Los escarceos argumentativos de San Agustín en su ardorosa búsqueda de la sabiduría y la verdad.
La verdad, no
sé qué hace un ignorante metido en estas enjundiosas lecturas, sino tratar de
esquilar el abundante pelo de la dehesa y acercarse a la complejidad del mundo
intelectual con el respeto debido y la escasez de entendimiento propia del
escarmentado en obras casi siempre a trasmano de cualquier interés lector de
mis próximos y de mis léjimos. Por eso vengo aquí a dejar constancia de ese
trato breve, pero intenso, con una luminaria del pensamiento, de la teología y
de la psicología del yo tan potente como el obispo de Hipona.
Este Dels
acadèmics, de la editorial Bernat Metge, usualmente titulado en castellano Contra
los académicos, que parece más fiel a la esencia del texto, es una obra
relativamente temprana en la bibliografía de San Agustín, y quince años anterior
a sus célebres Confesiones, un libro capital en la historia de
Occidente. Camino de dejar atrás su dedicación retórica, Agustín quiso
reflexionar sobre los límites del saber y la búsqueda de la verdad, acaso
alarmado por la extensión de un escepticismo que negaba que fueran posibles
ambas cosas: llegar a la sabiduría y conocer la verdad. Su empeño dialéctico
consistirá, pues, en luchar contra esas dos aserciones y proclamar que la única
verdad concebible es la que nos proporciona la doctrina de Cristo.
A través de un
género que conocerá muchos años de gloria en Europa siglos después de haber
sido un pilar del pensamiento grecolatino, el Diálogo, Agustín reúne a varios
contertulios, Trigecio, Licencio y
Alipio, para dialogar con ellos sobre asuntos tan espinosos como los señalados ut
supra, si bien, como nos señala Andrés Covarrubias en su estudio sobre esta
obra, San Agustín utilizó sus conocimientos de retórica para articular un texto
que respondía a un plan muy preciso de refutación del escepticismo que él
vincula al libro perdido de Cicerón, Hortensio —una invitación a dedicarse al
más noble de los saberes, la filosofía—, y de persuasión de sus interlocutores.
A ello se debe la estructura del diálogo en las partes clásicas del discurso:
el exordio, la narratio, la refutatio, la argumentatio,
la confirmatio y probatio, la conclusio, si bien, a la
hora de las conclusiones, Agustín margina el diálogo y escoge el modo de la perpetua
oratione para fijar con fidelidad su pensamiento respecto de todo lo
habado, cuyos meandros, los típicos del Diálogo como género, podrían entorpecer
la percepción de su postura final sobre la materia tratada.
Como señala el
traductor y prologuista, Josep Batalla: Als dinou anys havia llegit el Hortensius
de Ciceró. L’escrit, una invitació a l’estudi de la filosofia, l’impressionà
tant que decidí de dedicar-s’hi. El mismo Batalla nos señala con total
claridad cuál es el tema central del libro: Els llatins coneixien prou bé el
significat del mot grec φιλοσοφία i l’etimologia els inclinava a
distingir clarament entre el sapiens, σοφός , i el studiosus sapientiae,
φιλόσοφος . El savi coneixia la saviesa; el qui maldava o delejava per
ésser-ho, el studiosus o el cupidus sapientiae, només la desitjava. La
distinció serà fonamental en l’argumentació del diàleg- ¿És possible que el
filòsof esdevingui un sapiens, un coneixedor de la veritat, o bé s’ha de
contentar a ésser un studiosus sapientiae, un conscienciós recercador de la
veritat que ell mai no atenyerà? Aquest serà el gran tema per debatre.
El libro se
abre con una declaración cuya validez no sé si ha caducado, a la vista de cómo
están fracasando los planes educativos, a tenor de los tristes y paupérrimos
resultados que arrojan, respecto de las capacidades de nuestros escolares. De
mi sé decir que, siendo un estudiantón más corto de luces que un topo, no
desdeñé en ningún momento, a partir de los quince años, la frecuentación de la
filosofía, con un provecho tan minúsculo como potente devino la afición al
enrevesamiento de los discursos donde no parecía verse nunca la claridad que
siempre se suele pregonar de las ideas y del proceso argumentativo, acaso
cumpliendo el aserto de Agustín: les gran qüestions acostumen a engrandir
els petits que les investiguen. Más adelante, tampoco fue un consuelo que
Adorno se quejara de que, leyendo a Hegel, no se enteraba de la misa la media…
Estoy por afirmar que he hallado más placer lector en ciertos tratados
filosóficos que en obras cumbre de la literatura, pero, en todo caso, lo que
defiende Agustín es que la
peculiaritat de la filosofia és tal, que cap edat no pot queixar-se de quedar
exclosa del seu si. No tarda en revelar que, como innovación muy
curiosa, ha usado los servicios de un
auxiliar para transcribir los diálogos, de tal modo que la obra pudiera ser
fiel a los rumbos caprichosos de la reflexión. Ese auxiliar no es otro que un
taquígrafo: Servint-me, doncs, d’un estenògraf, a fi que «la ventada no
esbarriés la nostra tasca, no vaig deixar escapar res». Como perfectamente se
nos explica en oportuna nota a pie de página: : El notarius era un
escrivent, capaç de prendre notes ràpidament; era, doncs un σημειογράφος
o un ταχυγράφος. De hecho, como nos dice en el diálogo: No
hi ha guardià dels pensaments més infidel que la memòria.
Este diálogo
ha de leerse como lo que en realidad es: una profesión de amor al pensamiento,
al razonamiento y a las virtudes de la reflexión, si guiada por la dialéctica,
herramienta privilegiada para acercarse a cualquier desafío intelectual que se
nos presente. Lo dice clara y reiteradamente en el texto: La dialètica m’ha
ensenyat que una vegada aconseguit l’acord sobre allò que descriuen els mots,
s’ha de evitar discutir sobre els mots; afirmación que se condice con la descripción
que hace Agustin del sabio: cal que el savi sigui un investigador de
realitats i no pas un artesà de mots. De ahí que el proceso del
razonamiento exija el cumplimiento de ciertas normas que permitan entenderse, una
«técnica» del uso de la lógica que nos permita detectar, justamente, cuantos
engaños nos pretenden colar por verdades esos «artesanos de las palabras» de
los que habla Agustín: Pel que fa als raonaments capciosos i sofístics, hi ha
una regla breu: si es basen en concessions mal fetes, cal revisar el que hom a
concedit; si la conclusió mescla veritats i falsedats, cal retenir
l’intel·ligible i abandonar l’incomprensible.
En una época
en la que el principio de autoridad era condición sine qua non para defender
ciertos postulados, Agustín recurre al filósofo que mejor le permitirá
acercarse, más tarde, a la conciliación de
la fe y la filosofía, Platón, para defender el método dialéctico y asimilarlo,
de hecho, a la auténtica sabiduría: Plató ho sotmeté tot a la dialèctica la
qual, conjuminant i valorant tots els elements, és la mateixa saviesa, o si més
no n’és la condició indispensable. Però això diem que Plató la convertí en la
disciplina filosòfica perfecta. [...] Per al meu propòsit n’hi ha prou
que Plato hagués cregut que hi havia dos mons: un d’intel·ligible habitat per
la mateixa veritat, i aquest altre de sensible que s’ens fa manifest als
sentits de la vista i del tacte. El primer és ver, el segon versemblant i fet a
imatge d’ell; des del primer, la veritat llueix i resplendeix serenament en
l’ànima que es coneix a si mateixa; des del segon, en l’esperit dels insensats
no es pot generar ciència sinó només opinió. Però de tot allò que en aquest món
es fa per impuls de les virtuts que Plató anomenava «socials», semblants a les
altres veritables virtuts conegudes només per uns pocs savis, tant sols podem
dir que és versemblant. Aún estamos en aquella etapa de la vida de Agustín
en que la mente, y no el alma, define, en esencia a la persona: El millor en
l’home no és res mes que aquella part de l’esperit a la qual s’han de sotmetre
totes les altres que hi ha en l’home. I a fi que no em demanis cap més
definició, podem anomenar ment o raó aquesta part. De aquí a la definición
de la sabiduría que se propone como meta el dialogo hay un solo paso, este: La
saviesa és el recte camí de la vida; redefinida, poco después, de esta
manera la saviesa és el recte camí qie duu a la veritat. Ahora bien,
Agustín no se llama a engaño y, conociendo de primera mano los muchos
artificios que el lenguaje puede construir para dar el clásico gato por liebre,
del pseudoconocimiento sofístico, reconoce, humildemente, las limitaciones de
la propia filosofía: No sé com, però
quan aquesta noció [la de sabiduría] salpa del port de la nostra ment, i
desplega les veles de les paraules, a l’instant li arriben els innombrables
naufragis dels malentesos. Y a través de este temor enlazamos con la
distinción de Platón entre los dos mundos, el de las ideas y el humano
gobernado por los sentidos: según él, en el primero se gesta la verdad; en el
segundo, las opiniones. Y a ella se refería el filósofo Gustavo Bueno, sin
duda, cuando, en un programa televisivo con la presentadora Julia Otero, decía
que las «opiniones» no tenían ningún valor, por su parcialidad y la falta de
armazón teórico que la defienda para convertirla en tesis. «Si solo se tiene
opinión, venía a decir Bueno, más vale
estar callado». Por eso Agustín insiste: La neciesa, fins i tot a parer dels
necis, és una desgràcia. [...] La vida feliç és la que discorre d’acord
amb la raó.
Está claro
que, además de complicar el contenido del libro con esta recensión caótica, Dels
acadèmics sigue muchos caminos que yo omito para centrarme en lo que, a mi
parecer, es la esencia del diálogo: la defensa del pensamiento en acción, esto
es, la filosofía, y su principal
objetivo, al parecer de Agustín: buscar la verdad. Entre els acadèmics i jo hi ha la següent
diferència, que ells creuen probable que hom no pugui conèixer la veritat,
mentre que jo, si bé encara no l’he descoberta, crec que el savi la pot descubrir;
porque si hay algo que le parece monstruoso al obispo de Hipona es que, más
allá de desconocer la sabiduría, el sabio no asienta ante ella, reconociéndola
como verdaderamente existente. Ello se debe a que, para Agustín, la dialéctica,
a través del ejercicio lógico de la razón, esdevé una acció purificadora,
una exercitatio animi. Quizás debería haber reproducido en parte la fase
del diálogo en que se pone en cuestión el «lugar» de la sabiduría, porque, a
partir de Platón, el dualismo cuerpo-mente es una fuente constante de reflexión
para el filósofo cristiano: ¿Els sentits corporals ajuden o destorben el qui
reflexiona sobre la moral? [...] Crec que el be suprem de l’home radica
en la ment. Però la nostra recerca gira ara entorn de la ciència. [...]
Jo, toix i neci, tinc el dret de saber que el bé perfecte per a l’home, on rau
la vida feliç, o és inexistent, o és en l’esperit, o en el cos, o en els dos.
La síntesis no
tarda en aparecer: La saviesa és la ciència de les coses humanes i divines.
Me he
permitido traducir —el señor Batalla me disculpe…— la conclusión del diálogo
para general facilidad de cuentos lectores hayan podido no seguir con demasiado
fluidez las citas de su excelente traducción:
«Ahora os diré brevemente mi resolución:
sea cual sea la sabiduría humana, me doy cuenta de que todavía no la conozco; y
si bien ya tengo treinta y tres años, no creo que tenga que esperar a
alcanzarla un día. Desdeñando, pues, todo lo que los mortales consideran un
bien, me he propuesto dedicarme a buscarla. Y como los argumentos de los
académicos eran un gran estorbo para mi tarea, esta discusión me ha servido
para armarme suficientemente contra ellos, al menos así lo pienso. Nadie duda
de que existe una doble fuerza que nos impele a aprender: la autoridad y la
razón. Lo que es yo, tengo la certeza de que nunca me apartaré en absoluto de
la autoridad de Cristo, pues no encuentro ninguna más firme. En cuanto a lo que
debemos alcanzar con la razón es más sutil, confío en que encontraré
momentáneamente entre los platónicos lo que no repugne a nuestros sagrados
misterios; porque mi estado de espíritu es tal que deseo ardientemente captar
lo que es verdad, no sólo creyéndolo sino también entendiéndolo».
[Nota miscelánea: En el texto latino de la
obra me he encontrado con una palabra samardocos, que el autor
despachaba como voz de origen desconocido. ¡Menudo acicate para lanzar, en el
acto, una mínima investigación! El resultado me ha llevado al vocablo latino sămardăcus,
con el significado de estafador, embustero e impostor. El diccionario sostenía
que la palabra bien pudiera provenir de la voz Samaria, lo cual vendría
a señalar esa zona como una suerte de «cuna de embusteros», o algo así. De
hecho, Agustín
Agustín parafrasea en el diálogo el cuento tradicional de los
dos mensajeros que se encuentran, en una encrucijada, con un pastor que les
indica que sigan una dirección. Uno de los viajeros la sigue y llega a su
destino; el otro nunca llega, porque el pastor era un samardacus, en el
texto de Agustín samardocos, esto es, un impostor...]
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