Primera edición. |
Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la
estupidez y la cobardía:
La doctrina nacional-racista de un pangermanista iluminado.
He aprovechado la lectura que uno de
mis heterónimos ha hecho de este libro para un proyecto sobre el que me
abstengo de opinar, para hacer yo la mía particular: enfrentarme a él como si
se tratara de la obra de un desconocido cuyo texto alguien nos pasa para que le
echemos un vistazo, “a ver qué te parece”. Es decir, he tratado de hacer una
lectura política del texto sin ningún condicionamiento histórico, como si el
autor no hubiera sido el genocida que fue o como si estas ideas políticas nunca
se hubieran o bien enunciado o bien llevado a la práctica.
Desde esta perspectiva, resulta
evidente que el libro merecía semejante lectura atenta y que, al margen de los
juicios que más adelante expondré, su lectura contribuye poderosamente a situar
en el estricto nivel intelectual que les corresponde las aberraciones
ideológicas que contiene, de tal manera que todo el mundo capaz de terminarlo
queda avisado del potencial deletéreo que, para la convivencia interna y para
las relaciones exteriores de un país, tienen dichas ideas, además de para la integridad física del discrepante, por supuesto.
Una lectura semejante permite
descubrir también los aciertos organizativos, propagandísticos y estratégicos
de un movimiento político como el que se articuló alrededor de las ideas que
contiene el libro y, al mismo tiempo, permite esclarecer las causas que
propiciaron su rápida ascensión en la tormentosa República de Weimar, con la
que acabó. Estamos, pues, ante un texto político doctrinario de carácter
fundacional con el que se entrevera una autobiografía del fundador, una suerte de
autoexaltacion casi hagiográfica que
busca la propia promoción para ocupar de forma indiscutible la jefatura del
partido. Sobre el famoso carácter magnético de la personalidad de Adolf Hitler
quizás se saque poco en claro con la lectura de su libro, pero que era un ser
iluminado por un destino queda fuera de toda duda, y ya se encarga él de
recordar que es portador de una misión trascendental para el pueblo alemán, y
que nadie puede encarnarla como él, quien tiene la oratoria y la visión
adecuadas para hacérsela llegar a las masas y seducirlas.
La lectura y el comentario de Mi lucha es, a mi parecer, el mejor
antídoto contra el fanatismo nacionalista, idéntico en todas las latitudes y
épocas, y solo, en nuestros días, aparente y estratégicamente respetuoso con la
legalidad democrática, de la que se provecha para ensanchar su base social. A
pesar de que el libro tiene un evidente contenido autobiográfico, desde el que
se asiste a la evolución política del autor como una reacción crítica contra el
estado de cosas que encuentra en la sociedad de su época, tanto en Austria,
como en Alemania, no es menos cierto que hay un evidente desorden en la
exposición de su ideal nacionalracista, porque son frecuentes los saltos de
unos temas a otros sin articular con solidez un pensamiento profundo, más allá
de los eslóganes con los que se quiere persuadir a simpatizantes y a posibles
adeptos futuros de acatar la obediencia ciega al Caudillo y al ideal del estado
nacionalracista. De hecho, si alguna conclusión general puede extraerse de la
lectura del libro es, paradójicamente, la honestidad del autor, quien, en
primer lugar, dirige el libro a los convencidos de sus ideas: este libro no está escrito para los extraños
sino para los adherentes al movimiento que pertenecen a él de corazón y desean
ilustrarse a su respecto, y, en segundo lugar, la exhibición, con pelos y señales, de todas las aberraciones ideológicas con que propone formar un gobierno
totalitario en nombre de la nación germana, sin esconder ni suavizar ni matizar
ninguna de ellas. En términos coloquiales: se le entiende todo. Y lo que no
deja lugar a dudas es que nadie mínimamente letrado (pongamos el nivel de
bachillerato) podría alegar a su favor, a la hora de exculparse por haberlo
seguido –Gunter Grass entre ellos, por ejemplo–, que Hitler lo engañara. Es la
sinceridad del mal, sin duda, pero sinceridad. No creo que la de la locura,
porque, desde sus perversos principios fundacionales, Mi
lucha es un perfecto manual de
agitación política que contiene no pocos juicios que hoy subscribirían, como
veremos, fuerzas tan dispares como Podemos, el PP, los nacionalismos y hasta el
PSOE, a pesar de que la socialdemocracia, o mejor dicho, la destrucción de la misma, fue
uno de los principales motores de la totalitaria actividad política del soldado
que juró vengar la rendición del 18 y del acuarelista que vio en el arte de
entreguerras el cáncer del espíritu nacional alemán.
La lectura del libro me ha interesado
mucho, porque, a pesar de mi prejuicio inicial, que iba a leer la obra
disparatada de un fanático racista, me he encontrado con la obra meditada y coherente de un fanático racista que se
explica con suficiente claridad e incluso mesura, acaso porque él estaba
convencido de que solo la oratoria era el vehículo para atraer a las masas a su
magna obra de destrucción, no la escritura:
Yo sé que los partidarios conquistados por medio de la palabra escrita son
menos que los conquistados merced a la palabra hablada y que el triunfo de
todos los grandes movimientos habidos en el mundo ha sido obra de grandes
oradores y no de grandes escritores. No obstante, la unidad y uniformidad en la
defensa de cualquier doctrina exigen que sus inextinguibles principios se
formulen por escrito. Sea, por tanto este libro la piedra angular del edificio
con que contribuyo al conjunto de la obra. Y lo dejo todo muy clarito y con
las palabras justas. Lo mejor de la obra es, así pues, que no hay lugar para la
ambigüedad ni para los dobles sentidos ni para los equívocos ni para los
sobreentendidos, dice exactamente lo que quiere decir. Lo que ya en su tiempo se
vio como una “novedad” frente a la ambigüedad de los discursos evasivos de
otras fuerzas políticas. En términos modernos, no tiene diferentes "niveles de lectura".
He tenido la sensación de estar, a lo largo de la lectura, en
presencia de un auténtico ideólogo y sólido estratega, no ante un burdo ni
vulgar histrión, a pesar, sin embargo, de ciertos deslices patéticos a que
recurre en sus exposiciones, a lo que contribuye, sin duda, el marcado carácter
autobiográfico del texto. Con un político, en definitiva. De ninguna de las
maneras con un artista fracasado, con un cabo resentido o cualquier otro
estereotipo con que se le suele caricaturizar. De hecho, me parece que a lo
largo del libro da muestras de analizar con sutil psicología el momento social
que le tocó vivir, la durísima posguerra del 18, y con bastante más
inteligencia política que todos aquellos que, en su momento, despreciaron el
potencial de su movimiento, como si su paramilitarismo y su fe ciega en el
germanismo ultrarreaccionario, racista, místico y belicista al tiempo, fuera un episodio
folclórico de la política. Hitler, y esa es la lección que cumple aprovechar
hoy en día, fue un auténtico “animal político” en el sentido meliorativo que le
damos al término, independientemente del sistema en que se desenvuelva quien
así es descrito. Y lo que llama la atención es su capacidad de maquinación para
crear, prácticamente desde la nada, de un viejo partido nacionalista, casi una
agrupación de amigos, un auténtico movimiento de masas que convirtió en un
estado totalitario. A lo largo del libro repite por activa y por pasiva que su
modelo es el de la Iglesia Católica, lo cual lo acredita como buen lector de
los movimientos históricos y sociales.
Lo que resulta incomprensible, con
todo, es cómo fue posible que una doctrina tan elemental, y una propuesta
organizativa tan rígidamente jerárquica tuvieran tal capacidad de seducción.
¿Qué alemanes eran aquellos a quienes la promesa del sometimiento al dictado de
un caudillo y a los intereses de un Reich que se deseaba milenario les
enardecía? La derrota de la Primera Guerra Mundial no lo explica todo. Me
parece evidente que el triunfo del nacionalsocialismo fue el triunfo de la
plebe ignara, arrebatada poco a poco a los partidos de izquierda que no
supieron defender la República de Weimar ni atraer a su discurso
internacionalista a una masa herida en su amor propio nacional, una llaga en la
que se recreó Hitler para, con la promesa del desquite y la venganza,
cicatrizarla con el ungüento mágico del Reich inmortal y la conquista del
mundo. Hitler los proveyó de sueños que eran ficciones, y de los que, salvo
honrosísimas excepciones, como la descrita por Hans Fallada en Solo en Berlín, despertarían, casi sin
enterarse, en el momento del hundimiento final. [Hans Fallada, por cierto,
noveló con maestría excepcional este proceso incomprensible en una novela
olvidada que merecería ser rescatada (¡Atención Minúscula…!): Gustavo el férreo (Hay edición en
español de José Janés, 1947)]
Otra impresión que me ha provocado la
lectura del libro es una extrañeza que supongo compartiré con cuantos
intelectores lean estas líneas: que Hitler se refiera a su organización como un
“joven partido” capaz de ilusionar a quienes se iban desengañando de los
partidos tradicionales, “de toda la vida”. La percepción del movimiento
hitleriano como un organismo joven que busca hacerse un hueco oponiéndose
radicalmente a los mastodontes de la política alemana, a la casta…: nosotros los nacionalsocialistas sabemos que, con arreglo a nuestras
ideas, el mundo actual nos contempla como revolucionarios y que nos marca con
el estigma de tales, choca con la imagen de partido vetusto que se tiene de
él sobre todo después de ver en qué se acabó convirtiendo. La realidad, sin
embargo, es que Hitler era realmente un “joven” de 31 años cuando inició su
escalada política y un relativo joven de 44 años cuando accedió al poder, algo
absolutamente inusual en aquellos tiempos en que no había mandatario europeo
que no bajara de los 60, por término medio.
Pero vayamos ya al contenido del libro,
en el que Hitler, con estudiada estrategia nos narra su biografía como la de un
ser que sale de un pueblo pequeño, Braunau am Inn, donde ha sido educado en una
tradición conservadora rebosante de amor a su nación germana, no austriaca,
porque el pangermanismo del autor, incompatible políticamente con un estado
multiétnico como el austriaco, tiene su origen en el proceso mediante el cual
Hitler pasa de ser un buen vecino de sus vecinos judíos a verlos como la raza
maldita que quiere apoderarse del mundo y destruir la nación germana: De débil
ciudadano del mundo que era, me convertí en un fanático antisemita.(…) Al
combatir a los judíos, cumplo la tarea del Señor. Hay, con todo, una
conversión paulina y paulatina que, narrativamente, responde a la admiración
que Hitler sintió siempre por la Iglesia Católica como una institución que
aferrada a sus dogmas atravesó los siglos sin ceder nunca en lo esencial. Ese
era el modelo, pues, del Tercer Reich gobernado por la raza aria excelsa, ante
la cual se postrarían todos los pueblos del mundo: la Iglesia Católica. Si a
ello añadimos que, para él, la Historia de Roma era la mejor instrucción que un
ciudadano podía recibir en cualquier época, se nos cierra el inventario de
modelos autoritarios en los que se inspiró su Führor, permítaseme la broma…
La contemplación de la diversidad étnica del imperio Austrohúngaro era otra realidad hiriente que le removía las entrañas al defensor de una teoría política a la que denominaba nacionalracista, y eso, sumado al retroceso que advirtió en la importancia de la minoría germana de Austria para el gobierno de la patria multicultural y multiétnica, fue lo que le empujó a “exiliarse” en Múnich, donde se sintió en su verdadera patria. Motivó su decisión el hecho de que, a su parecer, el Imperio austriaco se derrumbaría por no haber logrado la unificación lingüística: La homogeneidad de la forma ha de expresarse estableciendo en principio una lengua unificada del Estado; el instrumento técnico para esto debió haberse puesto violentamente en manos de la administración, porque sin él, un Estado unificado no podría durar. La única forma, además de crear una conciencia uniforme y permanente del Estado, finca en utilizar la educación y la escuela. Una declaración que, como es evidente, suscriben, por ejemplo, nuestros nacionalismos peninsulares sin ningún rubor, como ya avancé. Aquella heterogeneidad étnico-política austriaca la representó Hitler mediante la analogía con un motivo ornamental del Parlamento austriaco: Con simbólica ironía, los corceles de la cuadriga de la cúspide del edificio se alejan unos de otros hacia los cuatro puntos cardinales, representando así las diversas tendencias interiores.
La contemplación de la diversidad étnica del imperio Austrohúngaro era otra realidad hiriente que le removía las entrañas al defensor de una teoría política a la que denominaba nacionalracista, y eso, sumado al retroceso que advirtió en la importancia de la minoría germana de Austria para el gobierno de la patria multicultural y multiétnica, fue lo que le empujó a “exiliarse” en Múnich, donde se sintió en su verdadera patria. Motivó su decisión el hecho de que, a su parecer, el Imperio austriaco se derrumbaría por no haber logrado la unificación lingüística: La homogeneidad de la forma ha de expresarse estableciendo en principio una lengua unificada del Estado; el instrumento técnico para esto debió haberse puesto violentamente en manos de la administración, porque sin él, un Estado unificado no podría durar. La única forma, además de crear una conciencia uniforme y permanente del Estado, finca en utilizar la educación y la escuela. Una declaración que, como es evidente, suscriben, por ejemplo, nuestros nacionalismos peninsulares sin ningún rubor, como ya avancé. Aquella heterogeneidad étnico-política austriaca la representó Hitler mediante la analogía con un motivo ornamental del Parlamento austriaco: Con simbólica ironía, los corceles de la cuadriga de la cúspide del edificio se alejan unos de otros hacia los cuatro puntos cardinales, representando así las diversas tendencias interiores.
Instalado en Múnich, se alistó en el
14 y a partir de ahí su origen austriaco quedó oscurecido no sólo por la
identificación nacional pangermánica, sino por la decidida voluntad de
convertirla políticamente en una realidad unificadora. El Anschluss no fue
tanto un movimiento de política exterior cuanto la plasmación de un ideal
nacionalista que le daba carta de naturaleza a un sentimiento popular, por más
que fuera minoritario en Austria: Yo
detestaba la mezcla de razas que se exhibía en la capital, odiaba aquella
abigarrada colección de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas,
etc., y, por encima de todo odiaba a los judíos, ese fangoso producto presente
en todas partes: judíos y siempre judíos. Esperaba conquistar alguna vez
renombre como arquitecto y, sea que los hados quisieran hacerme grande o no,
consagrarme con fervor a mi nación (…) cumplirse el deseo más ardiente de mi
alma: la unión de mi amado suelo natal con la patria común, la nación alemana.
Por lo que cuenta en su libro, Hitler
estudió con verdadero afán de sacar provecho de esos estudios, a sus rivales y
a los que podrían ser sus modelos, lo que incluye la lectura de El Capital, de Marx. En cierta forma,
una lectura como la que yo ahora hago, permite comprender íntimamente las
razones últimas de los movimientos totalitarios y racistas que se están
produciendo en Europa, donde, supuestamente, el genocidio hitleriano había
servido como vacuna para impedir que ese virus mortífero, el más letal de la
historia de la humanidad, hiciera de nuevo su aparición. Leer con detenimiento
cómo ciertas ideas en apariencia “patrióticas” encubren un afán totalitario y
cómo ciertas técnicas de propaganda y cierta estética manifestante aspiran a
seducir a las masas proclives al patriotismo y reacias al pensamiento crítico,
me parece de obligado cumplimiento. El hecho de que añadiera el concepto
socialismo a las siglas de un partido, que reniega de lo social y entroniza la
individualidad y la obediencia ciega a la cadena de mando, nos indica
claramente su capacidad para extraer consecuencias prácticas de sus estudios: El movimiento pangermanista (…) era
nacionalista, pero ¡ay de mí!, le faltaba el contenido social indispensable
para conquistar a las masas. Así pues, hemos de ver en esta
biografía-ensayo una prueba inequívoca de cómo el encendido amor a la nación y
a su grandeza es la coartada para imponer una doctrina como la que Adolfo
Hitler trasladó a las páginas de su lucha, la defensa de la cual es hoy,
afortunadamente, incluso delito penal en algunas legislaciones.
Las creencias –que no ideas– de la sociedad
que emerge de la propuesta hitleriana son de sobra conocidas como para
reproducirlas aquí, pero no es menos cierto que quizá todos aquellos dogmas
indiscutibles deberían leerse en el contexto de su obra –la venta de la cual lo
convirtió en millonario en su régimen, por cierto– para entender claramente la
inconsistencia y la insolvencia intelectual de quien se atrevió a crear poco
menos que un catecismo de obligada creencia. Se trata, en el fondo, de un mundo
simplicísimo que él definió perfectamente en el apartado estratégico de su
actividad política: Toda propaganda debe
ser popular, adoptando su nivel intelectual a la capacidad respectiva del menos
inteligente de los individuos a quienes se desee que vaya dirigida. De esta
suerte es menester que la elevación mental sea tanto menor cuanto más grande
sea la masa que deba conquistar, algo a lo que, sin duda, deben de asentir
en un movimiento como la ANC catalana, por ejemplo, la lideresa del cual se
caracteriza por ese uso estratégico de la propaganda, a juzgar por las
explicaciones de quienes la siguen, que parecen darle la razón a nuestro autor:
en una gran asamblea popular, el orador
más eficaz no es aquel que más se asemeje a la parte instruida de su auditorio,
sino el que conquista el corazón de la multitud. De ahí que su acción
política no estuviera dirigida, de buen comienzo, al objetivo de conquistar
representación parlamentaria, sino “legitimidad” popular: el tribunal más augusto y el más importante tocante a los que escuchan,
no es la cámara parlamentaria sino la gran asamblea pública. Porque allí se
reúnen miles de ciudadanos llegados con el fin expreso de escuchar lo que ha de
decir el orador, mientras que en la cámara sólo se hallan presentes algunos
centenares, la mayoría de los cuales lo hacen con el objeto de justificar el
cobro de sus dietas de diputados y no para ilustrarse con la sabiduría de uno u
otro de los “representantes del pueblo”. ¿No firmaría, hasta con
entusiasmo, Podemos, semejante afirmación? ¿Y esta otra: los partidos políticos se prestan a compromisos; las concepciones
ideológicas jamás. Los partidos políticos cuentan con competidores; las
concepciones ideológicas proclaman su infalibilidad. Mientras que el programa
de un partido netamente político no es más que una receta para el buen
resultado de las próximas elecciones, el programa de una concepción ideológica
representa la declaración de guerra contra el orden establecido, contra el
estado de cosas existente, en fin, contra el criterio dominante de la época? Como mínimo es sospechosa la coincidencia,
¿no? No niego que pueda achacárseme cierta descontextualización, pero la
entidad autónoma de las afirmaciones indicaría que no solo Hitler sabía muy
bien lo que se hacía, a nivel político, sino que hasta en sus más furibundos
enemigos pueden brotar los renuevos de su doctrina. La radicalización de
ciertas fuerzas políticas parecen seguir al pie de la letra juicios políticos
como éste: la psiquis de la masa popular
no es sensible a nada que tenga sabor a debilidad ni reacciona ante paños
tibios. Y repetir estrategias de organización calcándolas al pie de la
letra: el éxito decisivo de una
revolución ideológica ha de lograrse siempre que la nueva ideología sea
inculcada a todos e impuesta después por la fuerza, si es necesario. (…) El
supremo cometido de la organización es evitar que posibles divergencias
surgidas en el seno de los miembros del movimiento conduzcan a una división y,
con ello, a un debilitamiento de la labor del conjunto. Debe cuidar, además, de
que el espíritu de acción no desaparezca, sino más bien se renueve y se
consolide constantemente. Esa “acción
continua” que en el ámbito catalán parece no tener fin, por ejemplo, llegándose
incluso a promover la delación, a la identificación con etiquetas físicas de
los “comercios amigos”, a visitar puerta a puerta para levantar acta de
adhesiones y de desviaciones… Al fin y al cabo, sus promotores se saben de
memoria un axioma nacionalista que es piedra angular de su movimiento: el sentimiento de comunidad que inspira la
manifestación colectiva no sólo alecciona al individuo, sino que cohesiona y
contribuye también a crear el espíritu de cuerpo. La voluntad, el ansia y también
la energía de miles, se acumula en cada uno. El hombre que, lleno de dudas y
vacilaciones, entra en una tal asamblea, sale de ella íntimamente reconfortado:
se ha convertido en miembro de la comunidad. ¡Jamas debe olvidar esto el
movimiento nacionalsocialista! Ha de entenderse rectamente el sentido de
las analogías que establezco, porque mi intención es abordar la problemática
del texto que analizo desde la experiencia del presente; enfrentarme, pues, a
un texto político-biográfico con una mirada exenta de demonización a priori, y
destacando, cuando ello se hace obligado, las semejanzas con formas políticas
comúnmente aceptadas en nuestro presente. El juicio histórico sobre la aberración
nazi es definitivo y no admite ni admitirá nunca ningún revisionismo, excepto el
de los incomprensible seguidores que aún tiene entre los ignorantes racistas
talibán que lo veneran, pero eso cae ya del lado de la vigilancia policial.
Afirmaciones como que no debe olvidarse que el propósito más
elevado de la existencia humana no estriba tanto en defender un Estado o un
gobierno, como en preservar su carácter nacional, nos son demasiado
familiares a los españoles del siglo XXI como para que las aceptemos acríticamente
como una formulación netamente democrática. De igual manera, no podemos asistir
impasibles, intelectualmente, a la deslegitimación constante de la democracia
efectuada por la doctrina de Adolf Hitler, basándose en la supremacía de la
raza aria y en el individualismo como expresiones de un supuesto “derecho
natural” que, no pocas veces, se ha esgrimido por partidos nacionalistas
actuales: Al negar el valor al individuo,
sustituyéndolo con la suma de la muchedumbre existente en cualquier época dada,
el principio parlamentario, basado en el beneplácito de la mayoría, atenta
contra el principio aristocrático fundamental de la naturaleza. La mayoría ha
sido siempre, no solo abogado de la estupidez, sino también abogado de las
conductas más cobardes; y así como cien mentecatos no suman un hombre listo,
tampoco es probable que una resolución heroica provenga de cien cobardes.
La política de propaganda, pues,
formaba parte de la esencia de la creación del partido de la patria alemana. De
ahí la necesidad de buscar altavoces como el periódico que, afín a sus ideales,
acabó convirtiéndose en el órgano oficial de partido, el Völkischer Beobachter, lo que les sugirió que no habían de
descuidar la ambición programática de nacionalizar la libertad de expresión: el Estado debe empuñar las riendas de este
instrumento de educación popular [el periodismo] con absoluta determinación, poniéndolo a su servicio y al de la nación.
Que la creación de canales de TV partidarios, como los autonómicos, tan onerosos,
además, para las arcas públicas, o la instrumentalización de la TV pública por
parte del gobierno de turno son tics autoritarios está fuera de toda duda, pero
la lectura de Mi lucha nos permite
observar y comprender que hubo un modelo de actuación previo nada recomendable.
Me es imposible, so pena de quedarme
sin los pocos intelectores que me visitan, entrar en detalle de todas y cada
una de las aberraciones ideológicas hitlerianas, pero no quiero dejar de
mencionar lo interesante que es la lectura de la geopolítica hitleriana, quien,
ya en 1928 fecha de la segunda edición, la primera es de 1925, expone con total
claridad lo que habría de ser su política expansiva para conquistar territorios
“dentro de Europa”, dadas las dificultades de conseguirlos en las colonias: la única esperanza que Alemania tenía de
llevar a cabo una política territorial acertada consistía en adquirir nuevas
tierras en la misma Europa. Las colonias no sirven para ese objeto cuando son
inadecuadas para el establecimiento de europeos en gran número. En el siglo XIX
ya no era posible adquirir por medios pacíficos territorios apropiados para
esta clase de colonización. Semejante política sólo podía emprenderse mediante
violentas lucha; en consecuencia, luchar por luchar, mejor habría sido hacerlo
con el propósito de conquistar tierras situadas a las puertas de cada y no
comarcas situadas fuera de Europa. ¿Cómo fue posible que afirmaciones así
pasaran desapercibidas para las cancillerías europeas? ¿Y qué decir de
advertencias tan explícitas como esta: nuestro
objetivo de política exterior es asegurar al pueblo alemán el suelo que en el
mundo le corresponde. Y ésta es la única acción que ante Dios y ante nuestra
posteridad alemana puede justificar un sacrificio de sangre? No vivíamos entonces en la era de la
información, pero la información ha sido siempre básica en todas las eras, de
ahí la criminal negligencia de quienes deberían haber leído con lupa este
libro. Se optó por la indiferencia y la ridiculización, pero la lectura del
libro demuestra que Hitler no era el loco que sí era, desde el punto de vista
de la Historia, a toro pasado, sino un agitador inteligente, capaz de seducir a
las masas y de llevarlas al éxtasis identitario, fuerza poderosa para cualquier
locura: un alemán debe juzgar más honrosa
la ciudadanía de su patria aunque en ella desempeñe el oficio de barrendero que
la corona real de un país extranjero. De ahí a los coreados eslóganes sobre
identidades diversas que hemos de sufrir en Sefarad, poca distancia hay, la
verdad.
Para acabar, aunque el análisis
pormenorizado de la obra daría para un ensayo, acaso oportuno y necesario, como
memoria histórica del continente y para evitar esos renuevos de los que
hablaba, quiero señalar el análisis que efectúa Hitler de la naturaleza federal
del sistema alemán, porque su Reich laminó ese federalismo sobre el que nos
deja en su volumen algunas reflexiones de absoluta actualidad constitucional en
nuestro país. Partiendo de una definición como la siguiente: ¿Qué es un estado federal? Por Estado
federal entendemos una asociación de países soberanos que, en virtud de su
propia soberanía, se fusionan voluntariamente, renunciando cada uno de ellos en
favor del conjunto a aquella parte de sus propias prerrogativas capaz de
posibilitar y armonizar la existencia de la federación constituida. Esta
fórmula teórica no tiene en la práctica aplicación absoluta en ninguno de los
Estados federales del mundo y menos aún en los Estados Unidos de América. No
fueron los Estados los que constituyeron la unión federal americano, sino que
fue ésta la que previamente dio forma a una gran parte de esos llamados
Estados. (…) La formación del Reich no se debió a la libre voluntad o a la
cooperación de esos Estados, sino a la influencia de la hegemonía de uno solo
de ellos: Prusia. (…) La cesión que los respectivos Estados hicieron de sus
derechos de soberanía en favor de la creación del Reich fue espontánea sólo en
una mínima parte; por lo demás, prácticamente no existían tales derechos o, si
existieran, fueron llanamente anexados bajo la presión del poder de Prusia.
No tarda en denunciar ciertas incongruencias del sistema que recuerdan las
subrayadas por algunos partidos en nuestros días respecto del sistema
autonómico: Ante todo, dentro del
conjunto nacional representado por el Reich no podemos tolerar la autonomía
política o el ejercicio de soberanía de ninguno de los Estados en particular.
Un día ha de acabar y acabará el desatino de mantener por parte de los Estados
confederados sus llamadas representaciones diplomáticas en el exterior y entre
ellos mismos. Como se advierte, y a pesar de las diferentes situaciones
históricas, hay una tensión centralismo-autonomismo que atraviesa la teoría
política de siempre. Y en esas seguimos.
Espero
que se advierta lo imprescindible que me parece que las tesis del libro de
Adolf Hitler –prohibido en muchas partes del mundo, por cierto– se lean tal
como él las dictó –en su celda a Rudolf Hess, por cierto, buena parte de él– y
sirvan no solo para escandalizar a quienes las lean, sino para robustecer
argumentalmente su refutación y evitar peligrosos sucedáneos que pueden
aparentar no ser secuelas suyas, como es el caso de un ideólogo racista como
Sabino Arana, con quien su propio partido en modo alguno está dispuesto a
ajustarle las cuentas, como sí lo ha hecho el mundo en general a la hora de
condenar las tesis del nacionalracismo hitleriano. Aún, la patria, sigue siendo
un alibi para los más bajos instintos políticos y morales.
De todo ... me quedo con esto si me permites "... la información ha sido siempre básica en todas las eras, de ahí la criminal negligencia de quienes deberían haber leído con lupa este libro. Se optó por la indiferencia y la ridiculización, pero la lectura del libro demuestra que Hitler no era el loco que sí era, desde el punto de vista de la Historia, a toro pasado, sino un agitador inteligente, capaz de seducir a las masas y de llevarlas al éxtasis identitario, fuerza poderosa para cualquier locura .. "
ResponderEliminarNo te parece que la historia se repite demasiadas veces a lo largo de la idem, como para deducir ante la absoluta pasividad en la que seguimos instalados que merecemos todo y más de lo que nos suceda! ... ¿ me quieres decir de qué le vale a la humanidad quemar tanta neurona pensando, discurriendo y elucubrando si seguimos cometemos los mismos errores cien mi veces cien sin enmienda posible?
... Gracias, jamás hubiera leído nada de Hitler si no viene de la mano de alguien como tú.
Un beso, en el día de una constitución que sí hemos leído e incluso estudiado pero no evita que sigan existiendo hitleres y criminales negligentes que seguimos dejándoles hacer, yo soy una.
Gracias por la confianza. Para mí ha sido una experiencia extraña, leer el libro de un asesino, y he dudado, al escribir mi entrada, si acaso no podría malentenderse mi intención. Veo que no. Hacer la lectura desde el punto de vista de las ideas, ver la mente del enardecido nacionalista en funcionamiento me parece un medio excelente para vacunarse contra esa mentalidad totalitaria, de la cual aún la realidad nos lanza, en plena paz de las naciones ricas, dentelladas como la del gobierno bávaro y la obligación de hablar alemán "en la intimidad". ¿Se habrán aconsejado de Aznar? Gracias por recordar que una vez hubo un ministro, ni recuerdo cuál, al que le pareció que la lectura de la Carta Magna debía ser de obligado cumplimiento. Siempre defendí aquella lectura. Hoy muchos la echarán de menos. Y lo penoso es que los primeros que se revolvieron contra ella, lamentable e incomprensiblemente, fueron los sindicatos de profesores. Es difícil pensar y ejecutar con la vista a largo plazo en este país de la improvisación continua.
EliminarSolo a la luz -o debería decir "a la sombra"- de los estados de opinión y de ánimo que nos rodean es como he podido entender algo el enloquecimiento que permitió que un enfermo mental o un asesino como Hitler estuviera tan acompañado. Que haya personas descarriadas o ideas descomunales ya nos parece hasta normal, pero que se secunden con tanto entusiasmo eso es lo que cuesta comprender. Si que hay algo de razón en pensar que la humillación entró en juego.
ResponderEliminarSi no fuera por ti yo nunca hubiera sabido gran cosa de este libro, cosa que te agradezco.
Saludos.
La necesidad del padre, más que su muerte, como quería Freud, es un rasgo característico de la servidumbre del ser humano. ¡Cuántos no lo buscan en un ideología! Me alegra haber sido útil. Gracias.
EliminarTu interesante artículo sobre un libro que raramente me ha venido la tentación de leer me abre diferentes ideas o reflexiones. La primera es que Hitler efectivamente no era un histrión. Era un hombre leído que reflexionó sobre la realidad de Alemania tras la derrota de la Primera Guerra Mundial y el terrible error del Tratado de Versalles así como la cadena que llevó a la espantosa inflación que aún estremece a los alemanes en su recuerdo... Alemania tenía sentido de su grandeza y sin embargo estaba aplastada económica y políticamente con una república de Weimar débil. Hitler supo interpretar el momento que estaba viviendo Alemania y lo sintetizó genialmente en su programa político e ideológico de Mi lucha, el que has comentado. Es una obra genial del Mal, que recoge la esencia del nacionalismo llevándolo a su exacerbación. Todos los nacionalismos tienen bases comunes en su conformación. La ANC puede compartir mucho de ese tipo de Asamblea del Pueblo pero no es socialracista a pesar de que estereotipe lo español ridiculizándolo. Hay límites en el nacionalismo. Lo que Hitler logró es llevar al pueblo más potente de Europa a un éxtasis ideológico, político y militar que conllevaba la práctica criminal más abyecta. No era un patán, como no lo fue Franco ni lo fue Mussolini. Su caricatura esconde la habilidad pasmosa de un hombre que se creía ungido por el Destino para desarrollar su rol mesiánico. Creó, amalgamó, las distintas esencias de los nacionalismos aplicándolas al caso alemán, interpretando extraordinariamente bien el sentimiento de los alemanes que se rindieron a él, fueran trabajadores o universitarios cultos. El nacionalismo catalán comparte con el nazismo muchos elementos pero no podemos extrapolar lo que es propio de los nacionalismos en su conjunto: la fe en un destino, el papel del Volk, la lengua, la manipulación de los medios de comunicación, los movimientos de masas. A la vez el nacionalismo catalán no es militarista, no tiene una minoría a la que hay que aplastar físicamente, tiene una tradición democrática interesante que choca con otro nacionalismo que siempre le ha ganado militarmente, tiene sus razones que hay que comprender...
ResponderEliminarCreo que para evitar otros Hitler es necesario parar la historia. En Yugoeslavia hubo mucho de ultranacionalismo que llevó a este país a la devastación, lo hay en Ucrania, lo hay en muchos lugares del mundo. Solo falta ese mago de la maldad que sepa interpretarlo hábilmente. Pero sin duda tarde o temprano saldrá ese sintetizador de la historia y si encuentra un pueblo necesitado de grandeza y de un Destino, surgirán émulos de Hitler. Quiero creer que, a pesar de ciertas semejanzas, con la situación catalana, no hay nada de eso. El nacionalismo es siempre el mismo: yo soy mejor que tú. Yo soy débil y tú fuerte. Tengo derecho a la fuerza para defenderme. Hay traidores y leales. Se pueden hacer trampas para compensar la disimilitud de fuerzas.
Un ensayo convincente que se ha expresado en un castellano fluido y claro, como debe ser.
Hombre, si me hubieras escrito esto antes, hasta me ahorraba yo mi entrada... ¿no te digo lo que hay? Aunque pueda parecer que se hace una analogía con la situación catalana o con Podemos, no es esa mi intención , sino ver cuántos postulados populistas son intercambiables entre fuerzas políticas diversas, y cómo las fronteras entre ciertas ideologías son más que permeables. Completamente de acuerdo con tu análisis. Ya te lo he dicho, si me hubiera llegado antes... Entiendo, claro, que haya pocos lectores dispuestos a sumergirse con interés analítico en el libro de Hitler, pero he de confesar que ha sido un trayecto estimulante. Tienes razón en que las convicciones racistas de Hitler lo alejan, por suerte, de algunos nacionalismos modernos, pero no de todos. Recuerda que Sabino Arana y Heribert Barrera son racistas confesos.Y el primero tiene calle en Barcleona, además...
EliminarNo deja de ser recurrente la fascinación que ciertos personajes suscitan tras su paso por la historia. Al igual que Hitler en la estructura católica de la Iglesia, el emperador romano Constantino supo ver en el cristianismo ya secular de su época los fundamentos de un nuevo estado, de una administración y de una estructura supranacional que, y en ello no erró, fuera capaz de aglutinar el pesado sistema imperial.
ResponderEliminarAhora bien, y sin que pretenda establecer analogía alguna, mientras el loco Hitler ha sido anatematizado por historiadores de distinto pelaje, al menos públicamente, el santo Constantino es digno de adoración por parte del cristianismo ortodoxo y de algunas iglesias cristianas orientales, pese a no temblarle el pulso a la hora de ejecutar a su cuñado, su esposa y su hijo, entre otros cientos de conspiradores. ¿Error u omisión? Solo el tiempo desluce las pátinas con que recubrimos las cosas y a las personas. Puede que dentro de mil años -esos mismo que debía durar el III Reich-, Hitler sea un icono para las generaciones ultranacionalistas que cohabiten sobre el planeta.
La Historia crea monstruos, y solo de la voluntad del poder político depende cómo pasen a sus gloriosas páginas. De la misma manera que Ortega avisaba ya contra los nacionalismos en los años 20 del siglo pasado -no es algo, pues, de rabiosa actualidad-, la administración norteamericana que ocupó parte de Alemania se sirvió de miles de criminales nazis que, previo lavado de sus hojas de servicios al Reich, no tuvieron que escapar a Sudamérica, ni sufrir la ignominia de los tribunales aliados, para encontrar acomodo en una nueva vida burguesa y capitalista, olvidados ya sus juramentos al Führer y a las SS...
En fin, Juan, suponiendo que Hitler -y sus sucedáneos contemporáneos- fuera más enemigo mío que el Presidente del Gobierno, mi deber, para mejor protegerme de él, es conocerlo cuanto más pueda. No soy, pues, partidario de censura alguna, ni siquiera del catecismo, sea el católico o éste del nacionalsocialismo que tan maravillosamente nos has desgranado.
Un abrazo
Gracias por ese ilustrativo paralelismo de la historia antigua. ¡No hay como aprender de los que saben! Ese es, sin duda, uno de los dos placeres más intensos de la vida. Era evidente que no podían construir una Alemania nueva con nuevos alemanes, que no los había.El reciclado de las dictaduras nos pilla demasiado cerca como para no entender qué sea y cómo, desgraciadamente, parece menos que inevitable, si se quiere pasar la página de los horrores. La caja de música, de Costa Gavras, es una película que viene como el clásico anillo al dedo para ofrecer un referente alejado de los estudios sesudos. Te agradezco el reconocimiento de mi esfuerzo hermenéutico. Leer desde la ausencia de prejuicios, en un caso así, cuesta lo suyo, como no se te esconde. En fin, bien está que haya intelectores que se sientan complacidos.
EliminarEs interesante notar que no era un chiflado ni un tonto, como se pretende, sino alguien que entendía muy bien cómo manipular a las masas. También es interesante recordar que ni mucho menos la mayoría de personas inteligentes se le opusieron, ni siquiera un poco, e. g. Heiddeger, porque, contra lo que muchos prefieren creer, la cultura no vacuna contra la locura más abyecta. Y yendo más allá, conviene no olvidar que aunque hizo del antisemitismo un punto central de su locura, el antisemitismo era ya muy fuerte en casi todo el mundo en la época.
ResponderEliminarEl miedo a la extensión me amenaza, pero hubiera debido incluir que en su contexto histórico, sus teorías raciales llovían sobre el mojado del éxito editorial que supuso el folleto "Los protocolos de los sabios de Sión", sobre cuya elaboración y sus antecedentes bien podría escribirse otra entrada. Recuerde, por otro lado, que a Heidegger sus discípulos lo llamaban El Mago... Quiero con ello decir que esa parte esotérica de la realidad atrae a gente tan diversa como el propio Hitler, Heidegger o el propio Pessoa, cuyo "Libro del desasosiego", escrito por Bernardo Soares, saben mis intelectores que es obra de cabecera de este Diario.
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