miércoles, 3 de septiembre de 2025

«Dels acadèmics», de Agustín de Hipona, entre la retórica y la dialéctica.


Los escarceos argumentativos de San Agustín en su ardorosa búsqueda de la sabiduría y la verdad.

          La verdad, no sé qué hace un ignorante metido en estas enjundiosas lecturas, sino tratar de esquilar el abundante pelo de la dehesa y acercarse a la complejidad del mundo intelectual con el respeto debido y la escasez de entendimiento propia del escarmentado en obras casi siempre a trasmano de cualquier interés lector de mis próximos y de mis léjimos. Por eso vengo aquí a dejar constancia de ese trato breve, pero intenso, con una luminaria del pensamiento, de la teología y de la psicología del yo tan potente como el obispo de Hipona.

          Este Dels acadèmics, de la editorial Bernat Metge, usualmente titulado en castellano Contra los académicos, que parece más fiel a la esencia del texto, es una obra relativamente temprana en la bibliografía de San Agustín, y quince años anterior a sus célebres Confesiones, un libro capital en la historia de Occidente. Camino de dejar atrás su dedicación retórica, Agustín quiso reflexionar sobre los límites del saber y la búsqueda de la verdad, acaso alarmado por la extensión de un escepticismo que negaba que fueran posibles ambas cosas: llegar a la sabiduría y conocer la verdad. Su empeño dialéctico consistirá, pues, en luchar contra esas dos aserciones y proclamar que la única verdad concebible es la que nos proporciona la doctrina de Cristo.

          A través de un género que conocerá muchos años de gloria en Europa siglos después de haber sido un pilar del pensamiento grecolatino, el Diálogo, Agustín reúne a varios contertulios,  Trigecio, Licencio y Alipio, para dialogar con ellos sobre asuntos tan espinosos como los señalados ut supra, si bien, como nos señala Andrés Covarrubias en su estudio sobre esta obra, San Agustín utilizó sus conocimientos de retórica para articular un texto que respondía a un plan muy preciso de refutación del escepticismo que él vincula al libro perdido de Cicerón, Hortensio —una invitación a dedicarse al más noble de los saberes, la filosofía—, y de persuasión de sus interlocutores. A ello se debe la estructura del diálogo en las partes clásicas del discurso: el exordio, la narratio, la refutatio, la argumentatio, la confirmatio y probatio, la conclusio, si bien, a la hora de las conclusiones, Agustín margina el diálogo y escoge el modo de la perpetua oratione para fijar con fidelidad su pensamiento respecto de todo lo habado, cuyos meandros, los típicos del Diálogo como género, podrían entorpecer la percepción de su postura final sobre la materia tratada.

          Como señala el traductor y prologuista, Josep Batalla: Als dinou anys havia llegit el Hortensius de Ciceró. L’escrit, una invitació a l’estudi de la filosofia, l’impressionà tant que decidí de dedicar-s’hi. El mismo Batalla nos señala con total claridad cuál es el tema central del libro: Els llatins coneixien prou bé el significat del mot grec φιλοσοφία i l’etimologia els inclinava a distingir clarament entre el sapiens, σοφός , i el studiosus sapientiae, φιλόσοφος . El savi coneixia la saviesa; el qui maldava o delejava per ésser-ho, el studiosus o el cupidus sapientiae, només la desitjava. La distinció serà fonamental en l’argumentació del diàleg- ¿És possible que el filòsof esdevingui un sapiens, un coneixedor de la veritat, o bé s’ha de contentar a ésser un studiosus sapientiae, un conscienciós recercador de la veritat que ell mai no atenyerà? Aquest serà el gran tema per debatre.

          El libro se abre con una declaración cuya validez no sé si ha caducado, a la vista de cómo están fracasando los planes educativos, a tenor de los tristes y paupérrimos resultados que arrojan, respecto de las capacidades de nuestros escolares. De mi sé decir que, siendo un estudiantón más corto de luces que un topo, no desdeñé en ningún momento, a partir de los quince años, la frecuentación de la filosofía, con un provecho tan minúsculo como potente devino la afición al enrevesamiento de los discursos donde no parecía verse nunca la claridad que siempre se suele pregonar de las ideas y del proceso argumentativo, acaso cumpliendo el aserto de Agustín: les gran qüestions acostumen a engrandir els petits que les investiguen. Más adelante, tampoco fue un consuelo que Adorno se quejara de que, leyendo a Hegel, no se enteraba de la misa la media… Estoy por afirmar que he hallado más placer lector en ciertos tratados filosóficos que en obras cumbre de la literatura, pero, en todo caso, lo que defiende Agustín es que  la peculiaritat de la filosofia és tal, que cap edat no pot queixar-se de quedar exclosa del seu si. No tarda en revelar que, como innovación muy curiosa,  ha usado los servicios de un auxiliar para transcribir los diálogos, de tal modo que la obra pudiera ser fiel a los rumbos caprichosos de la reflexión. Ese auxiliar no es otro que un taquígrafo: Servint-me, doncs, d’un estenògraf, a fi que «la ventada no esbarriés la nostra tasca, no vaig deixar escapar res». Como perfectamente se nos explica en oportuna nota a pie de página: : El notarius era un escrivent, capaç de prendre notes ràpidament; era, doncs un σημειογράφος o un  ταχυγρφος. De hecho, como nos dice en el diálogo: No hi ha guardià dels pensaments més infidel que la memòria.

          Este diálogo ha de leerse como lo que en realidad es: una profesión de amor al pensamiento, al razonamiento y a las virtudes de la reflexión, si guiada por la dialéctica, herramienta privilegiada para acercarse a cualquier desafío intelectual que se nos presente. Lo dice clara y reiteradamente en el texto: La dialètica m’ha ensenyat que una vegada aconseguit l’acord sobre allò que descriuen els mots, s’ha de evitar discutir sobre els mots; afirmación que se condice con la descripción que hace Agustin del sabio: cal que el savi sigui un investigador de realitats i no pas un artesà de mots. De ahí que el proceso del razonamiento exija el cumplimiento de ciertas normas que permitan entenderse, una «técnica» del uso de la lógica que nos permita detectar, justamente, cuantos engaños nos pretenden colar por verdades esos «artesanos de las palabras» de los que habla Agustín: Pel que fa als raonaments capciosos i sofístics, hi ha una regla breu: si es basen en concessions mal fetes, cal revisar el que hom a concedit; si la conclusió mescla veritats i falsedats, cal retenir l’intel·ligible i abandonar l’incomprensible.

          En una época en la que el principio de autoridad era condición sine qua non para defender ciertos postulados, Agustín recurre al filósofo que mejor le permitirá acercarse, más tarde,  a la conciliación de la fe y la filosofía, Platón, para defender el método dialéctico y asimilarlo, de hecho, a la auténtica sabiduría: Plató ho sotmeté tot a la dialèctica la qual, conjuminant i valorant tots els elements, és la mateixa saviesa, o si més no n’és la condició indispensable. Però això diem que Plató la convertí en la disciplina filosòfica perfecta. [...] Per al meu propòsit n’hi ha prou que Plato hagués cregut que hi havia dos mons: un d’intel·ligible habitat per la mateixa veritat, i aquest altre de sensible que s’ens fa manifest als sentits de la vista i del tacte. El primer és ver, el segon versemblant i fet a imatge d’ell; des del primer, la veritat llueix i resplendeix serenament en l’ànima que es coneix a si mateixa; des del segon, en l’esperit dels insensats no es pot generar ciència sinó només opinió. Però de tot allò que en aquest món es fa per impuls de les virtuts que Plató anomenava «socials», semblants a les altres veritables virtuts conegudes només per uns pocs savis, tant sols podem dir que és versemblant. Aún estamos en aquella etapa de la vida de Agustín en que la mente, y no el alma, define, en esencia a la persona: El millor en l’home no és res mes que aquella part de l’esperit a la qual s’han de sotmetre totes les altres que hi ha en l’home. I a fi que no em demanis cap més definició, podem anomenar ment o raó aquesta part. De aquí a la definición de la sabiduría que se propone como meta el dialogo hay un solo paso, este: La saviesa és el recte camí de la vida; redefinida, poco después, de esta manera la saviesa és el recte camí qie duu a la veritat. Ahora bien, Agustín no se llama a engaño y, conociendo de primera mano los muchos artificios que el lenguaje puede construir para dar el clásico gato por liebre, del pseudoconocimiento sofístico, reconoce, humildemente, las limitaciones de la propia filosofía:  No sé com, però quan aquesta noció [la de sabiduría] salpa del port de la nostra ment, i desplega les veles de les paraules, a l’instant li arriben els innombrables naufragis dels malentesos. Y a través de este temor enlazamos con la distinción de Platón entre los dos mundos, el de las ideas y el humano gobernado por los sentidos: según él, en el primero se gesta la verdad; en el segundo, las opiniones. Y a ella se refería el filósofo Gustavo Bueno, sin duda, cuando, en un programa televisivo con la presentadora Julia Otero, decía que las «opiniones» no tenían ningún valor, por su parcialidad y la falta de armazón teórico que la defienda para convertirla en tesis. «Si solo se tiene opinión, venía a decir Bueno,  más vale estar callado». Por eso Agustín insiste: La neciesa, fins i tot a parer dels necis, és una desgràcia. [...] La vida feliç és la que discorre d’acord amb la raó.

          Está claro que, además de complicar el contenido del libro con esta recensión caótica, Dels acadèmics sigue muchos caminos que yo omito para centrarme en lo que, a mi parecer, es la esencia del diálogo: la defensa del pensamiento en acción, esto es,  la filosofía, y su principal objetivo, al parecer de Agustín: buscar la verdad.  Entre els acadèmics i jo hi ha la següent diferència, que ells creuen probable que hom no pugui conèixer la veritat, mentre que jo, si bé encara no l’he descoberta, crec que el savi la pot descubrir; porque si hay algo que le parece monstruoso al obispo de Hipona es que, más allá de desconocer la sabiduría, el sabio no asienta ante ella, reconociéndola como verdaderamente existente. Ello se debe a que, para Agustín, la dialéctica, a través del ejercicio lógico de la razón, esdevé una acció purificadora, una exercitatio animi. Quizás debería haber reproducido en parte la fase del diálogo en que se pone en cuestión el «lugar» de la sabiduría, porque, a partir de Platón, el dualismo cuerpo-mente es una fuente constante de reflexión para el filósofo cristiano: ¿Els sentits corporals ajuden o destorben el qui reflexiona sobre la moral? [...] Crec que el be suprem de l’home radica en la ment. Però la nostra recerca gira ara entorn de la ciència. [...] Jo, toix i neci, tinc el dret de saber que el bé perfecte per a l’home, on rau la vida feliç, o és inexistent, o és en l’esperit, o en el cos, o en els dos.

          La síntesis no tarda en aparecer: La saviesa és la ciència de les coses humanes i divines.

          Me he permitido traducir —el señor Batalla me disculpe…— la conclusión del diálogo para general facilidad de cuentos lectores hayan podido no seguir con demasiado fluidez las citas de su excelente traducción:

«Ahora os diré brevemente mi resolución: sea cual sea la sabiduría humana, me doy cuenta de que todavía no la conozco; y si bien ya tengo treinta y tres años, no creo que tenga que esperar a alcanzarla un día. Desdeñando, pues, todo lo que los mortales consideran un bien, me he propuesto dedicarme a buscarla. Y como los argumentos de los académicos eran un gran estorbo para mi tarea, esta discusión me ha servido para armarme suficientemente contra ellos, al menos así lo pienso. Nadie duda de que existe una doble fuerza que nos impele a aprender: la autoridad y la razón. Lo que es yo, tengo la certeza de que nunca me apartaré en absoluto de la autoridad de Cristo, pues no encuentro ninguna más firme. En cuanto a lo que debemos alcanzar con la razón es más sutil, confío en que encontraré momentáneamente entre los platónicos lo que no repugne a nuestros sagrados misterios; porque mi estado de espíritu es tal que deseo ardientemente captar lo que es verdad, no sólo creyéndolo sino también entendiéndolo».

 

[Nota miscelánea: En el texto latino de la obra me he encontrado con una palabra samardocos, que el autor despachaba como voz de origen desconocido. ¡Menudo acicate para lanzar, en el acto, una mínima investigación! El resultado me ha llevado al vocablo latino sămardăcus, con el significado de estafador, embustero e impostor. El diccionario sostenía que la palabra bien pudiera provenir de la voz Samaria, lo cual vendría a señalar esa zona como una suerte de «cuna de embusteros», o algo así. De hecho, Agustín

Agustín parafrasea en el diálogo el cuento tradicional de los dos mensajeros que se encuentran, en una encrucijada, con un pastor que les indica que sigan una dirección. Uno de los viajeros la sigue y llega a su destino; el otro nunca llega, porque el pastor era un samardacus, en el texto de Agustín samardocos, esto es, un impostor...]

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