un abstemio serán abstemios. ¡Qué planitud! Ignacio Aldecoa tenía su universidad en las tabernas y su hígado lo pagó. Pero ¿se puede conocer al ser humano sin comprender la raíz de sus llamémosles vicios? Las drogas son malas, no cabe duda, el alcohol es malo, también, el tabaco es cancerígeno. Vale. Pero merece la pena saber qué es eso. Experimentarlo de alguna manera. Si no, es imposible hablar desde dentro de ello.
ResponderEliminarEn cuanto a pulir y repulir lo escrito, vale es cierto. Pero no olvidemos que La Celestina dice el autor de los veinte autos que siguen al primero de autor desconocido, que la escribió en quince días. Kafka era autor que solo podía escribir en raptos de creatividad, por eso escribió muy pocas obras completas. Pero nada le quita su lugar en la literatura contemporánea.
Hay escritores pequeño burgueses que llevan una vida ordenada en todos los sentidos. Pero solo pueden alumbrar personajes pequeño burgueses que llevan una vida ordenada o si acaso desordenada dentro de un orden. Nunca habrán podido experimentar el caos de la vida de ciertas experiencias. ¿Hubiera podido ser posible Dostoievski sin sus adicciones, su epilepsia, su cristianismo, su terrible complejo de culpa, su deportación a Siberia? ¿De dónde salen sus personajes enfebrecidos?
En cuanto a no tener costumbres caras, ahí tenemos a Balzac para mostrarnos la experiencia contraria.
Y sí, leí En brazos de la mujer madura, pero francamente me decepcionó, y no lo recuerdo. Hay libros que se me graban en el alma pero ese pasó sin dejar ninguna huella.
No creo que haya fórmulas universales para hacerse escritor. Sobre todo un buen escritor. Es un misterio. Algo sí, trabajo y mucho trabajo. Sin descanso. Vivir para eso. Pero tampoco lo garantiza. Nada garantiza nada. Kafka murió sin ser consciente de que iba a ser capital en la literatura del siglo XX. ¿Cómo es posible? Y Juan Rulfo escribió solo una novela. Pero fue bastante. Y Salinger también escribió bien poco y se le recuerda por una novela y la historia del pez plátano. Carmen Laforet escribió en estado de gracia una novela, pero luego se eclipsó y ni todo el trabajo del mundo le hubiera servido para continuar su obra.
No hay ninguna fórmula. Solo para hacer bestsellers.
Joselu, él es un escritor de best-sellers, al menos de aquel que te decepcionó. No sé si ha escrito algún otro que haya de ser considerado así. Todas tus críticas son pertinentes, como es natural. No ha de entenderse de otro modo la "simplicidad" de semejante décalogo, como si el fenómeno de la creación admitiera semejantes reduccionismos. Hay, claro está, obviedades que son incontrovertibles, pero, como tú señalas, no puede haber "recetas". El escritor nace y se hace, ambas cosas, y estas sí que van íntimamente ligadas. Si tuviera que precisar más diría que escritor es el que se "descubre" escribiendo, esto es, que escribe como respira. Unamuno tiene un aforismo que, me parece, corrobora tu posición: El hombre que habla como un libro es incapaz de hacer un libro que hable como un hombre.
EliminarAh, y una apostilla: Tampoco hay recetas para hacer best-sellers. Los bes-sellers los hacen las editoriales: son "productos", no libros.
Los diez mandamientos se reducen en uno:
ResponderEliminarNo puede haber, en el aspirante a escritor, un afán de totalidad... No se debe cometer el error común de intentar leerlo todo para saberlo todo.