El
luminoso apéndice de la correspondencia sobre la concepción del fastuoso
edificio inacabado y conocido como Libro de los Pasajes.
Hijo de un rico anticuario -¡y cómo influyó después en su obra ese trato asiduo con los objetos
de arte!-, Water Benjamin vivió mucho tiempo de la subvención familiar hasta la
crisis del marco de 1923, que mermó mucho la riqueza familiar. Vale decir,
también que Benjamin no era una «hormiguita», sino un amante del buen vivir,
del viajar y de la frecuentación de los casinos, algo muy congruente en quien,
no disponiendo de ninguna fuente de ingresos propia y fiable, fiaba al azar el
advenimiento de una fortuna que le permitiera trabajar sin preocupaciones
«primarias». Su más sólido intento de hacerse con una posición social devino un
fracaso. Le fue negada la habilitación académica para convertirse en profesor, pretensión
que quiso hacer realidad con una obra hoy considerada un clásico: El origen
del drama barroco alemán, que el tribunal que lo juzgaba no logró
comprender de ninguna de las maneras. Gran ironía de la historia es que el
informante que juzgó negativamente la obra de Benjamin con miras a su
habilitación docente fuera Max Horkheimer, quien, posteriormente, llegaría a
ser director del Instituto de Investigación Sociológica y máximo exponente de
la llamada Escuela de Frankfurt, puesto desde el que contribuyó económicamente
al sostén de uno de los intelectuales más brillantes de su tiempo, cuya obra
admiró superlativamente. El Instituto, curiosamente, se deriva del mecenazgo de
una familia argentina de origen alemán, los Weil, que financió su creación en
Fráncfort en 1923, liderada por Hermann y, posteriormente, su hijo Félix Weil, quien participó
activamente con sus escritos en el proyecto intelectual de mayor enjundia de la
época de entreguerras.
Benjamin concibe el Libro de los
Pasajes como una continuación de su excepcional obra Calle de dirección
única, a la que le dedicaré una entrada como muestra que es de la más
avanzada literatura de la época, difícilmente superada en nuestros días, si no
tenemos en cuenta el trío de luminarias narrativas que definen el siglo xx: Joyce, Proust y Faulkner, con
cuantos epígonos se quieran añadir. Los Pasajes fueron, en principio, el
tema de un artículo para la revista berlinesa bimensual Querschnitt. Y
lo iba a escribir con Franz Hessel, intelectual alemán retratado en el Jules de
la novela Jules et Jim de
Henri-Pierre Roché, luego llevada al cine por François Truffaut. Hessel , algo
mayor que Benjamin, le descubrió la figura del flâneur, como buen amante
de París y lo francés que era. Dos de las obras de Hessel, Berlín secreto
y Paseos por Berlín, nos hablan de lo mucho que compartían Benjamin y
él.
En 1928, Benjamin dice que el trabajo
sobre los pasajes le llevaría unas semanas de trabajo, y poco después que el
trabajo podría resultar más extenso de lo que pensaba. En 1930 le dice a
Scholem, íntimo amigo suyo, que renuncia provisionalmente al proyecto. En 1932 confiesa que cuenta los Pasajes de
París entre aquellos libros que designan el verdadero lugar de
ruina y catástrofe al que no diviso límites cuando dejo vagar mi mirada por mis
próximos años. Mientras Benjamin estaba atareado en la minuciosa investigación
sin fin llevada a cabo en la Biblioteca Nacional de París, aún tiene tiempo
para dedicarle una recensión elogiosa al libro de su amigo Hessel El regreso
del flâneur, un breve tratado sobre Robert Walser. Adelantandose a la
Semiología y a su profeta, Roland Barthes, Benjamín le confiesa a Hofmannstahl
que en estos momentos me ocupo de los escasos intentos que se han emprendido
hasta ahora para exponer y fundamentar filosóficamente la moda: qué ocurre
realmente con esa escala temporal de curso histórico, a la vez natural y
completamente irracional.
Benjamin vivió
los últimos años de su vida, que son en los que se centra la correspondencia de
la que extraigo las noticias biográficas sobre él, en diferentes habitaciones,
de prestado en casa de su hermana o de mayor prestado en la pensión que montó
su ex, una vez divorciados, en la Costa Azul, en San Remo. Sus ingresos, muy
escasos e irregulares procedían del Instituto de Investigaciones Sociales,
dirigido por Max Wertheimer y Theodor Wiesengrund Adorno, los dos puntales de
la conocida como Escuela de Fráncfort, donde Benjamin aspiraba a publicar la
primera edición de sus Pasajes. También le financiaba Judah Leon Magnes,
primer rector de la Universidad hebrea de Jerusalén y partidario de la solución
de los dos estados para Israel y Palestina, aunque murió en 1948. Dada la
reputación de Benjamin y su dedicación intelectual libre y sin compromisos que
lo distrajeran de sus proyectos, resulta difícil de entender, en nuestros días,
que aceptara vivir de las «limosnas» de sus mecenas. O dicho en sus propias
palabras: No puedo decir que me falten oportunidades para publicar cosas
malas, pero lo que sí me falta a pesar de todo es cierto valor para
escribirlas. Solo me siento seguro —en lo que toca a este terreno— en la
crítica de libros. Si bien no tardará en reconocer que se trata de un
género en decadencia, aunque se declara absolutamente competente en el dominio
de dicho género. Otra fuente de financiación fue Gretel Karplus a quien conoció
antes de que esta se casara con Adorno y tuvieran lo que hoy en día se conoce como
un matrimonio «abierto». Karplus era socia de una pequeña fábrica de piel en
Berlín. Incluso llega a pedirle suministros de papel muy concretos, el papel MK
de cartas blanco, porque, como le argumenta: Desde que organicé las
numerosas hojas de estudios tal como deben quedar, he utilizado siempre un
mismo tipo de papel, un cuaderno normal del papel MK de cartas blanco. Mis
provisiones se han agotado y me gustaría que este manuscrito tan extenso y
cuidado conservara su uniformidad externa. ¿Podrías enviarme un bloc de esos
—solo el bloc, no las cubiertas. Te envío con esta carta una hoja de muestra.
Esos detalles como el de los lápices siempre iguales que usaba Steinbeck, y que
compraba por docenas, o como el par de güisquis con que iniciaba Juan Benet sus
labores literarias, son muestras de las manías en que suelen caer las personas
metódicas, ordenadas y muy creativas, porque no hay creación libérrima sin un
orden férreo que la sustente.
Durante
algunos años, Benjamin coqueteó con la idea de aprender hebreo y trasladarse a
Israel, para huir de las adversa situación declarada en buena parte de Europa
contra los judíos y, sobre todo en Alemania y la luego conquistada Francia, de
la que, finalmente, acabó huyendo hacia Marsella, primero y luego hacia la
frontera de La Junquera, donde acabaría suicidándose en 1941. Algo antes, en
1929 le confiesa a Kracauer, autor de De Caligari a Hitler. Una historia
psicológica del cine Alemán, que está trabajando en los Pasajes: «Para mí
es como si fuera un sueño […], como si fuera un pedazo de mí».
Recordemos
que, como convencido miembro del Instituto de Investigaciones sociales, de
inspiración marxista, la perspectiva teórica de Benjamin es la del materialismo
dialéctico, de ahí que no nos extrañe que, para el buen fin de sus
investigaciones, nos diga que necesita releer ciertos textos de Hegel y ciertas
partes de El Capital, así como que no podrá prescindir de la elaboración
de una teoría del conocimiento, todo lo cual, sencillamente, abruma a quienes
no nos movemos con la requerida soltura por las altas esferas del pensamiento
sociológico o filosófico. De ahí, sin duda, dada tal exigencia, el sobrecogido
ánimo de Benjamin respecto al futuro de sus proyectos: Muchos —o algunos— de
mis trabajos son desde luego pequeñas victorias, pero corresponden a grandes
derrotas. No hablaré de los proyectos que tuvieron que quedarse intactos, sin
realizar, pero sí quiero contar entre ellos los cuatro libros que designan el
verdadero lugar de ruina y catástrofe a que no diviso límites cuando dejo vagar
mi mirada por mis próximos años Son los «Pasajes de París», los «Ensayos
reunidos sobre literatura», las «Cartas» y un libro enormemente significativo
sobre el hachís. Este último tema no lo conoce nadie y de momento ha de quedar
entre nosotros. Esta última reserva sobre un trabajo no revelado a
nadie es congruente con una faceta
curiosa de Benjamín: la de sus lamentos por haber sido copiado por un
escritorzucho nacionalsocialista llamado Dolf Sternberger, al que acusa de
haberle plagiado en su libro Panorama,
o visiones del siglo xix, no
solo a él, sino también a Bloch y a Adorno.. De hecho, también acusa a Ernst
Bloch de haberlo «fusilado» en el famoso libro de este, Herencia de esta época, algo que se le revela evidente a Gershom
Scholem, como se lo confidencia en una de sus cartas, en la que le encarece a
Benjamin para que disuada a Bloch de ir a visitar a Scholem: Ahora nos
encontramos cada uno ante un asunto muy importante, pues yo también he empezado
ya, con no poco esfuerzo, a trazar letra tras letra sobre el papel, para lo
que, por precaución ante Ernst Bloch, me sirvo primero de la lengua de nuestros
padres. Bastante robará después. […] Por cierto y a propósito de tu
irritación, por causa de Bloch: he vuelto a leer el capítulo que me indicas de
su libro, y solo puedo decirte que lo siento No habla mucho a favor de la
comodidad de tu situación que te veas obligado a soportar esta verdaderamente
«conmovedora» camaradería de ladrones y. en realidad, pienso que es demasiado.
Te lo advierto: no permitas que ese hombre venga aquí o por lo menos aconséjale
que no me visite, pues acabaría diciéndole mi opinión de donde podría deducir
que la he tomado de ti, siguiendo ejemplos conocidos. ¡Ah, esos esos
curiosos entresijos de la vida intelectual, tan propensa a las miserias como
cualquier otra actividad humana!
Los años de
Benjamin en el exilio, a partir de 1934 son una muestra clara de las
penalidades a que hubo de someterse y que fueron sumándose hasta que se le
nubló definitivamente la posibilidad de escapar a situación tan terrible como
la suya. A Gretel Karplus le confía, por ejemplo, que, sin ella, solo podría
encarar con desesperación o apatía las próximas semanas, y le confiesa que desde
hace días estoy en la cama —sencillamente para no necesitar nada y no tener que
ver a nadie— y trabajo mal que bien, para acabar reiterando su petición de
fondos que el permitan seguir trabajando en ese libro cuya redacción definitiva
nunca acabará: piensa lo que puedes conseguir. Necesito 1.000 frs. Para
remediar lo más urgente y poder pasar marzo. En abril hay perspectivas de un
pago desde Ginebra [sede de Instituto de Investigación Social]. […] El trabajo
de los Pasajes es, de momento, entre el destino y yo, el tertius gaudens.
Llama poderosamente la atención la gratitud que Benjamín manifiesta a sus
benefactores, y muy especialmente a Gretel, porque solo quien está volcado en
una obra de tanta trascendencia como los Pasajes sabe apreciar lo que para el
estudioso significa poder centrarse en sus trabajo, aunque comience ya a
atisbar que su empeño no le permitirá, por la exhaustividad de las
investigaciones, en concluirlo, y por aquí he de emparejar la figura e Benjamín
con la de aquel insigne Andrés Vidal descrito por Clarín en su majestuoso
cuento: Un jornalero, una de las más brillantes apologías del trabajo
intelectual que me ha sido dado leer. Benjamin aprovecha la declaración para
ofrecernos una breve pincelada de lo que supone su día a día en París: Gracias a ti, vuelvo en mí. Y volver en mi
significa únicamente volver a mi trabajo. En efecto, he retomado el trabajo de
los Pasajes con una decisión de la que no me hubiera creído capaz hace poco —y
el trabajo ha adquirido un nuevo rostro—. […] Es lamentable que la
biblioteca cierre a las 6, dejándome a merced de largas tardes. Porque solo veo
a gente en casos excepcionales. Entra uno en una situación en la que acaba
necesitando una novela.
La
correspondencia de Benjamin con Adorno y Horkheimer es un ejemplo perfecto del
tipo de relación intelectual entre mentes brillantes que no desperdician ni
siquiera una misiva personal para exponer sus preocupaciones teóricas y
discutir, a distancia, extremos fundamentales del trabajo de Benjamin. A
Adorno, por ejemplo, y empezaremos por lo anecdótico, le parecía un horror la
mera posibilidad de que e libro de los Pasajes apareciera en una primera
edición francesa: Permítame añadir todavía algo más sobre los Pasajes: me
parecería una pena que este trabajo, que ha de significar la integración de
toda su experiencia lingüística, se escribiera en francés, es decir, en un
medio que, incluso dominándolo magistralmente, ¡no puede redundar en beneficio
de esa integración que precisamente presupone la dialéctica de la propia vida
lingüística de usted! En caso de que hubiese problemas para publicarlo, entonces
sí podría ser adecuada la vía de la traducción, pero la pérdida de un original
alemán me parecería, sans phrase, tan grave como la que sufrió nuestra
lengua cuando Uhland quemó su parte del legado de Hölderlin. Obviamente, pondré
todos los medios que estén a mi alcance para hacer posible su publicación; las
mejores perspectivas las veo en Austria, donde actualmente [Ernst]
Krenek [compositor que se acercó al dodecafonismo y al jazz] ocupa una
serie de puestos importantes; indudablemente, el haría todo lo imaginable en
favor de este trabajo.
Acuciada por
las fuertes jaquecas que le recuerdan demasiado a menudo su precario
modo de vida, Benjamin, sin embargo, es muy consciente del alcance
intelectual de su trabajo, y de ahí su perseverancia en él: Si alguna vez he
sido fiel al lema de Gracián que hice mío: «Intenta poner al tiempo de parte en
todas las cosas», creo que ha sido en el modo como he procedido en este trabajo.
[…] Vinieron luego los años de Berlín, en los que lo mejor de mi amistad con
Hessel se nutrió de muchas conversaciones sobre el proyecto de los Pasajes. Por
entonces surgió el subtítulo —hoy ya abandonado— Un cuento de hadas dialéctico.
Este subtítulo hace alusión a la ingenuidad rapsódica de la exposición que
entonces yo tenía en mente, y cuyos restos —tal y como hoy reconozco— no
ofrecían suficientes garantías ni desde el punto de vista formal ni desde el
punto de vista lingüístico. […] Para mí se trata ante todo, como usted
sabe, de la «prehistoria del siglo xix».
En este trabajo veo la verdadera razón, si no la única, para no perder el valor
de seguir luchando por la vida. Escribirlo, desde la primera hasta la última
palabra […] es algo que solo puedo hacer en París. Naturalmente, primero
solo en lengua alemana. Lo mínimo que necesito para mantenerme en París son
1.000 francos mensuales, la suma que Pollock puso a mi disposición en mayo.
En esa
«prehistoria del siglo xix», en la
que estudia Benjamin la condición de «fetiche» de la mercancía, no tarda en
centrarlo todo en aquello que le pide Adorno: la «imagen dialéctica», el gran
descubrimiento y valor de la obra en curso, al decir de ambos. Y a quienes
quieran penetrar en la sutileza de los análisis de Adorno, no tienen más que
leer la «descalificación» que hace de la concepción de Benjamin según la cual cada
época sueña la siguiente. Leamos el breve mazazo con que Adorno «despierta»
a Benjamin: Permítame que parta del lema de la p.3: «Cada época sueña la
siguiente», que considero muy importante por cuanto que en torno a esta frase
cristalizan todos los temas de la teoría de la imagen dialéctica que me parecen
fundamentalmente criticables, y concretamente por su carácter no dialéctico,
así pues, con la eliminación de esta frase se podría conseguir poner en orden
la teoría misma.[…] Al trasladar a la conciencia la imagen dialéctica
bajo la forma de «sueño», no solo se produce el desencantamiento y la
trivialización del concepto, sino que se pierde así también la fuerza clave
objetiva que podría legitimarla precisamente desde un punto de vista
materialista. El carácter fetichista de la mercancía no es un hecho de
conciencia, sino que es eminentemente dialéctico en tanto que produce
conciencia. Pero esto quiere decir
que la conciencia o el inconsciente no pueden reproducirlo simplemente como
sueño, sino que responden a él con deseo y miedo por igual. De acuerdo
con la concepción inmanente de la imagen dialéctica (que yo quisiera
contrastar, para decirlo positivamente, con su anterior modelo de dicho
concepto), usted construye la relación entre lo más antiguo y lo más nuevo, que
ocupaba ya un lugar central en el primer proyecto, como una relación que remite
utópicamente a la «sociedad sin clases». De este modo, lo arcaico se convierte
en un elemento añadido y complementario, en lugar de ser él mismo «lo más
nuevo», está por tanto desdialectizado. Pero al mismo tiempo, y a la vez de un
modo no dialéctico, la imagen de la sociedad sin clases se remonta
cronológicamente al mito, en vez de aparecer aquí con total transparencia como
una fantasmagoría infernal. Por eso me parece que a categoría bajo la que lo
arcaico aflora en lo moderno no es tanto a Edad de Oro como la catástrofe. En
una ocasión apunte que el pasado más reciente se presenta como si hubiese sido
aniquilado por catástrofes. Hic et nunc diría: pero de ese modo se presenta
como prehistoria. […] Si desencantar la imagen dialéctica,
considerándola «sueño», la psicologiza, el mismo desencantamiento sucumbe
precisamente por ello al hechizo de la psicología burguesa. Pues, ¿quién es el
sujeto del sueño? En el siglo diecinueve, sin duda, solo el individuo; pero en
sus sueños no es posible leer inmediatamente, al modo de una copia, ni el
carácter fetichista ni sus monumentos. De ahí que se recurra entonces a la
conciencia colectiva, que en la versión actual me temo no se pueda distinguir
de la de Jung. Está expuesta a la crítica por ambos lados desde el punto de
vista del proceso social, porque hipostatiza imágenes arcaicas allí donde el
carácter mercantil produce imágenes dialécticas, solo que no en un yo colectivo
arcaico, sino en los individuos alienados de la sociedad burguesa; desde el
punto de vista de la psicología, porque, como dice Horkheimer, el yo-masa solo
existe en casos de terremotos y catástrofes masivas, mientras que la plusvalía
objetiva se impone precisamente en y contra los sujetos particulares. La
conciencia colectiva fue inventada solamente para desviar la atención de la
verdadera objetividad y de su correlato, la subjetividad alienada. Nos
corresponde a nosotros polarizar dialécticamente y disolver esta «conciencia»
en los extremos de la sociedad y el individuo, y no galvanizarla como correlato
plástico del carácter mercantil. Que en el colectivo onírico no haya cabida
para diferencia alguna entre clases es una aviso suficientemente elocuente.
Los amables lectores pueden considerar esta breve disertación de Adorno como
una introducción a los escritos de los autores de la Escuela de Frankfurt, si
bien otros textos suyos, como Minima moralia, del propio Adorno,
permiten lecturas mucho más fluidas y atractivas, alejadas de la densa maraña
de conceptos con los que se ha de estar familiarizado para poder seguir, sin
sobresaltos de la dehesa, el razonamiento. Quizá sirva de corolario a lo
anterior, la reflexión de Adorno sobre el hallazgo de Benjamin de la pérdida de
utilidad de las cosas que se manifiesta en el modo como el siglo xix contempla las mercancías: Al
perder su valor de uso, las cosas alienadas se vacían, adquiriendo
significaciones como claves ocultas. De ellas se apodera la subjetividad,
cargándolas con intenciones de deseo y miedo. Pues quizá sea este el
momento adecuado para hacer una recomendación literaria a quienes hayan tenido
los bemoles cuadrados de llegar hasta aquí: Las cosas, de Georges Perec.
Imagino que, en el fondo, Perec lleva a la literatura, a su muy particular manera,
esta suculenta reflexión sobre las mercancías y el arte que investigó Benjamin
en su inacabado libro, cuyos materiales de construcción admiten, sin embargo,
una muy provechosa lectura, como el epistolario que les sigue, con el que estoy
construyendo a mi vez un retrato parcial de las penalidades existenciales e
intelectuales del erudito, del investigador, del filósofo, del sociólogo, del
crítico máximo de la modernidad.
Que hay algo
«excéntrico» en la labor de Benjamin lo advertimos cuando comprobamos la
naturaleza de su trabajo y las condiciones materiales en que lo llevó si no «a
cabo», sí a una madurez de reflexiones que han alimentado a los mejores
pensadores de nuestro dramático siglo xx.
La correspondencia que presento nos ofrece imágenes y hechos de una
autobiografía en la que el autor ni siquiera pensaba, porque un epistolario
jamás puede confundirse con una autobiografía, pero no hay duda de que, bien
leídos, sí pueden contribuir a escribir una biografía sobre él. En la parte de
lo anecdótico, pero solo hasta cierto punto ha de considerarse la confidencia
que le hace a su amiga Gretel: Por
mucho que me eleve en mis pensamientos, tengo que demorarme un momento en mi
persona. Pues cuando me dices del «segundo proyecto» que «en él no se
reconocería jamás la mano de WB», a eso lo llamo ser un poco brusco, y rebasas
sin duda los límites —no los de mi amistad, por favor— en los que puedes estar
segura de mi aquiescencia. No quiero precipitarme, pero creo que aquí no hablas
en nombre de TW [Adorno]. El tal WB tiene dos manos, lo que no es
evidente en un escritor, pero en ello ve este su tarea y su más alto derecho.
Me propuse un día, con catorce años, que tenía que aprender a escribir con la
mano izquierda. Aún hoy me veo horas y horas sentado en mi pupitre de Haubinda,
practicándolo. Hoy mi pupitre está en la Biblioteca Nacional, y he reanudado
ese curso de escritura, solo que a un nivel más alto, ¡al nivel del tiempo! ¿No
quieres ver las cosas como las veo yo, querida Felizitas? No quiero extenderme
precisamente sobre ello. ¡Qué disciplina, la de Benjamin, ya desde la
primera adolescencia! Schiller, al decir de Fritz Perls, decía que «el genio es
concentración», y Benjamin es, acaso, un paradigma de ello. El concepto con que
arranco el párrafo, «excéntrico», lo usa Ernest Bloch en una hermosa
descripción de Benjamin, ya muerto este: Benjamin se burlaba de sí mismo por
su propio entusiasmo por lo excéntrico. La primera pregunta que le hizo a mi
prometida es muy reveladora. Nos lo encontramos paseando pensativo, por así
decir, con la cabeza inclinada, por la calle Kurfürstendamm y mi prometida
Karola, que le veía por primera vez, después de haberme oído hablar muchísimo
de él, le preguntó que en qué iba pensando. Él respondió: «Querida, ¿se ha
fijado alguna vez en la apariencia tan enfermiza que tienen las figuritas de
mazapán?» Una pregunta genuinamente benjaminiana, autoirónica, pero nada era
demasiado excéntrico, excéntrico para los demás, por supuesto, como para no
merecer, dado el caso, ser reparado, ser mirado. La micrología era la mano
izquierda en acción, y digo mano izquierda según una frase que el propio
Benjamin escribió en Calle de dirección única: «Hoy día nadie puede hacerse
ilusiones respecto de lo que puede hacer. Los golpes decisivos se dan con la
mano izquierda.» También aquí se hace extensiva al ámbito de la praxis la
atención a lo periférico en la observación y la teoría. Pero, como es evidente,
la observación puede darse antes que la praxis, y así comienza a partir de lo
excéntrico, o mejor dicho, hacia lo excéntrico, en un arte detectivesco
extrañamente filosófico, que en su curso lleva a cabo una especie de montaje
real, es decir, una unión real de lo que está aparentemente muy alejado. Quiero
decir que este montaje separa lo que estaba próximo, y acerca súbitamente lo
que estaba muy alejado en el ámbito de la experiencia ordinaria. Encontramos
ejemplos épicos –pictóricos, dentro de lo épico– en Joyce y, especialmente, en
Proust, a quien Benjamin veneraba, cuya obra tradujo en gran parte y de cuyo
estilo de imágenes también dependía. El montaje real surgió a partir de
elementos periféricos aparentemente muy alejados; y del mismo modo surgió lo
contrario del montaje: la separación, el divorcio de las propiedades y los
objetos que las tienen, y que en el ámbito de la experiencia ordinaria parecen
coexistir. La obra de Benjamin, inclasificable, como reconoce Bloch, tiene tal
originalidad que le deparó un injusto anonimato en su época, aunque no afectó a
su crédito como crítico literario, la única actividad con la que consiguió
parte de sus siempre escuálidos ingresos.
Las vías de
investigación lo llevaban, en sus propias palabras, en la dirección de una
teoría materialista del arte, de ahí que, no sin marcado egoísmo,
Horkheimer le pidiera casi con carácter de urgencia un artículo materialista
sobre Baudelaire lo que, a su juicio, es desde hace mucho algo muy
esperado. Si usted pudiera de hecho decidirse a escribir en primer lugar
este capítulo de su libro, le estaría enormemente agradecido. Horkheimer
coordinaba las publicaciones del Instituto y
trataba de conseguir de Benjamin, de su consagrada reputación, obras
que, sin embargo, alejaban a este, en
buena medida, de su obra máxima, los Pasajes. Debido a la insistencia
del mecenas, hubo Benjamin de escribir una de las pocas obras completas de
aquel periodo de crisis profesional y existencial, donde reconocía que mi
situación es tan difícil que lo único bueno es que no tengo deudas. Me
refiero al trabajo titulado, Eduard Fuchs, coleccionistas e historiador,
escrito por Benjamín muy a su pesar, como un compromiso para asegurarse la
subvención que le permitiría seguir trabajando en su libro de los Pasajes.
Las reflexiones de aquel libro, sin embargo, mostraban sólidos avances sobre el
materialismo dialéctico que, y en eso tenia razón Horkheimer, no andaban muy
lejos de los suscitados por los Pasajes.
En el pequeño
descanso que se tomó en San Remo, en 1937, Benjamin confiesa haberse acercado
de nuevo a la obra de Jung, como le sugirió Adorno, si bien manifiesta su falta
total de extrañeza ante el acercamiento de Jung al nacionalsocialismo: Quizás
hayas oído —le escribe a Scholem— que Jung se ha puesto recientemente al lado
del alma aria con una terapia reservada expresamente para ella. El estudio de
sus ensayos de comienzo de esta década […] me ha enseñado que estos servicios
auxiliares al nacionalismo estaban prefigurados desde hacía mucho tiempo. […]
La psicología de Jung [es] una obra del diablo hecha y derecha, a la que hay
que aproximarse empleando magia blanca.
Allá por 1939,
desesperado ante la borrascosa situación en la que se hallaba, con muy serias
dificultades para sobrevivir, Benjamin consideró muy seriamente la venta de una
obra de arte de Paul Klee: Quizá me ayude a vender una bello cuadro de Klee
que poseo desde hace veinte años —le
escribe a Horkheimer—. Pero dado que se trata de una acuarela, no ganaré
mucho con ello. […] Según mis averiguaciones, la cantidad estaría en
torno a los 10.000 francos. Se trata del cuadro titulado Angelus novus.
En junio de 1940, antes de abandonar París, para marchar a Marsella, desenmarcó
la lámina y la guardó, con sus escritos, en una maleta que entregó al escritor
Georges Bataille, quien se encargó de ocultarla en la Biblioteca Nacional de la
capital francesa. Después de la Segunda Guerra Mundial, lámina y textos de
Benjamin acabaron en manos de Theodor Adorno, quien, respetando la última
voluntad de Benjamin, la legó a Gershom Scholem. Muerto Scholem, su viuda donó
la obra al Museo de Israel, en Jerusalén, donde actualmente se exhibe.
La activista
judía Lisa Fittko, que ayudó a Benjamin a huir de Francia a España describió
con gran poder de evocación la «aventura» de Benjamin en Marsella, cuya atmosfera apocalíptica en 1940 produjo una
absurda crónica diaria de intentos de fuga: planes con barcos fantasmas y
capitanes imaginarios, visados para países que no figuraban en ningún atlas,
pasaportes de países que habían dejado de existir. Una se había acostumbrado a
enterarse por radio macuto de qué plan infalible había sufrido ese día el
destino de un castillo de naipes. Todavía podíamos reírnos del lado cómico de
algunas de esas tragedias. La risa fue irresistible cuando el doctor Fritz
Frankel, de cuerpo enteco y melena gris, junto con su amigo Walter Benjamin,
con su delicada cabeza de intelectual y su mirada pensativa tras unas gruesas
gafas, se metieron de polizones en un carguero mediante soborno, vestidos de
marineros franceses. No llegaron muy lejos. Y a quien lee esa breve crónica
se le enciende la imaginación de un relato que acerque aquella atmósfera
surrealista, de no menor intensidad que la propia huida de Benjamin a través de
los Pirineos, enfermo del corazón y mermado doblemente de fuerzas y de
esperanza, aunque, como quiere la leyenda, incapaz de separarse de su maleta,
cuyo contenido aún se ignora con certeza. Como no pudo conseguir visado para
salir de Francia, decidió pasar la frontera ilegalmente con Henny Gurland y su
hijo Joseph. Benjamin se suicidó en Port-Bou el 26 de setiembre de 1940. Lo
hizo ingiriendo una gran cantidad de morfina, aunque el certificado médico
estableció que había muerto de hemorragia cerebral. Su compañera de huida, Henny
Gurland, que viajaba acompañada por su hijo, se casó con Erich Fromm en 1944.
Del dictum
de Benjamin: La historia se descompone en imágenes, no en historias,
Stéphane Mosès, según recoge oportunamente José María de Luelmo Jareño en su
estudio titulado: La imagen dialéctica, concepto capital de la obra de
Benjamin, sintetiza muy claramente la importancia del pensamiento y la obra de
Walter Benjamin: [De la conciencia ética y política de Benjamin] nace un
nuevo tipo de inteligibilidad histórica, basado no en un modelo científico del
conocimiento destinado a
descubrir las leyes de
los procesos históricos,
sino en un modelo hermenéutico, que
tiende hacia la
interpretación de los acontecimientos, es decir, a la ilustración de su sentido.
Benjamin aplicó esa hermenéutica sobre todo tipo de huellas del pasado –la
cita, la ruina, el recuerdo o la fotografía, como es el caso– mediante un
contraste dialéctico entre la intención original que habría motivado su
existencia y lo que de ellas nos ha entregado la historia, entre el «contenido
de verdad» y el «contenido objetivo» (son expresiones del autor), o entre fondo
y forma, si se quiere. De ese ejercicio crítico surgirían las imágenes
dialécticas, las cuales, dentro del pensamiento de Benjamin, «no son objeto,
sino medio y matriz de su concepción teórica», esto es, no son ni las imágenes
materiales de partida ni las imágenes mentales que suscita su lectura, sino el
solapamiento vibrante y revulsivo de ambas –semejante al de un enfoque
telemétrico. Sólo cuando las fotografías del pasado son captadas bajo esta
nueva luz hermenéutica es posible desvelar ese «otro» pasado inconsciente o
silenciado, y redimir
así, siquiera simbólica
y parcialmente, a
quienes nunca contaron para ese mito del progreso. En su
propia expresión, «la imagen dialéctica [...]
es el fenómeno originario de la historia», su fundamento epistemológico,
nada menos; de ahí la
virtualidad transformadora que
se le atribuye
y el peso
específico que adquiere en el
conjunto del ideario benjaminiano.
En esencia, la imagen dialéctica es el choque de las imágenes del pasado con las interpretacion que de ellas hacemos desde nuestro presente, algo que remite poderosamente a la Hermenéutica, porque Benjamin fue, al cabo, una suerte de visionario que «veía», en todo, imágenes y objetos, la dinámica del complejo proceso histórico constituyéndose.
Cerremos esta
recensión de dirección única, el reconocimiento a quien hizo de su vocación de
estudioso una forma de malvivir llena de logros intelectuales y literarios sorprendentes,
con la simpática anécdota de su instancia al diretor de la Biblioteca Nacional
de Paris para poder acceder a los libros y las estampas de la prohibida sección
Infierno, donde se custodiaban los libros censurados por la antipática
policía de la moral, de las buenas costumbres: Hacia el final de mis
estudios me veo conducido a un examen profundo del lado erótico de la vida
parisina y no podría emprender ese examen sin la ayuda de ciertos volúmenes
consignados al Infierno. […]He sido, por otra parte, traductor de la
edición alemana de las obras de Proust. M. Charles Du Bos estará con toda
certeza dispuesto a garantizar el interés científico de mis estudios y
reflexiones sobre el tema de mi libro. M. Bataille, de la Biblioteca Nacional,
me conoce igualmente.
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